CUM ILLUD SEMPER


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

La Iglesia Católica siempre ha temido el peligro de que el cuidado de las almas y la custodia del rebaño del Señor se confíen a personas indignas y sin méritos sacerdotales; porque todo el organismo de la familia vacila si lo que se exige del cuerpo no se encuentra en la cabeza. Por ello, con sanciones canónicas y especialmente con los Decretos del sagrado Concilio de Trento, se ha provisto oportunamente que el gobierno de las Iglesias parroquiales se confíe a aquellos cuya vida, desde la niñez hasta la madurez, haya transcurrido en el servicio eclesiástico de tal modo que no sea lícito dudar de su promoción en comparación con otros, ni del voto favorable dado respecto a su doctrina, costumbres y constante actividad.

Poco a poco, sin embargo, ha prevalecido en muchos la opinión perjudicial de que los Decretos del Concilio de Trento no prescriben elegir al más digno, sino solo evitar confiar Iglesias parroquiales y otros Beneficios que conllevan el cuidado de las almas a personas indignas. Inocencio XI, de santa memoria, nuestro Predecesor, condenó como errónea y demasiado alejada de la verdadera y sincera intención de los Padres Conciliares tal opinión, y enseñó cómo se debe proceder con prudencia y diligencia al asignar un oficio pastoral.

1. Por lo tanto, siguiendo las indicaciones del Santo Sínodo, se ha establecido la práctica de que, cuando queda vacante una Iglesia parroquial que el Ordinario debe asignar libremente, se lleve a cabo un concurso en el cual se investigue la edad, costumbres, doctrina y capacidad de cada postulante; y luego el Obispo elija a quien considere más idóneo entre los demás.

2. Sin embargo, a veces puede suceder que, por interés, complacencia o un juicio menos justo, se prefiera a los menos dignos sobre los más dignos. Para evitar que haya algo irregular o poco claro en dicha elección, Pío V, de santa memoria, nuestro Predecesor, mediante la promulgación de una Constitución muy válida, quiso que quienes fueran injustamente rechazados en el concurso pudieran apelar al Metropolitano, al Obispo más cercano o, en algunos casos, a la Sede Apostólica, para someter a nuevo examen al elegido y reclamar, si tuvieran derecho, con un nuevo examen de méritos, la Iglesia que no fue legalmente asignada a otro. Y para evitar apelaciones fútiles, la Constitución dispuso oportunamente que dicha apelación solo se realizara "en condición devolutiva", sin suspender ni retrasar de ninguna manera la posesión de la Iglesia al elegido por el Obispo.

3. Estas leyes justísimas, promulgadas con el propósito de impedir que, en una materia de tanta importancia, se prefiriera a los ignorantes sobre los sabios, a los recién llegados sobre los veteranos, a los inexpertos sobre los expertos, han sido violadas por la astucia y la malicia de los hombres: el remedio se ha convertido en un arma para los descontentos. Muy a menudo, de hecho, los rechazados por el Ordinario, bajo el pretexto de la Constitución, solían recurrir fácilmente a la alternativa de la apelación y, con razones incluso poco legítimas, provocaban un nuevo examen a los elegidos por el Obispo. Los obligaban, después de haber abandonado la custodia del rebaño y la Iglesia, a emprender largos viajes, a soportar sacrificios interminables de esfuerzo, tiempo y dinero, y a defender la causa en segunda, tercera instancia y, en ocasiones, incluso más allá.

4. En verdad, también se ha comprobado por experiencia que los pleitos se resuelven luego con grave perjuicio para la justicia. De hecho, aquellos que se habían sometido al examen y, al no conocer las disposiciones legítimas, habían sido rechazados en el primer concurso, después, al alargarse el litigio, se dedicaban deliberada y apasionadamente a los estudios, mereciendo así ser preferidos a los demás; también se enfurecían profundamente contra el Obispo, juez de una aptitud adquirida, pero no de una por adquirir, por haber sido rechazados injustamente.

5. De aquí surgen quejas interminables por parte de personas respetables y garantes de la justicia. Para apaciguarlas, la Congregación Intérprete del Concilio de Trento dedicó todo cuidado y diligencia, y nos encargó, en nuestra calidad de Secretario, intentar, según nuestras capacidades, con un análisis posteriormente publicado, examinar a fondo este asunto, origen del mal presente, y buscar remedios adecuados para eliminarlo. En nuestra exposición, señalamos que, sobre todo, la práctica de realizar el examen oralmente y no por escrito estaba viciada, precisamente porque los elegidos para la cura de almas por el Ordinario Collador, convocados a un segundo examen ante otro juez, no podían defender su derecho de legítima colación con el testimonio claro de su idoneidad ya probada. Todo el asunto parecía depender del resultado de un nuevo examen realizado ante un juez de apelación completamente ajeno a los hechos. En consecuencia, con grave perjuicio de la justicia, se había admitido en el Foro [eclesiástico] la opinión de que era posible recurrir a otro juez sin presentar ningún documento que demostrara una desaprobación no merecida. Este método estaba demasiado alejado del espíritu de los sagrados Cánones; por lo tanto, consideramos que se podría remediar esta mala práctica, primero estableciendo una forma segura y adecuada de examen, luego documentando por escrito las preguntas formuladas a los examinados y sus respectivas respuestas, así como todo el desarrollo del proceso, y finalmente entregando al juez de apelación los actos íntegros de todo el concurso.

6. La norma que propusimos no solo encontró el consenso de la Congregación, que la aprobó en la sesión del 16 de noviembre de 1720, sino también el juicio positivo del Pontífice Clemente XI, insigne garante y defensor de la disciplina eclesiástica. Y para que los Ordinarios implementaran dichas disposiciones con la diligencia y la filial obediencia que merecen, fueron redactadas oportunamente de nuestra mano en forma de Carta el 10 de enero de 1721, y aprobadas con el consentimiento y respuesta del mismo Pontífice. Aunque su contenido ya había sido publicado e incluido en el Bullarium del citado Clemente, nuestro Predecesor, hemos considerado oportuno reproducirlo aquí.

7. Reverendísimo Señor como Hermano. Para que el gobierno de las Iglesias parroquiales fuera confiado a personas más dignas, el santo Concilio de Trento en su sesión 24, cap. 18, dispuso —como es sabido— que se convocara y celebrara un concurso, y que entre los postulantes, una vez examinados y aprobados por el Obispo o su Vicario General y por al menos tres examinadores, el Obispo eligiera a quien, por su edad, costumbres, doctrina, prudencia y demás cualidades necesarias y adecuadas para el gobierno de la Iglesia vacante, juzgara más digno y apto que los demás. Pío V, santísimo Pontífice tanto de nombre como de hecho, añadió que, en caso de que el Obispo eligiera a uno menos apto, postergando a otros más idóneos, estos podrían recurrir contra dicha elección perjudicial ante el Metropolitano o, si el elector fuera el mismo Metropolitano o un exento, ante el Ordinario más cercano como Delegado de la Sede Apostólica, o de otro modo ante la misma Sede Apostólica, convocando al elegido a un nuevo examen ante el mismo juez de apelación y sus examinadores, con la precaución, sin embargo, de que la apelación debía ser no en condición suspensiva, sino en condición devolutiva, como se explica más ampliamente en su trigésima tercera Constitución. Y concluyó que, una vez constatado y revocado el juicio irrazonable del elector, la Iglesia parroquial fuera confiada al más idóneo.

Cuando ni con decreto del Concilio ni con una Bula del Pontífice se lograra proponer un sistema o método cierto y particular para realizar el examen, sería difícil expresar cuántas formas diferentes de exámenes surgirían, así como otras en otras partes, dando lugar así a innumerables quejas.

En efecto, en algunas regiones, al no haberse planteado a todos los concursantes las mismas preguntas y los mismos casos, siempre había quienes, dentro o fuera del lugar, se quejaban, alegando que a ellos, siendo rechazados, se les habían asignado las cuestiones más difíciles, mientras que al elegido las más fáciles. En otros lugares, aunque sí se propusieran las mismas cuestiones, ni estas ni las respuestas de los concursantes se registraban por escrito. Posteriormente sucedía, y no rara vez, que alguno de los rechazados, en virtud de la mencionada Bula, convocaba al elegido a un nuevo examen ante el juez de apelación y sus examinadores.

La Sagrada Congregación, considerando que la impugnación no podía probarse sino mediante un nuevo examen, estableció ya en 1603 que la convocatoria para un nuevo examen debía aceptarse, aunque la impugnación aún no estuviera probada, ya que las pruebas solo eran necesarias en el juicio posterior. En dicho juicio, tras demostrarse mediante el nuevo examen del apelante la impugnación en cuanto a la doctrina, quedaba por probar su mayor capacidad respecto al elegido en las demás cualidades requeridas para gobernar la Iglesia, y esto para emitir un juicio sobre la mayor idoneidad de uno u otro para el gobierno de la parroquia. En efecto, no siempre el más docto es considerado o debe ser considerado el más apto o idóneo para el gobierno. Los autores de la Sagrada Congregación y los Tribunales elogiaron esta decisión.

Solo entonces, en otras diócesis, se extendió la práctica de proponer a todos los concursantes las mismas cuestiones y casos (para no dar oportunidad al Canciller de añadir, quitar o cambiar algo por iniciativa propia) y que los mismos concursantes escribieran de su puño y letra las preguntas y respuestas. Además, los Ordinarios que consideraban este método de examen como el mejor, solían consultar a la Congregación para determinar si, sin exigir previamente las pruebas de la impugnación, era o no procedente convocar al elegido a un nuevo examen solicitado por aquellos que, examinados y luego rechazados, apelaban. Esto porque, a partir de los actos del primer examen, podían fácilmente probar la impugnación sobre la doctrina; algo que, en cambio, quienes fueron examinados con un método diferente no podían hacer sin un segundo o nuevo examen.

Tampoco faltaron hombres ilustres por su honestidad y experiencia en una larga y encomiable administración de las Iglesias, quienes señalaron que era hora de poner un límite a los excesos de los apelantes y moderar las ya demasiado frecuentes convocatorias a un nuevo examen, que casi nunca se realizan sin causar graves perjuicios a las Iglesias. En efecto, cuando se debe realizar un nuevo examen ante un juez de apelación muy distante de la parroquia, el elegido por el Obispo, al ser convocado, se ve obligado durante todo ese tiempo a abandonar la parroquia, dejándola en manos de un Ecónomo o un Vicario, como una esposa confiada a desconocidos, mientras que él, el esposo, permanece lejos no momentáneamente, sino por largo tiempo. Esto se debe a que el litigio suele ser complejo y los exámenes, primero sobre la excelencia de la doctrina y luego sobre las demás cualidades necesarias para completar la idoneidad, se multiplican de manera puntillosa, tres o cuatro veces seguidas, prolongándose largamente, con comodidad, si no con ociosidad, antes de decidir a cuál de los concursantes adjudicar la parroquia.

Para eliminar tanto las quejas como las dificultades, la Sagrada Congregación Intérprete del Concilio de Trento, tras revisar todo el asunto desde el principio en dos sesiones, el 1 de octubre y el 16 de noviembre de 1720, reafirmó enérgicamente (lo que se pone en práctica mediante esta Carta Encíclica) que todos y cada uno de los Obispos y demás Prelados que tienen el derecho y la autoridad de organizar concursos, están exhortados a no rehusarse a establecer dicho examen, como ya se hace en muchas diócesis y en la misma Roma. También lo exige la Dataria Apostólica cuando, estando vacante la Sede, queda vacante también alguna parroquia cuya asignación corresponde a la Sede Apostólica, o cuando queda vacante alguna parroquia “iuxta Decretum” (según se dice), o cuando finalmente, al quedar vacante alguna Dignidad mayor en las Iglesias Colegiadas o Catedralicias, a la que está anexa la cura de almas, debe celebrarse un concurso que, como es sabido, debe remitirse a la Dataria Apostólica, según lo prescrito claramente en las Cartas que, por orden del Santísimo, proceden precisamente de la Dataria.

Por lo tanto, cuando quede vacante una Iglesia parroquial que deba ser asignada mediante concurso convocado con las fórmulas habituales, por decreto de la Sagrada Congregación se observará con firme resolución lo siguiente:

Primero: Se asignarán a todos los concursantes las mismas preguntas y casos, así como el mismo texto del Evangelio sobre el cual deberán redactar un breve fragmento de sermón para demostrar su capacidad de hablar ante una asamblea.

Segundo: Los casos y las preguntas a resolver serán dictados a todos al mismo tiempo, y el texto del Evangelio será entregado igualmente a todos en el mismo momento.

Tercero: Se establecerá el mismo plazo de tiempo para que todos resuelvan los casos, respondan a las preguntas y redacten el sermón.

Cuarto: Todos los concursantes serán encerrados en la misma sala, de la cual nadie podrá salir mientras escriben (pues se les permitirá a todos escribir), ni podrá entrar nadie más hasta que hayan completado y entregado su escrito.

Quinto: Cada concursante deberá escribir y firmar de su puño y letra las respuestas y el sermón.

Sexto: Las respuestas deberán escribirse en latín, y el sermón en la lengua que se utiliza habitualmente con el pueblo.

Séptimo: Cada respuesta y cada sermón, cuando sean presentados por los concursantes, deberán ser firmados no solo por quien los escribió y por el Canciller del concurso, sino también por los examinadores y el Ordinario o su Vicario que participen en el concurso.

Una vez concluido el concurso conforme a esta fórmula y asignada la Iglesia parroquial a quien sea considerado más idóneo y más digno, no se admitirá apelación alguna contra un informe inexacto de los examinadores o contra un juicio irrazonable del Obispo, a menos que esta apelación se interponga dentro de los diez días siguientes a la asignación.

Si alguien apela dentro de este plazo y solicita que se remitan al juez de apelación los actos del concurso, deberán enviarse o bien los actos originales del concurso cerrados y sellados, o al menos una copia auténtica preparada por el Canciller del concurso y un segundo notario, y revisada ante el Vicario u otra autoridad eclesiástica constituida en dignidad, designada por el Ordinario, quien también se encargará de elegir al notario adicional. La copia será firmada por los examinadores sinodales que estuvieron presentes en el concurso.

Quien, habiendo sido examinado según lo dispuesto anteriormente, interponga una apelación contra un informe inexacto de los examinadores o contra un juicio injustificado del Obispo, y no consiga demostrar mediante estos actos o sus copias auténticas más que la impugnación respecto a la doctrina, solicitará en vano a la Sagrada Congregación la autorización para proceder a un nuevo examen.

Del mismo modo, quien se queje de ser cuestionado sobre otras cualidades y no logre demostrar, dentro del plazo estipulado y conforme a lo dicho anteriormente, su impugnación respecto al juicio irrazonable del Obispo, tampoco podrá seguir adelante en el juicio de apelación. Esto último solo será posible si demuestra, mediante los actos del primer concurso o al menos con testimonios y documentos extrajudiciales no triviales, la impugnación relativa a las demás cualidades.

Así lo consideró la Sagrada Congregación, y el Santísimo lo aprobó. No obstante, si algún Ordinario persiste en organizar los exámenes de manera distinta a lo aquí establecido, la Sagrada Congregación continuará, conforme a la costumbre anterior, otorgando a los apelantes cuestionados la convocatoria a un nuevo examen sin necesidad de probar previamente la impugnación.

Mientras tanto, para que el recuerdo de esta Carta no se pierda, la Sagrada Congregación ordena que sea conservada en la Cancillería de cada Ordinario. Al notificar a todos la firme voluntad de la Sagrada Congregación, invoco sobre su Excelencia toda bendición celestial.

Roma, hoy 10 de enero de 1721.

De su Excelencia, como Hermano, P.M. Cardenal Corradino, Prefecto P. Lambertini, Secretario

8. Cuánto ha beneficiado la saludable institución de las leyes antes mencionadas al asignar correctamente los oficios eclesiásticos, en la administración de la justicia, en la resolución de disensiones, en mantener a los Clérigos en su ministerio, lo hemos experimentado más que suficiente cuando personalmente abrazamos con amor paternal a nuestra Esposa, primero la Iglesia de Ancona, y luego la de Bolonia. Precisamente porque, fortalecidos por la ayuda de estas leyes, prepusimos a las parroquias y al cuidado de las almas a los más dignos. Y esto ocurrió, con la bendición del Señor, con un consenso tan grande de las almas, que nadie se ha lamentado nunca de que el premio de un puesto más elevado haya sido otorgado a una persona menos digna, ni que el gobierno de una Iglesia haya sido injustamente confiado a otro.

9. Pero, dado que por ciertos indicios sabemos que no ha sucedido lo mismo con otros Obispos, sino que, por el contrario, no faltan quienes, desviados por intereses privados, presumen a menudo evitar y refutar el juicio episcopal, Nosotros, solícitos de cumplir, como se debe, con nuestro oficio, pensamos que debíamos añadir algunas cosas a la citada Carta y explicar con mayor claridad otras que están expuestas como entre líneas y de manera concisa, para que todo se lleve a cabo rectamente y con orden.

10. Con pesar, por tanto, hemos sabido que en muchas Diócesis, aunque se ha aceptado la loable costumbre, que debe mantenerse firmemente, de redactar por escrito el examen de los aspirantes, sin embargo, los votos de los examinadores se centran únicamente en la destreza literaria y no se solicita su opinión sobre la edad, formación, seriedad, bondad de costumbres, prudencia de los Clérigos, sobre los oficios previamente desempeñados y, finalmente, si son capaces de ayudar con palabras y con el ejemplo a sus propias ovejas. Cuán alejada está esta práctica del camino indicado por el Concilio de Trento, lo comprenderá claramente quien reflexione sobre las siguientes palabras: “Realizado el examen, notifíquese quiénes han sido juzgados por ellos idóneos en costumbres, doctrina, prudencia y otras cualidades oportunas para gobernar la Iglesia vacante” (Conc. Trid., ses. 18, cap. 24, De Reformatione). Estando bien al tanto de ello, la Sagrada Congregación Intérprete del mismo Concilio declaró varias veces que los examinadores fallan en su deber si solo juzgan la doctrina y no investigan quiénes, entre los demás, son idóneos y recomendables por su bondad de costumbres, laboriosidad, respeto hacia la Iglesia y otras cualidades necesarias en su conjunto para ejercer el oficio de párroco.

11. Una vez terminado el examen, como es sabido por todos, los examinadores tienen únicamente la facultad de notificar quiénes han juzgado idóneos para gobernar la Iglesia, porque la elección del más digno está reservada únicamente al Obispo, como lo sancionó el Concilio de Trento con estas palabras: “De estos, el Obispo elegirá a quien juzgue más idóneo que los demás”. En el caso de que alguno de los Clérigos apele contra un informe inexacto de los examinadores, cuya única preocupación haya sido determinar la doctrina, sin haber realizado al mismo tiempo una investigación cuidadosa de las demás cualidades necesarias para el oficio de Pastor, el orden del juicio implicará, en consecuencia, que también el juez al que se recurra se limite únicamente a la investigación de la doctrina; lo que, no sin grave daño para las almas y ofensa a la justicia, llevará a que se confíe el gobierno de la Iglesia a quien tiene conocimientos de letras, aunque en lo demás sea menos apto e incluso, a veces, indigno; y que, por el contrario, se rechace a quien, aunque sea deficiente en doctrina, sobresale, sin embargo, en costumbres, seriedad, prudencia, buen nombre, servicio constante a la Iglesia y gran reputación de virtud.

12. Además, no parece que se haya avanzado mucho en extirpar los abusos, incluso cuando tanto el Obispo como los examinadores, con igual diligencia, hayan puesto todo esfuerzo en asignar con parecer unánime la Iglesia a una persona que, aunque inferior a otros en ciencia y letras, se distinga sin embargo por el conjunto de todas las demás cualidades. En efecto, el rechazado, confiando demasiado en su propia doctrina, no pocas veces primero apela contra el juicio irrazonable del Obispo y luego, tras haber llevado el caso ante el juez de apelación, se dedica por completo a adquirir aún más doctrina y a refutar la impugnación con argumentos de erudición, sin prestar nunca atención a las demás cualidades que se esperan en el apelante. Los vigilantes Pastores de las Iglesias deploran profundamente el resultado de tales apelaciones y sufren en su interior al ver que el gobierno de las parroquias se confía, como se ha dicho, a pastores doctos, pero no a pastores aptos.

13. Pero incluso si el juez de apelación diera (lo cual ocurre rara vez) tanta importancia a la ciencia como es debido y, con un examen más riguroso y detallado, quisiera indagar sobre los hábitos, la seriedad, la prudencia de las personas, sus ejemplos de virtud y, finalmente, sobre toda su vida pasada para evaluar si es adecuada para apacentar al rebaño, el apelante le presenta tal cantidad de testimonios recogidos intencionadamente, que el juez, revocando como irrazonable el juicio del Obispo, no duda en favorecer al apelante, respaldado por tantos y tan relevantes testimonios de probidad.

14. Por último, sucede a menudo, especialmente a los Obispos que, situados en lo alto, conocen las transgresiones de sus súbditos, que en los concursos los examinadores declaran apto por ciencia y costumbres a quien está profundamente marcado por un estigma de vicio o crimen, desconocido para todos excepto para el Obispo. Si el Obispo, por motivo justo, sin revelar el crimen, elige a otro de buena conducta, dejando en silencio al culpable, este inmediatamente, con una impugnación simulada, apela a un juez superior ignorante del crimen; así, mediante el habitual recurso de la apelación, es elevado a la dignidad pastoral quien no está en condiciones de cuidar del pueblo, sino de dañarlo, no de garantizar el gobierno, sino de empeorarlo.

15. Por tanto, para que los hombres de ánimo perverso no transformen el recurso de la apelación, instituido para defender la justicia, en un medio para defender la iniquidad, algunos tal vez considerarían óptimo abolir toda apelación y dejar la designación de los Rectores de las almas exclusivamente en manos de los Obispos, quienes rendirían cuentas de su actuar únicamente a Cristo Juez. En verdad, no podemos aprobar en absoluto esta tesis (que sería contraria al espíritu del Concilio de Trento), ya que tácitamente permite la apelación “en devolutivo” contra la relación inexacta de los examinadores, como parecen indicar estas palabras: “Ninguna devolución y ninguna apelación, incluso a la Sede Apostólica, o a los Legados de dicha Sede, Vicelegados o Nuncios, o a los Obispos, Metropolitanos, Primados o Patriarcas, podrá jamás suspender o impedir que la relación de los examinadores mencionados siga su curso”.

Esta decisión también está de acuerdo con la Constitución Piana, que admite la apelación “en devolutivo” contra el juicio irrazonable del Obispo.

16. Por lo tanto, para que en este asunto todo proceda de manera recta y ordenada, pensamos que es propio de Nuestro Oficio, Venerables Hermanos, prescribir aquellas normas que, por larga experiencia, hemos reconocido como válidas para formar a los Rectores de las almas, a fin de que puedan presidir y beneficiar al rebaño que les ha sido confiado.

I. El Obispo, al recibir la noticia de una Iglesia vacante, debe designar de inmediato un Vicario idóneo, según lo prescrito por el Concilio de Trento, asignándole, a su discreción, una parte adecuada de los ingresos para el sostenimiento de la Iglesia, hasta que se le designe un Rector.

II. Se debe anunciar públicamente la convocatoria del concurso, que deberá celebrarse en un plazo razonable fijado por el Obispo. En el anuncio, se advertirá clara y explícitamente a todos que deben presentar, dentro del plazo establecido, al Canciller Episcopal o a otra persona designada por el Obispo, pruebas, certificaciones judiciales y extrajudiciales y otros documentos similares libres de fraude. De lo contrario, una vez vencido el plazo, dichos documentos y otros de este tipo no serán aceptados bajo ninguna circunstancia.

III. En la fecha del concurso, se debe redactar por escrito y de manera resumida, por el Canciller, los méritos, cualidades y requisitos (como suelen llamarlos) de cada participante, extraídos con absoluta fidelidad de los certificados presentados en tiempo y forma. Una copia del resumen será entregada no solo al Obispo o al Vicario General que actúe en su lugar, sino también individualmente a todos los examinadores invitados al concurso, para que emitan su juicio tanto sobre la ciencia como sobre la vida, costumbres y otras cualidades necesarias para gobernar la Iglesia.

IV. El concurso se celebrará en la fecha fijada por el Obispo, observando cuidadosamente y en su totalidad la forma descrita en la Carta mencionada anteriormente y publicada en 1721. Todos los actos del concurso deben ser registrados de manera minuciosa, diligente y por escrito. Los examinadores, para emitir un juicio claro y suficientemente seguro, evaluarán cuidadosamente la habilidad de cada candidato para exponer y explicar verbalmente algún punto de la doctrina eclesiástica, ya sea extraído de los Santos Padres, del Sagrado Concilio de Trento o del Catecismo Romano. Del mismo modo, deberán analizar con igual diligencia las respuestas escritas proporcionadas a las preguntas planteadas, así como evaluar la capacidad de cada candidato para elaborar y expresar correctamente un pequeño sermón escrito, adaptado tanto al texto evangélico como al tema asignado. Los examinadores también deberán investigar con igual, si no mayor, atención las demás cualidades necesarias para el gobierno de las almas; indagarán sobre la bondad de las costumbres, la seriedad, la prudencia, la obediencia mostrada hasta ese momento hacia la Iglesia, los méritos adquiridos en otros cargos y el conjunto de otras virtudes que deben estar estrechamente relacionadas con la doctrina. Tras examinar todo en común, descartarán con su voto a los no aptos y notificarán al Obispo los nombres de los idóneos.

V. Una vez finalizado el concurso, el Obispo, o en su ausencia el Vicario General junto con al menos tres examinadores sinodales, entregará el formulario resumen de los requisitos al Canciller, para que lo queme o lo guarde en un lugar secreto junto con los actos del concurso, sin mostrarlo a nadie sin una orden del Obispo o de su Vicario General. Inmediatamente después, el Ordinario, en cuanto lo considere oportuno, elegirá entre los aprobados al más digno y no se retrasará su toma de posesión [de la Iglesia] por ningún pretexto de apelación o prohibición.

VI. Si alguno de los Clérigos apela contra un informe inexacto de los examinadores o contra el juicio irrazonable del Obispo, deberá presentar ante el juez de apelación los actos completos del concurso. El juez no podrá emitir sentencia sin haber revisado los actos y constatado la impugnación. Además, al dictar sentencia y resolver la impugnación, el juez deberá basarse únicamente en las pruebas contenidas en los actos, tanto en lo referente a la doctrina como a las demás cualidades. Dado que desde la convocatoria pública [del concurso] hasta el día del concurso hay tiempo suficiente para presentar cómodamente los certificados necesarios, referencias, requisitos y otros documentos pertinentes, ordenamos rigurosamente que dichos certificados, referencias, testimonios judiciales y extrajudiciales y todos los documentos obtenidos deliberadamente y, como se dice, presentados después del concurso, no sean tomados en consideración bajo ninguna circunstancia. Esto, a pesar de la Carta mencionada anteriormente, publicada por la Sagrada Congregación Intérprete del Concilio de Trento en 1721, a la cual derogamos en esta parte para los efectos de lo aquí dispuesto, permaneciendo en todo lo demás y con todo su contenido plenamente vigente.

VII. Si el Obispo, en lugar de asignar la Iglesia a uno u otro de los aprobados, la designa a alguien más idóneo por una razón que solo él conoce y que cree necesario notificar al juez de apelación para disipar la sospecha de una preferencia injusta, deberá informar al juez mediante una carta privada, recordando la ley del secreto inviolable. Que nadie atribuya esta práctica a nuestra cautela: deriva de los Decretos del Concilio de Trento. En efecto, en la sesión 24, capítulo 20, “De Reformatione”, se establece así: “Además, si alguien, en los casos previstos por el derecho, apelara, o se lamentara por alguna impugnación o, de otro modo, dentro del plazo de los dos años mencionados, recurriera a otro juez, está obligado a transferir al juez de apelación, a sus expensas, todos los actos realizados ante el Obispo, advirtiendo previamente al Obispo que, si algo le parece útil para la instrucción del caso, lo pueda notificar al juez de apelación” (Conc. Trid., sess. 24, cap. 20).

Y aunque razonablemente debemos temer que esta práctica, antaño en uso, de advertir al juez al que se ha apelado, haya caído hoy en desuso y desaparecido del Foro [eclesiástico], sin embargo, si el Obispo (como se ha dicho), por una razón conocida solo por él y no por los demás, pero que merece ser tenida en cuenta, ha asignado la Iglesia, deberá denunciar y manifestar esa razón al juez de apelación mediante una carta entregada en secreto. Deben saber también los jueces que las causas y razones presentadas por el Obispo deben ser custodiadas bajo la garantía de un secreto inviolable; y no debe subestimarse el testimonio de ese Pastor, al que la palabra divina le manda distinguir a sus ovejas. En efecto, no se puede creer fácilmente que los Obispos sean tan descuidados de su propia salvación y la de otros como para dejarse influir por la aversión o el favor, sin temor a la amenaza del juicio divino, y llegar a llamar, en desprecio de los sagrados Cánones, “mal al bien, bien al mal, oscuridad a la luz y luz a la oscuridad”.

Si el Obispo tiene sospechas sobre la conciencia del juez al que se ha recurrido en apelación y considera que no debe revelarle los puntos reservados de sus razones, deberá notificarlos mediante una carta secreta al Cardenal de la Sagrada Congregación del Concilio, Prefecto pro tempore, quien no carecerá ni de sabiduría ni de autoridad para inducir al juez a dar a la justicia el lugar que le corresponde.

17. Dado que también es conveniente por equidad resolver lo antes posible las causas de apelación, que a veces se vuelven interminables con gran perjuicio y daño para la Iglesia, cuando el juez de apelación haya emitido una sentencia completamente conforme a la preelección realizada por el Obispo, no se permita ningún nuevo recurso de apelación, sino que se actúe con autoridad para poner fin a la controversia. Si, en cambio, el juez de apelación se pronunciara de manera contraria al Ordinario, será lícito para el preelegido por el Obispo, que haya perdido la causa, recurrir a otro juez, manteniendo entretanto la posesión de la Iglesia parroquial. Finalmente, después de que el tercer juez haya dictado sentencia, para que las partes no sean sobrecargadas más allá del límite con esfuerzos y gastos, especialmente porque se trata del cuidado de almas, para el cual es perjudicial no contar con el apoyo de un Pastor estable, tendrá el derecho legítimo de gobernar la Iglesia quien cuente con dos sentencias favorables, y no se permitirá al eliminado ningún nuevo recurso de apelación.

18. En verdad, con estas normas, aunque no se haya abolido la apelación, consideramos que se ha provisto suficientemente a la disciplina eclesiástica. Queda una sola cosa: que los medios propuestos hasta ahora sean debidamente implementados, y que, con este fin, los Ordinarios de los Lugares no descuiden su vigilancia. Sería inadmisible que cada día se presentaran nuevas quejas ante la audiencia de nuestro Oficio Apostólico y que, para eliminar los abusos, se solicitaran nuevas leyes por parte de quienes descuidan y desprecian las que ya existen.

19. Por último, dado que, no pocas veces, es la Sede Apostólica quien confiere Iglesias parroquiales, Dignidades, Canonicatos y otros Beneficios a los que está anexo el cuidado de las almas, ya sea porque han quedado vacantes en los meses reservados, o por otros motivos han sido reservados a dicha Sede, Nosotros, siguiendo las huellas de Nuestros Predecesores, prescribimos y ordenamos que, en cualquiera de estos casos, el concurso sea convocado por el Obispo sin distinción alguna, y sin necesidad de permiso o licencia, y los Obispos sepan que esto se les ha otorgado con esta Nuestra Carta.

20. Una vez concluido el concurso, si se trata de Beneficios con Cura de almas "que están reservados solo por razón de meses", el Obispo elegirá entre los aprobados al más idóneo y lo comunicará a la Dataria sin transmitir los actos, a menos que la Dataria considere oportuno solicitarlos. Si, en cambio, dichos Beneficios con Cura de almas están reservados a la Santa Sede por algún motivo distinto al de los "meses apostólicos", en este caso, sin cambiar el uso antiguo, el Obispo se abstendrá de emitir el juicio del más digno y presentará espontáneamente a la Dataria los actos del concurso.

21. Sin embargo, será lícito para los Ordinarios, a su arbitrio, mediante cartas dirigidas al Datario, notificarle la persona que consideran más idónea para gobernar la Iglesia y advertirle si hubiera algún motivo oculto, y debidamente omitido en los actos, que impida a alguien obtener un Beneficio con Cura de almas. Nosotros mismos, desde esta Sede, Guía y Maestra de todos, enseñaremos con un claro ejemplo cómo se debe valorar el juicio episcopal y cómo honrar a Vosotros, llamados a participar en Nuestra solicitud, Venerables Hermanos, a quienes entretanto impartimos con gran afecto la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 14 de diciembre de 1742, tercer año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV