CERTIORES EFFECTI
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos de Italia
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Informados de que en algunas Diócesis de Italia se extiende la controversia relativa a la obligación por la cual los Sacerdotes que celebran las Misas están obligados, entre una y otra función, a administrar la Eucaristía a los fieles que se presentan preparados para recibirla y solicitan participar del Sacrificio al que asisten; en consecuencia, y conforme a nuestra conciencia, hemos considerado oportuno enfrentar este creciente mal con la enseñanza de esta página Apostólica, para que dicho mal no avance más y no sea causa de escándalo para los fieles. Por ello, Venerables Hermanos, dirigimos a vosotros nuestro mensaje para que tampoco en este caso descuidéis ninguno de los deberes pastorales.
1. En primer lugar, debemos afirmar que nadie puede pensar que las Misas privadas, en las cuales sólo el Sacerdote comulga con la Hostia Sagrada, pierdan por ello la naturaleza de verdadero, perfecto e íntegro sacrificio incruento instituido por Cristo Señor y, por lo tanto, deban considerarse ilícitas. Los fieles no ignoran que el Sacrosanto Concilio de Trento, apoyándose en la doctrina que la perenne tradición de la Iglesia ha conservado, condenó la nueva, falsa y contraria opinión de Lutero: “Si alguno dijere que las Misas en las cuales sólo el sacerdote hace la Comunión Sacramental son ilícitas, y por lo tanto deben abolirse, sea anatema” (Conc. Trid., sesión 22, cap. 6 y can. 8).
2. Sin embargo, dado que la antigua práctica y disciplina de la Iglesia, según la cual los fieles presentes en las Misas solían participar sin distinción en los conventos públicos del Sacrosanto Sacrificio, se adapta de todas formas a la enseñanza y el ejemplo de Cristo Señor, repetimos las palabras del mismo Concilio con el espíritu con el que fueron pronunciadas: “El Sacrosanto Sínodo desea que los fieles presentes en cada Misa participen no sólo con el afecto espiritual, sino también con el acto sacramental de acercarse a la Eucaristía, para que reciban un fruto más abundante de ese Santísimo Sacrificio”.
Y ojalá que también los hombres de nuestro tiempo fueran inflamados por el mismo fervor de piedad cristiana que ardía en los fieles de los primeros siglos y acudieran ávidos a la Mesa Sagrada pública, y no sólo asistieran a la solemnidad de los Santos Misterios, sino que estuvieran devotamente ansiosos por participar en ellos. Ciertamente, no hay acto alguno en el que los Obispos, los Párrocos y los Confesores puedan dedicar más provechosamente sus esfuerzos que en alentar a los fieles a cultivar esa pureza de mente por la cual son dignos de acercarse con frecuencia a la Mesa Sagrada y de participar no sólo con el espíritu, sino también accediendo a los Sacramentos y al Sacrificio que el Sacerdote, como Ministro público de la Iglesia, ofrece no sólo por sí mismo, sino también por ellos y en su nombre.
3. Aunque en el mismo Sacrificio participen, además de aquellos a quienes el Sacerdote celebrante imparte, durante la misma Misa, una porción de la Víctima que él ofrece, también aquellos a quienes el Sacerdote da la Eucaristía que habitualmente se reserva, sin embargo, la Iglesia nunca prohibió, ni ahora prohíbe, al Sacerdote satisfacer la devota y justa solicitud de aquellos que, asistiendo a la Misa, piden recibir el consuelo del mismo Sacrificio que ellos ofrecen de la manera que les corresponde; al contrario, lo aprueba y desea que no se descuide este particular, y debería reprochar a aquellos Sacerdotes que por su culpa o negligencia negaran a los fieles tal participación.
4. Pero, dado que es necesario que en la Iglesia Cristiana todo esté en orden y debidamente dispuesto, los Pastores deben prestar atención y vigilancia para que, por un lado, la devoción de los fieles no se vea defraudada de esa posibilidad de acercarse y participar en el Sacrificio, pero, por otro, que ambas facultades sean distribuidas de modo que no surja desorden en las demás disposiciones loables, ni se produzca confusión ni escándalo. Por ello, los Pastores deben exhortar a los fieles: aquellos que desean participar en la Mesa Sagrada (y esto debe ser calurosamente aprobado, como hemos dicho) deben procurar encontrar el momento, el lugar y las circunstancias en las que puedan cumplir sus deseos sin obstaculizar los ritos de piedad. Los fieles, mostrando docilidad a estas exhortaciones de sus Pastores, evitarán quejarse, como si hubieran sufrido una injusticia, si a veces, dadas las circunstancias de momento, lugar y personas, el Obispo no juzgara oportuno que el Sacerdote celebrante imparta la Eucaristía a los asistentes; porque ciertamente en ese mismo momento pueden acercarse cómodamente a la misma Mesa preparada para todos en muchos otros lugares.
5. Los Obispos y Párrocos fácilmente persuadirán de esto a los fieles, haciéndoles comprender que, con la disciplina de la Iglesia que ahora rige, les resultará ciertamente no más difícil, sino más fácil esa participación que desean. De hecho, si la antigua costumbre exigía que en cada Iglesia se celebrara una sola Misa, a la cual los fieles asistían y participaban (e incluso querían recibir la Eucaristía y los demás Sacramentos sólo de sus Pastores), en estos tiempos, dado el gran número de Sacerdotes celebrantes, de lugares y de Altares donde el rito se celebra públicamente, a cualquiera le resulta fácil el acceso a la Mesa Sagrada y la admisión al Sagrado Banquete. Si luego esos mismos fieles, a pesar de las exhortaciones, insistieran de manera inadecuada en recibir la Eucaristía en circunstancias de tiempo, lugar y personas que el Obispo hubiera desaconsejado basándose en la autoridad del Ritual Romano, entonces tal solicitud, ni justa ni razonable, revelaría un espíritu indócil y rebelde, deseoso de desorden y, por lo tanto, para nada preparado para recibir la Eucaristía con la debida devoción.
6. Mientras los Pastores actúen así hacia los Fieles y mientras los Fieles presten oído dócil a las palabras de los Pastores, sin duda nacerán esa paz perfecta y esa concordia con las cuales deben estar firmemente unidos los pastores y sus fieles; y se extinguirán esas inoportunas controversias que tienden únicamente a suscitar turbulencias y escándalos, en detrimento del verdadero fruto de las almas, el cual nada debe ser más preciado para el Pastor. Por ello recurrimos a las palabras del Apóstol Pablo a los Corintios: “Os ruego, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que habléis todos una misma cosa y que no haya divisiones entre vosotros; y que estéis perfectamente unidos en una misma mente y un mismo parecer” (2 Cor 13,11). Venerables Hermanos, mientras deseamos que tales palabras os lleguen por medio de este escrito Apostólico, como un augurio de felicidad y como prenda de amor paternal, os impartimos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 13 de noviembre de 1742, año tercero de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV