ETSI MINIME


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

Aunque no albergamos ninguna duda de que todos aquellos a quienes se les ha confiado el cuidado de las almas, y especialmente vosotros, Venerables Hermanos, elevados al oficio del Apostolado y establecidos por Dios en la dignidad prelaticia, dirigís vuestra primera preocupación a que el pueblo cristiano, nutrido de forma saludable con los rudimentos de la Fe en el pasto de la doctrina celestial, sea encaminado felizmente por la senda de los preceptos del Señor, siguiendo vuestro ejemplo como portadores de la antorcha, no podemos, sin embargo, eximirnos de exhortaros, con las palabras de Nuestra autoridad y de Nuestro amor paternal, a promover con mayor celo la obra tan sacrosanta y saludable de la Doctrina Cristiana, eliminando los obstáculos que se oponen a la salvación de las almas.

1. Pero, dado que nos dirigimos a personas que conocen la ley y exhortamos a los prudentes Obispos de las Iglesias, a quienes no les falta ni piedad ni los recursos de las Sagradas Escrituras, consideramos superfluo reafirmar con múltiples argumentos que no es suficiente, para alcanzar la felicidad celestial, creer de manera confusa e indistinta los Misterios revelados por Dios y enseñados por la Iglesia Católica.

Esta doctrina celestial, transmitida por Dios y recibida mediante la escucha, debe ser acogida de la voz de un maestro legítimo y fiel, de tal modo que las verdades fundamentales sean explicadas individualmente y propuestas a los fieles como verdades que deben creer, unas por necesidad de medio y otras por necesidad de precepto.

Aunque afirmamos que se es justificado por medio de la Fe, siendo esta el principio y fundamento de la salvación para alcanzar finalmente la anhelada Ciudad futura, está igualmente claro que la sola Fe no es suficiente. Es necesario conocer el camino y mantenerse constantemente en él, es decir, los preceptos de Dios y de la Iglesia, las virtudes que deben cultivarse y los vicios que deben evitarse cuidadosamente.

2. Todo esto está contenido en los primeros rudimentos de la Fe Católica o, como suele decirse, en la Doctrina Cristiana, y es un deber específico de los Obispos asegurarse de que esta sea explicada en todas las Diócesis y en cada lugar de forma clara y metódica; no pueden, sin un tácito reproche de conciencia, descuidarla. Más bien deben consagrar a esta labor, tan necesaria, toda su atención y diligencia.

No pensamos que esta tarea esté asignada al Obispo de manera tan exclusiva como para exigir su presencia continua en la enseñanza de la Doctrina Cristiana, interrogando personalmente a los niños e ilustrando los Misterios de la Fe que profesamos. Sabemos bien que la carga del servicio apostólico pesa considerablemente sobre el compromiso de la cura pastoral. Lo comprendimos profundamente cuando presidimos primero la Iglesia de Ancona y luego la de Bolonia, cómo el Prelado, que desea cumplir plenamente su trabajo, está agitado por preocupaciones infinitas y diversas, como por oleajes.

Cumplirá este deber el Obispo que, incluso en tiempo distinto al de la Visita Pastoral, esté presente en alguna ocasión donde se transmita la sana doctrina al cristiano, interrogue a niños y niñas sobre lo escuchado y explique con sus palabras los Misterios de nuestra Religión. Un esfuerzo del Pastor que será grandemente útil al rebaño a él confiado, y su ejemplo alentará a otros a cultivar con todas sus fuerzas la viña del Señor de los ejércitos.

3. Este modo de ocuparse de la Iglesia fue definido casi como una ley, no solo por los antiguos, sino también por los más recientes Prelados inscritos en el catálogo de los Beatos, como Carlos Borromeo, Francisco de Sales, Toribio y Alejandro Sauli. Algunos de ellos (como atestiguan los escritos), al encontrarse ocupados y obstaculizados por tareas más graves, al no poder cumplirlo personalmente, asignaban este grave deber a un Vicario elegido entre los Canónigos o entre los Sacerdotes para que, haciéndose cargo de este ministerio pastoral, educara a los adolescentes en las verdades fundamentales de la Fe y en los deberes de la Religión.

4. Por lo tanto, será importantísimo y sumamente útil para el crecimiento espiritual de las almas el ejemplo del Obispo, si, como hemos dicho anteriormente, lo cumple en todas las parroquias, en todo tiempo y especialmente durante sus recorridos por la Diócesis.

Sin embargo, como cualquiera puede imaginar, sus fuerzas no son suficientes para socorrerlo en todo. Por ello, para alcanzar el objetivo, es necesario que procure con la máxima diligencia que, en aquellos que ha elegido como sus Vicarios para una tarea tan loable y meritoria, no falten el celo y la dedicación.

5. Dos son, ante todo, las obligaciones que el Concilio de Trento impone a quienes tienen el cuidado de las almas. La primera consiste en que, en los días festivos, prediquen el sermón sobre las cosas divinas; la segunda, que instruyan en los rudimentos de la Fe a los niños y a todos aquellos que ignoran la Ley Divina.

Si, en los días establecidos, los párrocos pronuncian la debida homilía, que no aturda los oídos con persuasivas palabras de sabiduría humana, sino que con palabras adecuadas a la capacidad de los oyentes infunda el Espíritu en sus corazones; si anuncian un Misterio, especialmente en el tiempo en que la Iglesia lo recuerda, sembrando aquello que incita a la virtud y rechaza los vicios, sobre todo los más graves que afectan al pueblo con mayor deshonra; si, en estos mismos días, alimentan a los niños como a recién nacidos con la leche de la Doctrina, interrogándolos uno a uno, resolviendo sus dudas e incertidumbres; si finalmente, siguiendo el ejemplo del Apóstol, se dedican a la lectura, la exhortación y la enseñanza, para que el creyente sea perfecto e instruido en toda buena obra, es lícito creer que el resultado será conforme a las expectativas y podrá surgir fácilmente un pueblo agradable a Dios y trabajador del bien.

6. También está ampliamente demostrado por la experiencia que el esfuerzo del párroco por sí solo no es suficiente, ya que uno solo no puede enseñar a todos donde el número supera la capacidad del maestro. Sin embargo, nunca carecerá de los remedios adecuados el Obispo que se dedique con todo el corazón y el celo al bien de la Iglesia que le ha sido confiada. Puede, de hecho, recurrir a quienes se acercan a la Tonsura, a quienes aspiran a la dignidad del Sacerdocio ascendiendo los grados de las Órdenes Menores y Mayores, y, finalmente, a aquellos que buscan obtener beneficios eclesiásticos. El Obispo les recordará, con palabras autoritarias y firmes (y los hechos deben corresponder a las palabras), que nunca consentirá la Tonsura, una vez alcanzada la debida edad, ni el conferimiento de las Órdenes Menores, y menos aún de las Mayores, a quienes hayan descuidado demostrar su disponibilidad a los párrocos para enseñar la Doctrina Cristiana.

Distribuya, pues, a todos estos clérigos entre las distintas parroquias de su Ciudad y Diócesis, asignando también a algunos a iglesias determinadas. Hágales saber, garantizando la promesa, que en el otorgamiento de parroquias y otros beneficios, conforme a derecho, se tendrá en cuenta el celo y la diligencia demostrados por los clérigos en esta labor. De este modo, será evidente que la tarea de enseñar no ha sido encomendada exclusivamente al responsable de la Diócesis, sino que muchos deben estar disponibles para contribuir conjuntamente a cumplir con esta labor.

7. A todo esto se suma que, con las Sagradas Constituciones Apostólicas, y especialmente con la séptima de León X, nuestro predecesor de feliz memoria, se han dado disposiciones oportunas para que, tanto los maestros de escuela al enseñar a sus alumnos como las mujeres piadosas a las jóvenes (bajo la presión del Obispo), los alimenten y fortalezcan con la sana y pura doctrina, como si fuera un alimento vital.

También está establecido que el mismo Obispo puede y debe recomendar con gran firmeza a los predicadores sagrados que, durante el sermón, inculquen en los oídos y en las almas de los padres la importancia de instruir a sus hijos en las verdades de nuestra Religión. Si no están capacitados para hacerlo, será necesario que los hijos sean llevados a la Iglesia, donde se expliquen los Preceptos de la Ley Divina.

En muchos lugares (y donde no exista esta práctica, debería instaurarse) ha arraigado la piadosa y loable costumbre de que los laicos, tanto hombres como mujeres, presten su colaboración al párroco en esta labor, dedicándose al servicio de la enseñanza cristiana. Escuchan a los niños y a las jóvenes recitar de memoria el Padre Nuestro, el Ave María, el Credo de los Apóstoles y otras oraciones.

En otras localidades, se han constituido Congregaciones con el propósito de enseñar la Doctrina Cristiana. Su institución ha sido justamente alabada por Pío V, de santa memoria, en su Constitución que comienza con las palabras Ex debito, exhortando a su propagación en todas las Diócesis con el mayor empeño.

Todas estas iniciativas dirigidas a este mismo propósito, si son valoradas cuidadosamente, darán a todos la certeza de que, aunque el número de trabajadores sea escaso en comparación con la abundancia de la mies, no faltará quien reparta el pan a los niños que lo imploran.

8. También es sabido que no solo los niños y aquellos que se encuentran en edades más maduras yacen en la ignorancia de las cosas divinas, sino que también los hombres y los ancianos mismos son bastante ignorantes de la doctrina saludable, ya sea porque nunca la aprendieron o porque, habiéndola aprendido en tiempos lejanos, el olvido la borró gradualmente. A este mal también podrá remediar la diligencia providente de los Obispos, si sus colaboradores se proponen aplicar cuidadosamente los remedios preparados.

9. Volvamos nuestra atención a aquellos que están en su primera infancia: muchos piden ser admitidos a la Sagrada Eucaristía y a la Confirmación. Son pocos, en verdad, los que no muestran esta decidida voluntad, casi como si fuera un deseo irresistible. Por tanto, el Obispo debe amonestar a los párrocos y ordenarles con vigor que no admitan al Sacramento de la Eucaristía ni entreguen la llamada ficha de Confirmación a quienes no conocen los fundamentos de la Fe y la Doctrina ni el valor y la fuerza del Sacramento. De este modo, parece que se podrá atender adecuadamente a la primera infancia.

10. Si hablamos de los adolescentes, dado que cada uno recibe de Dios su propio don, es bien sabido por experiencia que algunos se encaminan hacia la vida eclesiástica y otros hacia la vida secular.

De los primeros ya nos hemos ocupado al hablar de aquellos que desean ser admitidos a las Órdenes Sagradas. Solo parece necesario añadir que sería conveniente y de gran utilidad que, a los que se presenten para el examen, el Prelado les pregunte en primer lugar sobre la esencia contenida en la ciencia del cristiano. De hecho, la experiencia, maestra de verdad, ha demostrado que algunos de ellos, aunque adornados con un lenguaje latino elegante y puro, abundantemente instruidos en múltiples ciencias y buenos conocedores de todo lo relacionado con las Órdenes, al ser interrogados sobre la Doctrina Cristiana, respondieron de manera insatisfactoria y poco pertinente.

11. Si volvemos nuestra atención a quienes viven en el mundo, resulta evidente que la mayoría se orienta hacia el matrimonio. En verdad, no podrán contraer matrimonio si el párroco, como es su deber, descubre, mediante preguntas precisas, que el hombre y la mujer ignoran lo necesario para la salvación.

Difícilmente el Obispo podrá permitir que exista una ignorancia tan grande y funesta; debe exhortar a los pastores de almas a cumplir con su deber y, en caso de no hacerlo, castigar su negligencia.

12. Todos los hombres, de cualquier edad y condición social, acostumbran limpiar las manchas de su alma mediante el Sacramento de la Penitencia. Por tanto, el Obispo debe asegurarse de que el Sacerdote, al escuchar las confesiones, tenga como cierto e inmutable que no es válida la absolución sacramental impartida a quien no conoce lo indispensable por necesidad de medio, y que los hombres no pueden ser reconciliados con Dios mediante este Sacramento si antes, disipadas las tinieblas de la ignorancia, no son conducidos al conocimiento de la Fe.

Asimismo, el Confesor debe saber que la absolución debe posponerse para otro momento si el penitente, por su culpa, desconoce lo que es necesario por necesidad de precepto. En este caso, el penitente podrá ser absuelto si se reconoce culpable de esta ignorancia no insuperable, pide perdón a Dios y promete sinceramente al Confesor esforzarse, con la ayuda de Dios, por aprender también lo que es necesario por necesidad de precepto.

13. Si los Pastores se proponen este método para la formación del pueblo cristiano, si consideran que sus consejos, esfuerzos e intenciones deben ajustarse al método propuesto, es lícito esperar que el rebaño, con Fe y obras, pueda progresar en el tiempo hasta convertirse en morada de Dios en el Espíritu Santo.

Pero dado que se trata de algo de suma importancia y que ninguna otra cosa ha sido instituida más útil para la gloria de Dios y la salvación de las almas, nadie debe sorprenderse de que continuamente se interpongan numerosos obstáculos.

14. A veces hay pequeñas y humildes Iglesias situadas en el campo, algunas cerca y otras muy lejos de la Iglesia Parroquial, a las que los padres de familia se dirigen con sus hijos en los días festivos para escuchar al Sacerdote celebrar los Sagrados Misterios. Esto implica que casi nunca están presentes en su Parroquia y no pueden escuchar ninguna enseñanza sobre los Misterios de la Fe, los Preceptos y los Sacramentos.

A este mal debe atender el Obispo con todo el peso de su autoridad. En primer lugar, respecto a las pequeñas Iglesias cercanas a la Parroquial, mediante una ley precisa debe impedir que se celebre Misa en ellas antes de que el Párroco haya celebrado la suya, haya pronunciado el sermón y haya cumplido con los demás compromisos de su oficio. De este modo, la Iglesia Parroquial será frecuentada por una multitud de fieles que acudirán a ella.

En cuanto a las pequeñas Iglesias situadas lejos de la Parroquial, dado que resulta muy difícil, por la distancia de los lugares, que los parroquianos, evitando la Iglesia más cercana, puedan realizar un largo y arduo camino, especialmente durante el invierno cuando los ríos desbordan, para llegar a la Parroquial y asistir allí a los Oficios divinos, el Obispo debe decretar, bajo graves penas, que los Sacerdotes encargados de esas Iglesias transmitan al pueblo los puntos fundamentales de la Doctrina Cristiana e ilustren la Ley Divina.

Sin embargo, el párroco debe ser advertido de que no confíe demasiado en el trabajo ajeno, sino que se asegure personalmente de cómo están las cosas cuando sea necesario administrar los Sacramentos de la Eucaristía y la Confirmación a los niños y cuando otros soliciten el Sacramento del Matrimonio.

15. También las ciudades presentan inconvenientes específicos. Sucede a menudo que en ciertas iglesias, especialmente en las de los Regulares, se celebran festividades con rito solemne y una gran concurrencia de fieles. Por ello, si en la iglesia parroquial el catecismo se imparte temprano por la mañana o inmediatamente después del almuerzo, serán pocos o ninguno los presentes, quienes excusarán su ausencia alegando el horario establecido. Si no se eligen horas más convenientes para la población, la experiencia demuestra que el pueblo acudirá a la iglesia donde se celebra la festividad con solemnidad y, atraído por el aparato litúrgico, abandonará la Doctrina Cristiana, causando un grave daño a sus almas.

Dado que no es posible establecer al respecto una norma segura y general, deseamos que esta tarea sea confiada al diligente Prelado de la iglesia, quien, teniendo en cuenta la naturaleza del lugar, las circunstancias y las personas, y considerando cuidadosamente todos los hechos, encuentre la manera de compatibilizar la celebración del día festivo con la enseñanza de la Doctrina Cristiana, de manera que una no sea un obstáculo para la otra. Si los Regulares y las Órdenes exentas se oponen y, a pesar de las advertencias de los Obispos, se consideran autorizados a comprometer el desarrollo de la Doctrina Cristiana, ofrecemos a los Ordinarios del lugar nuestra autoridad, que abarca también a los exentos, y la solicitud Apostólica no carecerá de otros medios para evitar que las iglesias parroquiales sean privadas de la consideración que merecen.

16. Podría resultar sumamente ventajoso para la educación del pueblo cristiano elegir visitadores, algunos de los cuales recorrerían la ciudad y otros la diócesis, realizando investigaciones precisas sobre cada situación, de modo que el Obispo, informado de los méritos de cada Pastor, pueda decretar recompensas o sanciones.

17. Siguiendo los pasos del Papa Clemente VIII y de otros de nuestros predecesores, exhortamos en el Señor y recomendamos encarecidamente que, en la transmisión de la Doctrina Cristiana, se utilice el librito escrito por el Cardenal Belarmino por mandato del mismo Clemente. Este texto, cuidadosamente examinado por la Congregación designada al efecto y aprobado, fue ordenado para su publicación por el Papa Clemente con la firme intención de que todos siguieran el mismo y único método para enseñar y aprender la Doctrina Cristiana.

Nada es más deseable que esta uniformidad, nada más oportuno ni útil para impedir que en la variedad de catecismos se introduzcan errores de manera furtiva. Si en algún lugar, por necesidades específicas, se debe utilizar otro opúsculo, deberá prestarse gran atención a que no contenga ni se insinúe en él nada discordante con la Verdad católica. También es necesario asegurarse de que los dogmas de la Fe sean explicados de manera sencilla y clara, añadiendo las partes necesarias que pudieran faltar y eliminando lo superfluo.

Un método de enseñanza conciso y unificado suele ser de gran utilidad para facilitar la interrogación al examinar los progresos de los niños.

18. Este librito debe contener también los Actos de Fe, Esperanza y Caridad, compuestos de manera correcta y competente. Si no fueran adecuados, una vez corregidos, deben ser impresos en su forma correcta. Estos Actos se divulgan mejor con palabras concisas que con extensas, siempre y cuando a través de ellos se manifieste toda la fuerza y la naturaleza de la virtud.

Dado que para quienes profesan la Religión cristiana es sumamente necesario el hábito y la práctica de pronunciar frecuentemente estos Actos, y para que su uso no quede restringido a un reducido número de ocasiones al año, el Obispo, preocupado tanto por su propia salvación como por la de los demás, deberá emitir disposiciones que ordenen a los rectores de almas en las parroquias de la ciudad y la diócesis que, inmediatamente después de la celebración de la Misa festiva, de rodillas ante el altar, reciten en voz clara e inteligible los mencionados Actos de las virtudes, precediendo al pueblo que repetirá las palabras pronunciadas por ellos. De este modo, los fieles, casi sin darse cuenta, los aprenderán de memoria y adquirirán el hábito de practicar esta piadosa costumbre no solo en los días festivos, sino también en los restantes días del año.

19. Estas saludables disposiciones para instruir al rebaño, que hemos querido comunicaros, Venerables Hermanos, mediante esta Nuestra Carta Apostólica, pueden ser reconocidas por cada uno de vosotros como conformes a nuestras exhortaciones pastorales, ya publicadas cuando, con amor paternal, velábamos por la Iglesia boloñesa, nuestra esposa.

Son disposiciones derivadas, además, de las Constituciones Pontificias y validadas por el testimonio y ejemplo de renombrados Obispos.

Como sabemos por experiencia que de ellas se derivará una gran utilidad, os exhortamos e incitamos con todo nuestro fervor y os suplicamos, por las entrañas de misericordia de nuestro Dios, que, con espíritu decidido y firme, llevéis a cabo la implementación de lo expuesto, conscientes de que todo el esfuerzo, trabajo y atención dedicados a este propósito serán recompensados por Dios, dador de todo bien.

Os impartimos de corazón la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 7 de febrero de 1742, en el segundo año de nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV