CELEBRATIONEM MAGNI


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A todos los Patriarcas, Arzobispos, Obispos y demás Ordinarios locales que están en paz y comunión con la Sede Apostólica

Venerable Hermano: salud y Bendición Apostólica.

Con la ayuda de Dios, hemos concluido en esta venerable Ciudad la celebración del Gran Jubileo. Según la antigua costumbre, hemos cerrado en el Vaticano la Puerta Santa de la Basílica del Príncipe de los Apóstoles, que nosotros mismos, con un solemne rito, habíamos abierto al inicio del Año Santo. Asimismo, las puertas de las otras Basílicas, es decir, San Pablo en la Vía Ostiense, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor, fueron abiertas y cerradas por encargo nuestro por los Cardenales Legados de la Santa Iglesia Romana, designados por nosotros para tal rito.

En verdad, tenemos muchos y justos motivos de íntima satisfacción y de rendir infinitas gracias a Dios Todopoderoso, de quien proviene todo bien, ya que todo lo que habíamos deseado en esta ocasión se ha cumplido, y lo que habíamos dispuesto ha sido ejecutado con el máximo celo. Habíamos ordenado en su momento que en todo nuestro Dominio se arreglaran y allanaran las vías para comodidad de los peregrinos, y todo se ha llevado a cabo de manera diligente y oportuna. Habíamos dispuesto que se acumularan provisiones alimentarias tanto en todo el territorio de dicho Dominio como especialmente en la Ciudad, para que los peregrinos, al viajar para ganar el Jubileo y permanecer en la Ciudad, encontraran a precios justos lo necesario para cubrir sus necesidades, a diferencia de lo que suele suceder en lugares donde no se almacenan víveres ante una afluencia extraordinaria de gente; esta disposición también fue prontamente obedecida.

Además, en el año anterior a aquel en que se proclamó el Jubileo, recomendamos encarecidamente a quienes correspondía restaurar las Iglesias de la Ciudad y aumentar su esplendor y decoraciones, dentro de los límites de lo posible y según lo exigía el culto divino. No podemos expresar completamente la satisfacción que hemos sentido al respecto ni la alegría de nuestro corazón al ver resplandecer en todas partes la dignidad de la Casa de Dios.

En efecto, a nuestro llamado, con el cual exhortamos a todos los cristianos dispersos por todo el mundo a venerar las moradas de los Santos Apóstoles y aprovechar el Tesoro de la Indulgencia, respondió una increíble multitud de personas que vinieron incluso desde regiones muy lejanas, como Armenia, Siria, Egipto y otras. Esto superó con creces la participación registrada en varios otros Jubileos, como lo hemos visto nosotros mismos en Roma durante los dos años jubilares anteriores.

Nosotros mismos no habíamos dejado de enviar exhortaciones por todas partes para que los peregrinos fueran recibidos con benevolencia, no solo en el territorio bajo nuestra jurisdicción, sino también en los dominios de otros Príncipes y Repúblicas, y fueran hospedados de manera tal que pudieran decir que se renovaron los antiguos ejemplos de caridad, gracias a los cuales aún hoy se celebran las peregrinaciones a las sagradas tumbas de los Apóstoles. Tampoco aquí quedó nada que desear.

Además, con escritos Apostólicos exhortamos a los Venerables Hermanos Obispos de todas las Iglesias a comprometerse activamente para que los fieles bajo su cuidado, que en esa ocasión emprendieran el viaje hacia Roma, fueran informados ampliamente sobre la naturaleza y la utilidad del Sagrado Jubileo, así como sobre el modo adecuado de beneficiarse de él. Que esta disposición fue puntualmente ejecutada se evidencia en lo que se dice: nunca antes las visitas a las Santas Basílicas se sucedieron con tanta frecuencia de multitudes y con tan claras muestras de devoción y piedad como el año pasado.

Asimismo, innumerables fieles, como hemos sabido por los informes de los Penitenciarios, se dedicaron a la purificación de sus almas mediante confesiones generales de sus pecados, con sincera expresión de arrepentimiento y compunción. Muchos otros, renunciando honestamente a la herejía que profesaban, han regresado felizmente al seno de la Santa Iglesia Católica Romana.

1. En verdad, la devoción de los Romanos no fue inferior a la de los extranjeros. De hecho, habiendo dispuesto que, al acercarse el Año Santo y durante su curso, se celebraran las Santas Misiones en las plazas y en las Iglesias de Roma, es increíble con qué afluencia y cuánta devota pasión el Pueblo Romano inclinó su ánimo a escuchar la predicación de la palabra de Dios. De ahí provienen principalmente esos magníficos ejemplos de penitencia y religiosidad ofrecidos por ciudadanos de todas las clases sociales, compitiendo en emulación para practicar las devociones del Año Santo. Ciertamente, aquellos que debían brillar con mayor intensidad en sus buenas obras, como velas puestas en el candelabro, respondieron tan plenamente a nuestros deseos y expectativas que nos enorgullecemos de haber encontrado en su piedad el mayor consuelo y una inmensa alegría.

En efecto, no solo hemos contemplado con nuestros ojos cómo los Venerables Hermanos Nuestros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, los Obispos y los Prelados de nuestra Curia, así como otros notables de la Ciudad y nobles de ambos sexos, asistieron asiduamente a las sagradas funciones de las mencionadas Misiones; sino que también, a lo largo de todo el Año Santo, vimos en parte, y en parte se nos informó, que cumplieron devotamente las visitas prescritas a las Iglesias, sirvieron humildemente en las mesas de los peregrinos, lavaron sus pies en los hospicios públicos y en ocasiones los instruyeron más con el ejemplo que con palabras; participaron asiduamente en las funciones públicas de la Iglesia; con generosas limosnas aliviaron las miserias de los pobres; y sostuvieron con sus propios recursos los gastos de los lugares piadosos (gastos que los bienes de tales lugares no habrían podido cubrir), considerándolo su deber ofrecer con munificente liberalidad un techo, un lecho y una mesa a la inmensa multitud de peregrinos.

Estos hechos, ocurridos ante los ojos de casi todo el mundo católico, ciertamente silenciarán a esos hombres descaradísimos que, ajenos a todo vínculo con la Iglesia, han osado afirmar calumniosamente que la celebración del Jubileo en la Ciudad no debe definirse de otra manera que como un cúmulo de escándalos y un artificio para recaudar dinero.

2. En verdad, ya al inicio del Año Santo, siguiendo los ejemplos de nuestros Predecesores, mediante la publicación de la Constitución que comienza Paterna Charitas, concedimos —no solo a los Monjes, Anacoretas, Ermitaños y a quienes estaban retenidos en prisión, sino también a aquellos que, por alguna enfermedad física, se encontraran imposibilitados de venir a Roma— la posibilidad de obtener fuera de Roma la sagrada Indulgencia y los demás beneficios vinculados al Jubileo Universal, sustituyendo las visitas a las Basílicas Romanas por otros actos de devoción, según las sabias disposiciones dictadas por sus Prelados y Superiores.

En cuanto a aquellos que no se encontraban impedidos por leyes de clausura ni por enfermedades físicas para emprender el viaje a Roma, es sabido que la disciplina adoptada por la Sede Apostólica al conceder o negar la facultad de obtener la Indulgencia y los demás beneficios del Jubileo, también fuera de Roma, durante el Año Santo, no fue siempre uniforme; incluso tratándose de personas de alto rango, a quienes es conveniente tener en especial consideración.

Respecto a nuestro Predecesor, el Papa Clemente VI, se lee que no pudo ser persuadido para conceder la Indulgencia del Año Santo, que entonces se celebraba en Roma, a Hugo, Rey de Chipre, aunque este la deseaba ardientemente y afirmaba que ciertos importantes asuntos públicos le impedían realizar el viaje a Roma. El Papa respondió: “Aunque muchos otros Príncipes, como tú, han presentado la misma solicitud, los Venerables Hermanos Nuestros, considerando que la Indulgencia se concede tanto para la salvación de las almas como para el honor y la veneración de los Santos, no han querido en absoluto que se concediera a nadie que no haya visitado las Basílicas y las Iglesias”.

2. Por el contrario, otro de Nuestros Predecesores, el Papa Bonifacio IX, durante el Año Santo concedió al Príncipe Católico Ricardo de Inglaterra y al Rey Juan de Portugal la posibilidad de beneficiarse de la Indulgencia del Jubileo fuera de Roma, otorgando a sus Confesores la facultad de prescribirles otras acciones virtuosas que realizar en sustitución del viaje a Roma y de la visita a las Basílicas de esta Ciudad. También tenemos noticia de que el Papa Sixto V, igualmente Nuestro Predecesor, mientras celebraba el Jubileo en Roma, permitió al Rey y a la Reina de Castilla y León, y a sus parientes, Generales y Barones, obtener la Indulgencia del Jubileo realizando otros actos de devoción, aunque no se presentaran en Roma para visitar las Sagradas Basílicas. Asimismo, sabemos que concesiones similares se otorgaron por el Papa Julio III, también Nuestro Predecesor, quien, celebrando igualmente el Año Santo, favoreció a Carlos V, Emperador de los Romanos, a su hijo Felipe, proclamado Príncipe de España, y a otros Príncipes.

Por ello, siguiendo las huellas de estos Pontífices mencionados, no hemos rehusado conceder a los Reyes Católicos, Nuestros Queridísimos Hijos en Cristo que lo solicitaban, y a otros Príncipes que, no por motivos de salud o de edad, sino por razones de Estado, estaban impedidos de viajar a Roma, que mediante otras saludables obras de piedad prescritas oportunamente en sustitución de dicho viaje y de su presencia, pudieran obtener la Indulgencia del Santo Jubileo también durante el Año Santo.

3. En verdad, al conceder tales excepciones, no nos hemos apartado en absoluto de la costumbre y de las reglas de Nuestros Predecesores, como se evidencia en lo dicho hasta ahora; al contrario, en la variedad de tal disciplina, hemos escogido la parte más amable y benigna, y ahora es nuestra intención mantener este mismo proceder. De hecho, una vez concluido el Año Santo, tenemos el propósito de extender y ampliar la Indulgencia y los beneficios del Jubileo a las demás partes del Mundo Católico, para el bien de todos los fieles de Cristo, incluso de aquellos que durante este Año no pudieron venir a Roma.

Tiempo atrás, el alabado Papa Sixto IV, Nuestro Predecesor, al constatar que en 1475, año del Jubileo que él celebró, por temor a las guerras y a la inseguridad de los caminos, había sido escaso el número de peregrinos que acudieron a Roma, decidió y permitió, para procurar la salvación de los fieles de Cristo (especialmente de las naciones lejanas), que aquellos que, durante el año siguiente, desde el primero de mayo hasta el final del año, viajaran a Bolonia y visitaran allí las cuatro Iglesias indicadas por el mismo Pontífice, pudieran ganar la Indulgencia del Jubileo, que el año anterior había sido concedida a quienes acudieron a Roma. Por ello, se dice que en aquella ocasión una excepcional multitud de peregrinos confluyó en Bolonia desde todas partes del mundo.

Del otro Pontífice ya mencionado, Gregorio XIII, queda la Carta Apostólica con la que, tras la celebración en Roma del Jubileo en el año 1575, y a petición de San Carlos Borromeo, entonces Arzobispo de Milán, extendió el mismo Jubileo a la ciudad y al pueblo de Milán, dejando a criterio de ese santísimo Prelado determinar el modo y el tiempo para aprovechar el Jubileo, así como señalar las Iglesias que debían visitarse para tal fin. Lo que este Arzobispo realizó con gran edificación del pueblo, según atestiguan extensamente los Actos de la Iglesia de Milán y los biógrafos del propio San Carlos.

Además, el mencionado Clemente VI, quien no quiso conceder la Indulgencia del Jubileo a quienes durante el Año Santo no acudieran a Roma, tras el Año Santo 1350, concedió a los Frailes de la Orden de San Agustín (que en la Fiesta de Pentecostés inmediatamente posterior se reunieron en Basilea para celebrar el Capítulo General de su Orden) la misma Indulgencia que cada uno de ellos habría ganado acudiendo a Roma el año anterior. También se lee que el Jubileo fue igualmente extendido en beneficio de algunas personas o comunidades después del Año Santo 1400 por el Papa Bonifacio IX, Nuestro Predecesor.

Existen, además, numerosos ejemplos (dejados por Nuestros Predecesores Alejandro VI, Gregorio XIII, Clemente VIII y otros menos lejanos a nuestra época) de concesiones universales mediante las cuales se extendieron los beneficios a todo el mundo Católico tras la conclusión del Jubileo en la Ciudad.

4. Animados por tales ejemplos, hemos decidido promulgar la extensión total del Jubileo en favor de todos los fieles de Cristo que viven en cualquier lugar del mundo. Y dado que en otros tiempos se solía aplicar el siguiente criterio: se enviaba a cada Obispo que solicitaba tal extensión una Carta Apostólica en forma de Breve, con la cual el Jubileo del Año Santo se extendía únicamente a la Ciudad y a la Diócesis del peticionario; y considerando que a menudo sucedía que algunos, ya sea por inexperiencia en la materia o por falta de reflexión, descuidaban la difusión de dicha Carta (aunque esta se enviara habitualmente a todos, sin costo alguno), lo que provocaba que muchas Ciudades y Diócesis quedaran privadas de tan gran beneficio espiritual, hemos juzgado que sería mejor extender, mediante una única Constitución general, la Indulgencia del Jubileo Universal, junto con los demás privilegios y beneficios indicados en la misma Constitución, a toda la Iglesia, por extensa que sea. Y para que la facultad de acceder a este Tesoro esté disponible para todos aquellos que lo soliciten de manera legítima, no debe haber ya ninguna dificultad, de parte vuestra, Venerables Hermanos, o de vuestros representantes en la Ciudad, en la difusión de la Carta particular mencionada anteriormente.

5. Hemos emitido varias Constituciones o Cartas Apostólicas con motivo del Jubileo del Año Santo. La primera Constitución, que comienza con Peregrinantes, dirigida a todos los hijos de la Iglesia Católica, contiene la proclamación del Jubileo Universal para ser celebrado en la Ciudad durante el Año Santo recientemente concluido.

En otra, que comienza con Cum Nos Nuper, siguiendo la costumbre de Nuestros Predecesores, determinamos cuáles Indulgencias y facultades debían permanecer suspendidas durante el mismo Año Santo y cuáles debían mantenerse vigentes.

Posteriormente, enviamos una Carta Encíclica a todos los Patriarcas, Arzobispos y Obispos, que comienza con las palabras Apostolica Constitutio; en ella propusimos los medios con los cuales cada uno debe prepararse para obtener la Indulgencia del Jubileo. Luego, promulgamos otra Constitución que comienza con Convocatis, en la cual expusimos claramente las facultades que pretendíamos conceder durante el Año Santo, tanto a los Penitenciarios asignados a las Basílicas e Iglesias de Roma como a los Confesores que el Cardenal de la Santa Iglesia Romana, Nuestro Vicario en Roma, deseara designar. Por este motivo, varias Constituciones emitidas en otros tiempos sobre estos temas fueron recientemente derogadas.

También se añadieron algunas disposiciones estrictas para los mencionados, con el objetivo de garantizar el buen uso de las facultades que les habían sido otorgadas. Después de consultar, no sin arduo y prolongado esfuerzo, las obras de los Teólogos llamados "Morales", hemos aprendido sobre las innumerables controversias que estos abordan de diversas maneras, tanto en relación con el uso de las facultades concedidas a los Penitenciarios designados para el Año Santo como con la mejor forma de ganar la Indulgencia. Al tratar estas cuestiones, dichos teólogos siguen caminos completamente diferentes, por lo que consideramos oportuno escribir otra carta a los mencionados Penitenciarios de Roma y a los Confesores designados por el Cardenal Vicario, la cual comienza con Fra le fatiche y que ahora tal vez haya sido traducida al latín (Inter praeteritos, 3 de diciembre de 1749).

En esta Carta hemos demostrado que buena parte de las dificultades surgidas en tiempos pasados fueron previstas por Nosotros y resueltas de inmediato mediante las palabras apropiadas en nuestras Constituciones promulgadas hasta la fecha. Y como se trataba de cuestiones dependientes únicamente de Nuestra voluntad, no dudamos en manifestarla abiertamente y en eliminar cualquier motivo de duda, indicando además la solidez de las razones sobre las cuales se basan cada una de nuestras disposiciones.

Asimismo, comprendimos (y reconocimos que también Nuestros Predecesores lo habían considerado sabiamente) que muchos habrían venido de buena gana a Roma para obtener el Jubileo durante el Año Santo si su condición particular o alguna otra razón de fuerza mayor no les hubiera impedido realizar este peregrinaje. Tal es el caso de las Monjas, Oblatas y otras Vírgenes y Mujeres que viven en Monasterios y Casas Religiosas; además, los Anacoretas, Ermitaños, Enfermos, ancianos y aquellos que están confinados en prisión. Para todos ellos, con el propósito de no privarles del cumplimiento de sus piadosos deseos, les atendimos adecuadamente mediante la mencionada Constitución Nuestra que comienza con Paterna Charitas.

6. Finalmente, solo quedaba esto. El Jubileo del Año Santo, decretado recientemente en Roma para el pasado año 1750, había sido extendido con generosa liberalidad Apostólica también a todos los cristianos que no pudieron acceder a la Ciudad durante el año anterior y que no podían salir de los confines de sus regiones. Ahora, hemos atendido a esta situación con la reciente Constitución Benedictus Deus, a la cual hemos considerado oportuno añadir esta Nuestra Carta Encíclica dirigida a Vosotros, Venerables Hermanos.

7. En dicha Constitución, se prescriben las obras que cada uno debe realizar para obtener la Indulgencia; se determina el tiempo dentro del cual deben cumplirse estas obras; y se especifican las facultades otorgadas a los Confesores para absolver a los fieles que se presentan en la Confesión sacramental, remitiendo todos los pecados, incluso los más graves y enormes, reservados a los Ordinarios de los lugares o a la Sede Apostólica. Además, se confía al prudente juicio de los Ordinarios la facultad de conceder cambios y reducciones apropiados de dichas obras a las personas de sus Diócesis que, por causas legítimas, no puedan cumplir las impuestas.

8. Finalmente, al extender la gracia del Jubileo —que había sido concedida a los cristianos presentes en Roma el año pasado— a todo el mundo católico durante algunos meses del año entrante, indicados en la Bula, nos hemos preocupado por mantener la máxima uniformidad, en la medida en que lo permitieron las circunstancias, tanto en la prescripción de los deberes como en la concesión de las facultades que podrán usar los Confesores. Esto aplica también a lo establecido en la citada Carta Encíclica que comienza Apostolica Constitutio, sobre la necesidad de la Confesión sacramental y la Comunión, así como las disposiciones impartidas para que dichos Sacramentos sean recibidos de manera digna y fructuosa. Igualmente, se deben tener en cuenta las normas que se leen en la Bula que comienza Convocatis y en la otra Carta, cuyo inicio es Fra le fatiche, respecto al modo de visitar las Iglesias y las oraciones que deben elevarse a Dios en dichas visitas para obtener el Jubileo celebrado entonces en Roma; todas estas disposiciones deben ser observadas en la extensión de este mismo Jubileo.

Aunque las facultades usualmente concedidas a los Penitenciarios designados en Roma para el Año Santo nunca han sido extendidas, ni siquiera durante el Jubileo, a todos los Confesores fuera de Roma, sin embargo, en la Constitución que comienza Benedictus Deus, se otorgaron a los Confesores fuera de Roma facultades más amplias, según lo requería el objetivo propuesto y lo permitía la tradición de la Sede Apostólica.

Si surgiera alguna duda sobre algún punto relacionado con la comprensión y aplicación de estas disposiciones, se podrá consultar la misma Carta Nuestra Convocatis y la otra, en italiano, Fra le fatiche; en ellas se encontrarán todas las respuestas a tales dudas. De hecho, aunque en la Bula Benedictus Deus no se hayan mencionado todas las cuestiones relacionadas con las facultades, estas están contenidas en las dos Cartas antes mencionadas; en esta última Constitución no hay tema que no haya sido tratado en las mismas Cartas.

9. Además, en la Constitución Convocatis, ya mencionada en varias ocasiones, se concedió a los Penitenciarios asignados a las Iglesias de Roma la facultad de absolver también a los Regulares de aquellas Órdenes en las que rige la prohibición de confesarse con sacerdotes ajenos a su propia Orden. En otra Constitución, Paterna Charitas, mediante la cual se permitió a las Monjas, Oblatas, Terciarias, Anacoretas y discapacitados obtener el Jubileo durante el Año Santo, incluso fuera de Roma, concedimos a las mencionadas Monjas y a sus Novicias la facultad de elegir, para cumplir con la Confesión Sacramental que introduce a los beneficios del Jubileo, cualquier sacerdote confesor, ya sea secular o regular, siempre que esté "aprobado por los Ordinarios de los lugares para escuchar las confesiones de las Monjas". A las demás Oblatas, Terciarias y otras mujeres que viven en Monasterios o en Casas religiosas y piadosas, así como a los encarcelados, enfermos y otras personas discapacitadas, tanto laicas como eclesiásticas, seculares o regulares de cualquier Orden, incluso dignos de especial mención, les concedimos que, con el mismo propósito, pudieran elegir a cualquier Confesor Secular o Regular de cualquier Orden, incluso diferente, siempre que estuviera aprobado para escuchar confesiones de personas seculares por los Ordinarios "de las Ciudades, Diócesis o Territorios donde deban ser recibidas dichas confesiones".

Hemos querido que este criterio se confirme también en la última Constitución con la que extendimos el Jubileo del Año Santo a las demás partes del mundo católico, como se puede leer en el párrafo Insuper, donde se concede a las Monjas y sus Novicias la facultad de elegir "cualquier confesor aprobado por el Ordinario actual del lugar donde se encuentren sus Monasterios para escuchar las confesiones de las Monjas". A los demás cristianos, tanto Laicos como Eclesiásticos, Seculares o Regulares de cualquier Orden, Congregación o Instituto, incluso mencionados nominalmente, se les permite elegir, para ese fin, "cualquier sacerdote confesor, ya sea Secular o Regular, de cualquier Orden o Instituto, incluso diferente, igualmente autorizado por los Ordinarios actuales (en cuyas Ciudades, Diócesis o Territorios deban ser recibidas dichas confesiones) para escuchar confesiones de personas seculares". En el párrafo Praesentes, además, se deroga cualquier ley, Constitución o costumbre contraria, especialmente aquellas que prohíben a los Regulares de ciertas Órdenes confesarse fuera de su propia Orden.

10. No os serán ciertamente desconocidas, Venerables Hermanos, las innumerables controversias que agitan a los teólogos morales, ya sobre el Confesor que cada uno puede elegir durante el Jubileo, cuando esta elección es permitida en la Carta que proclama dicho Jubileo, ya también sobre el Ordinario del lugar, cuyo consentimiento es esencial para que alguien pueda ser elegido como Confesor. Algunos han opinado que podía ser elegido como Confesor quien hubiera sido autorizado para escuchar confesiones únicamente por el Ordinario del penitente.

Otros no han dudado en afirmar que existen privilegios apostólicos concedidos a ciertas personas, en virtud de los cuales dichos privilegiados, siempre que hayan sido aprobados por algún Obispo Ordinario, incluso si no es el Ordinario del lugar donde deben escucharse las confesiones, pueden ser elegidos como Confesores en cualquier lugar. Otros, argumentando con mayor sutileza, han sostenido que la autorización debía provenir del Ordinario del lugar donde se reciben las confesiones, pero que también es suficiente la autorización obtenida en su momento de un Obispo que tuviera jurisdicción ordinaria en ese lugar, incluso si ese Prelado hubiera fallecido o hubiera sido trasladado a otra sede por la Autoridad Apostólica.

Tales aberraciones sofísticas, a menudo atribuidas a las Congregaciones de Cardenales de esta Santa Iglesia Romana, han sido rechazadas repetidamente; y tampoco los mismos Romanos Pontífices dejaron de condenarlas en sus Constituciones Apostólicas mediante decretos contrarios, como puede verse en la Bula de Nuestro Predecesor, de reciente memoria, el Papa Clemente X, que comienza Superna, y en la otra del Papa Inocencio XIII, de feliz memoria, que comienza Apostolici Ministerii, así como en Nuestra propia Constitución, cuyo inicio es Apostolica Indulta (publicada en Nuestro Bollario, volumen I, número C).

En las mencionadas Constituciones de los Predecesores se introdujo la derogación de cualquier privilegio contrario, incluso si hubiera sido concedido después del Concilio de Trento. En Nuestra Bula, en efecto, tal derogación se extendió a cualquier otro privilegio, incluso si no hubiera sido mencionado expresamente por los Predecesores citados ni por Nosotros en dichas Constituciones. Sin embargo, mientras que en los textos anteriores no se hacía mención del Jubileo Universal, que entonces no estaba en discusión, ahora, para evitar que se presenten nuevamente esas opiniones reprobadas, y considerando que podrían interpretarse como alineadas con la mayor liberalidad de la Iglesia, que en todo el mundo concede a sus hijos el Jubileo Universal, recurrente solo cada veinticinco años, abre sus tesoros espirituales y desea que sean ampliamente distribuidos entre los penitentes. En Nuestra reciente Constitución, que comienza Benedictus Deus, hemos insertado palabras que hacen que todas las opiniones contrarias deban considerarse rechazadas, incluso durante el Jubileo actual; estas mismas palabras tendrán el mismo efecto en cualquier otro Jubileo, sea Universal o particular.

11. En esta última Constitución, al hablar de los Confesores que las Monjas y Novicias podrán elegir, hemos permitido que elijan “a cualquier Confesor autorizado para recibir las confesiones de Monjas por el Ordinario actual del lugar donde se encuentran sus Monasterios” (palabras ya citadas en esta Carta). Sin embargo, algunos han preguntado si es lícito que las Monjas elijan, en esta ocasión, como Confesor a un Sacerdote que el Ordinario no haya designado específicamente para su Monasterio, sino para otro. Sobre este tema, considerando que si se exigiera a las Monjas elegir únicamente a un Confesor designado específicamente para su Monasterio, el privilegio concedido en esta circunstancia sería casi inútil, evidentemente nos vimos impulsados a declarar que es lícito para las Monjas y Novicias, con el fin de obtener los beneficios del Jubileo actual, elegir un Confesor aprobado por el Ordinario actual del lugar, incluso si ha sido designado para otro Monasterio o “para las Monjas en general”, siempre que no haya sido públicamente reprobado por algún demerito. En definitiva, declaramos que estamos tan alejados de opiniones incoherentes y carentes de rigor como de aquellas que conducen a una severidad excesiva e intolerable.

12. Estas cuestiones, Venerables Hermanos, hemos considerado oportuno exponéroslas mediante esta nuestra Carta Encíclica. Sin embargo, cada uno de vosotros tiene otros deberes que atender en sus respectivas Ciudades y Diócesis. Cada uno debe asegurarse, insistiendo con oraciones y exhortaciones, de que el pueblo confiado a vuestra guía sea inducido a detestar sinceramente sus pecados y a prepararse para obtener los beneficios del Jubileo, acercándose a la Confesión Sacramental con piedad y de la manera prescrita.

Ciertamente, si se proclamara el Jubileo en una Diócesis sin que antes se invoque con oraciones públicas la ayuda de la Divina Providencia y sin que el pueblo sea inducido a la penitencia, ya sea por medio de la palabra o por escrito por parte de su Pastor; si después de las enseñanzas previas y adecuadas, el pueblo cristiano no es instruido sobre cómo confesar útilmente sus pecados, ni advertido sobre la utilidad de la Confesión general y, en ciertos casos, sobre su necesidad; si finalmente los Sacerdotes Confesores no se esfuerzan por administrar el remedio adecuado a las heridas de las almas, entonces tememos mucho (y no podemos escribir ni pensar en tal eventualidad sin lágrimas) que la celebración del Jubileo quede en manos de espíritus vanos y que los pueblos no obtengan de él ningún beneficio sustancial.

Aunque confiamos en que muchos pecadores, antes sumidos en la iniquidad, durante el reciente Año Santo salieron del fango por la infinita misericordia de nuestro Dios, y que muchos fieles recogieron el fruto del Santo Jubileo, estamos igualmente persuadidos de que tal resultado debe atribuirse sobre todo a ese celestial rayo de luz divina que nos impulsó tanto a estimular el celo de los Obispos, para que cada uno en su Diócesis preparara con los medios mencionados a aquellos que se disponían a ir a Roma para obtener el Jubileo, como también a llevar a cabo en Roma todos aquellos actos que durante el año anterior y en el propio Año Santo del Jubileo realizamos y nos preocupamos porque otros los realizaran, de manera que con las instrucciones y advertencias adecuadas, todos estuvieran dispuestos a una verdadera penitencia y a someterse a ella.

13. Y que ninguno de vosotros, Venerables Hermanos, piense que vuestro deber ya está cumplido por haber hecho que el año anterior se elevaran oraciones públicas o por haber pronunciado o hecho pronunciar enseñanzas, doctrinas y discursos para preparar a aquellos que se disponían a ir a Roma para ganar el Jubileo, y que no sea necesario repetir todos estos actos ahora que el beneficio del mismo Jubileo se extiende a las Ciudades y Diócesis de cada uno de vosotros. Muy distinto fue el proceder de San Carlos Borromeo, ejemplo de los Obispos y radiante luz, quien, tras haber preparado y exhortado ardientemente a su pueblo mediante predicaciones, instrucciones y discursos para emprender la Sagrada Peregrinación a Roma, al llegar él mismo a Roma ofreció ejemplos tan destacados de religiosa piedad que muchos pecadores, solo al verle, se sintieron inducidos a hacer penitencia.

De regreso a su Iglesia, y habiendo obtenido, como ya hemos mencionado, del Papa Gregorio XIII la extensión del Jubileo a su Diócesis de Milán después del Año Santo, no se sintió satisfecho con haber dispuesto a sus fieles para emprender el viaje a Roma y ganar los beneficios del Jubileo cumpliendo con las obligaciones prescritas en la Ciudad. Sino que, al tener que proclamar dicha extensión, animado con el mismo celo religioso de siempre, convocó nuevamente oraciones públicas, dirigió discursos al pueblo, divulgó muchas enseñanzas llenas de doctrina y piedad que se conservan entre los Actos de la Iglesia de Milán; y finalmente no dejó de realizar ninguna de las obras que consideró útiles o necesarias para inducir a la penitencia a su pueblo y prepararlo para recoger los frutos del Jubileo.

14. Este asunto no es de poca importancia, Venerables Hermanos. El Tesoro de la Iglesia se ofrece a todos los fieles, a quienes se abre el camino para alcanzar la Indulgencia plenaria; al mismo tiempo, se atribuyen a los Ministros del Sacramento de la Penitencia amplias facultades para remitir los pecados.

Y aunque estos beneficios, que inicialmente se concedían en general solo cada cien años, ahora se conceden cada 25 años, sin embargo, como corresponde a la naturaleza humana, aquellos para quienes la vida no será suficiente para beneficiarse nuevamente de ellos serán muchos más numerosos que aquellos que, aún vivos después de otros veinticinco años, podrán aspirar a recibirlos.

Se prescriben acciones tales que ni siquiera a los más débiles y fatigados pueden parecerles demasiado duras o gravosas, sobre todo si consideran que, aproximadamente dos siglos antes del Pontificado de Bonifacio VIII, quien dio al Jubileo el carácter de Año Santo, se imponía a quienes deseaban obtener la Indulgencia plenaria viajar a Palestina para combatir y liberar aquella región del yugo de los infieles: “A cualquiera que, por devoción únicamente, y no para adquirir honor o dinero, partiera hacia Jerusalén para liberar la Iglesia de Dios, ese viaje se le considerará como la mayor Penitencia”. Estas son palabras de Nuestro Predecesor el Papa Urbano II, pronunciadas en el Concilio de Clermont en el año 1096.

Sobre estas palabras, el Venerable Siervo de Dios, el Cardenal Giuseppe María Tomasi, a quien citamos con gusto como una autoridad en la materia y con quien una vez compartimos la función de Consultor en la Congregación de Cardenales encargada de las Indulgencias, escribió lo siguiente: “Esta Indulgencia plenaria (que imponía una obligación gravosa por los gastos, las incomodidades, los viajes extremadamente arduos y los inminentes peligros de muerte, tanto que parece más un canje de penitencia que una remisión total de ella), esta Indulgencia plenaria, digo, fue confirmada posteriormente por otros Sumos Pontífices para quienes se dirigieran a Tierra Santa. Y no recuerdo otra Indulgencia Plenaria hasta principios del siglo XIV, cuando Bonifacio VIII la concedió para el año del Jubileo 1300”.

Así se expresó aquel sabio y piadoso Cardenal en un opúsculo manuscrito que quizá muy pronto verá la luz entre sus demás obras, cuya edición se prepara actualmente con gran esmero.

15. Hemos considerado oportuno recordaros todo esto para estimular vuestro celo, para que no descuidéis nada que pueda inducir a los pueblos confiados a vuestra responsabilidad y fe, a un sincero arrepentimiento, a una confesión completa de sus pecados, y a una honesta revisión de vida, de modo que estén dispuestos a obtener, en sus lugares de origen, la Indulgencia plenaria del Jubileo, incluso si el año pasado no pudieron viajar a Roma por cualquier motivo.

Ponemos fin a esta ya extensa Carta, pidiéndoos y rogándoos, en el nombre de Nuestro Señor Jesucristo, que reflexionéis frecuentemente sobre el rango que os ha otorgado el Emperador de la Milicia Celestial en esa gran Legión que Él mismo preparó y desplegó para arrancar los errores del mundo, derrotar a todos los enemigos de Su gloria, establecer el Reino de la justicia y la verdad, y salvar las almas.

Recordad que esta Legión, con la ayuda de Dios Todopoderoso, siempre ha alcanzado luminosas victorias cada vez que sus Jefes y Soldados lucharon con firmeza y con la virtud esforzada propia del espíritu Eclesiástico.

En tiempos pasados, las regiones de Francia fueron liberadas del contagio de los arrianos por obra de Hilario. España, durante casi trescientos años lamentablemente abatida por los mismos errores, fue finalmente restaurada gracias a Leandro e Isidoro. Agustín, en África, reprimió y desbarató los intentos de los maniqueos, donatistas y pelagianos. Ambrosio preservó a Italia de la pestilente infamia de las herejías. Atanasio, Basilio y Gregorio, con sus esfuerzos, escritos y a riesgo de sus propias vidas, conservaron la Religión Católica en Egipto y Oriente, regiones de donde los herejes, en gran número, pretendían corromper al mundo entero.

Crisóstomo purificó Grecia y Asia de las impurezas de la mala fe; y, para referirnos a ejemplos más recientes, ved cuán grandes obras realizó Toribio en las Indias, cuántas en nuestras regiones Carlo Borromeo y Francisco Javier, y cuán incrementada quedó, gracias a ellos y a otros hombres dotados de virtud Sacerdotal, la pureza de la Fe Católica, el esplendor de la Disciplina Eclesiástica y los compromisos de la piedad cristiana.

Admirando sus ejemplos, sed virtuosos, mostrad la ansiedad de la caridad pastoral que hay en vosotros y aprovechad con gozo la ocasión que se os presenta para salvar almas de la perdición, mejorar las costumbres del pueblo, e instaurar la costumbre de realizar obras piadosas.

16. Estad seguros, Venerables Hermanos, de que entre los pueblos cristianos es grande la fuerza de la Divina Religión, y de que la ardiente devoción difundida en los corazones de los fieles por obra del Espíritu Santo, si es promovida y alimentada adecuadamente por los Sacerdotes y estimulada en el momento oportuno, deberá estallar en llamas de caridad.

Inspirados por Dios, esto lo han entendido bien muchos Reyes y Príncipes Católicos, quienes, acogiendo en su ánimo los piadosos deseos de sus súbditos, elevaron a Nosotros humildes plegarias para que extendiéramos este Jubileo a las provincias de sus dominios. Nosotros no dudamos en secundar, con gran diligencia, su voluntad tras elogiar su insigne piedad; por tanto, os corresponde a vosotros, Venerables Hermanos, unir vuestra obra a su ardor y también a los deseos de Nosotros y de la Iglesia.

Especialmente ahora, mientras cada uno de vosotros eleva a Dios Todopoderoso, en Su Iglesia, oraciones públicas por la prosperidad y la salud de esos mismos Príncipes Cristianos, tenéis el deber de promover, con vuestras predicaciones, ejemplos y esfuerzos, la santificación del rebaño que se os ha confiado, tarea siempre a vuestro cuidado, pero que ahora os recomendamos con particular solicitud.

Finalmente, invocamos en apoyo de vuestra preciosa labor, Venerables Hermanos, la gracia de la Providencia Celestial y la paz de Dios para los pueblos que gobernáis; y a vosotros y a ellos, con todo afecto, impartimos nuestra Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, el 1 de enero de 1751, undécimo año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV