ACCEPIMUS PRAESTANTIUM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Arzobispos, Obispos y Ordinarios del Estado Pontificio. El Papa Benedicto XIV
Venerables Hermanos, saludos y Bendición Apostólica.
Hemos sabido, por testimonios de hombres eminentes, que desde hace tiempo se ha introducido en algunas ciudades bajo jurisdicción eclesiástica una costumbre que, si bien promueve la devoción y favorece el sentimiento religioso, se opone a los ordenamientos de la Iglesia y a la costumbre de la mayoría. Nosotros mismos hemos observado esto en algunas Iglesias de esta Nuestra ciudad de Roma, así como en otras que están bajo la jurisdicción de los Obispos suburbanos. Parecería que faltáramos a Nuestro deber si no advirtiéramos sobre esto a aquellos que hemos designado como ministros responsables de la dirección espiritual de esta ciudad, así como a otros que tienen a su cargo las almas en los episcopados suburbanos o en otras sedes episcopales dentro de la jurisdicción pontificia.
En los Altares que han sido erigidos por las comunidades cristianas, y en los cuales se realiza por tradición el rito sagrado, frente a una mesa más grande que muestra, pintada o tallada, la imagen del Santo al cual se dedica y consagra el Altar, ha comenzado a añadirse una mesa más pequeña, sobre la cual se representa el retrato de otro Santo, ya sea pintado o grabado en bronce, madera o mármol. Consecuentemente, se ha retirado la Cruz que debe situarse entre los candelabros, como indican las Rubricas.
Para que no quede ignorado por nadie que el rito sagrado no puede llevarse a cabo si la Cruz con la imagen del Santísimo Crucificado no está colocada sobre el Altar, en estos casos se coloca un Crucifijo muy pequeño sobre la mesa menor, de manera que ni es fácilmente visible para el sacerdote celebrante ni puede ser distinguido con claridad por otros, salvo que se observe minuciosamente. Esto implica que la imagen del Crucificado sobre el Altar queda casi ignorada.
No desaprobamos, ciertamente, que el mismo Altar se dedique al nombre y a la memoria de varios Santos, o que en una mesa mayor estén pintados uno o más Santos, o incluso que otra mesa menor se coloque más abajo o en cualquier otro lugar donde uno o más Santos sean expuestos a la veneración de los fieles. Sin embargo, de ninguna manera podemos permitir que la Misa sea celebrada en estos Altares donde falta la imagen del Crucificado o donde esta se coloque de manera inadecuada ante el sacerdote celebrante, o sea tan diminuta que escape casi a la vista del mismo sacerdote y de los fieles presentes. Esto es contrario a las Leyes y disposiciones de la Iglesia, recogidas en los códigos y otras normas eclesiásticas, además de oponerse gravemente a la sagrada antigüedad y a la tradición de las Iglesias orientales.
Es seguro, por tanto, que se violan las leyes de la Iglesia si únicamente una pequeña imagen del Crucificado es colocada sobre una mesa menor o sobre la estatua de un Santo colocada allí para ser venerada por los fieles.
En las Rubricas del Misal, bajo el título Sobre la preparación del Altar y sus ornamentos, se leen estas palabras: “Sobre el altar debe colocarse en el centro la Cruz, y al menos dos candelabros con velas encendidas a ambos lados”. En el Pontifical Romano, durante la consagración del Obispo electo, cuando tiene lugar la predicación desde el Altar, donde el Obispo espera hasta el Ofertorio, tras lo cual la Misa prosigue en otro Altar, se especifica: “En la capilla menor destinada al Electo, separada de la mayor, debe añadirse un Altar con la Cruz y dos candelabros”. Asimismo, el Ceremonial de los Obispos, tras mencionar en el libro I, cap. 12, los candelabros y las velas, añade: “En medio de estos se colocará una Cruz del mismo material y diseño, suficientemente alta para que su base esté al nivel de los candelabros cercanos, y toda la Cruz se eleve por encima de ellos, mostrando la imagen del Santísimo Crucificado hacia el frente del Altar”.
Nosotros mismos hemos tratado sobre esta antigua costumbre de colocar la Cruz sobre el Altar durante la celebración del rito sagrado en nuestros escritos Sobre el sacrificio de la Misa, que redactamos en italiano. Posteriormente añadimos muchos más, al ser traducidos al latín y publicados nuevamente. Además, afirmamos que, sobre todo debido a la antigüedad de esta costumbre, siempre se ha dedicado una grandísima devoción a la Cruz colocada en el centro del Altar durante la Misa. Incluso los renovadores más hostiles se han resistido a retirarla del centro durante la consagración de la Eucaristía. De esto da testimonio Gretser en su Tratado sobre la Cruz, capítulo 13, tomo I de esa edición, que finalmente fue impresa.
En verdad, si observamos la costumbre de los orientales, los griegos han establecido colocar junto a la puerta principal del Santuario, a ambos lados, las imágenes de Cristo Señor y de la Beata Virgen, y sobre el Altar la Cruz junto con el libro de los Santos Evangelios. En la liturgia copto-árabe, tomada de los manuscritos Códices Vaticanos y publicada en el año 1736 en el Colegio Urbano de la Propaganda Fide, en la página 33 se prescribe que el sacerdote celebrante imparta al pueblo la bendición con la Cruz, que luego la bese y la entregue a un diácono para que la coloque sobre el Altar. Finalmente, el rito sirio de los maronitas establece disposiciones idénticas a las que hemos mencionado anteriormente y que están prescritas en las rúbricas del Misal Romano. Así lo escribe el Patriarca Esteban: “Esa costumbre se desarrolló en todas las Iglesias, de manera que el símbolo de la salutífera Cruz está colocado sobre el Altar” (libro 2, tratado 2, 4). También el Sínodo Nacional, convocado en el año 1736 en el Monte Líbano, y que Nosotros mismos hemos confirmado con la Carta Apostólica Sobre la sacrosanta Misa, decreta: “En el Altar se colocará, en el centro, la Cruz; a sus lados, al menos dos candelabros con velas encendidas, a un lado y al otro” (§ 2, cap. 13).
Los escritores que han explicado los ritos sagrados han discutido diversos puntos: en primer lugar, si es suficiente colocar la Cruz desnuda sobre el Altar o si es necesario añadir al mismo tiempo la imagen del Crucificado. En verdad, las rúbricas del Misal mencionan únicamente la Cruz. Sin embargo, dado que el Ceremonial de los Obispos menciona al mismo tiempo la Cruz y el Crucifijo, y puesto que esto concuerda con una costumbre común de la Iglesia, ningún erudito dudará de que este criterio debe ser considerado válido. Así lo sostienen Gavantus y Claude La Croix, quien en su obra Sobre la Misa admite que, en virtud del uso tradicional común, sin la imagen del Crucificado adherida a la Cruz, el rito sagrado no puede llevarse a cabo, salvo en caso de necesidad, como al inicio de la historia de la Iglesia, cuando los fieles temían provocar intensamente la ira de los gentiles si exponían públicamente a Cristo Crucificado para su adoración (lib. 6, § 2, n. 318). No obstante, en esos tiempos exhibían abiertamente la Cruz adornada de múltiples maneras y colocaban en ella, grabada o pintada, la imagen del Cordero, la cual siempre estuvo asociada al amadísimo Salvador, para que al menos de esa manera se mostrara la figura del Crucificado. Esto aún puede observarse en algunas Iglesias de esta ciudad y queda demostrado por el testimonio de Magrio en su Hieroléxico, bajo la entrada Crux.
En segundo lugar, se analiza si el Crucifijo adherido a la Cruz debe colocarse sobre el Altar, aun cuando nuestro Salvador Crucificado esté representado, pintado o esculpido en una tabla mayor del Altar. Gavantus está completamente de acuerdo con esta idea. Otros, sin embargo, lo consideran poco necesario, siempre que el Crucifijo pintado o esculpido en la tabla mayor esté en un lugar prominente respecto a las otras figuras representadas en ella. Así lo afirman Pasqualigus (cf. El Sacrificio de la Misa, quest. 716), Quarto (cf. Rúbricas del Misal, § 1, tit. 20, dub. 10) y Giribaldo (cf. Sobre los Sacramentos y el Sacrificio de la Misa, cap. 9, dub. 2, n. 20). Este criterio también ha sido confirmado por la Congregación de los Sagrados Ritos, como consta en la respuesta emitida en el año 1663, que Meratus examina minuciosamente (cf. La preparación del Altar, n. 6; Índice de Decretos, mismo tomo, § 2, n. 400).
En tercer lugar, se debate si el Crucifijo debe colocarse en el Altar (cuando en él se celebra la Misa) donde se encuentra el Tabernáculo que contiene la píxide con las Sagradas Partículas; especialmente si delante del mismo Tabernáculo siempre se sitúa una pequeña Cruz con la imagen del Salvador Crucificado. En efecto, en el Ceremonial de los Obispos se lee: “No es inapropiado, sino sumamente decoroso, que en el Altar donde está el Santísimo Sacramento no se celebren Misas, una costumbre que creemos se ha observado desde tiempos antiguos”. En el antiguo Ceremonial, durante el pontificado de Clemente VIII, se decía: “Una costumbre que vemos que se ha observado desde tiempos antiguos”.
Sin embargo, esto parece totalmente inaceptable para algunos, argumentando que en las Iglesias antiguas se construía un único Altar, o bien la Divina Eucaristía no se guardaba en ellos, o no se celebraban Misas en el mismo. Por el contrario, quienes comprenden y profundizan en esta costumbre, consideran que se practicaba antiguamente cuando la Sagrada Eucaristía se conservaba en una capilla de la Iglesia o en un elegante armario fijado al muro, como aún se observa hoy en la Basílica de la Santa Cruz de Jerusalén. Esta misma opinión la sostiene Mabillon (cf. Museo Itálico, tomo I, p. 89, y tomo II, p. 139).
Sin embargo, lo que actualmente genera dificultad y no resuelve la controversia es que, según el uso corriente, la Sagrada Eucaristía se conserva en el Tabernáculo colocado sobre un Altar de la Iglesia, en el cual, sin regla fija, se celebra la Misa, después de haber examinado cuidadosamente el texto del Ceremonial, reconociendo que esto no contradice la celebración mencionada, como argumenta Christianus Lupus en el tomo XI de la más reciente edición del tratado Sobre las sagradas procesiones, p. 356.
Por lo tanto, dado que Nosotros mismos examinamos esta controversia en otros apartados de los mencionados escritos El sacrificio de la Misa, § 4, set. 1, 18, apreciamos la opinión de quienes consideran que el Crucifijo debe colocarse entre los candelabros, y que una pequeña Cruz fijada al Tabernáculo no es suficiente para cumplir con la Rubrica; como explicaremos más adelante. La misma norma fue establecida por la Congregación de los Sagrados Ritos en 1663, como consta en el Índice de Decretos presentado por Meratus, donde se encuentran estas palabras: “Una pequeña Cruz con la imagen del Crucificado colocada sobre el Tabernáculo, en el cual (en el Altar) se guarda el Santísimo Sacramento, no es suficiente durante la celebración de la Misa: entre los candelabros debe colocarse otra Cruz” (§ 2, tomo I, n. 400).
En cuarto lugar, se discute si el Crucifijo debe colocarse entre los candelabros cuando se concluye el rito sagrado en ese Altar donde la Divina Eucaristía no está encerrada en el Tabernáculo, sino expuesta a la veneración pública de los fieles. La Congregación de los Sagrados Ritos, el 14 de mayo de 1707, consideró esto indispensable. Se planteó la siguiente pregunta: “¿Debe colocarse la Cruz con la imagen del Crucificado en el Altar donde se ha expuesto el Santísimo Sacramento, según la costumbre?”. La respuesta fue: “Nunca debe omitirse colocar la Cruz con la imagen del Crucificado”.
Recordamos además que cuando Nosotros mismos (en ese momento desempeñábamos el cargo de Coadjutor del Promotor de la Fe) participamos en dicha Congregación durante esa decisión, los votos fueron variados y discordantes; fue necesaria prudencia para que la misma decisión no saliera a la luz. La cuestión se planteó nuevamente al inicio de Nuestro Pontificado, el 2 de septiembre de 1741, en la misma Congregación de los Sagrados Ritos, que, después de examinar todo con rigor, decretó que cada Iglesia continuara manteniendo en el futuro la costumbre que hasta entonces había practicado.
En verdad, a favor de la remoción de la Cruz del Altar mientras se celebra la Misa y la Eucaristía está expuesta públicamente a la veneración, algunos argumentan que es inconveniente que la imagen de Cristo esté en el lugar donde Cristo mismo está realmente presente bajo la forma de pan y es visible para todos bajo esa misma especie de pan. Sin embargo, esto ocurre indudablemente cada vez que el sacerdote, celebrando el rito sagrado en cualquier Altar, consagra la Eucaristía; y la Iglesia nunca ha considerado necesario decidir que, una vez realizada la consagración, la Cruz deba ser retirada del Altar.
De manera similar, para quienes sostienen que la Cruz debe permanecer necesariamente en el Altar donde el Sacramento está expuesto a la veneración pública, si allí se celebra la Misa, no resulta convincente el argumento de que en la exposición pública de la Eucaristía se exalten el triunfo y la gloria del Salvador, mientras que en la Misa se recuerde su muerte. La Iglesia, tanto durante la Misa, donde se consagra la Eucaristía, como al final de las oraciones recitadas en presencia de la misma, ya consagrada y expuesta abiertamente a la veneración de los fieles, utiliza la misma Colecta compuesta por Santo Tomás de Aquino: “Dios, que nos dejaste el recuerdo de tu pasión en el admirable Sacramento, concédenos, te pedimos, venerar los sagrados misterios de tu Cuerpo y Sangre, para que siempre sintamos en nosotros el fruto de tu redención (es decir, de tu pasión y muerte)”.
Por lo tanto, dado que los intérpretes y escritores de los ritos han expresado opiniones diversas por las razones expuestas, no pueden recomendarse lo suficiente los Decretos emitidos con prudencia y sabiduría por la mencionada Congregación de los Sagrados Ritos, a fin de que cada Iglesia o Diócesis conserve su propia costumbre; sin que se altere nada en aquellas Diócesis donde la Cruz suele colocarse en el Altar mientras se celebra la Misa, incluso si la Sagrada Eucaristía está expuesta públicamente; ni se fomente una nueva disciplina en aquellas Diócesis donde ya se ha establecido una costumbre contraria.
Hemos expuesto cuidadosamente todas estas cuestiones, no ciertamente para preparar un tratado completo sobre el tema, sino para que mediante ellas se conozca y observe cuán ajeno es a los ritos sagrados lo que muchos han hecho a la ligera y sin reflexión, es decir, celebrar el rito sagrado en Altares en los cuales la Cruz no se eleva sobre los candelabros, sino que únicamente un pequeño Crucifijo está fijado a la tabla de algún Santo que, pintado o esculpido, suele añadirse a la tabla mayor del Altar.
Si, de hecho, conforme a las Rúbricas del Misal, la Cruz debe colocarse entre los candelabros; si, conforme al Ceremonial de los Obispos, la Cruz con la imagen del Crucificado debe elevarse sobre los candelabros; si, conforme al criterio de la Congregación de los Sagrados Ritos, un pequeño Crucifijo fijado al Tabernáculo no se considera suficiente cuando la Misa se celebra en el Altar donde la píxide con las Sagradas Partículas está guardada en el Tabernáculo; si en el presente no se trata del Altar en cuya tabla la imagen del Salvador Crucificado se muestra en primer plano a los fieles, ni tampoco del Altar en el que la Sagrada Eucaristía está expuesta a la adoración pública, nadie puede dejar de ver que el procedimiento aquí descrito, recientemente introducido y practicado por algunas personas con particular agresividad, debe ser absolutamente desaprobado por las razones expuestas.
Esto es aún más cierto cuando del pequeño Crucifijo fijado a la tabla del Santo situado sobre el Altar no se deriva aquella utilidad que la Iglesia establece al decretar que la Cruz debe colocarse entre los candelabros. Sobre este tema, el excelentísimo cardenal Bona dejó escrito: “La visión de la Cruz recuerda al sacerdote celebrante la pasión de Cristo, pasión de la cual este Sacrificio es la verdadera imagen y representación real, expresando de manera incruenta la muerte cruenta de nuestro Salvador; aunque de manera distinta, se presenta el mismo Sacrificio que fue ofrecido en la Cruz”. Estas últimas palabras señalan la doctrina ortodoxa expresada por el Concilio de Trento (Rerum liturgicarum, lib. I, cap. 25, n. 8).
Por lo tanto, vosotros, todos, Venerables Hermanos, a quienes dirigimos estos escritos apostólicos, impedid con todo vuestro empeño que se introduzca en vuestras Diócesis la costumbre que hemos explicado más arriba. Si esta ya se hubiera arraigado, erradicadla completamente primero con mansedumbre y luego, si fuese necesario, con severidad. Se trata del Sacrificio de la Misa; por lo tanto, ninguno de vosotros ignora que el Concilio de Trento ha conferido a los Obispos y Ordinarios de los diversos lugares la autoridad, en calidad incluso de delegados de la Sede Apostólica, para corregir las malas costumbres que se oponen al rito de la celebración de la Misa, como claramente se deduce del decreto de la sesión 22 Sobre las cosas que deben observarse y evitarse en la celebración de la Misa.
Tampoco ignoráis que no existe privilegio o inmunidad que pueda ser concedido a quienes no se atengan a esta disposición, para que puedan ser castigados bajo vuestra autoridad con las penas que impongáis. Así lo ha expresado repetidamente la Sagrada Congregación intérprete del Concilio de Trento, refiriéndose al decreto de dicho Sínodo mencionado anteriormente. Esto lo testimonia Fagnanus: “En general, la Sagrada Congregación ha determinado que también los Regulares queden comprendidos en este Decreto, aunque hayan sido excluidos; todos los exentos estarán obligados a observar escrupulosamente en la celebración de las Misas las normas dispuestas por los Ordinarios; a ello podrán ser compelidos con penas y censuras eclesiásticas impuestas por los mismos Ordinarios” (De officio Ordinarii, cap. Grave, n. 46).
Nosotros, en verdad, con esta Carta confirmamos nuevamente la autoridad de la que ya habéis sido investidos. Cabe recordar que no creemos que debáis retirar del centro las imágenes de los Santos que han sido colocadas sobre la mencionada tabla mayor del Altar, puesto que no faltarán los envidiosos que, para desacreditar vuestra sensibilidad religiosa, divulgarán entre el pueblo que no sois devotos de dicho Santo cuya imagen apartáis de la veneración de los fieles.
Esto os prescribimos: que de ninguna manera permitáis que el rito sagrado sea celebrado en Altares donde el Crucifijo no se eleve entre los candelabros, de manera que el sacerdote celebrante y el pueblo asistente al Sacrificio puedan contemplarlo fácilmente, lo que no puede suceder si únicamente se muestra a los fieles una pequeña Cruz fijada a una tabla menor. Si esta corrupción no se ha extendido significativamente en la Diócesis, podrá ser fácilmente erradicada si los superiores de las Iglesias informan de ello privadamente a los Regulares o Seculares. Pero si se ha difundido ampliamente por la Diócesis, entonces será necesario que vosotros promulgéis un edicto conforme a esta Nuestra Carta.
No escribimos más: os consideramos dignos de elogio por vuestra prudencia y doctrina. Tened la certeza de que Nuestro apoyo, siempre que sea necesario, no os faltará si lo solicitáis para llevar a buen término esta disposición. Mientras tanto, impartimos con gran amor la Bendición Apostólica a vuestras Fraternidades y a los pueblos confiados a vuestro cuidado.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 16 de julio de 1746, sexto año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV