ANNUS QUI HUNC
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Obispos del Estado Pontificio. El Papa Benedicto XIV
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Al finalizar el año en curso, el próximo —como bien sabéis— será el Año del Jubileo, conocido como el Año Santo. Dado que, por la infinita misericordia de Dios, la guerra ha terminado y se ha establecido la paz entre los Príncipes beligerantes, se puede esperar un gran aflujo de extranjeros y peregrinos de todas las naciones, incluso de las más lejanas, hacia nuestra Ciudad de Roma. Nosotros, de todo corazón, oramos y hacemos que se ore a Dios para que todos los que vengan obtengan el fruto espiritual de las santas Indulgencias, y haremos todo lo que esté en Nuestro poder para que esto se cumpla.
Deseamos además que todos los que vengan a Roma se marchen no escandalizados, sino llenos de edificación por lo que hayan visto, no solo en Roma, sino también en todas las Ciudades del Estado Pontificio por las que deban pasar, tanto al llegar como al regresar a sus patrias.
En lo que respecta a Roma, ya hemos tomado algunas medidas y no dejaremos de tomar otras. Necesitamos vuestro celo y vuestra probada diligencia en lo que concierne a la Ciudad y a la Diócesis que gobernáis de manera tan encomiable. Si Nos ofrecéis, como esperamos, la ayuda necesaria, no solo se alcanzará el objetivo que deseamos —que los extranjeros se marchen edificados y no escandalizados por nosotros—, sino que se logrará otro buen efecto: las disposiciones que Nosotros ordenemos y que Vosotros ejecutéis establecerán una buena disciplina, no solo durante el Año Santo, sino también durante mucho tiempo en el futuro. Se repetirá lo que suele ocurrir en vuestras Visitas Pastorales: la experiencia demuestra que los visitados, al ser inminente la Visita, corrigen ciertos defectos y realizan algunos cambios para evitar ser reprendidos por Vosotros o quedar expuestos a las sanciones correspondientes; el bien realizado con ocasión de la Visita suele perdurar en el tiempo.
1. Pasando a lo concreto, lo primero que os recomendamos es que las Iglesias se presenten en buen estado, limpias, cuidadas y provistas de los ornamentos sagrados necesarios. Es fácil entender que, si los extranjeros vieran las Iglesias de las Ciudades y Diócesis del Estado Eclesiástico en malas condiciones, sucias o sin ornamentos sagrados, o con ornamentos rasgados y dignos de ser desechados, regresarían a sus países horrorizados e indignados. Queremos subrayar que no Nos referimos a la suntuosidad ni a la magnificencia de los templos sagrados, ni a la riqueza de los utensilios sagrados, pues también Nosotros sabemos que no es posible tenerlos en todas partes. Nos referimos a la decencia y la limpieza, que nadie debe descuidar, pues ambas son compatibles con la pobreza.
Entre los muchos males que afligen a la Iglesia de Dios, también de este se lamentaba el Venerable Cardenal Bellarmino cuando decía: “Dejo de mencionar lo que se observa en ciertos lugares: los vasos sagrados y los ornamentos utilizados en la celebración de los Misterios son despreciables y sucios, totalmente indignos de ser empleados en los sublimes Misterios. Puede suceder que quienes usan estos objetos sean pobres; eso es posible, pero si no es posible tener ornamentos preciosos, al menos debe procurarse que sean limpios y decorosos”.
Benedicto XIII, de santa memoria y Nuestro benefactor, que tanto trabajó durante su vida por la correcta disciplina y la decencia en las Iglesias, solía poner como ejemplo las Iglesias de los Padres Capuchinos, pobres en extremo y limpias al máximo. Dresselio, en el tomo 17 de sus obras impresas en Múnich, en el tratado titulado Gazophylacium Christi (§ 2, cap. 2, p. 153), escribe: “La primera y más importante cosa que debe cuidarse en las Iglesias es la limpieza. No solo deben contar con los ornamentos necesarios para el culto, sino que, en la medida de lo posible, estos deben ser extremadamente limpios”.
Con toda razón critica a aquellos que tienen sus casas bien adornadas y dejan las Iglesias y los Altares en un estado miserable: “Hay quienes tienen casas espléndidamente decoradas y llenas de todo, pero en sus Iglesias y Capillas todo es desolador; los Altares están desprovistos de ornamentos y cubiertos con manteles sucios y desgarrados; en todo lo demás reina la confusión y el abandono” (Gazophylacium Christi, § 2, cap. 2).
El gran doctor de la Iglesia, San Jerónimo, en su carta a Demetrias, se mostró bastante indiferente respecto a si las Iglesias eran pobres o ricas: "Que otros edifiquen Iglesias, recubran sus paredes con placas de mármol, eleven majestuosas columnas, adornen de oro sus capiteles; no juzgo tales ornamentos preciosos. Que decoren las puertas con marfil y plata, que revistan de piedras preciosas los altares dorados; no los critico ni lo impido. Que cada uno abunde en su propio sentimiento: es mejor hacer esto que guardar con avaricia las riquezas acumuladas". Sin embargo, declaró abiertamente su aprecio por la limpieza de las Iglesias, cuando elogió con grandes alabanzas a Nepociano, quien siempre se preocupó por mantener limpias las Iglesias y los Altares. Esto se lee en el epitafio del mismo Nepociano que el Santo escribió a Heliodoro: "Se esforzaba con gran esmero para que el Altar estuviera impecable, las paredes no estuvieran cubiertas de hollín, los suelos estuvieran relucientes, el portero estuviera siempre presente en la entrada; las puertas siempre estuvieran provistas de cortinas, la sacristía estuviera limpia, los vasos sagrados brillantes, y en todas las ceremonias no faltara nada. No descuidaba ningún deber, ni pequeño ni grande".
Sin duda, se debe proveer con gran cuidado y diligencia para que no ocurra, en deshonra del Orden Eclesiástico, lo que el mencionado cardenal Bellarmino relató haberle sucedido: "Yo —dice—, en una ocasión, estando de viaje, fui hospedado por un noble obispo muy rico; vi su palacio resplandeciente de vasos de plata y la mesa cubierta con los manjares más exquisitos. Todo lo demás también era impecable, y los manteles estaban delicadamente perfumados. Pero al día siguiente, habiendo descendido temprano por la mañana a la Iglesia adyacente al palacio para celebrar las funciones sagradas, encontré un absoluto contraste: todo era despreciable y repugnante, tanto que tuve que hacer un esfuerzo para atreverme a celebrar los divinos Misterios en un lugar y con un equipo semejante".
2. La segunda cuestión a la que dirigimos vuestra atención se refiere a las Horas Canónicas, ya sean cantadas o recitadas en el Coro según la práctica de cada Iglesia, realizadas con la debida diligencia por aquellos que están obligados a ellas. En efecto, no hay nada más degradante y pernicioso para la disciplina eclesiástica que entrar en las Iglesias y ver o escuchar las Horas Canónicas cantadas o recitadas en el Coro de forma desordenada. Vos conocéis bien la obligación de los Canónigos y del personal al servicio de las Iglesias Metropolitanas, Catedrales o Colegiatas de cantar diariamente las Horas Canónicas en el Coro, y sabéis que esta obligación no se cumple si no se realiza con absoluta devoción.
El Sumo Pontífice Inocencio III, en el Concilio Lateranense (referido en el capítulo Dolentes, de celebratione Missarum), habla sobre esta obligación en los siguientes términos: "Ordenamos estrictamente, en virtud de la obediencia, celebrar el Oficio Divino, tanto de noche como de día, en la medida de lo posible, con diligencia y devoción". (La Iglesia, explicando la palabra studiose —con diligencia—, aclara que se refiere a la pronunciación exacta y completa de las palabras; y sobre el término devote —con devoción—, señala que alude al fervor del alma).
Nuestro Predecesor Clemente V, durante el Concilio de Vienne, en su Constitución incluida entre las Clementinas y que comienza con la palabra Gravi, bajo el título De celebratione Missarum, se expresa en los mismos términos: "En las Iglesias Catedralicias, Regulares y Colegiatas se mantenga la salmodia en las horas establecidas, y con devoción".
El Concilio de Trento, al tratar sobre las obligaciones de los Canónigos Seculares, afirma: “Se obliga a todos a participar en los Oficios, personalmente y no mediante sustitutos; a asistir y servir al Obispo cuando celebra o realiza alguna otra función pontifical; y, finalmente, a alabar el nombre de Dios con himnos y cánticos, con reverencia, claridad y devoción, y esto en el Coro instituido para la salmodia” (Conc. Trid., sesión 24, cap. 12, De reformatione). De esto se deduce que se debe vigilar cuidadosamente para que el canto no sea apresurado ni más rápido de lo adecuado, que las pausas se realicen en los puntos indicados, y que una parte del Coro no comience el versículo del Salmo hasta que la otra parte haya terminado el suyo. Así lo establece el Concilio de Saumur del año 1253: “Nec prius Psalmi una pars Chori versiculum incipiat, quam ex altera praecedentes Psalmi, et versiculi finiantur”.
Finalmente, el canto debe realizarse con voces unísonas y el Coro debe ser dirigido por una persona experta en el canto eclesiástico (conocido como canto llano o canto firme). Este es el tipo de canto que San Gregorio Magno, Nuestro Predecesor, se esforzó tanto en organizar y regular conforme a los cánones del arte musical, como lo atestigua Juan Diácono en su Vida de San Gregorio (libro 2, cap. 7). Sería fácil añadir muchas noticias interesantes sobre la erudición eclesiástica, relacionadas con el origen del canto eclesiástico, la Escuela de los Cantores y el Primicerio que la presidía; pero dejando de lado lo que parece menos útil, volvamos al tema del que Nos hemos alejado un poco, para continuar con el argumento iniciado. Este canto es el que mueve las almas de los fieles hacia la devoción y la piedad; además, si se realiza en las Iglesias de Dios según las reglas y con decoro, es escuchado con agrado por las personas devotas y, con razón, es preferido al llamado canto figurado.
Los Monjes aprendieron este canto de los Sacerdotes Seculares, como relata Jacques Eveillon: “El virtuosismo de cualquier armonía musical resulta ridículo para los oídos devotos si se compara con el canto llano y la simple salmodia, siempre que esta se realice adecuadamente. Por ello, hoy el pueblo fiel abandona las Iglesias Colegiadas y Parroquiales y acude con gusto y entusiasmo a las Iglesias de los Monjes, quienes, teniendo la piedad como maestra del culto divino, salmodian santamente, con moderación y —como ya dijo el Príncipe de los Salmistas— con sabiduría; sirven a su Señor, como Señor y como Dios, con la mayor reverencia. Esto debería ser motivo de vergüenza para las Iglesias más importantes y grandes, de las cuales los Monjes aprendieron el arte y la norma de cantar y salmodiar” (De recta ratione psallendi, cap. 9, art. 9).
Es por ello que el Sagrado Concilio de Trento, que no dejó de lado nada de lo que podía contribuir a la reforma del Clero, al tratar sobre la fundación de los seminarios, incluyó entre las cosas que debían enseñarse a los seminaristas el canto: “Para que sean mejor formados en la disciplina eclesiástica, lleven siempre la tonsura y el hábito eclesiástico tan pronto como los reciban; estudien las reglas de la gramática, el canto, el cómputo eclesiástico y otras buenas artes” (Conc. Trid., sesión 23, cap. 18, De reformatione).
3. La tercera cuestión que debemos señalar se refiere al canto musical que hoy se ha introducido en las iglesias y que, comúnmente, se acompaña con el órgano y otros instrumentos. Este debe realizarse de manera que no parezca profano, mundano o teatral. El uso del órgano y de otros instrumentos musicales aún no es aceptado en todo el mundo cristiano. De hecho, sin hablar de los rutenos de rito griego, quienes, según el testimonio del Padre Le Brun en Explication de la Messe (tomo 2, p. 215, publicado en 1749), no utilizan en sus iglesias ni el órgano ni otros instrumentos musicales, Nuestra Capilla Pontificia, como todos saben, aunque permite el canto musical a condición de que sea solemne, decoroso y devoto, nunca ha admitido el uso del órgano. Así lo señala también el Padre Mabillon: “El domingo de la Trinidad asistimos a la Capilla Pontificia, como se la llama, etc. En estas ceremonias no se hace uso de órganos musicales, sino que solo se permite la música vocal, de ritmo solemne, acompañada del canto llano” (Museo Italico, tomo 1, p. 47, § 17).
Grancolas relata que, incluso en nuestros días, hay iglesias destacadas en Francia que no utilizan órganos ni canto figurado en las funciones sagradas: “Todavía hoy hay iglesias destacadas en la Galia que desconocen el uso de los órganos y de la música” (Grancolas, Comentario histórico del Breviario Romano, cap. 17).
La ilustre iglesia de Lyon, siempre contraria a las novedades, siguiendo hasta nuestros días el ejemplo de la Capilla Pontificia, nunca ha querido introducir el uso del órgano: “De lo dicho se desprende que los instrumentos musicales no fueron admitidos ni desde el principio ni en todos los lugares. En efecto, incluso ahora, en Roma, en la Capilla del Sumo Pontífice, los Oficios solemnes siempre se celebran sin instrumentos, y la iglesia de Lyon, que desconoce las innovaciones, siempre ha rechazado el órgano y aún no lo ha aceptado”. Estas palabras son del cardenal Bona en su tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5).
En vista de ello, cualquiera puede imaginar fácilmente qué opinión se formarán de nosotros los peregrinos provenientes de regiones donde no se usan instrumentos musicales y que, al visitarnos y estar en nuestras ciudades, los oigan en nuestras iglesias como si se tratara de teatros u otros lugares profanos. Es cierto que también vendrán extranjeros de regiones donde sí se utilizan el canto y los instrumentos musicales en las iglesias, como ocurre en algunas de nuestras propias regiones; pero, si estas personas son sabias y están animadas por una verdadera piedad, seguramente se sentirán decepcionadas al no encontrar en el canto y la música de nuestras iglesias el remedio que deseaban aplicar para corregir los males que predominan en sus tierras.
Dejando de lado la disputa entre quienes condenan y detestan el uso de canto y de instrumentos musicales en las iglesias y quienes lo aprueban y alaban, no hay nadie que no desee una clara distinción entre el canto eclesiástico y las melodías teatrales, ni que no reconozca que el canto teatral y profano no debe tolerarse en las iglesias.
4. Hemos dicho que algunos han reprobado y otros aún reprueban el uso de canto armónico acompañado de instrumentos musicales en las iglesias. El príncipe de estos críticos puede considerarse, de alguna manera, el abad Elredo, contemporáneo y discípulo de San Bernardo, quien, en el libro 2 de su obra titulada Speculum Charitatis, escribe: “¿De dónde vienen, aunque hayan cesado los tipos y figuras, tantos órganos y címbalos en las iglesias? ¿Para qué, por favor, ese terrible soplido que sale de los fuelles y que evoca más el rugido del trueno que la dulzura del canto? ¿Qué sentido tiene esa contracción y fragmentación de la voz? Este canta acompañado, aquel canta solo, otro canta más alto, y un cuarto finalmente divide una nota intermedia y la corta” (cap. 23, tomo 23, de la Biblioteca de los Padres, p. 118).
No afirmaremos que, en tiempos de Santo Tomás de Aquino, no existiera en algunas iglesias el uso de canto musical acompañado de instrumentos. Sin embargo, puede asegurarse que esta práctica no existía en las iglesias conocidas por el Santo Doctor, y por ello parece que no era partidario de este tipo de canto. Al tratar el tema en su Summa Theologica (2, 2, cuestión 91, art. 2), “si en las alabanzas divinas debe usarse el canto”, responde afirmativamente. Pero, ante la cuarta objeción que él mismo formula, sobre que la Iglesia no suele utilizar instrumentos musicales como la cítara o el arpa en las alabanzas divinas para no parecer judaizante —basándose en lo que se lee en el Salmo: Confitemini Domino in cythara, in psalterio decem chordarum psallite illi (“Alabad al Señor con la cítara, salmodiadle con el arpa de diez cuerdas”)—, responde: “Estos instrumentos musicales excitan el placer más que disponen interiormente a la piedad; en el Antiguo Testamento se usaban porque el pueblo era más tosco y carnal, y necesitaba ser atraído mediante tales medios, como con promesas terrenales”. Añade además que los instrumentos, en el Antiguo Testamento, tenían un valor de tipo o prefiguración de ciertas realidades: “Asimismo, estos instrumentos materiales representaban otras cosas”.
Del Sumo Pontífice Marcelo II se ha transmitido históricamente que había decidido abolir la música en las iglesias, reduciendo el canto eclesiástico al canto llano. Esto se puede comprobar leyendo la Vida de dicho Pontífice, escrita por Pietro Polidori, recientemente fallecido, antiguo beneficiario de la Basílica de San Pedro y conocido entre los literatos.
En nuestros días, hemos visto que el Cardenal Tomasi, hombre de gran virtud e insigne liturgista, no quiso el uso de música instrumental en su iglesia titular de San Martino ai Monti el día de la festividad de dicho santo, en cuyo honor está dedicada esa iglesia. No permitió música ni en la Misa ni en las Vísperas, sino que ordenó que en las funciones sagradas se empleara el canto llano, como suelen hacer los religiosos.
5. Hemos mencionado que hay quienes aprueban el uso del canto musical y los instrumentos en los Oficios Divinos. En el mismo siglo en que vivió el mencionado abad Elredo, también fue célebre Juan de Salisbury, obispo de Chartres, quien, en su Policraticus (libro 1, cap. 6), elogia la música instrumental y el canto vocal acompañado de instrumentos: “Para elevar las costumbres y conducir las almas al culto del Señor con una alegría saludable, los Santos Padres consideraron conveniente recurrir no solo al canto humano, sino también a la armonía de los instrumentos, siempre que ello sirviera para acercar más a las personas al Señor y aumentar el respeto por la Iglesia”.
San Antonino, en su Suma, no rechaza el uso del canto figurado en los Oficios Divinos: “El canto llano, en los Oficios Divinos, fue establecido por los Santos Doctores, por Gregorio el Grande, Ambrosio y otros. Quién introdujo el canto a varias voces en los Oficios Eclesiásticos, lo ignoro. Este canto parece más hecho para deleitar los oídos que para alimentar la devoción, aunque una mente devota pueda sacar fruto también de este canto” (parte 3, título 8, cap. 4, pár. 12). Y un poco más adelante, admite en los Oficios Divinos no solo el órgano, sino también otros instrumentos musicales: “El sonido de los órganos y de otros instrumentos comenzó a ser usado con provecho en la alabanza de Dios desde el profeta David”.
El Pontífice Marcelo II había ciertamente decidido prohibir en las iglesias el canto musical y los instrumentos musicales, pero Giovanni Pierluigi da Palestrina, maestro de capilla de la Basílica Vaticana, compuso un canto musical, destinado a usarse en las santas misas solemnes, con un arte tan excelente que movía a los hombres a la devoción y al recogimiento. El Sumo Pontífice escuchó este canto en una misa a la que asistió y cambió de parecer, abandonando lo que había planeado hacer. Esto lo atestiguan antiguos documentos citados por Andrea Adami en la Prefación histórica de las Observaciones sobre la Capilla Pontificia (p. 11).
En el Concilio de Trento se había decidido eliminar la música de las iglesias, pero el emperador Fernando, a través de sus legados, informó que el canto musical o figurado servía como estímulo para la devoción de los fieles y fomentaba la piedad, lo que llevó a mitigar el decreto ya preparado. Ahora dicho decreto se encuentra en la sesión 22, bajo el título De observandis et evitandis in celebratione Missae. Con este decreto se excluyen de los templos sagrados únicamente aquellas músicas en las que “ya sea en el sonido o en el canto, se mezcle algo lascivo o impuro”.
El hecho es relatado por Grancolas en su aclamado Comentario (p. 56) y por el Cardenal Pallavicino en la Historia del Concilio (libro 22, cap. 5, n. 14).
Ciertamente, destacados escritores eclesiásticos respaldan esta misma opinión. El venerable Cardenal Bellarmino, en el tomo 4 de sus Controversias, libro 1 De bonis operibus in particulari, cap. 17, al final, enseña que debe mantenerse en las iglesias el uso del órgano, pero que no deben ser admitidos fácilmente otros instrumentos musicales: "De aquí se deduce que, así como el órgano debe conservarse en las iglesias por consideración hacia los débiles, no deben introducirse a la ligera otros instrumentos".
El Cardenal Cayetano comparte esta postura y, en su Suma, bajo la entrada organum, escribe: "El uso del órgano, aunque para la Iglesia constituye una novedad —por eso la Iglesia Romana hasta ahora no lo utiliza en presencia del Pontífice—, sin embargo, es lícito por consideración hacia los fieles aún carnales e imperfectos".
El venerable Cardenal Baronio, en el año 60 de Cristo de sus Anales, escribe: "En verdad, nadie podrá desaprobar razonablemente que, después de muchos siglos, se haya introducido en la Iglesia el uso de órganos, instrumentos formados por tubos de diferentes tamaños ensamblados".
El Cardenal Bona, en su obra De Divina Psalmodia, cap. 17, al tratar sobre los órganos tocados en las iglesias, dice: "No se debe condenar un uso moderado de ellos, etc. El sonido del órgano trae alegría a los corazones tristes, recuerda la alegría de la Ciudad Celestial, sacude a los perezosos, recrea a los diligentes, provoca amor en los justos y llama a los pecadores al arrepentimiento".
El Suárez, en el tomo 2 de De Religione, libro 4 De Horis Canonicis, cap. 8, n. 5, destaca que la palabra "órgano" no indica únicamente ese instrumento musical específico que hoy se denomina comúnmente órgano —como antes lo señaló San Isidoro en el libro 2 de Originum, cap. 20: "La palabra órgano indica en general todos los instrumentos musicales"—. Por tanto, cuando se dice que el órgano puede ser usado en las iglesias, se entiende que también pueden emplearse otros instrumentos musicales.
Silvio, en el tomo 3 de sus Obras sobre la 2, 2 de Santo Tomás, quest. 91, art. 2, no rechaza de las iglesias el canto armónico o figurado: "Por tanto, debe cuidarse mucho el canto eclesiástico, ya sea el llamado canto llano o gregoriano, que es propiamente canto eclesiástico, como aquel introducido posteriormente en la Iglesia, llamado canto figurado o armónico". Más adelante añade: "Sin embargo, dado que después de muchos siglos se adoptó el uso de acompañar los Oficios Eclesiásticos con instrumentos musicales, esto no debe ser desaprobado".
Bellotte, en su libro De Ritibus Ecclesiae Laudunensis (p. 209, n. 8), después de tratar extensamente sobre los instrumentos musicales utilizados en los Oficios Divinos, y de demostrar que antiguamente estos instrumentos no se usaban en las iglesias, concluye que la razón de esa antigua práctica y costumbre diferente debe buscarse en la necesidad de los primeros cristianos de mantenerse lo más alejados posible de los ritos profanos de los paganos, quienes usaban instrumentos musicales en teatros, banquetes y sacrificios.
"Por tanto, dice Bellotte, no debe considerarse una inconveniencia en los instrumentos musicales en sí mismos que la Iglesia haya comenzado a usarlos junto con cantores en música y otros instrumentos solo en los últimos siglos. La razón radica únicamente en que los paganos utilizaban estos instrumentos para fines lascivos e inmorales, precisamente en teatros, banquetes y sacrificios".
Persico, en su tratado De Divino et Ecclesiastico Officio (dubbio 5, n. 7), escribe sobre el canto figurado en las iglesias: "En segundo lugar, digo: aunque en el canto orgánico o figurado puedan introducirse muchos abusos —como suele suceder también en todas las demás ceremonias eclesiásticas—, sin embargo, es en sí mismo lícito y en ningún caso prohibido, siempre que se realice de manera regulada, devota y decorosa".
En el dubbio 6, número 3, se sostiene que "el uso ya universal de tocar el órgano y otros instrumentos musicales durante los Oficios Divinos es una práctica loable y muy útil para elevar hacia la contemplación de Dios las almas de las personas imperfectas".
El uso del canto armónico o figurado y de los instrumentos musicales, tanto en las Misas como en las Vísperas y otras funciones de la Iglesia, se ha extendido tanto que ha llegado incluso al Paraguay. Dado que esos nuevos fieles americanos tienen una extraordinaria disposición y habilidad para el canto musical y el uso de instrumentos, hasta el punto de aprender con gran facilidad todo lo relacionado con el arte musical, los misioneros aprovechan esta inclinación para acercarlos a la fe cristiana mediante cantos piadosos y devotos. Así, actualmente, prácticamente no hay diferencia en el canto y en el sonido entre las Misas y las Vísperas de nuestras regiones y las de aquellas tierras. Esto lo relata el Abad Muratori, basándose en informes dignos de confianza, en su obra Descripción de las Misiones del Paraguay (cap. 12).
6. También hemos dicho que no hay nadie que no condene el canto teatral en las iglesias y que no desee una clara distinción entre el canto sagrado de la Iglesia y el canto profano de los escenarios. Es célebre el texto de San Jerónimo, citado en el Canon Cantantes: "Cantando y salmodiando en vuestros corazones al Señor. Escuchen esto los jóvenes; que lo escuchen aquellos que tienen en la Iglesia el deber de salmodiar. No basta cantar para honrar a Dios con el sonido de la voz, sino que es necesario unir también el corazón. Tampoco, al modo de los actores teatrales, es necesario untar la garganta y los labios con ungüento suave para que en la Iglesia se escuchen melodías y cantos teatrales" (Distinción 92).
La autoridad de San Jerónimo fue invocada de forma indebida por aquellos que, con excesiva audacia, querían eliminar de las iglesias cualquier tipo de canto. Pero Santo Tomás, en el lugar ya citado, responde así a la segunda objeción extraída de este texto de San Jerónimo: "En cuanto a la segunda objeción, es necesario notar que San Jerónimo no condena el canto, sino que reprende a aquellos que cantan en las iglesias como lo harían en un teatro".
San Nicetio, en el libro De Psalmodiae bono (cap. 3, en el tomo 1 del Spicilegium), describe así el canto que debe usarse en las iglesias: "Debe emplearse un sonido y un canto de salmodia que sean conformes a la santidad de la Religión, y no más bien expresiones propias del canto trágico; que muestren verdaderos cristianos y no reflejen ecos teatrales; que lleven a la compunción de los pecados".
Los Padres del Concilio de Toledo (reunidos en 1566, en la acción 3, cap. 11 del tomo 10 de la Colección de Concilios de Arduino), después de hablar extensamente sobre la calidad del canto que debe emplearse en las iglesias, concluyen así: "Debe evitarse absolutamente que el sonido musical introduzca en el canto de las divinas alabanzas algo de teatral; o que evoque amores profanos y gestas guerreras, como suele hacer la música clásica".
No faltan numerosos y doctos escritores que condenan severamente la tolerancia en las iglesias del sonido y el canto teatrales, exigiendo que se elimine este abuso de las iglesias. Se pueden consultar a Casadio (De veteribus sacris Christianorum ritibus, cap. 34) y al Abad Lodovico Antonio Muratori (Antiqua Romana Liturgia, tomo 1; disertación De rebus liturgicis, cap. 22, al final).
Y para concluir nuestra reflexión sobre este tema, es decir, el abuso de los conciertos teatrales en las iglesias (algo evidente en sí mismo y que no requiere muchas palabras para demostrarlo), basta señalar que todos los que hemos citado anteriormente, favorables al canto figurado y al uso de instrumentos musicales en las iglesias, declaran y testifican claramente en sus escritos que siempre han querido excluir ese canto y ese sonido propios de los escenarios y teatros. Este tipo de canto y sonido, como los demás, lo condenan y rechazan. Cuando se declararon favorables al canto y al sonido, siempre entendieron un canto y un sonido adecuados para las iglesias, que movieran al pueblo a la devoción. Esta intención puede ser conocida por cualquiera que lea sus escritos.
7. Establecido que, habiéndose ya introducido la costumbre del canto armónico o figurado y de los instrumentos musicales en los Oficios Eclesiásticos, únicamente se condena su abuso, el Bingamo (De las Orígenes Eclesiásticas, tomo 6, libro 14, párrafo 16), aunque sea un autor heterodoxo, está de acuerdo. De ello se deduce que es necesario estudiar diligentemente cuál es el uso correcto y cuál el abuso.
Reconocemos que, para cumplir bien con lo que Nos hemos propuesto, necesitaríamos la pericia musical con la que estuvieron adornados algunos de Nuestros santos e ilustres Predecesores, como Gregorio el Grande, León II, León IX y Víctor III. Sin embargo, no hemos tenido ni el tiempo ni la ocasión para aprender música. Nos contentaremos, por tanto, con decir algunas cosas extraídas de las Constituciones de Nuestros Predecesores y de los escritos de hombres virtuosos y doctos.
Para proceder con orden, hablaremos primero de qué debe cantarse en las iglesias. Luego abordaremos el modo y el método que debe seguirse en el canto. Finalmente, trataremos sobre los instrumentos musicales adecuados para las iglesias y que pueden ser tocados en los templos sagrados.
8. Guillermo Durando, quien vivió bajo el pontificado de Nicolás III, en su tratado De modo Generalis Concilii celebrandi (cap. 19), reprueba abiertamente el uso, entonces frecuente, de las canciones llamadas motetes: “Parece muy conveniente eliminar de la Iglesia ese canto no devoto y desordenado de los motetes y otras cosas semejantes”. Posteriormente, el Pontífice Juan XXII, Nuestro Predecesor, promulgó su Decretal, que comienza con las palabras Docta Sanctorum y que se encuentra entre las Extravagantes comunes, bajo el título De vita et honestate Clericorum. En esta Decretal, el Papa se muestra contrario al canto de motetes en lengua vernácula: “A veces se introducen motetes en lengua vernácula”.
Los teólogos han examinado este tipo de canciones o motetes que suelen cantarse en las iglesias. Uno de ellos, el Paludano (Sentencias, libro IV, dist. 15, q. 5, art. 2), consideró el canto de los motetes como una especie de canto teatral, y reprende a quienes lo usan: “A saber, aquellos que en las solemnidades cantan los motetes, ya que el canto (en las iglesias) no debe parecerse al de las tragedias”.
El Suárez (De Religione, tomo 2, libro 4, De Horis Canonicis, cap. 13, n. 16) parece favorable al canto de motetes, aunque estén escritos en lengua vernácula, siempre que sean serios y devotos. Para probar su afirmación, señala la costumbre y el uso de algunas iglesias gobernadas por prelados sabios, que no condenan estas canciones o cánticos modulados. Añade además que, en los primeros tiempos de la Iglesia, cada fiel cantaba en el templo los himnos piadosos y devotos que él mismo había compuesto; y que esta antigua costumbre sirve, de algún modo, para aprobar el uso de los motetes.
Previendo la objeción de que dichos cantos modulados, llamados motetes, interrumpen la salmodia eclesiástica, responde: “Esta interrupción o pausa, que se produce entre las partes de una Hora (Canónica), no debe ser condenada. Esta parte del oficio permanece moralmente no interrumpida debido a la devoción que este canto mismo pretende despertar. Así, este canto puede considerarse como una preparación para el oficio que sigue, una conclusión solemne y digna del oficio anterior, y un ornamento de toda la Hora”.
El Sumo Pontífice Alejandro VII, en el año 1657, promulgó una Constitución que comienza con las palabras Piae sollicitudinis, y que es la trigésima sexta entre las Constituciones de este Pontífice. En dicho documento, el Papa ordena no cantar, durante los Oficios Divinos ni cuando en las iglesias está expuesto el Sacramento de la Eucaristía para la veneración pública de los fieles, ningún canto que no esté compuesto por palabras tomadas del Breviario o del Misal Romano. Estos cantos pueden extraerse del oficio propio o común de la solemnidad de cada día o de la fiesta del Santo; también pueden tomarse de las Sagradas Escrituras o de las obras de los Santos Padres, pero deben ser previamente revisados y aprobados por la Sagrada Congregación de Ritos.
9. De esta Constitución pontificia resulta, sin lugar a dudas, que el canto de motetes, compuestos siguiendo las normas prescritas por el mismo Alejandro VII, Nuestro Predecesor, y revisados y aprobados por la Sagrada Congregación de Ritos, fue declarado legítimo. Esta Constitución de Alejandro VII fue confirmada por el Venerable Siervo de Dios Inocencio XI, en un Decreto del 3 de diciembre de 1678.
Sin embargo, al surgir ciertas dudas sobre el significado e interpretación de la Constitución de Alejandro y el Decreto de Inocencio XI, Nuestro Predecesor de feliz memoria, Inocencio XII, emitió el 20 de agosto de 1692 un nuevo Decreto, el número setenta y seis de su Bollario. Este Decreto, disipando la confusión causada por las distintas interpretaciones y clarificando toda la cuestión, prohibió en general el canto de cualquier cántico o motete. En las santas misas solemnes permitió únicamente, además del canto del Gloria y del Credo, el canto del Introito, el Gradual y el Ofertorio. En las Vísperas no permitió ningún cambio, ni siquiera mínimo, en las Antífonas que se recitan al inicio y al final de cada Salmo.
Además, ordenó que los cantores músicos siguieran estrictamente las reglas del Coro y se ajustaran perfectamente a él. Así como en el Coro no está permitido añadir nada al Oficio o a la Misa, prohibió esto mismo a los músicos, permitiendo únicamente que se tomara del Oficio y de la Misa de la solemnidad del Santísimo Sacramento del Cuerpo del Señor —es decir, de los himnos de Santo Tomás, de las antífonas u otros pasajes del Breviario trasladados del Misal Romano— alguna estrofa o motete, sin cambiar las palabras, y que se cantaran para estimular la devoción de los fieles durante la elevación de la sagrada Hostia o cuando esta estuviera expuesta para la veneración y adoración pública.
10. Después de haber regulado con una ley el uso de los cánticos o estrofas cantadas y motetes, es necesario admitir que ya se había avanzado mucho para eliminar de las iglesias los cantos teatrales, pero también hay que reconocer que esto no era suficiente para alcanzar el objetivo deseado.
Todavía era posible, y con demasiado frecuencia, con Nuestro pesar, se sigue haciendo, cantar todas las partes que es lícito y acostumbrado cantar en las Misas y Vísperas, como se ha mencionado antes (es decir, el Gloria, el Credo, el Introito, el Gradual, el Ofertorio y todo lo demás), pero cantarlas al estilo teatral y con un estruendo propio de los escenarios.
El gran obispo Guillermo Lindano, en su Panoplia Evangelica (libro 4, cap. 78), no se opone al canto musical en las iglesias, pero desaprueba las numerosas repeticiones y la confusión de las voces, proponiendo que en las iglesias se use una música acorde con los textos que se cantan: “Sé bien —dice él— que algunos consideran más conveniente conservar la música, con instrumentos y músicos. Con gusto daría mi consentimiento a estos, si al mismo tiempo se sustituyera el método actualmente vigente en las iglesias por otro más serio, más acorde con los textos, y, si no más próximo a la pronunciación que a la melodía, al menos más ajustado a los textos que se cantan y más en armonía con ellos”.
Dresselio, en su obra Rhetorica caelestis (libro I, cap. 5), escribe acertadamente al respecto: “Aquí, músicos, con vuestra venia, prevalece ahora en las iglesias un género de canto que es nuevo, pero excéntrico, fragmentado, bailable y ciertamente poco religioso; más adecuado para el teatro y el baile que para el Templo. Se busca el artificio y se pierde el deseo inicial de rezar y cantar. Nos ocupamos de despertar la curiosidad, pero descuidamos la piedad. ¿Qué es este nuevo y danzante modo de cantar sino una comedia en la que los cantores se convierten en actores? Se exhiben: uno canta solo, luego dos, luego todos juntos, y dialogan entre ellos con el canto; luego nuevamente uno domina solo y, poco después, los otros lo siguen”.
Un escritor moderno, Benedicto Jerónimo Feijoo, Maestro General de la Orden de San Benito en España, en su Theatrum criticum universale, discurso 14, basándose en su pericia y conocimiento de la música, propone un método para componer piezas musicales para las iglesias que sean completamente distintas de los conciertos musicales de los teatros.
Nosotros, sin embargo, nos limitaremos a recordar —teniendo en cuenta las prescripciones de los Sagrados Concilios y las opiniones de autores autorizados— que el canto musical de los teatros está diseñado (como se nos ha informado) para que el público presente, al escuchar las piezas musicales, experimente placer, disfrute de los artificios de la música, y se deleite con la melodía y con la música en sí misma. Además, el público encuentra gozo en la suavidad de las diversas voces, sin captar, la mayoría de las veces, el significado exacto de las palabras. Esto, sin embargo, no debe suceder en el canto eclesiástico, donde debe buscarse lo contrario.
En el canto eclesiástico se debe priorizar una audición perfecta y clara de las palabras. En las iglesias, la música tiene como finalidad elevar las mentes de los hombres hacia Dios, como enseña San Isidoro en el libro I del De Ecclesiasticis Officiis, cap. 5: "La Iglesia utiliza la salmodia y el canto de melodías suaves para mover más fácilmente las almas hacia la compunción". Esto no puede lograrse si no se entienden las palabras.
El Concilio de Cambrai (celebrado en 1565, título 6, cap. 4, tomo 10, p. 582 de la Colección de Arduino) establece: "Lo que se canta en el coro está destinado a instruir; por tanto, debe cantarse de manera que sea comprensible para la mente".
En el Concilio de Colonia (1536, cap. 12 del De officiis privatis) se lee: "En algunas iglesias se ha llegado a cometer el abuso de omitir o abreviar, para favorecer la armonía del canto y el sonido, lo que es más importante. Y lo más importante es precisamente la recitación de las palabras de los Profetas, de los Apóstoles o la Epístola, el Símbolo de la fe, el Prefacio o acción de gracias y el Padrenuestro. Por su importancia, estos textos deben ser, al igual que todos los demás, cantados de forma clarísima y comprensible".
En el primer Concilio de Milán (1565, parte 2, n. 51 de la Colección de Arduino, p. 687) se establece: "En los Oficios Divinos, y en general en las iglesias, no deben cantarse ni tocarse cosas profanas; las cosas sagradas, además, deben cantarse sin inflexiones lánguidas de la voz, sin sonidos más guturales que labiales, y nunca debe emplearse un tono de canto pasional. El canto y el sonido deben ser serios, devotos, claros, adecuados a la casa de Dios y acordes con las alabanzas divinas; realizados de tal manera que quienes los escuchen entiendan las palabras y sean movidos a la devoción".
Sobre este tema, existen palabras muy significativas de los Padres reunidos en el Concilio de Toledo en 1566 (Acción 3, cap. 2, p. 1164 de la Colección de Arduino): "Puesto que todo lo que se canta en las iglesias para alabar a Dios debe cantarse de manera que favorezca, en la medida de lo posible, la instrucción de los fieles y sirva como medio para fomentar la piedad y la devoción y para mover las mentes de los oyentes a rendir culto a Dios y desear las cosas celestiales; que los Obispos velen para que, mientras admiten en el coro musical variaciones melódicas en las que las voces se mezclan de diversas formas, las palabras de los salmos y de las demás partes que suelen cantarse no queden incomprendidas y sofocadas por un ruido desordenado. Los Obispos promuevan, en cambio, una música llamada orgánica que permita entender las palabras de las partes que se cantan, de modo que las almas de los oyentes sean llevadas a alabar a Dios más por la pronunciación de las palabras que por curiosas florituras vocales".
10. Esto justifica las lamentaciones expresadas por el obispo Lindano en el texto citado (Panoplia Evangelica): "En nuestros días, el canto de los músicos parece hecho más para distraer, desviar y alejar los ánimos de los oyentes, que para moverlos a la piedad y a los deseos celestiales. Recuerdo haber asistido alguna vez a las divinas alabanzas, haber prestado gran atención mientras se cantaba para tratar de entender las palabras, pero no logré comprender ni una sola. Todo era un enredo de sílabas repetidas, voces confusas; el sentido permanecía sepultado bajo lo que, más que canto, era un clamor ensordecedor, un estruendo desordenado".
Esto demuestra cuán sabio era el deseo y cuán prudente es la exhortación con la que Dresselio, también en la obra citada (Rethorica caelestis), anima a los músicos a la devoción: "Revivamos, os lo suplico, al menos algo del fervor religioso original en la música sagrada. Si os preocupa, si deseáis el honor divino, esforzaos en este propósito, trabajad por este fin: que las palabras que se cantan sean también comprendidas. ¿De qué me sirve escuchar en el Templo una variedad de sonidos, una profusión de voces, si a todo ello le falta un alma, si no logro entender el significado de las palabras que el canto debería inculcarme?".
Esto también justifica la respuesta dada por el Cardenal Domenico Capranica al Sumo Pontífice Nicolás V, tras asistir a una función sagrada y al Oficio Divino ejecutados con canto musical, pero de tal manera que no se pudieron entender las palabras. El Pontífice preguntó al Cardenal qué opinaba de semejante música, y la respuesta del Cardenal, que se puede leer en Poggio, en la Vida de este Cardenal publicada por Baluzio en la Miscellanea (libro 3, §18, p. 289), fue contundente.
El gran Padre Agustín cuenta de sí mismo que, al escuchar suavemente cantados los himnos en la Iglesia, lloraba copiosamente: "¡Cuánto lloré entre tus himnos y cánticos, profundamente conmovido por las voces de tu Iglesia resonando suavemente! Aquellas voces se derramaban en mis oídos, tu verdad destilaba en mi corazón, y de ella brotaba fervor. De aquí nacían sentimientos de devoción, y fluían lágrimas que me hacían bien" (Confesiones, libro 9, cap. 6). Pero luego, sintiendo escrúpulos por el gran deleite que experimentaba al escuchar los himnos cantados en las iglesias, como si fuese una ofensa a Dios, se inclinó hacia la severidad de desaprobar dicho canto. Sin embargo, volvió a su pensamiento original, aprobándolo, porque su ánimo se conmovía, no solo por la armonía, sino también por las palabras que esta acompañaba, como lo declaró abiertamente (Confesiones, libro 10, cap. 33).
Agustín, por tanto, lloraba con devota ternura al escuchar en las iglesias las sagradas alabanzas, entendiendo bien las palabras acompañadas por el canto. Quizás también lloraría hoy, si escuchara algunas de las músicas de las iglesias, pero no lloraría por devoción, sino por el dolor de escuchar el canto sin entender las palabras.
Sobre el sonido de los instrumentos musicales Hasta ahora hemos hablado del canto musical; ahora debemos abordar el sonido del órgano musical y de otros instrumentos cuyo uso, como hemos mencionado, está permitido en algunas iglesias. También es necesario tratar sobre el sonido porque, si el canto no debe ser teatral, lo mismo debe decirse del sonido.
Los hebreos no necesitaban de esta distinción, es decir, de establecer diferencias entre el canto en el Templo y el canto profano de los teatros. En efecto, las Sagradas Escrituras muestran que el canto y el sonido de instrumentos musicales se usaban en el Templo, pero no en los teatros, como señala acertadamente Calmet en su disertación sobre la música de los hebreos.
Nosotros, en cambio, debemos establecer límites claros entre el canto y el sonido propios de las iglesias y los de los teatros. Debemos definir las diferencias entre ambos, porque hoy el canto figurado o armónico, acompañado del sonido de instrumentos, se emplea tanto en los teatros como en las iglesias.
Habiendo ya hablado extensamente sobre el canto, ahora queda tratar también sobre el sonido. Para proceder con orden, discutiremos primero los instrumentos musicales que pueden ser tolerados en las iglesias; en segundo lugar, el sonido de esos instrumentos cuando acompañan al canto; y en tercer lugar, el sonido separado del canto, es decir, la sinfonía instrumental.
11. En cuanto a los instrumentos que pueden tolerarse en las iglesias, el mencionado Benedicto Jerónimo Feijoo, en el citado discurso (Theatrum criticum universale, discurso 14, párrafo 11, n. 43), admite los órganos y otros instrumentos, pero desearía excluir las liras tetracordes (violines), ya que el arco hace emitir a las cuerdas sonidos armoniosos, pero demasiado agudos, que provocan en nosotros más hilaridad pueril que veneración compuesta hacia los sagrados misterios y el recogimiento.
Bauldry (Manual de las ceremonias sagradas, § I, cap. 8, n. 14) preferiría que en las iglesias, junto con el órgano neumático, solo se usaran trompetas o instrumentos de viento o neumáticos: “No se toquen, junto con el órgano, otros instrumentos musicales que no sean trompetas, flautas o cornetas”. Por el contrario, los Padres del Primer Concilio Provincial de Milán, celebrado bajo San Carlos Borromeo, en el título De Musica et Cantoribus, prohibieron en las iglesias los instrumentos de viento: “En la iglesia solo debe haber órgano; se excluyen las flautas, las cornetas y cualquier otro instrumento musical”.
Nosotros no hemos dejado de solicitar el consejo de hombres prudentes e insignes Maestros de música. De acuerdo con su parecer, Vos, venerable Hermano, procuraréis que en vuestras iglesias, si en ellas se permite el uso de instrumentos musicales junto con el órgano, solo se admitan aquellos instrumentos cuyo propósito sea reforzar y sostener la voz de los cantores, como son la cítara, el tetracorde mayor y menor, el fagot, la viola y el violín. En cambio, debéis excluir los timbales, los cuernos de caza, las trompetas, los oboes, las flautas, los flautines, las arpas, los mandolines y otros instrumentos similares que convierten la música en teatral.
12. En cuanto al modo de usar los instrumentos que se pueden admitir en la música sacra, advertimos solamente que deben emplearse exclusivamente para sostener el canto de las palabras, con el fin de que el sentido de estas se imprima aún más en la mente de los oyentes, y los ánimos de los fieles se eleven hacia la contemplación de las cosas espirituales, siendo impulsados a amar más a Dios y las cosas divinas. Valenza, hablando sobre la utilidad de la música y de los instrumentos musicales, dice acertadamente: “Sirven para avivar el propio fervor y el de los demás, especialmente el de los rústicos, que a menudo son débiles y necesitan ser conducidos al gusto por las realidades espirituales, no solo mediante el canto vocal, sino también con el sonido del órgano y de los instrumentos musicales” (tomo 3 sobre la 2, 2 de Santo Tomás, disp. 6, quest. 9).
Sin embargo, si los instrumentos suenan de manera continua y solo se detienen ocasionalmente, como se acostumbra hoy, para dar tiempo a los oyentes a disfrutar de las modulaciones armónicas y las vibrantes ornamentaciones de las voces, comúnmente llamadas trinos; si, además, estos instrumentos no hacen más que oprimir y sepultar las voces del coro y el sentido de las palabras, entonces su uso no logra el objetivo deseado, se vuelve inútil, e incluso permanece prohibido y restringido.
El Pontífice Juan XXII, en su citada Extravagante Docta Sanctorum, enumera entre los abusos de la música el siguiente, expresado con estas palabras: “Fragmentar la melodía con jadeos”, es decir, con suspiros, como explica Carlos Dufresne en su Glosario. Este término indica esas modulaciones breves, comúnmente llamadas trinos.
El gran obispo Lindano, en el lugar citado, arremete contra el abuso de cubrir con el sonido de los instrumentos las palabras de los cantores: “El clamor de las trompetas, el chirrido de los cuernos y otros ruidos variados; nada se omite de cuanto puede hacer incomprensibles las palabras que se cantan, oscurecerlas y sepultar su significado”.
13. El piadoso y erudito Cardenal Bona, en su aclamado tratado De Divina Psalmodia (cap. 17, § 2, n. 5), escribe al respecto: “Antes de terminar, daré una advertencia a los cantores de iglesia: no conviertan en instrumento de una pasión ilícita aquello que los Santos Padres ordenaron para fomentar la devoción. El sonido debe ejecutarse de manera solemne y moderada, de modo que no absorba todas las facultades del alma, sino que deje la mayor parte de la atención para comprender el significado de lo que se canta y para los sentimientos de piedad”.
En cuanto a las sinfonías, donde su uso ya está introducido, podrán tolerarse siempre que sean solemnes y no causen, por su duración, aburrimiento o grave incomodidad a los que están en el Coro o que ofician en el Altar durante los Vísperas y las Misas. Sobre estas sinfonías, escribe el Suárez: “De esto se deduce que, en sí mismo, no es condenable el uso de intercalar en los Oficios Divinos el sonido del órgano sin canto, empleando solo con suavidad la música de los instrumentos, como sucede algunas veces durante la Misa solemne o en las Horas Canónicas entre los Salmos. En estos casos, dicho sonido no es parte del Oficio, sino que contribuye a la solemnidad y veneración del Oficio mismo y a la elevación de los espíritus de los fieles, para que se muevan más fácilmente a la devoción o se dispongan a ella. Sin embargo, aunque ningún canto vocal se asocie a este sonido, es necesario que dicho sonido sea solemne y adecuado para suscitar la devoción” (De Religione, libro 4, cap. 13, n. 7).
No obstante, es importante señalar que resulta sumamente inconveniente y debe eliminarse la práctica, todavía vigente en algunos lugares, de realizar sinfonías pomposas y ruidosas en ciertos días del año, o cantos musicales en los templos completamente inapropiados para los sagrados misterios que la Iglesia propone en ese momento para la veneración de los fieles.
El celo que animaba al ya mencionado Maestro General de la Orden de San Benito en España lo llevó a protestar en el citado discurso (Theatrum criticum universale, discurso 14, § 9) contra las arias y recitativos —¡ay de nosotros!— demasiado comunes al cantar las Lamentaciones del Profeta Jeremías. Estas lamentaciones, prescritas por la Iglesia durante los días de la Semana Santa, expresan el llanto por la destrucción de la ciudad de Jerusalén a manos de los caldeos, la desolación del mundo a causa de los pecados, la aflicción de la Iglesia militante bajo persecuciones, y los sufrimientos de nuestro Redentor en sus dolores.
Durante el pontificado de nuestro santo Predecesor Pío V, la Iglesia de Lucca estaba gobernada por Alejandro, un obispo sumamente celoso de la disciplina eclesiástica. Observó que, durante la Semana Santa, se celebraban en las iglesias conciertos muy solemnes con numerosos cantores y variados instrumentos musicales, lo cual era completamente discordante con el clima de tristeza de las funciones sagradas de esos días. Multitudes ávidas de hombres y mujeres acudían a escuchar tales conciertos, y esto daba lugar a graves pecados y escándalos.
El obispo, mediante un edicto, prohibió estos conciertos durante la Semana Santa y los tres días siguientes a la Pascua. Algunos, exentos de la jurisdicción episcopal, pretendieron no estar obligados a obedecer al obispo, quien llevó el asunto ante el Sumo Pontífice Pío V. Este respondió con un breve, fechado el 4 de abril de 1571, lamentando la ceguera de las mentes humanas y de los hombres carnales que, no solo en los días sagrados, sino especialmente en los designados por la Iglesia para conmemorar la Pasión de Cristo, dejan de lado la piedad y la pureza sincera de la mente, abandonándose a los placeres del mundo y dejándose dominar por sus pasiones.
“Esto —dijo el Papa— debe evitarse siempre, en cualquier tiempo sagrado, pero debe evitarse de manera especial en ese período establecido por la Iglesia para conmemorar la Pasión del Señor. En ese tiempo, todos los cristianos deben dirigir su mente hacia la contemplación de tan grande y excelso beneficio otorgado por nuestro Redentor, manteniéndose libres e inmunes de toda impureza de corazón y sentidos”.
14. Se relata el abuso introducido en la Iglesia de Lucca, donde durante la Semana Santa se seleccionaban hábiles músicos y se reunían todo tipo de instrumentos para realizar solemnes conciertos musicales. En una comunicación al obispo, el Papa decía:
“Recientemente, con gran pesar, hemos sabido que en esta Ciudad, donde ejercéis el oficio de obispo, existe un abuso muy detestable: celebrar conciertos en las iglesias durante la Semana Santa, reuniendo cantantes escogidos y todo tipo de instrumentos. A estos conciertos, más que a los Oficios Divinos, acude una multitud de jóvenes de ambos sexos, atraídos por una verdadera pasión, y la experiencia ha demostrado que se cometen graves pecados y ocurren escándalos no menos graves”.
Finalmente, el Papa elogió la orden del obispo y, basándose en los decretos del sacrosanto Concilio de Trento, declaró que esta disposición se extiende y obliga también a las iglesias que se dicen exentas de la autoridad del Ordinario por privilegio apostólico o cualquier otra razón.
En el Concilio Romano (celebrado recientemente en Roma en 1726, título 15, n. 6), se leen varios decretos sobre el uso del canto musical y de los instrumentos durante el Adviento, los domingos de Cuaresma y las exequias de los difuntos. Basta con haberlo mencionado.
Sobre el canto eclesiástico en la historia Recordamos haber leído que el emperador Carlomagno, al proponerse regular el canto eclesiástico, que en las iglesias de la Galia se ejecutaba entonces de manera desordenada y tosca, solicitó al Pontífice Adriano I que enviara desde Roma personas instruidas en la música de iglesia. Estos enviados introdujeron fácilmente en el reino de las Galias el Canto Romano, como cualquiera puede verificar en las obras de Pablo Diácono (Vida de San Gregorio, libro 2, cap. 9), Rodolfo de Tongres (De Canonum observantia, prop. 12) y San Antonino (Summa Historica, parte 2, tit. 12, cap. 3).
El Monje de Angulema, en su Vida de Carlomagno (cap. 8), relata además que los cantores enviados desde Roma enseñaron en las Galias el arte de tocar el órgano musical, que había sido introducido en ese reino bajo el rey Pipino.
Dado que es costumbre y regla general que la ciudad de Roma preceda con su ejemplo y enseñanza a todas las demás ciudades en lo que respecta a los ritos sagrados y otras prácticas eclesiásticas, este hecho lo confirma tanto la historia como lo que acabamos de narrar sobre Carlomagno, quien, deseando introducir el canto eclesiástico en su reino, lo solicitó de Roma, como su sede propia.
Este hecho nos impulsa y estimula fuertemente a erradicar todos los abusos que se hayan introducido en el canto eclesiástico y que hemos condenado anteriormente, eliminándolos de todas las iglesias si fuera posible, pero especialmente de las iglesias de la ciudad de Roma.
Así como no dejamos de dar las órdenes necesarias y oportunas a Nuestro Cardenal Vicario en Roma, Vos, venerable hermano, no debéis dejar de publicar, si es necesario, edictos y leyes que estén en armonía con esta Nuestra Carta Circular y que regulen el canto eclesiástico según las disposiciones prescritas y establecidas en la presente misiva, para que finalmente se dé inicio a la reforma de la música eclesiástica.
Esta reforma ya fue ardientemente deseada por muchos. Hace cien años, Giovanni Battista Doni, patricio florentino, escribía en su tratado De Praestantia Musicae Veteris (libro I, p. 49):
“La situación es esta: no se encuentra a nadie que establezca una ley severa que prohíba este canto casi afeminado y blando, que se ha introducido por doquier; nadie que vea la necesidad de imponer una disciplina a estas melodías afectadas, prolijas y, a menudo, áridas; nadie que no esté convencido de que los días de fiesta solemnes y los edificios sagrados perderían notoriedad y dejarían de ser frecuentados si no resonaran con cantos blandos, a menudo poco decorosos, y con la gran confusión de voces y sonidos compitiendo entre sí”.
15. Hemos dicho "si fuera necesario", sabiendo muy bien que, en el Estado Eclesiástico, hay algunas ciudades donde es necesario reformar la música de las iglesias, mientras que en otras no es necesario. Sin embargo, tememos, y estamos profundamente preocupados, que en algunas ciudades las iglesias y los sagrados altares necesiten una limpieza adecuada y la debida decoración. En muchas iglesias catedrales y colegiatas, el canto coral puede necesitar ser reformado y mejorado según las reglas que hemos señalado anteriormente.
Si en vuestra diócesis es necesario, debéis poner toda la diligencia y solicitud posibles para corregir tales abusos.
¡Ojalá que en todas las diócesis de Nuestro Estado los sacerdotes celebrasen el sacrosanto Sacrificio de la Misa con aquel devoto decoro externo que es debido! ¡Que cada sacerdote se presentara en público vestido con el hábito sacerdotal y, además del decoro en su vestimenta, mostrara aquellos modales, aquella modestia y todo ese decoro propio de un eclesiástico!
Sobre este tema no añadiremos aquí nada más, pues ya lo hemos tratado ampliamente en Nuestra Notificación XIV (§ 4 y 6, libro 2 de la edición italiana, que es la XXXIV en la edición latina) y en la Notificación IV (tomo 4 de la edición italiana, que es la LXXI en la edición latina); remitimos a ellas a todos los que son diligentes en la disciplina eclesiástica.
Concluimos exhortando vuestro celo sacerdotal y recordándoos que no hay nada que se manifieste más claramente a los hombres sobre si las iglesias están bien o mal gobernadas por los obispos que el hecho de ver a los sacerdotes celebrar las funciones sagradas de forma inapropiada o descuidando las ceremonias eclesiásticas, vistiendo ropas indecorosas o absolutamente inadecuadas para la dignidad sacerdotal, ejecutando todo con precipitación y negligencia.
Estas cosas son visibles para todos, se ofrecen al juicio tanto de los habitantes locales como de los forasteros. Escandalizan especialmente a quienes provienen de regiones donde los sacerdotes llevan vestiduras adecuadas y celebran la Misa con la debida devoción.
El piadoso y erudito Cardenal Bellarmino, no sin lágrimas, lamentaba: “Es motivo de gran llanto que los sacrosantos Misterios sean tratados de manera tan indecorosa por la negligencia e impiedad de algunos sacerdotes. Aquellos que actúan así demuestran no creer que la Majestad del Señor está presente. Algunos celebran la Misa sin espíritu, sin afecto, sin temor ni temblor, ¡con una precipitación increíble! Actúan como si no creyeran en la presencia de Cristo Señor, y como si no creyeran que Cristo Señor los ve”.
Tras algunas otras consideraciones, el Cardenal Bellarmino continúa: “Sé que en la Iglesia de Dios hay muchos sacerdotes excelentes y muy religiosos que celebran los Divinos Misterios con corazón puro y con ornamentos impecables. Por esto, todos deben dar gracias a Dios. Pero también hay otros, que no son pocos, que mueven al llanto; cuyo descuido exterior manifiesta la vileza y la impureza de su alma”.
Mientras tanto, os abrazamos, venerable Hermano, en la caridad de Cristo, e impartimos de todo corazón a Vos y al rebaño confiado a vuestros cuidados la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 19 de febrero de 1749, año noveno de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV