EX OMNIBUS CHRISTIANI


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A Nuestros Venerables Hermanos, los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y a los Arzobispos y Obispos del Reino de las Galias reunidos en las últimas asambleas del Clero Galicano

Salud y Bendición Apostólica.

1. Desde todas partes del Mundo Cristiano (del cual se ha confiado a Nuestra debilidad el Gobierno Pastoral) Nos han llegado repetidamente noticias de muchas situaciones que inquietan profundamente Nuestro ánimo y Nos mantienen sumamente preocupados por el buen estado de todas y cada una de las Iglesias en particular. Con dificultad ha habido algo que Nos haya causado mayor turbación y dolor que las gravísimas discordias y controversias que, lamentablemente, desde hace algunos años sabemos que agitan a ese floreciente Reino y a la Católica Nación de Francia.

En estas turbulentas circunstancias, no hemos dejado de dirigir personalmente, y de hacer dirigir por otros, humildes oraciones a Dios Todopoderoso, suplicándole que, siendo el Dios de la paz, se digne restituir una verdadera y estable tranquilidad a vuestras Iglesias agitadas. En varias ocasiones hemos escrito a Nuestro queridísimo Hijo Luis, Cristianísimo Rey de Francia, implorando su mediación y autoridad para la defensa y el apoyo de la paz eclesiástica. Y, al responder a todos aquellos que han recurrido a Nos y a la Sede Apostólica en estas circunstancias, siempre Nos hemos expresado dispuestos y preparados, a lo largo de toda Nuestra vida, a ofrecer con gusto Nuestra ayuda para establecer la paz de la Iglesia Galicana (que sinceramente y constantemente amamos), así como a emprender y llevar a cabo todas las medidas que Nos fueran propuestas, siempre que dichos proyectos fueran reconocidos como aptos y eficaces para erradicar la semilla dañina de los males y cuya ejecución, acompañada de la esperanza de un éxito favorable, pudiera conducir al anhelado objetivo.

2. La carta que Nos envió la Asamblea del Clero Galicano el pasado 31 de octubre nos ha aliviado no poco de la grave y prolongada preocupación que hasta ahora hemos sentido por vuestras cuestiones. Al leerla, hemos reconocido, Venerables Hermanos, vuestra firmeza y constancia, vuestra perfecta unión en la conservación íntegra del depósito de la verdadera y sana Doctrina, así como, a imitación de vuestros antecesores, el respeto y la veneración hacia la Santa Sede, centro de la unidad católica.

En efecto, hemos comprobado que no existe entre vosotros ninguna divergencia en lo que respecta a las reglas canónicas y a los principios comunes, sino únicamente diferencias en la elección y definición de los medios que conviene emplear para aplicar dichos principios comunes. Aunque sería deseable que en vuestra asamblea no existiera tal divergencia, esto no Nos sorprende, conscientes de que semejantes diferencias han ocurrido en otras ocasiones entre obispos distinguidos por su doctrina y santidad de costumbres al examinar asuntos de la mayor gravedad.

Además, ha contribuido notablemente a aumentar la consolación que Nos ha proporcionado vuestra carta la excelente piedad y religiosidad del Cristianísimo Rey, acompañadas de su habitual obediencia hacia esta Sede Apostólica. Esto se ha manifestado admirablemente no solo en su última carta, del 19 de diciembre del año pasado, con la que Nos remitió la del Clero, sino también en todas las demás que Nos ha dirigido. En estas, podemos y debemos testificar que hemos descubierto claramente sentimientos de su corazón regio que corresponden perfectamente a un Príncipe Católico, lleno de religión, piedad y celo hacia Dios y la Sede Romana, además de un profundo deseo de que la paz y la concordia retornen y se conserven perpetuamente en su Dominio.

3. Ciertamente, tan grande y sólida es en la Iglesia de Dios la autoridad de la Constitución Apostólica Unigenitus, que exige en todas partes veneración, respeto y obediencia, de modo que ningún fiel puede, sin peligro para su salvación eterna, rehusar aceptarla o contradecirla de cualquier manera. Por tanto, en cuanto a la controversia surgida sobre si debe o no negarse el Santísimo Viático a aquellos que lo solicitan y son refractarios a esta Constitución, debe responderse claramente que debe negárseles si son pública y notoriamente refractarios a dicha Constitución, en virtud de la regla general que prohíbe administrar la Comunión Eucarística a cualquier pecador público y notorio, aunque éste la solicite públicamente o en privado.

4. Aquellos que son pública y notoriamente refractarios en relación con el caso de que se trata, aquellos que han sido declarados culpables por sentencia de un juez competente debido a su obstinación en negar la veneración, el respeto y la obediencia debida a la Constitución Unigenitus, aquellos que en juicio hayan confesado su contumacia, o incluso aquellos que, aunque no hayan sido condenados por un juez ni hayan confesado su culpabilidad en juicio, en el momento de recibir el Viático espontáneamente profesen su desobediencia y contumacia contra la Constitución Unigenitus, o se sepa que en el pasado han cometido algo manifiestamente contrario a la veneración, el respeto y la obediencia debida a la misma Constitución, y moralmente persisten en esa conducta (siendo esto tan comúnmente conocido que el escándalo público que de ello derivó no ha cesado hasta entonces), en tales casos existe la misma certeza moral que en los hechos en los que el juez ha dictado sentencia, o al menos se establece una certeza moral similar y equivalente.

5. En este punto, es necesario señalar la diferencia entre esa notoriedad con la que se descubre un hecho meramente externo, cuyo delito radica únicamente en la acción externa (como en el caso de un usurero o un concubinario), y otro tipo de notoriedad que ocurre cuando se ponen de manifiesto hechos externos cuyo delito depende mucho más de la disposición interna del alma, siendo esta última la especie de notoriedad de la que tratamos en este momento. Porque la primera debe probarse con argumentos serios, pero la segunda debe probarse con argumentos aún más serios y seguros.

6. Sin embargo, no debe decirse que en otros casos exista esa certeza moral que mencionamos anteriormente, cuando el delito se basa en meras conjeturas, presunciones o razonamientos vagos e inciertos, que a menudo surgen de personas de mala intención, que se dejan llevar por prejuicios en favor de sus opiniones y por un espíritu partidista. Si se presta fe a tales conjeturas, es suficientemente conocido, tanto por la experiencia de tiempos pasados como de los nuestros, cuán fácilmente los hombres pueden errar, engañarse y proceder de manera equivocada.

7. Sin embargo, puesto que algunos pastores de almas y ministros de la Iglesia, dignos de alabanza por su piedad y celo, basándose en tales conjeturas y presunciones, se muestran dubitativos e irresolutos cuando son llamados a administrar el sagrado Viático a ciertas personas, temiendo no poder hacerlo sin perjudicar su propia conciencia, prescribimos ahora una regla cierta de actuación que deben seguir.

8. En primer lugar, deben considerar esto: si aquel que solicita el Viático final ha sido admitido por su propio párroco, especialmente en tiempo de Pascua, a la sagrada Comunión; si nunca se le ha negado en vida, será señal de que ha estado libre de culpa, o al menos no se le ha considerado verdaderamente un pecador notorio; de lo cual se seguirá que no puede negarse el sagrado Viático a quien, al final de su vida, lo solicite públicamente, siempre y cuando entre la última Comunión y el momento en que solicita los Sacramentos no se haya descubierto que ha cometido algo que, como hemos dicho, lo haya marcado como pecador público y notorio.

9. Cuando no encuentren, en casos de este tipo, un fundamento cierto en el que puedan apoyarse, y, por otro lado, no haya despreciables presunciones ni indicios graves y firmes que militen contra el enfermo, los cuales les impidan razonablemente apartar el escrúpulo surgido en tales circunstancias, deben entonces, tras haber despedido a los presentes, hablar con el enfermo y mostrarle con la mayor disposición y mansedumbre, no como quienes quieren disputar o convencerlo, cuáles son y de qué tipo son los indicios que hacen sospechosa la conducta de su vida. Deben rogarle y suplicarle que se arrepienta al menos en ese momento decisivo, del cual depende su destino eterno. Además, deben hacerle ver que, aunque están dispuestos a administrarle el Viático final, y más aún a otorgárselo, ello no le asegura que será absuelto en el Tribunal de Jesucristo. Por el contrario, le advierten que cometerá un nuevo y horrible delito al comer y beber su propia condenación. Por lo demás, deben declarar que no le administrarán el Sacramento del Cuerpo de Jesucristo sino por obediencia a la Iglesia, que así lo manda. Esta, además de preocuparse por prevenir los escándalos públicos, busca por piedad evitar la infamia del enfermo y, por tanto, no lo excluye de la sagrada mesa. Aunque lo juzga pecador ante los ojos del Señor, no lo reconoce como tal pública y notoriamente en su Tribunal.

10. Por lo tanto, vosotros, Venerables Hermanos, debéis proponer esta norma de juicio y actuación, aprobada por Nuestro criterio y por la Sede Apostólica, a los pastores inferiores y a todos los sacerdotes legítimos ministros de los Sacramentos en vuestras ciudades y diócesis, para que la sigan y observen.

El juicio que hemos emitido en torno a las presentes controversias se fundamenta en las reglas eclesiásticas y en los decretos de los Concilios celebrados en otras épocas en estos territorios de Francia; también está respaldado por distinguidos teólogos de vuestra misma nación. Así pues, al haber sido para vosotros motivo de no poca alabanza, siguiendo el ejemplo de vuestros predecesores, someter a Nosotros y a la Sede Apostólica las controversias surgidas y las dudas planteadas, solicitando una norma clara para restablecer y conservar la paz en vuestras Iglesias, cumpliréis ahora aún más plenamente con los deberes de vuestro ministerio y adquiriréis mayor mérito ante Dios y la Iglesia si ponéis todo vuestro empeño en que la norma prescrita sea plenamente observada en los casos que se presenten.

Con tanta mayor confianza esperamos esto de vosotros y Nos lo deseamos, cuanto más seguros estamos de no haber omitido ninguna diligencia ni esfuerzo, tanto al considerar y examinar los artículos que los obispos reunidos en las mencionadas asambleas del Clero, aunque no de manera unánime, Nos propusieron, extrayendo de sus discrepancias las nociones oportunas para entender a fondo el asunto y definirlo con justo criterio; como al leer y sopesar los votos escritos por Nuestros Venerables Hermanos Cardenales de esta Santa Iglesia Romana, cuyos consejos sobre esta materia hemos solicitado; y, finalmente, al ejecutar y realizar cuanto pudiera merecer la asistencia de la luz divina, que nunca hemos dejado de implorar fervientemente.

11. No dudamos de que Nuestro queridísimo Hijo, el Cristianísimo Rey, después de haber no solo aprobado la resolución que habéis tomado, sino también, como mencionamos anteriormente, en las cartas que Nos ha dirigido, no ha mostrado ninguna dificultad en promoverla y respaldarla. Considerando su conocida religión y piedad hacia Dios y la Santa Iglesia, tendrá a bien ayudaros para que podáis, tanto vosotros como los demás ministros eclesiásticos inferiores en la administración de los Sacrosantos Misterios, regiros según lo que ha sido prescrito.

Apoyados en esta confianza, no hemos considerado oportuno tratar aquí los otros artículos que Nos habéis transmitido, relativos a los derechos episcopales sobre la concesión o negación del uso de los mismos Sacramentos, y sobre diversas controversias surgidas en este punto. Más bien, hemos decidido discutir estos asuntos en otras cartas con el Cristianísimo Rey, para que él, con la grandeza de su espíritu y su excelente virtud, defienda los sagrados derechos de los Obispos. Confiamos ciertamente en que lo hará, inspirado por la práctica que ya ha mantenido, así como por la de sus predecesores, para que las nobilísimas Iglesias de Francia, en consonancia con nuestros deseos y los vuestros, puedan regocijarse por haber conservado, con el favor de su rey, su antiguo decoro y la tranquilidad que, tras haber sido turbada por algún tiempo, ha sido rápidamente recuperada.

Y para dar inicio a este tan deseable éxito, con todo nuestro amor concedemos a vosotros y a todos los pueblos sujetos a vuestro cuidado la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 16 de octubre de 1756, en el decimoséptimo año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV