A QUO PRIMUM


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

>A Su Excelencia el Primado, a los Arzobispos y Obispos del Reino de Polonia

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

Desde que la suprema bondad de Dios se dignó establecer los cimientos de nuestra Santa Religión Católica en el Reino de Polonia, acontecimiento que tuvo lugar hacia finales del siglo X, durante el pontificado de nuestro predecesor León VIII, gracias a la obra del soberano Miecislao y de su esposa cristiana, Dambrowka, según lo relata Dlugosz, autor de vuestros Anales (lib. 2, p. 94); desde esa época, la piadosa y devota nación polaca perseveró con tanta constancia en el culto de la Santa Religión emprendida, y despreció con tal firmeza toda clase de sectas religiosas —aunque éstas no escatimaron esfuerzos por introducirse en dicho reino, convertirse en fe común y esparcir las semillas de sus errores, herejías o aberrantes opiniones— que, cuanto más tenaces fueron los intentos de dichas sectas, más luminosa fue la constancia de los polacos al oponerse a ellas y dar testimonio de su fidelidad.

1. Esto, sin duda, está completamente de acuerdo con nuestro propósito y debe considerarse de un valor inmenso por sí mismo. No sólo perdura la gloriosa memoria de mártires, confesores, vírgenes y hombres ilustres por su fama de santidad, quienes tuvieron la fortuna de nacer, ser educados y morir en el Reino de Polonia (memoria que figura entre los fastos de la Santa Iglesia); igualmente memorables son los numerosos concilios y sínodos celebrados y llevados a feliz término en ese lugar, donde, para mayor gloria, se obtuvo victoria sobre los luteranos, quienes no dejaron ningún medio ni vía sin explorar para penetrar y encontrar refugio en dicho reino.

En efecto, ya en aquel tiempo, en el gran Concilio de Piotrków (celebrado durante el pontificado de nuestro insigne predecesor y compatriota Gregorio XIII y presidido por el prelado Lipomano, obispo de Verona y Nuncio Apostólico), se suprimió, para mayor gloria de Dios, la libertad de conciencia que buscaba establecerse y encontrar refugio en ese reino. Asimismo, se recopiló en un amplio volumen las Constituciones Sinodales de la provincia de Gniezno, donde se transcribieron todas las disposiciones útiles y sabias previstas y tomadas por los obispos polacos para que la Religión Cristiana no fuera contaminada por la perfidia judía, teniendo en cuenta que las circunstancias de los tiempos implicaban que tanto cristianos como judíos convivieran en las mismas ciudades y aldeas.

Esto confirma con luminosa evidencia (como ya se ha mencionado) cuán grande es el mérito de la nación polaca al haber buscado siempre conservar íntegra y protegida la Santa Religión, transmitida siglos atrás por sus antepasados.

2. Aunque muchos son los capítulos de las Constituciones que acabamos de mencionar, de ninguno hay motivo de lamentarnos, excepto del último: tanto que nos vemos forzados a exclamar con voz de lamento: “¡Se ha alterado la apariencia más excelente!”. En efecto, tanto por los hechos que nos han sido expuestos por personas serias y dignas de confianza, conocedoras de las vicisitudes polacas, como por las quejas de quienes viven en el Reino y, movidos por un celo sagrado, han recurrido a Nosotros y a esta Santa Sede, hemos llegado a saber cuánto se ha multiplicado allí el número de judíos, hasta el punto de que no pocos lugares, ciudades y aldeas que, según muestran las ruinas, estuvieron antes oportunamente protegidos por murallas y, como aparece en antiguas Tablas o Registros, estuvieron habitados por un gran número de cristianos, se encuentran ahora en ruinas, degradados por el abandono y la desolación, y, sin embargo, llenos de un gran número de judíos y casi completamente vacíos de cristianos.

Hemos sabido también que en ese mismo Reino un cierto número de parroquias (cuyos fieles han disminuido notablemente, y, en consecuencia, sus ingresos se han reducido) están ya próximas a ser abandonadas por sus párrocos. Además, todo el comercio de bienes de utilidad, como el de licores e incluso el vino, está en manos de los mismos judíos, quienes también han sido admitidos para administrar los ingresos públicos; más aún, poseen tabernas, fincas, aldeas y bienes, y al haber alcanzado el poder de la propiedad, no solo obligan a trabajar sin cesar, ejerciendo un dominio cruel e inhumano, a los desdichados cristianos dedicados a actividades agrícolas, sino que los fuerzan a transportar cargas inmensas. Incluso les infligen castigos físicos: aquellos que son sometidos a latigazos terminan con sus cuerpos llenos de heridas.

¿Cómo puede suceder que esos infelices dependan de la autoridad de un hombre judío, como si fueran súbditos sometidos a las órdenes y la voluntad de su señor? ¿Cómo puede ser que al infligir esos castigos se permita a los judíos ejercer funciones propias del ministro cristiano, a quien corresponde la facultad de castigar? Sin embargo, como esos ministros, para no ser apartados de su cargo, se ven obligados a ejecutar las órdenes de sus amos judíos, tales órdenes tiránicas terminan siendo obedecidas.

3. Además de los cargos públicos que, como acabamos de decir, están en manos de los judíos (la gestión de tabernas, aldeas, fincas, de cuyo gobierno derivan tantos daños para los cristianos), se añaden otros hechos absurdos que, si se evalúan correctamente, pueden ocasionar mayor perjuicio y calamidad a quienes han sido informados de ellos. Es completamente reprobable que los mismos judíos sean recibidos en las casas de los magnates con el encargo de administrar tanto los asuntos domésticos como los económicos (lo que implica el título de mayordomo), de modo que, al habitar en la misma casa que los cristianos, imponen y ostentan con terquedad una especie de dominio sobre ellos.

En verdad, ya en las ciudades y en el campo no solo es posible ver en todas partes a judíos mezclados con cristianos, sino que, además, ocurre algo absurdo: los judíos no sienten vergüenza alguna en emplear a cristianos de ambos sexos como siervos en sus casas. Además, los mismos judíos, dedicados al comercio, después de haber acumulado de esta manera grandes sumas de dinero, con la desmedida práctica de la usura, agotan las fortunas y patrimonios de los cristianos. Aunque ellos mismos toman dinero prestado de los cristianos con tasas de interés altas y excesivas y bajo la garantía de sus sinagogas, resulta evidente para cualquier observador que esos préstamos son contraídos por una razón concreta: después de obtener de los cristianos una suma de dinero y de invertirla en actividades comerciales, no solo obtienen de ellas suficientes ganancias para saldar la deuda y, al mismo tiempo, aumentar su riqueza, sino que además, cada uno de sus acreedores es considerado como Patrono de sus sinagogas y de ellos mismos.

4. El célebre monje Radulfo, llevado una vez por un exceso de celo, se inflamó tanto contra los judíos que, en el siglo XII, cuando vivió, recorrió Francia y Alemania predicando contra ellos, en cuanto enemigos de nuestra Santa Religión. En su ardor, inflamó también a los cristianos, hasta tal punto que los destruyeron casi por completo, causando una masacre de judíos en gran número. ¿Qué se cree que diría o haría hoy ese monje si estuviera vivo y viera lo que actualmente ocurre en Polonia?

A este celo excesivo y furioso de Radulfo se opuso el gran san Bernardo, quien en su epístola 363, enviada al clero y al pueblo de la Galia Oriental, escribió: “No se debe perseguir a los judíos, no se les debe matar, pero tampoco expulsar. Preguntadles sobre las Escrituras Divinas. He entendido la profecía que en el Salmo se lee sobre los judíos: ‘Dios me puso sobre mis enemigos’, dice la Iglesia, no para que los matara, ni siquiera cuando se olvidan de mi pueblo. Sin duda, las vivas escrituras nos representan la Pasión del Señor. Por ello, los judíos están dispersos por toda la tierra y, hasta que no hayan expiado la justa pena por su inmenso delito, deben ser testigos de nuestra Redención”.

Más adelante, en la epístola 365 dirigida a Enrique, arzobispo de Maguncia, añadió: “¿Acaso no triunfa cada día la Iglesia sobre los judíos convenciéndolos o convirtiéndolos, y con ello obtiene más frutos que si de una vez y por completo los exterminara con la espada? ¿Acaso es en vano que la Iglesia eleve constantemente su oración universal, desde el alba hasta el ocaso, en favor de los pérfidos judíos, pidiendo que Dios y Señor retire el velo de sus corazones para que, desde sus tinieblas, sean conducidos a la luz de la verdad? Si fuera en vano la esperanza de que ellos, incrédulos como son, se conviertan en creyentes, parecería superfluo y vano rezar por ellos”.

5. Contra Radulfo también se manifestó el abad cluniacense Pedro, quien al escribir al rey Luis de los Francos lo exhortó a no permitir masacres de judíos. Al mismo tiempo, sin embargo, lo animó a tomar medidas contra ellos por sus excesos y a despojarlos de los bienes adquiridos ilícitamente a los cristianos o acumulados mediante la usura, y a destinar ese dinero al uso y beneficio de la Santa Religión, como se puede leer en los Anales del venerable cardenal Baronio (año de Cristo 1146).

Nosotros mismos, en esta cuestión y en todas las demás, hemos adoptado la misma norma de comportamiento que siguieron los Romanos Pontífices, nuestros predecesores. Alejandro III, bajo amenaza de graves penas, prohibió a los cristianos prestar servicio continuo bajo el dominio de judíos: “No se ofrezcan a los judíos en servicio continuo por salario alguno”. La razón de esta prohibición la expone el propio Alejandro III con las palabras siguientes: “Porque las costumbres de los judíos y las nuestras no concuerdan en absoluto; ellos (es decir, los judíos) atraen fácilmente los ánimos de las personas sencillas a su pérfida superstición mediante la convivencia continua y la familiaridad asidua”; así se lee en el Decretal Ad haec, de Judaeis.

Inocencio III, después de explicar el motivo por el cual los judíos eran acogidos por los cristianos en sus ciudades, advirtió que el método y la condición de esa acogida debían ser regulados para que ellos no correspondieran al beneficio con el maleficio: “Aquellos que por misericordia son admitidos a nuestra familiaridad, nos devuelven con esa recompensa que solían ofrecer a sus huéspedes, según un proverbio popular: un ratón en el saco, una serpiente en el regazo y fuego en el seno”.

El mismo Pontífice, añadiendo que es conveniente que los judíos estén sometidos a los cristianos y no al revés, continuó: “Que los hijos de una mujer libre no estén al servicio de los hijos de una esclava, sino que, como siervos rechazados por Dios, en cuanto tramaron cruelmente su muerte, se reconozcan al menos como siervos de aquellos a quienes la muerte de Cristo hizo libres, y ellos sean siervos por efecto de su propia acción”. Estas palabras se encuentran en su Decretal Etsi Judaeos. En otros Decretales, como Cum sit nimis, bajo el mismo título De Judaeis et Saracenis, se prescribe que los judíos no deben ocupar cargos públicos: “Prohíbase dar preferencia a los judíos en cargos públicos, porque en esas funciones son especialmente perjudiciales para los cristianos”.

Inocencio IV, escribiendo a san Luis, rey de los Francos, quien tenía la intención de expulsar a los judíos de su reino, aprobó tal decisión porque ellos no respetaban las disposiciones establecidas por la Sede Apostólica en su contra: “Nosotros, deseando con todas nuestras fuerzas la salvación de las almas, te concedemos, con la autoridad que dictan las circunstancias, la facultad de expulsar a los mencionados judíos, ya sea por tu propia mano o por la de otros, especialmente porque no respetan (como sabemos) los estatutos promulgados contra ellos por la citada Sede”. Esto se encuentra en Rainaldo (año de Cristo 1253, n. 34).

6. Si se pregunta cuáles son las cosas que la Sede Apostólica prohíbe a los judíos que viven en las mismas ciudades que habitan los cristianos, respondemos que se les permiten las mismas facultades que hoy se les conceden en el Reino de Polonia y que hemos expuesto anteriormente. Para adquirir este conocimiento no es necesario realizar una amplia lectura de libros. Basta con consultar el título de los decretales De Judaeis et Saracenis de los Romanos Pontífices, nuestros predecesores Nicolás IV, Paulo IV, San Pío V, Gregorio XIII y Clemente VIII. Las constituciones están disponibles y se conservan en el Bollario Romano. Vosotros, Venerables Hermanos, para comprender claramente estas cuestiones, ni siquiera necesitáis dedicaros a su lectura, ya que las prescripciones y decisiones tomadas en los sínodos de vuestros predecesores os sirven de guía; pues ellos ciertamente no omitieron incluir en sus constituciones todas las disposiciones sancionadas y ordenadas por los Romanos Pontífices en relación con esta materia.

7. Sin embargo, la mayor dificultad radica en que la memoria de las sanciones sinodales se desvanece o su ejecución es descuidada. Sobre vosotros, Venerables Hermanos, recae la responsabilidad de renovarlas. La naturaleza de vuestro oficio exige que insistáis con diligencia en su aplicación. En esta tarea, como es justo y apropiado, comenzad con los hombres eclesiásticos, quienes deben mostrar a los demás el camino mediante una conducta recta y con su ejemplo iluminar a otros. Por la gracia de la divina piedad, nos alienta la esperanza de que el buen ejemplo de los eclesiásticos devolverá al camino recto a los laicos que se hayan desviado.

De hecho, estas disposiciones pueden ser recibidas y anunciadas por vosotros con mayor facilidad y confianza, ya que (según el informe de informadores fiables y competentes) he recibido noticia de que ni vuestros bienes ni vuestros derechos han sido concedidos en arriendo a los judíos; que no existe ningún trato comercial con ellos, ya sea prestando dinero o recibiéndolo; y que, en suma, estáis completamente libres e inmunes de cualquier relación comercial con ellos.

8. El criterio y el método prescritos por los Sagrados Cánones para exigir la debida obediencia de los rebeldes, en los procesos de mayor importancia y especialmente en los actuales, consisten en aplicar las censuras y, además, en incluir entre los casos reservados aquellos que puedan amenazar con un pernicioso cisma religioso. Ciertamente sabéis que el Sacro Concilio de Trento veló por la estabilidad de vuestra jurisdicción cuando os atribuyó el derecho de intervenir en casos reservados, y no restringió dichos casos únicamente a los delitos públicos, sino que los amplió también a los más graves y atroces, siempre que no sean asuntos meramente privados.

En numerosas ocasiones, las Congregaciones de esta nuestra ciudad de Roma han decidido en varios decretos y cartas encíclicas que entre los casos más graves y atroces se deben incluir aquellos a los que los hombres son más proclives y que son un flagelo tanto para la disciplina eclesiástica como para la salvación de las almas confiadas al cuidado del obispo, como hemos demostrado extensamente en nuestro tratado De Synodo Dioecesana (Lib. 5, cap. 5).

9. Con este fin, no permitiremos que falte de nuestra parte cualquier ayuda que sea necesaria para vosotros y para resolver las dificultades que, sin duda, encontraréis si debéis proceder contra aquellos eclesiásticos que han eludido vuestra jurisdicción. Hemos asignado al venerable hermano arzobispo de Nicea, nuestro nuncio en vuestro reino, los encargos oportunos respecto a esta cuestión, para que tome las medidas necesarias dentro de las facultades que le han sido conferidas. Al mismo tiempo, os prometemos que nosotros, cuando se presente la ocasión, con toda diligencia y energía, no dejaremos de abordar esta cuestión incluso con aquellos que puedan lograr que del noble Reino de Polonia sea borrada una mancha y una ignominia de tal naturaleza.

Finalmente, Venerables Hermanos, invocad en primer lugar la protección de Dios, artífice de todo bien, con la más ferviente emoción del corazón. Implorad también su ayuda para nosotros y para esta Sede Apostólica con vuestras oraciones; y mientras os abrazamos con plenitud de caridad, impartimos con afecto a vuestras Fraternidades y a los rebaños confiados a vuestro cuidado nuestra Bendición Apostólica.

Dado en Castel Gandolfo, el 14 de junio de 1751, undécimo año de nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV