CUM RELIGIOSI AEQUE


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Patriarcas, Arzobispos y Obispos de Italia

Venerable Hermano, salud y Bendición Apostólica.

Nos ha sido informado por personas estudiosas y celosas del honor de Dios que sería de gran provecho que en nuestras Basílicas Patriarcales de San Juan de Letrán, San Pedro en el Vaticano y Santa María la Mayor se establecieran ministros que instruyeran a los penitentes, quienes, provenientes de la Dataria Apostólica, acuden a dichas tres Basílicas para cumplir en ellas las obras serviles y laboriosas que se les prescriben (y que deben cumplir antes de que se les conceda la Dispensa Matrimonial, la cual han venido a solicitar a Roma). Dichas instrucciones deberían limitarse a conducirlos a realizar una confesión fructuosa y a recibir dignamente el Sacramento del Altar (lo cual también les es prescrito por la Dataria, además de la visita a las siete Iglesias y la subida a la Escalera Santa).

Habiendo dado Nos las disposiciones oportunas al respecto, como consta en nuestra Carta Encíclica dirigida a los Cardenales Arciprestes de dichas tres Basílicas con fecha 18 de enero del presente año, y habiendo recibido claros informes del celo con el que algunos Canónigos y otros Eclesiásticos de dichas Basílicas se han dedicado infatigablemente a la ejecución de las órdenes dadas, ello nos ha causado una extraordinaria consolación y hemos dado de corazón las debidas gracias al Señor Dios, Autor de todo bien.

1. Sin embargo, nuestra consolación no ha sido completa, pues se nos ha informado que, durante los Catecismos que se están llevando a cabo para preparar a los Penitentes a la Confesión y la Comunión, se encuentran frecuentemente dispensandos ignorantes de los Misterios de la Fe, incluso de aquellos necesarios de modo imprescindible; por lo tanto, no pueden ser admitidos a los Sacramentos.

Aunque los mencionados ministros no dejan de ofrecer las instrucciones necesarias para remediar este gravísimo inconveniente, ello no evita que, además del esfuerzo y la fatiga que estos operarios del Evangelio consideran necesario e indispensable y que soportan gustosamente, tal situación cause amargura a los dispensandos. Estos, siendo pobres y viviendo de los frutos de su trabajo manual, desean ansiosamente regresar de Roma a sus patrias y contraer el matrimonio al que aspiran y por el cual emprendieron el viaje y se sometieron a esta pública y laboriosa penitencia.

2. Al principio de nuestro Pontificado enviamos una Carta Encíclica en la cual exhortamos al celo de nuestros Hermanos en la enseñanza de la Doctrina Cristiana en sus respectivas Diócesis. Hemos leído sus antiguos y nuevos Sínodos, y hemos comprobado que están llenos de exhortaciones e instrucciones, y que no carecen de lo necesario para la importantísima obra de enseñar la Doctrina Cristiana. Por tanto, declaramos de buena fe que estamos persuadidos de que entre ellos no hay nadie que haya fallado en esta materia respecto a su Ministerio Apostólico, y que la ignorancia detectada en algunos de sus diocesanos no se debe ni proviene de culpa o negligencia de su parte, sino de la resistencia de los súbditos a obedecer las órdenes de sus superiores, de no asistir a la Doctrina Cristiana, de acercarse pocas veces —o quizá nunca— a escuchar la palabra de Dios, de la incapacidad de algunos para aprender lo que se les enseña, o de haber asistido a la Doctrina Cristiana solo en los primeros años de su vida sin preocuparse después de acudir a lugares donde, en su edad adulta, podrían entender con mayor provecho lo que se les explicó en su niñez. Así, se reducen a una condición similar a la de quienes nunca han sido instruidos en la Doctrina Cristiana ni han asistido a ella en su niñez.

Todos estos desórdenes, que se han producido y se seguirán produciendo a pesar de las diligencias de nuestros dignos Hermanos, no nos eximen a Nos de la obligación de, con esta nuestra Carta Encíclica, exhortar nuevamente su celo, ni los eximen a ellos de continuar y redoblar sus esfuerzos en una materia de la cual depende la salvación eterna de las almas encomendadas a su cuidado.

3. Quizá ninguno entre vosotros, Venerables Hermanos, desconozca lo que hizo San Carlos Borromeo tanto en su vasta Diócesis de Milán como en toda la Provincia de la que era Metropolitano, para establecer una enseñanza fructífera de la Doctrina Cristiana. ¡Cuántos y cuáles fueron los esfuerzos que soportó para fundar este santo instituto! Cuando se dio cuenta de que los trabajos realizados no habían producido el fruto deseado, no se desanimó, sino que añadió esfuerzos a esfuerzos, como se aprende de su quinto Concilio de Milán: “Nos multam hactenus diligentiam adhibuimus, ut omnes et singuli Christifideles in Fidei Christianae rudimentorum institutione erudirentur; sed cum parum Nos hucusque profecisse tanta in re cognoverimus, negotii, periculique magnitudine adducti, haec praeterea decernimus.”

A aquel gran y santísimo Prelado le bastó saber que era necesario añadir más esfuerzos a los ya realizados para trabajar en el futuro, del mismo modo que al Rey de los Asirios le bastó recibir la noticia de que las gentes desconocían los preceptos de Dios: "Nuntiatumque est Regi Assyriorum, et dictum: gentes, quas transtulisti et habitare fecisti in Civitatibus Samariae, ignorant legitima Dei Terrae", para enviar de inmediato a un Sacerdote que enseñara a esos pueblos los preceptos de Dios: "Praecepit autem Rex Assyriorum dicens: ducite illuc unum de Sacerdotibus, quos inde captivos abduxistis, et vadat et habitet cum eis, et doceat eos legitima Dei Terrae," como se lee en el libro 4 de los Reyes (2Re 17,27).

4. Siguiendo este práctico ejemplo de San Carlos Borromeo, y pese a los esfuerzos realizados por vosotros hasta ahora, os exhortamos, rogándoos por las entrañas de Jesucristo, a no desanimaros en la gran obra de la enseñanza de la Doctrina Cristiana. Haced que cada Párroco cumpla lo prescrito por el Sagrado Concilio de Trento y también por vuestros Sínodos: que se enseñe en días determinados la Doctrina Cristiana por parte de los Maestros y Maestras de las Escuelas; que los Confesores cumplan su deber cuando alguien se acerca a su Tribunal ignorando las cosas necesarias para salvarse; y que lo mismo se haga por parte de los Párrocos antes de unir en Matrimonio a quienes desean casarse.

Inculcad a los Padres de Familia y a los dueños de casas la obligación de instruir y hacer instruir a sus hijos y a los miembros de su hogar en la Doctrina Cristiana. En las Diócesis donde ya se ha introducido esta disciplina, que continúe; donde no se ha introducido, que se implemente: antes o después de la Misa Parroquial, que el mismo Párroco recite en voz alta los Actos de Fe, Esperanza y Caridad, bien formulados, repitiendo el Pueblo las palabras del Párroco.

No se descuide el cumplimiento de la obligación que tiene el Párroco, si no de predicar en los días festivos, al menos de explicar desde el Altar el Evangelio al Pueblo, instruyéndolo en los Misterios principales de nuestra Santa Religión, en los preceptos de Dios y de la Iglesia, y en cuanto es necesario para recibir dignamente los Sacramentos. Sigan los pasos de los Predicadores, a quienes se les dé la sana advertencia de unir la instrucción a la exhortación, pues los oyentes necesitan tanto una como otra.

Finalmente, el método para enseñar la Doctrina Cristiana a quienes están poco preparados es indicado por San Agustín (De Catechizandis Rudibus, cap. 10). Según él, es muy útil el método de interrogaciones familiares tras la explicación: mediante la interrogación se comprueba si quien es catequizado comprende, y según su respuesta, se decide si es necesario hablar con mayor claridad o profundizar en lo ya conocido: "Interrogatione quaerendum est, utrum is, qui catechizatur, intelligat; et agendum, pro eius responsione, ut aut planius, et enodatius loquamur, aut quae illis nota sunt, non explicemus latius, etc. Quod si nimis tardus est, misericorditer succurrendus est, breviterque ea, quae maxime necessaria sunt, ipsi potissimum inculcanda.”

Estamos seguros de que por vuestra parte haréis más de lo que os indicamos con esta nuestra Carta Encíclica. Mientras tanto, con plenitud de corazón, impartimos a vosotros, Venerables Hermanos, y a vuestro rebaño, la Bendición Apostólica.

Dado en Castel Gandolfo, el día 26 de junio de 1754, año decimocuarto de nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV