CONSTITUCIÓN APOSTÓLICA


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A todos los Patriarcas, Arzobispos y Obispos

Venerable Hermano.

1. Nuestra Constitución Apostólica, con la cual hemos anunciado a los fieles de Cristo la solemnidad del Año Santo, contiene una invitación a un devoto peregrinaje, que es una obra señalada por Dios en el Antiguo Testamento, practicada y frecuentada en los primeros siglos de la Iglesia hacia los lugares santos de Jerusalén, practicada en todo tiempo con mucha asiduidad también por Reyes y Monarcas hacia los lugares santos de esta nuestra augusta Ciudad, y especialmente hacia los Sepulcros de los santos Apóstoles Pedro y Pablo: obra que, finalmente, impugnada por los herejes, ha sido con mucha razón y energía sostenida y defendida por nuestros Controversistas, y que, bien dirigida y gobernada por los Prelados de la Santa Iglesia, puede servir y sirve de edificación para todos aquellos que, con ánimo pacífico, la consideran en su verdadera realidad, y dentro de los verdaderos límites en los cuales debe ser contenida.

2. Dios ordenó que todos los hijos de Israel tres veces al año hicieran un devoto peregrinaje para visitar el Tabernáculo, es decir, el Templo del Señor: “Tres veces al año todo tu pueblo de sexo masculino se presentará ante el Señor tu Dios en el lugar que haya escogido, en la solemnidad de los ázimos, en la solemnidad del Séptimo Día, en la solemnidad de los Tabernáculos”, como se lee en el Deuteronomio (Dt 16,16). Elcaná y su esposa Ana cumplieron puntualmente este precepto, como se lee en el libro primero de los Reyes (1Sam 1,13). Nuestro amadísimo Redentor, junto con la bienaventurada Virgen su Madre y su padre putativo San José, acudió al Templo, como leemos en el Evangelio de Lucas (cf. Lc 2,22). Y para que el Templo edificado por Salomón fuera frecuentado por todas las gentes, el mismo Salomón no dejó de rogar a Dios que escuchara también las oraciones de los extranjeros que no pertenecieran al pueblo de Israel y que, como peregrinos, acudieran a visitarlo: “Asimismo, el extranjero que no pertenece a tu pueblo Israel vendrá desde tierra lejana en tu nombre (porque tu insigne nombre será oído en todas partes, así como también tu mano fuerte y tu brazo extendido); entonces tú desde el cielo, en el firmamento donde habitas, escucharás y harás todo lo que te haya invocado el extranjero”, como se lee en el libro tercero de los Reyes (1Re 8,41-43).

3. Es célebre el testimonio de Eusebio en su Historia Eclesiástica (lib. 6, cap. 11), donde relata la devota llegada de San Alejandro, Obispo de Capadocia, a Jerusalén para ver y orar en los lugares santos: “Avisado por un oráculo divino, Alejandro partió de Capadocia (donde había sido ordenado Obispo) y llegó a Jerusalén, tanto para orar como para visitar los lugares sagrados”; y aún más célebre en este sentido es el testimonio de San Jerónimo: “Ahora sería largo repasar año tras año, desde la Ascensión del Señor hasta el presente, enumerando a los Obispos, los Mártires, los sabios en la doctrina cristiana que vinieron a Jerusalén, convencidos de ser menos religiosos, menos sabios y, como se dice, de no haber alcanzado la plenitud de las virtudes si no adoraban a Cristo en aquellos lugares donde el primer Evangelio brilló desde el patíbulo” (Carta 44).

4. No asumiremos aquí el compromiso de relatar las frecuentes visitas de Reyes, Obispos y Prelados de la Iglesia, así como de todos los fieles y los continuos peregrinajes para visitar las tumbas de los Apóstoles, ya que la materia ha sido tratada exhaustivamente por algunos célebres eruditos. Entre ellos, Onofrio Panvinio en su tratado De praestantia Basilicae Vaticanae, que todavía se conserva manuscrito en el Archivo del Capítulo de la Basílica Vaticana y que nosotros hemos leído repetidamente cuando, siendo menores, éramos Canónigos de dicha Iglesia y Archiveros de dicho Archivo; Giacomo Gretser en el tomo 4 de la nueva edición de sus Obras (libro 2, De sacris Peregrinationibus, cap. 12 y ss.); Coccio, en el Tesoro Católico (libro 5, cap. 17); Stanislao Hosio en el capítulo De Caeremoniis quae desumuntur a loco; Rutilio Benzonio en De Anno Sancti Jubilaei (libro 6, cap. I y ss.); Dresselio en sus Obras impresas en Múnich (tomo 13, § I, cap. 7, p. 126 y ss.); y más recientemente Trombelli en De cultu Sanctorum (tomo I, part. 2, cap. 46 y ss.).

Sin embargo, recordaremos la fórmula de Marculfo, Monje que vivió en el siglo VII y que no ha sido citada por los autores antes mencionados. En ella se encuentra una carta de recomendación dirigida al Papa y a los Obispos en favor de quienes se disponían a peregrinar hacia Roma para visitar las tumbas de los Santos Apóstoles. Dicha fórmula se halla en el libro 2, cap. 49:

"Este viajero, inflamado de luz divina, no por esparcimiento, como es costumbre de muchos (o según otra lectura: por amor al vagabundeo), sino en nombre del Señor, despreciando el arduo y fatigoso camino, deseando visitar las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo para obtener una oración, pidió a mi humildad ser recomendado a vuestra benignidad" (Marculfo, libro 2, cap. 49).

San Juan Crisóstomo, en el libro Quod Christus sit Deus de sus Obras (publicadas en París en 1718, tomo I, n. 9, p. 570), escribe al respecto: "En la regia ciudad de Roma, dejando de lado a todos los demás, Emperadores, Cónsules y Comandantes de Ejércitos acuden al sepulcro del Pescador y tejedor de redes."

De Carlomagno escribe Eginardo que, en el transcurso de cuarenta y siete años, visitó Roma impulsado por la devoción: "Carlomagno, en cuarenta y siete años, acudió cuatro veces a Roma para cumplir votos y orar."

El Pontífice Nicolás I, que vivió en el siglo IX, da amplio testimonio del flujo de fieles que acudían a Roma para venerar las reliquias del Apóstol Pedro. En su carta 9 al Emperador Miguel escribe: "Miles de hombres provenientes de todas las regiones de la tierra se encomiendan cada día a la protección y a la intercesión de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, y deciden permanecer junto a su Sepulcro hasta el fin de su vida, pues (además del hecho de que la Iglesia Católica, como vaso descendido del cielo, muestra a San Pedro todas las criaturas vivientes) también, por sí misma, la ciudad de los Romanos, en la cual se venera continuamente la presencia corporal de este mismo Apóstol, se reconoce como el vaso de todos los pueblos vivientes (aquellos que se entienden espiritualmente como criaturas humanas)."

5. En cuanto a nuestros Controversistas, quienes han defendido eficazmente contra los Herejes las devotas peregrinaciones a los lugares santos, o a las reglas establecidas por los Prelados de la Iglesia para dirigirlas adecuadamente y liberarlas de todos los inconvenientes, no pretendemos redactar un tratado o una disertación al respecto. Nos remitimos a lo escrito por Giona, Obispo de Orleans, autor del siglo IX, contra Claudio de Turín, enemigo de las sagradas imágenes y, por ende, también de las más devotas peregrinaciones. Nos remitimos asimismo al célebre discurso de Egidio Carlerio, deán de la Iglesia de Cambrai, pronunciado en Basilea contra los errores de Nicolás Taborita, impreso en el tomo 8 de los Actas de los Concilios de Arduíno, p. 1796 y siguientes, donde con profunda erudición desarma las objeciones de su adversario contra las devotas peregrinaciones; y a lo que se lee en el Concilio de Chalon-sur-Saône, celebrado en el año 813, cap. 45, y más extensamente en el Concilio de Bourges, celebrado en 1584, en el tomo 10 de la citada colección de Arduíno, p. 1466 y siguientes, donde se registran algunos cánones precisos para eliminar los inconvenientes en las sagradas y devotas peregrinaciones. A esto se suma lo recopilado con exactitud por Lorenzo Bochelli en los Decretos de la Iglesia Galicana (libro 4, título 14, De peregrinationibus).

6. Tampoco nos son desconocidos los dos opúsculos de San Gregorio Nacianceno, uno titulado De iis qui adeunt Hierosolymam y el otro dirigido a Eustasia, Ambrosia y Basilisa, incluidos en el tomo 3 de las Obras del Santo Doctor (París, 1638, p. 651). Sobre estos textos se apoyan aquellos que no comparten nuestra comunión para desacreditar e impugnar las devotas peregrinaciones. Mucho menos desconocemos la grave controversia existente entre los eruditos sobre la atribución de dichas obras a San Gregorio: una disputa en la que Lippomano, Baronio, Natale Alejandro, Tillemont y Ceillier opinan que estas obras pertenecen al Santo Doctor, aunque el Cardenal Belarmino lo pone en duda. Grester, con mucha autoridad y empeño, sostiene que son apócrifas, como puede leerse en las profundas y eruditas notas que publicó sobre estas obras, incluidas en el citado tomo 3 de las Obras de San Gregorio Nacianceno (p. 71 y ss.).

Sin embargo, nos parece razonable señalar que, incluso si estas obras fueran del Santo Doctor; incluso si en ellas, como es cierto, se exageran los inconvenientes que ocurrían en las peregrinaciones a Jerusalén; e incluso si, como también es cierto, se impugna vigorosamente la falsa máxima sostenida por algunos según la cual dichas peregrinaciones eran necesarias para la salvación eterna, que no podía alcanzarse sin ellas, esto no contradice en absoluto nuestra posición, ya que defendemos no la necesidad, sino la utilidad de dichas obras. No somos defensores de los inconvenientes, sino que, como se verá más adelante, procuramos señalarlos y proponer remedios. Además, no es necesario acoger con rigor absoluto las expresiones contundentes del Santo Doctor contra las peregrinaciones a Jerusalén, ya que es evidente que dichas expresiones se originaron en los frecuentes escándalos que ocurrían, y porque la opinión de un individuo, aunque sea un Doctor santo y muy celebrado, debe en todo caso ceder ante el sentir de la Iglesia y la opinión común contraria de otros, quienes cuentan entre las obras cristianas piadosas y devotas las sagradas peregrinaciones, siempre que se realicen en las debidas formas.

7. Esta invitación Nuestra incluye a los Obispos, Nuestros Venerables Hermanos, siempre que su salud física lo permita y que la atención a las almas confiadas a su cuidado no sufra por su ausencia. Recuerden que la mayoría de sus Predecesores, al menos aquellos que no estaban tan lejos de Roma, acudían cada año a la Ciudad Santa para celebrar junto con el Papa la fiesta de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, como se lee en las cartas 13 y 16 de San Paulino.

La invitación también se extiende a los Sacerdotes y demás miembros del Clero, siempre que acudan, como es debido, con las autorizaciones de sus Obispos. Esta norma no ha sido inventada por Nosotros, sino que es muy antigua, como se desprende de los Cánones 41 y 42 del Concilio de Laodicea, celebrado en el año 372, según consta en el tomo I de la Colección de Arduíno (pp. 789 y 790). Nuestra invitación incluye también a los religiosos, siempre que cuenten con las licencias correspondientes de sus Superiores, a quienes exhortamos a actuar con prudencia al concederlas.

Incluye asimismo a los laicos, siempre que emprendan el viaje tras haber consultado a su Párroco o Confesor. Este, al dar su consejo, deberá tener presente la regla común de los autores expuesta por Teófilo Raynaud en su tratado titulado Heteroclita spiritualia: "El peregrinaje —dice Raynaud— es una obra de supererogación y pertenece al culto voluntario, que no se relaciona con el ejercicio de virtudes cuando se practica por obligación. Así, el esposo, que está obligado por el vínculo matrimonial a estar unido a su esposa, pecará si, contra la oposición de su mujer, emprende un largo peregrinaje dejándola sola en casa. Por tanto, aunque la esposa consienta, el largo peregrinaje puede disminuir la culpa del marido únicamente si la ausencia no pone en peligro la virtud de alguno de los cónyuges. Según este principio, parecería anómalo el peregrinaje del padre de familia que, siendo necesario en casa para sostener a su familia y trabajando para el sustento de los suyos, decide aun así alejarse para visitar ahora un santuario, luego otro. Lo mismo ocurre con quien, estando agobiado por deudas y no teniendo otro modo de pagarlas que quedarse trabajando en algún lugar, decide aun así visitar los lugares santos" (T. Raynaud, Obras, tomo 15, n. 13, p. 217).

Es conocida por todos la indulgencia plenaria concedida por Urbano II en el Concilio de Clermont a quienes, asumiendo la Cruz, se unían a la milicia para recuperar Tierra Santa: "A cualquiera que, por pura devoción y no por deseo de honor o dinero, viaje a Jerusalén para liberar la Iglesia de Dios, ese camino le será reconocido como una severa penitencia." Así consta en el mencionado Concilio, celebrado en el año 1095, en el tomo 10 de los Concilios de Labbé.

Santo Tomás plantea la cuestión “Si el hombre puede tomar la Cruz cuando se sospecha de su intemperancia” y, siguiendo los principios anteriormente expuestos, concluye: "El hombre está obligado necesariamente a llevar la Cruz de su esposa, pues el hombre predomina sobre la mujer. Pero al recibir la Cruz para cruzar el mar, está sujeto a su propia voluntad. Por ello, si la esposa, por algún impedimento, no puede acompañarlo y se sospecha de su incontinencia, no debe exigírsele que tome la Cruz y abandone a su esposa. El caso es diferente si la esposa voluntariamente se compromete a la continencia o quiere y puede seguir a su esposo" (Quodlibet, 4, art. II).

Los devotos peregrinajes de Santa Elena a los lugares santos, narrados por San Ambrosio; de Eudocia, esposa de Teodosio el Joven, a Jerusalén, descritos por Sócrates; de Paula, noble romana, a Tierra Santa, relatados por San Jerónimo; de Santa Brígida a Compostela y Roma para visitar las tumbas de los Apóstoles Pedro y Pablo; y muchos otros ejemplos loables de mujeres de alto rango, así como de pobres y humildes, que Nosotros hemos observado durante nuestra prolongada estancia en Roma al servicio de la Sede Apostólica, Nos inducen a no excluir de esta invitación a las mujeres que no están obligadas a la clausura.

No obstante, añadimos a la invitación una advertencia que consideramos muy necesaria: aquellos encargados de velar por la buena conducta no deben omitir ninguna medida para prevenir los inconvenientes que puedan surgir debido a la edad de las peregrinas, la compañía durante su viaje, la mezcla con personas de otro sexo, y especialmente cuando estas, siendo casadas, no viajan en compañía de sus esposos o, en ausencia de estos, bajo la tutela de hermanos u otros parientes cuya relación elimine cualquier sospecha y garantice la debida protección.

8. Es nuestro deber exponer el motivo y la razón última de nuestra invitación, pero no podemos hacerlo de manera adecuada sin antes presentar algunas noticias extraídas de los Padres y otras de la Historia Eclesiástica.

San Juan Crisóstomo, en la Homilía 32 sobre la Epístola a los Romanos (tomo 9 de la edición citada, p. 757), declaró su aprecio por Roma y expresó que podía alabarla por su grandeza, antigüedad, belleza, la participación de su pueblo, riquezas y victorias obtenidas en la guerra: "Por estas razones —dice el Santo Doctor— amo a Roma, aunque puedo alabarla desde lejos: por su grandeza, antigüedad, la concurrencia de su pueblo, su poder, su riqueza y sus audaces hazañas guerreras."

Agregó que amaba y estimaba Roma, y que deseaba profundamente visitarla para venerar los sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo: "Pero dejando de lado todas estas virtudes, considero bienaventurada a esta Ciudad porque Pablo, en vida, escribió a los Romanos, los amó mucho, les habló personalmente y en Roma concluyó su vida. Por ello, esta ciudadanía ha ganado más fama que por cualquier otra cualidad. Y, como un cuerpo grande y robusto, la Urbe tiene dos ojos resplandecientes: los cuerpos de esos Santos. No brilla tanto el cielo cuando el sol emite sus rayos, como la Urbe de los Romanos que posee esos dos esplendores que iluminan todo el mundo."

El Santo Doctor prosiguió expresando su vivo deseo de rendir los debidos actos de veneración a los sepulcros de los dos Santos Apóstoles: "¿Quién me concederá ahora abrazar el cuerpo de Pablo, estrecharme a su sepulcro, ver el polvo de su Cuerpo (que faltaba a Cristo), el cual llevaba las heridas y difundía la predicación por todas partes?"

Y poco después añadió: *"Quisiera ver el sepulcro donde reposan las armas de la justicia, las armas de la luz, los miembros ahora vivientes, que estaban muertos cuando él vivía y en los que vivía Cristo; los miembros de Cristo que fueron crucificados para el mundo y que vestían a Cristo, templo del Espíritu, edificio santo, unidos al Espíritu, penetrados por el temor de Dios, que llevaban las marcas de Cristo. Este Cuerpo casi circunda con muros esa Ciudad y es más protector que cualquier torre e innumerables baluartes; y además, honró también el Cuerpo de Pedro, cuando aún vivía: ‘Sube’ —dijo— ‘a ver a Pedro’."

9. Siguiendo las huellas de San Juan Crisóstomo, diremos que esta Nuestra Ciudad de Roma es digna de ser vista por la grandeza de sus edificaciones y la suntuosidad de sus edificios. Sin embargo, estas cosas, o similares, no son el objeto de nuestra invitación.

Diremos que Roma debe ser principalmente alabada y admirada porque es la Sede de la Religión Católica y el centro de la unidad; en ella se observan las vivas señales de la idolatría extinguida, que durante mucho tiempo triunfó en ella.

Es bien conocido por los eruditos el planteamiento de Pietro Angelo Bargeo en su célebre carta De privatorum publicorumque aedificiorum Urbis Romae eversoribus, en la cual pretende demostrar que las suntuosas edificaciones de los Teatros, Termas, Templos y las innumerables estatuas de Ídolos no fueron destruidas por los Bárbaros, Godos, Vándalos y otras gentes similares, sino por los Romanos Pontífices, especialmente San Gregorio Magno, y los piadosos fieles empeñados en eliminar todo incentivo y memoria de la idolatría.

Sin embargo, independientemente de lo escrito por Bargeo, no han faltado en nuestros días quienes, con mucho esfuerzo, han compuesto un tratado sobre los vestigios paganos y profanos transportados para el uso y ornamento de las Iglesias. En él han enumerado detalladamente las Iglesias que aún hoy se ven en Roma, construidas sobre las ruinas de templos paganos.

Finalmente, diremos que nuestra invitación está dirigida a un peregrinaje religioso, a la devota visita de los Sepulcros de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo. Esta visita fue anhelada, como ya hemos mencionado, por San Juan Crisóstomo, quien suspiraba por llevarla a cabo, aunque nunca tuvo la oportunidad de realizarla.

10. Sin embargo, aquí no terminan los motivos de nuestra invitación. Es conocido por todos lo que sucedió en el año 1300, cuando surgió repentinamente un clamor público, difundido no solo en Roma sino también en muchas partes del mundo, afirmando que cada cien años habría una indulgencia plenaria y amplia para quienes visitaran los Sepulcros de los Apóstoles, y que precisamente en ese año 1300 se cumplía el centenario.

El Pontífice Bonifacio VIII, después de realizar diligentes investigaciones, promulgó la célebre Constitución que comienza con Antiquorum habet fida relatio, en la que concedió la indulgencia plenaria a quienes, estando arrepentidos y confesados, visitaran, si eran forasteros, quince veces (y siendo romanos, treinta veces) las Basílicas de los Santos Pedro y Pablo, y estableció que esta indulgencia plenaria se perpetuara cada cien años de la manera indicada.

Todo este acontecimiento fue fielmente relatado por Giacomo Gaetano, Diácono Cardenal de San Jorge en Velabro y sobrino del mismo Bonifacio VIII, en un texto publicado en el tomo 25 de la Bibliotheca Maxima Patrum (editada en Lyon, pp. 937 y ss.).

También es sabido que el término de cien años fue reducido a cincuenta por Clemente VI, a treinta y tres por Urbano VI, y a veinticinco por Pablo II, y que el mencionado Clemente VI añadió a la visita de las Basílicas de San Pedro y San Pablo la de la Basílica Lateranense; Urbano VI, además de las tres mencionadas, agregó la visita a una cuarta Basílica: la de Santa María la Mayor.

Nosotros, en Nuestra Constitución, nos hemos ajustado a la disciplina ya introducida, tanto en lo que respecta a las Iglesias que deben ser visitadas, como al número de visitas y las obras que deben realizarse para alcanzar el santo tesoro de la indulgencia plenaria. No hemos añadido más que la obligación de recibir la Sagrada Eucaristía. Este es el verdadero objeto de Nuestra invitación: el peregrinaje y las visitas a las Iglesias, así como cualquier otra obra sugerida, realizadas debidamente, no solo son convenientes, sino necesarias.

Dicho esto, empleamos las mismas palabras que Agostino Valerio, vigilante Obispo de la Iglesia de Verona y luego digno Cardenal de la Santa Iglesia Romana, dirigió en una Carta Pastoral en 1574 a todos los fieles de su Ciudad y Diócesis con motivo del Jubileo del Año Santo que al año siguiente fue celebrado por Gregorio XIII: "Hermanos, el Espíritu Santo os llama a Roma para el próximo año del Jubileo. Os invita el tesoro que se os propone. Yo os exhorto a todos a no faltar y a revestiros con la estola de la alegría, compañera perpetua de la buena conciencia, para que, al regresar de este santo viaje, santificados en este Año Santo, podáis servir al Señor Dios mejor de lo que lo habéis hecho hasta ahora."

11. Permitanos también utilizar las Cartas Pastorales de San Carlos Borromeo, ilustre Arzobispo de Milán, publicadas en lengua italiana para la comodidad de su pueblo. Una de ellas, del 10 de septiembre de 1574, un año antes del Jubileo celebrado por Gregorio XIII, dice así:

"Hijos amadísimos, no desaprovechéis la ocasión de tan gran ganancia espiritual. Os rogamos que no os privéis de tan grande bien por temor o respeto a un poco de fatiga corporal. Considerad vuestra diligencia y solicitud en los negocios y ganancias terrenales, para los cuales os exponéis a largos y peligrosos viajes, sin temer incomodidades ni espantaros de las fatigas que se presentan. Esforzaos por hacer por vuestra alma lo que hacéis por el cuerpo, pues para obtener la remisión de una deuda temporal, muchos de vosotros no dudaríais en emprender un viaje mayor que este, el cual os sirve para recibir la remisión de tantas deudas espirituales. Debéis, hijos amadísimos, por esta causa que tanto importa a vuestra alma, moveros con gran deseo y verdadera piedad cristiana a realizar este santo peregrinaje, para el cual os animará el ejemplo de la antigua devoción mostrada en el pasado por los fieles, pueblos y príncipes."

La otra Carta Pastoral fue publicada en 1576, el año siguiente al Jubileo celebrado en Roma, cuando, según costumbre, el Sumo Pontífice concedió la indulgencia en Milán a quienes no habían acudido a Roma el año anterior. Estas son las palabras del Santo:

"Sabéis cuánto deseamos, el año pasado, que ninguno de vosotros, por cualquier ocupación o impedimento, se excusara de realizar aquel santo viaje a Roma, sino que todos pudierais enriqueceros espiritualmente y hacer este especial reconocimiento hacia la Santa Iglesia Romana, nuestra común Madre, yendo en persona a recibir estas santas bendiciones Apostólicas y a visitar los Sagrados Cuerpos de los gloriosos Apóstoles San Pedro y San Pablo, y otras Santas Reliquias; visitar aquellas antiguas y devotas Iglesias, esa Tierra Santa, toda impregnada y consagrada con la sangre de innumerables Mártires. Allí, por esta y otras razones, por muchos misterios y devotísimos recuerdos, y por los favores especiales que Dios concede a ese lugar donde ha establecido para siempre la Cátedra de San Pedro, la infalibilidad de la Fe Católica y el magisterio de las costumbres cristianas, parece que la misma tierra, los muros sagrados, los altares, las Iglesias, los Cementerios de los Mártires y todo cuanto hay allí exhala una devoción particular que toca casi sensiblemente a quienes visitan esos lugares santos con la debida disposición. Por ello, os hemos exhortado muchas veces con palabras, animado con cartas e, incluso, invitado con el ejemplo de nuestro viaje, reconociendo como nuestro deber ir delante de vosotros y ser vuestra guía también en esta ocasión."

12. Pensábamos que aquí podría terminar esta Nuestra Carta Encíclica, pero reconocemos que estábamos equivocados. Los Padres del Concilio de Chalon-sur-Saône, celebrado en el año 813 (Colección de Arduíno, tomo 4, p. 1039, can. 45), mencionan algunos inconvenientes que ocurrieron en su tiempo y que, lamentablemente, aún hoy podrían repetirse:

"Aquellos que, con el pretexto de orar, se dirigen imprudentemente en peregrinación a Roma, Tours o algún otro lugar, cometen un grave error. Hay Presbíteros, Diáconos y otros pertenecientes al Clero que llevan una vida desordenada y piensan que con solo llegar a esos lugares se enmiendan de sus pecados y cumplen su ministerio. Asimismo, hay laicos que creen que pueden pecar impunemente o que ya han pecado, confiando en que la sola visita a los lugares santos los purgará de sus pecados."

Otros desórdenes ocurridos en siglos posteriores son mencionados por el Abad Alberto de Stade en su Crónica: "Difícilmente vi a algunos (o mejor dicho, nunca) que regresaran mejores, ya sea de tierras de ultramar o de los sepulcros de los Santos."

Los Padres de Chalon no omiten señalar un remedio. Estas son sus palabras: "Aquellos que confiesen sus pecados a los Sacerdotes de sus Parroquias y reciban de ellos el consejo de hacer penitencia, si insisten en orar, dar limosnas, mejorar su vida y regular sus costumbres, y desean visitar los sepulcros de los Apóstoles o de otros Santos, deben ser probados en todos los modos para comprobar su verdadera devoción."

El Abad de Stade también señala remedios: "Considero que esto ocurre porque los peregrinos no van ni regresan con la debida devoción; deberían partir con el mismo pensamiento como si estuvieran emigrando de esta vida."

Nosotros faltaríamos a Nuestro ministerio Apostólico si, conociendo tales ejemplos, no trabajáramos por eliminar todo mal y por establecer todo lo necesario para lograr los frutos de la indulgencia.

13. Como es sabido, entre la publicación de la Bula del Año Santo, que se realiza en Roma, y el inicio del Santo Jubileo, transcurren algunos meses, ya que la Puerta Santa, según el antiguo estilo, no se abre sino hasta la víspera de la Navidad del año anterior al Año Santo. No queremos que ese tiempo intermedio se pierda. Lo aprovechamos para organizar Misiones en varias partes de la Ciudad de Roma, cuya utilidad hemos tratado suficientemente en nuestros Edictos Pastorales publicados cuando residíamos en nuestra Iglesia Arzobispal de Bolonia, y que luego fueron traducidos y publicados también en latín.

Exhortamos a los Misioneros a explicar al pueblo, en forma de Catecismo, las verdades católicas sobre las santas Indulgencias y el Jubileo Universal, sin entrar en disputas particulares de teología polémica o moral. Al pueblo fiel debe bastarle con conocer bien cómo aprovechar el Sacramento de la Penitencia y cómo ser liberado de la culpa y de la pena eterna. Sin embargo, la pena temporal que debe cumplirse en esta vida o en el Purgatorio raramente, y no siempre, se remite, como lo establece el sagrado Concilio de Trento (can. 30 cap. 14, sess. 6), y en el can. 30 de esa misma Sesión, bajo el título De justificatione. Según este, en la Iglesia hay un inagotable tesoro compuesto por la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los Santos.

Jesucristo confió la administración de este tesoro a su Vicario en la tierra, el Romano Pontífice, quien puede aplicarlo de forma más restringida o amplia según causas justas y legítimas, en favor de los vivos mediante la absolución, o de los muertos mediante el sufragio, siempre que los primeros hayan eliminado, con penitencia, la culpa y la pena eterna, y los segundos hayan pasado de esta vida a la otra en la gracia del Señor. Esta aplicación, que llamamos Indulgencia, obtenida en las debidas formas, libera de la pena temporal en la medida en que sea concedida y aplicada por quien tiene autoridad para ello.

Esto se encuentra en las Constituciones de los Sumos Pontífices y en la famosa Decretal de nuestro Predecesor León X al Cardenal Tomás de Vio, conocido como Gaetano, cuando era Legado Apostólico en Alemania. En ella se afirma que el uso de las Indulgencias es muy útil para el pueblo cristiano, y por ello se debe condenar con anatema a quienes se atrevan a decir que son inútiles o que la Iglesia no tiene poder para concederlas, como declara el sagrado Concilio de Trento (sess. 25, Decreto De Indulgentiis).

Finalmente, la indulgencia del Año Santo, siendo una indulgencia plenaria, se distingue de otras indulgencias plenarias, incluso de las otorgadas en forma de Jubileo, por la mayor amplitud otorgada a los confesores para absolver pecados y aliviar, con la benignidad de las dispensas, algunos vínculos que a veces oprimen las conciencias.

14. Dejando de lado otras Constituciones Apostólicas de los Sumos Pontífices, bien conocidas por todos, citaremos la promulgada por León X:

"Por la presente Carta consideramos necesario decirte que la Iglesia Romana (a la que las demás Iglesias están obligadas a seguir como a una Madre) proclama que el Romano Pontífice, detentor de las llaves y sucesor de Pedro, Vicario en la tierra de Jesucristo, con el poder de las llaves que tienen la facultad de abrir el Reino de los Cielos, eliminando en los fieles de Cristo todo impedimento, esto es, la culpa y la pena debida por los pecados actuales: la culpa mediante el Sacramento de la Penitencia, y la pena temporal por los pecados actuales (deuda conforme a la justicia divina) mediante la Indulgencia Eclesiástica, puede, por razones razonables, conceder la Indulgencia a los mismos cristianos (quienes, por el vínculo de la caridad, son miembros de Cristo), ya sea que se encuentren en esta vida o en el Purgatorio, por la sobreabundancia de los méritos de Cristo y de los Santos, tanto en beneficio de los vivos como en pro de los difuntos. Con autoridad Apostólica, concediendo la Indulgencia, puede dispensar el tesoro de los méritos de Jesucristo y de los Santos; puede aplicar la Indulgencia en forma de absolución o transferirla a los difuntos en forma de sufragio. Por lo tanto, todos los vivos y difuntos que verdaderamente hayan obtenido todas las Indulgencias de este modo serán liberados de tanta pena temporal (debida por sus pecados actuales, según la justicia divina) como la concedida y adquirida Indulgencia equivalga. Por consiguiente, con autoridad Apostólica, decidimos que todos deben así proceder y predicar."

15. Esto puede ser suficiente para el pueblo, en cuanto a lo que debe saber sobre las indulgencias. Sin embargo, para que esté preparado para obtener su fruto, es necesario que los Misioneros vayan más allá. Animados por el celo apostólico, deben arremeter contra las corrupciones del siglo, que por desgracia son públicas y notorias, recordando las palabras de Isaías:

"Clama, no te detengas; alza tu voz como trompeta y anuncia a mi pueblo sus maldades y a la casa de Jacob sus pecados" (Is 58,1).

Deben predicar la necesidad de la penitencia y la pérdida irreparable del alma si no se arrepienten de sus pecados, teniendo presentes las palabras de Jesucristo en San Lucas: "Si no os arrepentís, pereceréis todos igualmente" (Lc 13,5).

Deben interceder ante la misericordia divina por quienes abandonen sus antiguos hábitos de vida y se forjen un corazón y un espíritu nuevos. Mantengan en mente las palabras del Señor en Ezequiel: "Convertíos y arrepentíos de todas vuestras iniquidades, y no tendréis pecado en la muerte. Rechazad las transgresiones en las que habéis caído y renovaos en el corazón y el espíritu, porque —dice el Señor Dios— no quiero la muerte del pecador; convertíos y vivid" (Ez 18,30-32); y: "Yo vivo —dice el Señor Dios— no quiero la muerte del impío, sino que el impío abandone su camino y viva" (Ez 33,11).

16. Desde la virtud de la penitencia, los Misioneros deben pasar al Sacramento, y con invitaciones fervorosas no deben cesar de instar a quienes los escuchan a prepararse para el Año Santo mediante una confesión fructuosa. Enséñese cómo hacerla bien; muéstrese la necesidad de confesar las faltas pasadas, y empréndase todo esfuerzo para inducir a quienes no consideran necesario confesar antiguas culpas a realizar una confesión general.

"No es necesario confesar una segunda vez los mismos pecados por obligación, pero consideramos saludable que se repita la confesión de los mismos pecados por vergüenza, que es una gran parte de la penitencia"; estas son palabras de nuestro Predecesor Benedicto XI en su decretal Inter cunctas, de privilegiis, incluidas entre las extravagantes comunes.

El gran San Carlos Borromeo, en sus advertencias a los confesores, que nuestro Predecesor hizo reimprimir en Roma como norma para los confesores, escribió: "Los confesores, según el carácter de cada persona y en el tiempo y lugar oportunos, deben exhortar a los penitentes a realizar una confesión general, de manera que a través de ella toda la vida pasada se presente ante sus ojos y con mayor diligencia regresen al Señor y se enmienden de todos los errores en que pudieron incurrir en confesiones anteriores."

17. Sobre la utilidad de las confesiones generales, también habla San Francisco de Sales en varios pasajes de sus Obras. Muy acorde con su dulzura es lo que se lee en una carta escrita a una dama viuda:

"Su padre me escribe; ya que me pide que le diga algo por la salud de su alma, lo hago con gran facilidad, quizá demasiada. Mi consejo se reduce a dos puntos: el primero, que haga una penitencia general. Esto es algo sin lo cual ningún hombre de honor debe morir. El segundo, que poco a poco se vaya desprendiendo de las pasiones del mundo" (tomo I, ed. parisina de 1669, p. 914, n. 6).

En la vida de San Vicente de Paúl, fundador de la Congregación de la Misión, escrita en italiano, se habla extensamente del fruto obtenido de las confesiones generales en las Misiones. Por ello, en las Reglas de dicho Instituto, aprobadas por la Santa Sede, entre otros ministerios se incluye el de las confesiones: "Convencer y recibir las confesiones generales de toda la vida pasada."

El Papa Urbano VIII, en su bula Salvatoris nostri, con la cual aprobó el Instituto de dicha Congregación, añadió sobre las confesiones generales: "Del gran éxito de estas se hace evidente que este piadoso Instituto es sumamente grato a Dios, muy útil para los hombres y absolutamente necesario; pues gracias a él, aunque desde hace poco tiempo, el raro uso de las confesiones sacramentales, incluso generales, y de la Santísima Eucaristía se ha hecho frecuente, por la gracia de Dios."

En cuanto a la preparación para el Año Santo, nuestro Predecesor Inocencio XII, en la Instrucción que publicó después de su proclamación, reflexionando sobre los defectos que pudieron haberse cometido en confesiones anteriores, exhortó con estas palabras a quienes pensaban venir a Roma para obtener la indulgencia: "Antes de partir, hagan una válida confesión general; exhórtese a practicarla en esta ocasión para suplir los defectos que quizá pudieron haberse cometido en confesiones pasadas."

Es una convicción común entre los directores de conciencias que la confesión general es muy útil, porque representa al hombre ante sí mismo para que se humille; produce un mayor horror al pecado; da nuevas fuerzas para superar las tentaciones; trae una suavísima paz y tranquilidad de conciencia, y suple lo que a veces pudo faltar en confesiones anteriores.

18. No ignoramos que, cuando se deben realizar confesiones simples y ordinarias, repetir confesiones hechas de manera deficiente o realizar confesiones generales, si estas no son recibidas e interpretadas por confesores que sean hombres virtuosos, expertos y bien formados en las auténticas máximas de la Iglesia, no se obtendrá el fruto que se desea profundamente. Durante todo el tiempo en que estuvimos al frente de la Iglesia arzobispal de Bolonia, nunca concedimos a nadie la facultad de confesar sin antes examinarlo nosotros mismos o hacer que otros lo examinaran en nuestra presencia, para asegurarnos de su competencia y moralidad. Además, nunca concedimos licencias ilimitadas para confesar, sino por un período breve, de modo que aquellos que ya habían sido examinados y aprobados tuvieran que someterse nuevamente a examen en nuestra presencia. Esto, aunque incómodo para los confesores, resultaba sumamente beneficioso para la salud espiritual de las almas.

Ahora, bajo el peso del grave encargo de la Iglesia universal, debemos confiar el examen de los confesores de esta Nuestra Ciudad de Roma a otras personas, en quienes confiamos que cumplirán con su deber y la diligencia necesaria. Sin embargo, una vez al año, cerca de la Cuaresma, no dejamos de expresar nuestras directrices a los predicadores y párrocos convocados en nuestra presencia, sobre todo aquello que consideramos oportuno y necesario para la salud de las almas. Ahora que se acerca el Año Santo, llamamos a todos los confesores a nuestra presencia: a ellos inculcamos, con todo el espíritu y energía que poseemos, las siguientes máximas.

19. La primera máxima: faltan a su deber y, más aún, incurren en un grave pecado de omisión aquellos que, sentándose en el tribunal de la penitencia, pronuncian la absolución inmediatamente después de escuchar la exposición de los pecados, sin comentario alguno. Esto contraviene gravemente la conducta de un médico experimentado, con quien se compara al confesor, ya que este debe aplicar vino y aceite sobre las heridas, investigando las circunstancias del pecado y del pecador para poder ofrecer un consejo adecuado que conduzca a la salud del alma.

"El sacerdote debe ser discreto y cauteloso, de modo que, como un médico experto, aplique aceite y vino sobre las heridas ajenas, investigando cuidadosamente las condiciones del pecador y del pecado, para comprender sabiamente qué consejo debe dar y qué remedio adoptar, probando diferentes maneras de sanar al enfermo"; son palabras de nuestro gran Predecesor Inocencio III, en el Concilio General de Letrán, capítulo Omnis utriusque sexus, De paenitentiis et remissionibus.

El Ritual Romano, confirmado por una Constitución Apostólica de otro de nuestros Predecesores, Pablo V, bajo el título De Sacramento Paenitentiae, coincide con esta enseñanza al declarar: "Si el penitente no ha declarado el número, la especie y las circunstancias de los pecados, debe ser interrogado con cautela por el sacerdote."

Si el confesor sabe que el penitente comete ciertos pecados de los que no se acusa, ya sea porque se engaña a sí mismo o porque cree erróneamente que al hacerlo no comete pecado, el confesor, quien tiene la obligación de preservar la integridad de la confesión, debe recordarle con amabilidad lo que ha omitido, corregirlo, advertirlo e inducirlo a una verdadera penitencia.

San Bernardino de Siena expresa lo siguiente al abordar la cuestión “Si el confesor está obligado a investigar diligentemente y examinar la conciencia del pecador”: "Debe hacerlo no solo respecto a aquello que el penitente omite por negligencia o vergüenza, sino también respecto a lo que omite por ignorancia."

San Bernardino añade: "Si los pecadores ignoran cosas que pertenecen a Dios, el confesor, al haber oído algo sobre el penitente o teniendo una conjetura fundada, debe recordárselo, ya que puede temerse que el penitente ignore por una ignorancia crasa que, según Guillermo, no es excusa; o porque no comprende que esa acción es pecado. De hecho, según Isidoro, el ignorante peca cada día y no lo sabe."

20. El tema es evidente también para los Teólogos, como puede verse en los escritos de aquellos que ciertamente no pueden ser considerados excesivamente rígidos. En este caso, no estamos hablando de algún jus positivo que haya dado lugar a un desorden conocido por el confesor pero ignorado por el penitente, y que, si se le notificara a este último, podría causar algún grave inconveniente. Más bien, se trata ahora de una ignorancia vencible, de acciones que cualquiera debería saber que son pecaminosas; de asuntos que, si son descuidados por el confesor, llevan al penitente a persistir en su comportamiento iniquo, y a los demás a escandalizarse o a considerar dichas acciones como indiferentes, dado que son practicadas con gran soltura por quienes frecuentan los Sacramentos de la Iglesia.

Los Teólogos coinciden en que el confesor está obligado a interrogar y advertir al penitente, sin preocuparse por el desagrado que pueda causarle con su amonestación, y confiando en que, si tal vez en ese momento la corrección no sea completamente efectiva, lo será en el futuro con la ayuda de Dios.

Entre los autores dominicos, seguidores de la doctrina de Santo Tomás, se pueden consultar a Soto (In quartum Sententiarum, dist. 18, qu. 2, tit. 4) y a Silvio (In tertiam partem D. Thomae, tomo 4, qu. 9, art. 2, quaest. 7). Entre los franciscanos, discípulos de Escoto, destaca el Cardenal de Laurea (In quartum librum Sententiarum, tomo 2, De Sacramento Paenitentiae, disp. 21, art. 3, n. 64 y ss.). Entre los Padres de la Compañía de Jesús, pueden consultarse a Suárez (In tertiam partem D. Thomae, disp. 32, sect. 3 y 4, tomo 4), Teófilo Raynaud (Heteroclita spiritualia, tomo 16, punt. 9, n. 4) y Gabriel Antonio (Tractatus de Paenitentia, art. 3, quaest. 3).

El Cardenal de Lugo (De Sacramento Paenitentiae, disp. 22, sess. 2) muestra un gran celo al condenar a los confesores de obispos y príncipes que no mencionan sus errores públicos. Sin embargo, estos confesores guardan silencio, no los amonestan y les conceden la absolución:

"Es necesario precisar qué debe decirse sobre la obligación de los confesores de prelados, príncipes, gobernantes y similares, cuando ven o saben que estos no cumplen realmente con sus deberes en relación con la acumulación de beneficios, la elección de ministros, el gobierno de sus súbditos, las limosnas que deben realizarse con los excedentes de las rentas eclesiásticas y otros asuntos similares. Es importante notar que rara vez son llamados al orden, porque su ignorancia al respecto no genera escándalo en los súbditos, quienes fácilmente consideran lícitas las acciones que ven realizar a prelados y príncipes, especialmente cuando no causan un daño evidente y común."

Por tanto, el confesor está regularmente obligado a advertir al penitente, sea quien sea, sobre su deber; y no cumple con su obligación absolviendo únicamente los pecados que el penitente confiesa, sino que asume sobre sí los pecados y errores que el penitente disimula: "Cuando un ciego guía a otro ciego, ambos caerán en el foso eterno."

En consecuencia, si el confesor teme la influencia del poderoso, no debe asumir el cargo de pastor, sino retirarse modestamente, reconociéndose incapaz de llevar tal responsabilidad.

Este sabio consejo del Cardenal de Lugo no debe restringirse únicamente a los confesores de obispos, prelados o príncipes, sino que, con igual razón, debe aplicarse a todos aquellos que escuchan a penitentes cuya vida pública está ligada a alguna ocasión próxima de pecado, ya sea en actos externos o, al menos, en deseos depravados y placeres caprichosos que marcan su vida y de los cuales no se acusan.

21. La segunda consideración es que ocurre con frecuencia que el confesor, en su ministerio de escuchar confesiones, se encuentre con algo dicho por el penitente que requiera un mayor examen. No debe adivinar, sino tomarse el tiempo necesario y buscar consejo antes de responder. Sería deseable que cada confesor destacara por poseer esa doctrina que llaman eminente; sin embargo, es absolutamente necesario que, al menos, tenga una doctrina competente y suficiente. Quizá no se pueda esperar más, dado que la teología moral abarca tantas cuestiones, muchas de las cuales dependen del conocimiento de los cánones y las constituciones apostólicas. Es moralmente imposible que un hombre tenga todo presente y pueda, como suele decirse, responder de inmediato a todo sin necesidad de recurrir a los libros, como hace aquel que posee solo una doctrina suficiente.

Esto lo advierte nuestro predecesor Inocencio IV en sus Comentarios (cap. Cum in cunctis, n. 2, tit. “De electione et electi potestate”), cuando escribe: "Consideramos excelso aquel saber que sabe discutir y definir cuestiones sutiles y encuentra respuestas inmediatas; es de inteligencia mediocre quien de alguna manera sabe examinar las cuestiones, aunque no sepa responder a todas, y aquel que sabe buscar en los libros aquellas verdades que está obligado a conocer pero que no tiene claras de inmediato."

Por ello, el confesor está obligado, en cuestiones dudosas o desconocidas para él, a recurrir a los libros. Pero no decimos nada nuevo al señalar que, entre el gran número de escritores, hay algunos cuyas opiniones y escritos están completamente alejados de la sencillez evangélica y de la doctrina de los Padres.

"Muchas opiniones tienden a relajar la disciplina cristiana y a dañar las almas, ya sea rescatando doctrinas antiguas, ya proponiendo otras nuevas, aumentando cada día más esa extrema laxitud de mentes disolutas, de modo que en cuestiones que afectan a la conciencia ha irrumpido una forma de pensar completamente ajena a la sencillez evangélica y a la doctrina de los Santos Padres. Si en la práctica los fieles siguieran esa laxitud como regla legítima, se produciría una vasta degradación de la vida cristiana"; estas son palabras de nuestro predecesor Alejandro VII, en su Decreto del 7 de septiembre de 1665.

Sin entrar en detalles ni en las inextricables cuestiones que podrían plantearse sobre el crédito que debe darse a los autores y sus doctrinas, nos limitaremos a decir que el buen confesor, en cuestiones dudosas, no debe confiar en su opinión personal. Antes de responder, no debe conformarse con consultar un solo libro, sino que debe consultar varios, y entre ellos los más respetables, para adoptar luego la decisión que considere más avalada por la razón y la autoridad.

Así lo expresamos en nuestra Encíclica sobre la usura (n. 143 en el tomo I de nuestro Bulario, par. 8): "No se apoyen demasiado en sus opiniones privadas, sino que antes de dar una respuesta examinen a varios autores entre los más respetados, y luego extraigan aquellos pasajes que consideren respaldados por la razón y la autoridad."

Reiteramos esto ahora, ya que esta máxima no debe restringirse únicamente al tema de la usura, sino que debe extenderse a todas las demás cuestiones relacionadas con el foro sacramental y las reglas de la conciencia.

22. La tercera consideración tiene siempre presente la máxima del venerable Cardenal Belarmino: "No habría tanta inclinación al pecado si no existiera tanta facilidad para absolverlo."

Así como las proposiciones condenadas por nuestros Predecesores, en particular por el Papa Inocencio XI el 2 de marzo de 1679, entre las cuales se encuentra la n. 60 y las tres siguientes, relativas a la decisión de conceder, negar o diferir la absolución.

"El sacerdote debe considerar atentamente cuándo y a quién conceder, negar o diferir la absolución, para no absolver a aquellos que son indignos de tal beneficio, como lo son quienes no muestran ningún signo de contrición, quienes no quieren abandonar el odio y la enemistad, quienes no están dispuestos a restituir, pudiendo hacerlo, los bienes ajenos, quienes no se apartan de una ocasión próxima de pecado y quienes no transforman su vida para mejorarla. No debe absolver a quienes han dado escándalo público si no realizan una enmienda pública y remueven el escándalo."

Estas no son palabras de rigoristas, sino del Ritual Romano.

Además, se advierte que al negar, diferir o conceder la absolución, los confesores no deben descuidar explicar a los penitentes, con la mayor delicadeza y caridad, las razones de su proceder, que está dirigido únicamente a la salvación de sus almas. Deben invitarlos a regresar y a realizar, antes de volver, aquello que es necesario para obtener posteriormente la absolución que se les ha negado o diferido.

Cuando concedan la absolución, especialmente a personas que se confiesan rara vez o que llegan al tribunal de la penitencia cargadas de pecados, los confesores no deben omitir amonestarlas y hacerles comprender el estado miserable en el que se han sumido por sus pecados, la vileza de estos, exhortándolas a un verdadero arrepentimiento y a un firme propósito de abstenerse de pecar en el futuro.

Las serias y sabias amonestaciones del confesor en el tribunal de la penitencia son más oportunas y beneficiosas que las predicaciones de los celosos oradores sagrados, ya que quien escucha estas últimas suele atribuir las fuertes invectivas a los demás y no a sí mismo, lo cual no ocurre con las amonestaciones del confesor, quien habla directamente al penitente tras haber escuchado sus culpas.

Si se argumentara que esto es impracticable debido a la gran multitud de penitentes, se responde con las célebres palabras de San Francisco Javier, recogidas por el Padre Turselino en su obra: "Consideraba que a los penitentes no se les debía un servicio apresurado, sino diligente, aconsejando que se prefieran pocas confesiones hechas debidamente antes que muchas realizadas de manera precipitada y descuidada" (Vita, cap. 17, n. 6).

23. La cuarta consideración se refiere a la última parte del Sacramento de la Penitencia: la satisfacción. Aunque la Santa Madre Iglesia, compadeciéndose de la fragilidad humana, ha suavizado el rigor antiguo y ha abandonado el uso de los antiguos Cánones Penitenciales, como se lee en los Canones Fraternitatis (dist. 34): "Esta época de decadencia, en la cual no solo las cualidades morales, sino también los cuerpos han decaído, no permite que persista una rigurosa censura sobre todo."

Esto, sin embargo, no significa que al imponer la satisfacción los confesores puedan actuar arbitrariamente, ya que están obligados también en esta materia a proceder con justicia, prudencia y equidad.

"Al asignar la penitencia, los sacerdotes no deben decidir nada según su propio criterio, sino que deben orientar todo conforme a la justicia, la prudencia y la piedad," como se lee en el Catecismo Romano para los párrocos, redactado por orden del Concilio de Trento y publicado por nuestro Predecesor San Pío V bajo el título De Paenitentia.

Esta saludable prescripción se encuentra en el capítulo 8, sesión 14: "Los sacerdotes del Señor, según lo dicten la inspiración y la prudencia, deben imponer penitencias saludables y adecuadas, conformes a la gravedad de las culpas y a la capacidad de los penitentes. Así, si por casualidad son complacientes con los mismos pecados y actúan con demasiada indulgencia hacia los penitentes, no se conviertan en cómplices de los pecados ajenos imponiendo una penitencia leve por culpas gravísimas. Presten atención, entonces, para que la penitencia impuesta no sea solo un remedio para una nueva vida y un medicamento para la enfermedad, sino también una mortificación y una venganza contra los pecados pasados. De hecho, las llaves de los sacerdotes no se han concedido solo para absolver, sino también para atar: esto es lo que creen y enseñan los antiguos Padres."

Para inducir a los penitentes a aceptar de buena voluntad la sanción que los confesores les impongan proporcionalmente a las culpas cometidas, puede ser útil que los confesores conozcan los antiguos Cánones Penitenciales. Esto no significa que hoy deban imponerse las satisfacciones que en el pasado se establecieron, sino que tal conocimiento sirve para hacer comprender la gravedad del pecado, de modo que los penitentes acepten con agrado la pena impuesta, aunque la consideren gravosa. Podrán comparar esta pena con aquella que les habría sido impuesta por los mismos pecados si hubieran vivido y se hubieran confesado en la época en que regían los Cánones Penitenciales, y no hubieran tenido la suerte de vivir en tiempos presentes, cuando la Iglesia ha concedido benevolentemente abandonar el rigor canónico antiguo.

Esta visión es compartida por muchos autores piadosos y doctos, recopilados por nosotros en nuestro Tractatus de Synodo (lib. 7, cap. 62), que no consideramos necesario repetir aquí.

Añadiremos únicamente que los penitentes actuales no son semejantes a la célebre Emperatriz Inés, quien, al visitar los sepulcros de los Santos Apóstoles, realizó su confesión general ante el Beato Cardenal Pedro Damián. Tras escucharla, el virtuoso y doctísimo confesor no consideró necesario imponerle ninguna penitencia adicional.

24. Este hecho es relatado por el mismo Beato Pedro Damián: "Para que aquellos que acuden a los sepulcros de los Apóstoles imiten con provecho el ejemplo de tu santa devoción, me hiciste sentar ante el Sagrado Altar, por arcano consejo del Beato Pedro, y, con lamentosos gemidos y amargos suspiros, comenzaste a relatar desde tu tierna infancia, a los cinco años, apenas destetada; y como si allí el Beato Apóstol estuviera presente en carne y hueso, todo lo que pudo estremecer las entrañas de tu humanidad, lo que de vano pasó por tus pensamientos, todo lo que pudo insinuarse en un discurso superfluo, fue expuesto con fidelidad. Por ello, me pareció que no debía imponer ningún otro peso de penitencia a quien se confiesa, sino repetirle el elogio del legado divino: ‘Haz como haces, obra como obras; no pondré sobre ti otra carga mientras conserves lo que tienes’ (Ap 2). De hecho, Dios me es testigo, no fijé ningún día de ayuno ni de aflicción alguna, sino que ordené que perseveraras únicamente en las santas obras emprendidas" (San Pedro Damián, Obras, opúsc. 56, tomo 3, cap. 5, ed. París, p. 432).

25. Por el contrario, hoy en día se encuentran aquí y allá pecadores (entre los cuales nos incluimos nosotros mismos y quizá otros de la época del Beato Pedro Damián) que, no solo en las confesiones generales, sino incluso en las ordinarias y frecuentes a lo largo del año, son culpables de pecados graves. Al acercarse al tribunal de la penitencia, merecen que se les impongan sanciones del peso y la importancia indicados por los cánones del Concilio de Trento, especialmente porque, viviendo como se vive hoy, poco o nada de bien se realiza. Incluso cuando están oprimidos por desgracias, los pecadores no las soportan con la debida paciencia. De este modo, permanecen sin el fruto de las oraciones de la Iglesia, que por boca del sacerdote en la misma confesión suplica al gran Dios:

"Cualquier cosa buena que hayas hecho o cualquier cosa mala que hayas soportado con paciencia, sea para ti motivo de remisión de pecados, aumento de la gracia y recompensa de la vida eterna."

26. Y así, venerable hermano, te hemos expuesto lo que estamos haciendo y disponiendo para que los habitantes de esta Nuestra Ciudad se preparen a disfrutar de los frutos espirituales del Año Santo. Te invitamos también a hacer lo mismo en tu ciudad y en tu diócesis, para que aquellos que emprendan el próximo año el sagrado peregrinaje hacia esta ciudad obtengan abundantemente los bienes celestiales.

Esto está en consonancia con lo establecido por el Concilio de Bourges en 1584 (can. 2, tomo 10, p. 1466 y ss.) de la Colección de Arduíno: "Sean preparados con una debida confesión de sus pecados y con el Sacramento de la Eucaristía aquellos que se dirigen en peregrinación a los lugares santos, antes de que emprendan el camino."

En esto coincide nuestro Predecesor Inocencio XII en la Indicción del Jubileo del año 1700, cuando sugirió, ante todo, una saludable expiación de los pecados y expresó: "Santificaos, hijos amadísimos, y ofreced vuestro corazón al Señor. Purificaos, sed limpios, apartad de los ojos de Dios el mal de vuestros pensamientos, y renovados en el espíritu de vuestra mente, insistid en las oraciones, practicad los ayunos, dad limosnas."

Y para que nadie crea que sus palabras se dirigían únicamente a quienes ya estaban en Roma, añadió providencialmente lo siguiente, que sin duda también se aplica a quienes aún no han partido de sus países pero piensan hacerlo y venir a Roma para el Año Santo: "Educados en la decencia de la vida cristiana y protegidos por la fortaleza de las virtudes, con piadosa diligencia del alma acercáos con confianza a esta santa Ciudad terrenal de Dios, como a un Trono de gracia, para que podáis obtener misericordia."

27. Si vienes a Roma, cuando tus responsabilidades pastorales lo permitan, confiamos con certeza en que, tanto en el viaje como en tu estancia en esta ciudad, tomarás como modelo la conducta que San Carlos Borromeo observó durante el viaje y en Roma, en ocasión del Año Santo de 1575. Todo ello está descrito por el Obispo de Novara en el libro 3 de la Vida y obras de San Carlos.

Si tus diocesanos parten de tu patria, como deseamos que lo hagan y como hemos sugerido anteriormente, esperamos fundadamente que los gobernantes de los lugares por donde pasen no tengan mucho de qué preocuparse, para evitar los males y desórdenes que en otros tiempos fueron causa de críticas contra los sagrados peregrinajes.

Una vez llegados a Roma, cuidaremos de que lleven una vida honesta y moderada, cumplan de manera ejemplar las obras prescritas, visiten las Basílicas y realicen los diversos actos de la penitencia cristiana.

Llamamos a Dios como testigo de nuestra ardentísima voluntad de que todos regresen a sus hogares edificados por la santa experiencia romana, firmes en la fe, fervorosos en la virtud y confirmados en la devoción a la Sede Apostólica. Esto fue lo que más deseó nuestro Predecesor y conciudadano Gregorio XIII durante la celebración del Año Santo, como se lee en sus Anales (lib. 3, cap. 24).

Con estas normas, que recomendamos con la ayuda de Dios y a quien confiamos todo el acontecimiento con humildísimas oraciones, tenemos la esperanza de que, al regresar a su patria, no estarán sujetos a la crítica que San Jerónimo dirigió a quienes venían del peregrinaje a Jerusalén en su epístola 58 Ad Paulinum (Obras, edición de Verona, tomo I, p. 318): "Es digno de elogio no el haber estado en Jerusalén, sino el haber vivido dignamente en Jerusalén."

28. Durante todo el año del Jubileo estarán disponibles en Roma los Penitenciarios y Confesores, como hemos mencionado, dotados de las facultades necesarias para escuchar confesiones, otorgar las debidas absoluciones y dispensas, tanto a los residentes de esta Ciudad como a quienes lleguen de fuera en busca de las riquezas espirituales del Año Santo. Al mismo tiempo, no faltarán los predicadores de la Palabra Divina. Nosotros mismos predicaremos, y otros designados por Nosotros lo harán con el mismo propósito. Sin embargo, se excluirán las controversias teológicas que sean exclusivamente académicas.

Cuando prediquemos, o cuando otros lo hagan en nuestro nombre, no dejaremos de explicar la importancia de la cláusula incluida en nuestra Bula: “A los fieles penitentes, y a cuantos confesados y nutridos con la Santa Comunión”. También demostraremos con hechos cuán infundada es la afirmación de quienes, viviendo fuera de la comunión católica, sostienen que la indulgencia debilita y anula la penitencia.

Para evitar mostrarnos excesivamente favorables a quienes califican nuestros razonamientos, y los que se harán por orden nuestra, de demasiado rigoristas, hemos decidido seguir el ejemplo del célebre Padre Bourdaloue de la Compañía de Jesús, quien, al inicio del Jubileo, expresó lo siguiente (Sermones, tomo 2, p. 517 y ss., segunda edición de París, 1709).

Cuando estábamos en Bolonia y publicábamos periódicamente nuestras Instrucciones (que luego se recopilaron en varios volúmenes y recientemente se tradujeron del italiano al latín en un solo volumen en formato folio), en la Instrucción 12 (tomo 3 de la edición italiana, la n. 53 en la edición latina), sin entrar en disputas teológicas, con ocasión de una indulgencia plenaria publicada por nuestro Predecesor Clemente XII, invitamos y exhortamos a nuestros diocesanos a añadir otras buenas obras y a realizar dignos frutos de penitencia. Les propusimos la célebre enseñanza del Venerable Cardenal Belarmino en su tratado De Indulgentiis (lib. I, cap. 12, § Ad tertium, tomo 2 de las Controversias): "Los virtuosos cristianos reciben las indulgencias pontificias de tal manera que, al mismo tiempo, procuran obtener los frutos dignos de la penitencia y reparar a Dios por sus pecados."

También les señalé lo que escribió el Cardenal Pallavicino en su Historia del Concilio de Trento (lib. 24, cap. 12, n. 6): "No es cierto que las indulgencias hagan que los cristianos sean negligentes en satisfacer a Dios por las culpas cometidas, ya que, al permanecer siempre inciertos sobre si la indulgencia ha sido efectivamente adquirida, muchos se sienten impulsados a asegurársela mediante un esfuerzo constante y renovado de obras saludables y penitenciales."

Además, las disposiciones necesarias para obtener indulgencias mediante el ejercicio de buenas obras aumentan la devoción y fomentan la realización de otras, como lo demuestra la experiencia cotidiana.

Bonifacio VIII prescribió la visita devota a las iglesias, 15 veces para los forasteros y 30 para los romanos, como requisito para obtener la indulgencia plenaria del Año Santo. Sin embargo, no omitió incluir en su célebre Antiquorum de paenitentiis et remissionibus: "Cada uno, sin embargo, merecerá más y obtendrá más eficazmente la indulgencia si visita las mismas basílicas más veces y con la máxima devoción."

Sin duda, esto constituye una invitación y exhortación similar a la nuestra: además de las obras prescritas, los cristianos deben esforzarse en añadir otras obras meritorias, conforme al espíritu de la Iglesia. Este mismo principio está presente en la antigua fórmula usada por nuestros predecesores y por Nosotros al impartir la solemne bendición al pueblo, tras la cual se concede la indulgencia plenaria. En esta se ruega a Dios no solo por la “perseverancia en las buenas obras, sino por un corazón siempre penitente”, es decir, un corazón siempre dispuesto a añadir nuevos actos de penitencia por los pecados ya cometidos, incluso si lícitamente puede creer que ha sido absuelto en el Sacramento de la Penitencia respecto a la culpa y la pena eterna, y liberado de la pena temporal por la eficacia de la indulgencia plenaria.

29. En las Vidas de nuestros Predecesores Zacarías y Pascual, según la traducción de Anastasio, se lee que cerca del Vaticano se habían construido algunos edificios donde se acogía y asistía a los peregrinos que venían a visitar los Sepulcros de los Apóstoles. Estos edificios fueron destruidos por desgracias y la injuria de los hombres. Sin embargo, la piedad de los romanos no ha dejado de abrir otros en diversos lugares de la ciudad, donde en todo tiempo, y especialmente durante el Año Santo, se recibe a los pobres peregrinos que llegan para visitar los Sepulcros de los Apóstoles y obtener las santas indulgencias. En estos lugares son bien tratados y guiados hacia las buenas obras por sacerdotes piadosos.

Esto es cuanto debíamos comunicarte. Con plena apertura de corazón impartimos a Ti y al rebaño confiado a tu cuidado la Bendición Apostólica.

Dado en Castel Gandolfo, el 26 de junio de 1749, noveno año de nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV