EX QUO PRIMUM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Arzobispos, Obispos y demás Eclesiásticos de Rito Griego, Seculares y Regulares, que mantienen la paz y la comunión con la Sede Apostólica
Venerables Hermanos y amados Hijos, salud y Bendición Apostólica.
Desde el momento en que ascendimos a la Sede Apostólica del Beato Pedro hasta el día de hoy, creemos haber ofrecido numerosos motivos de caridad paterna con la que abrazamos a los Eclesiásticos queridos para nosotros en Cristo y a los Laicos orientales que comparten nuestra fe, es decir, como se les llama, los Uniatos, libres de la mancha del cisma. Asimismo, no hemos dejado nada sin intentar para que aquellos que están en el cisma, abandonados sus errores, se unan a la unidad católica.
No queremos aquí recordar todo lo que hemos hecho con este propósito, ya que los libros de la Congregación de Propaganda Fide contienen nuestros decretos sobre esta materia; y cualquiera puede leer las Cartas Apostólicas y las Constituciones que hemos promulgado sobre las cuestiones de los Orientales en los volúmenes de nuestro Bullario.
Nuestra intención ahora es informarles, Venerables Hermanos y amados Hijos, que ya se ha completado la obra de corrección del Eucologio Griego y que ha sido impreso por los talleres de la misma Congregación de Propaganda Fide, tras un largo examen de todo el contenido, corregido con extremo esmero. Por ello, los exhortamos a utilizarlo en las funciones sagradas, dejando de lado los demás que están plagados de numerosos errores, ¡demasiados incluso!
Esto no debería parecer excepcional. Este fenómeno ocurre con demasiada facilidad cada vez que, en numerosas y repetidas ediciones de una misma obra, se descuida, por parte de los responsables, la diligencia necesaria, permitiendo que, por fraude o ignorancia, se inserten o añadan elementos que no estaban presentes en las primeras ediciones puras. Posteriormente, al ser necesario eliminarlos o modificarlos de alguna manera, por un tiempo se genera la ocasión para establecer correcciones en nuevas ediciones purgadas. Lo mismo ha ocurrido en la Iglesia Occidental, aunque está menos expuesta a los peligros que enfrenta la Iglesia Oriental. Por esta razón, los Romanos Pontífices han tenido que intervenir frecuentemente para que Misales, Rituales, Breviarios y Martirologios fueran corregidos y reimpresos en versiones más precisas.
En cuanto a la corrección de su Eucologio, que bien saben, no es otra cosa que una recopilación de oraciones eclesiásticas y bendiciones (como explica Goar, el Ritual de su Iglesia podría denominarse tranquilamente Manual, Sacerdotal o Pontifical), hemos considerado necesario realizar dos cosas con esta Carta: exponer la historia de la corrección y la nueva edición, recientemente completada, y explicar con mayor claridad algunas exhortaciones que se han incluido oportunamente en la introducción del propio Eucologio.
Queda postergado para otro momento —si Dios nos concede vida y fuerzas— abordar otras muchas cuestiones relacionadas con el Eucologio que no encajarían bien en esta Carta, ya que la harían demasiado extensa. Estas cuestiones requerirían un esfuerzo excesivo para nuestra avanzada edad, esfuerzo que difícilmente podría compatibilizarse con otros compromisos de gran importancia que actualmente nos asedian en el cumplimiento de nuestro Ministerio Apostólico y de los cuales no podemos eximirnos.
2. Felipe IV, el Católico Rey de España, fue quien, alrededor de 1631, en un recurso presentado ante la Santa Sede, expuso que los Griegos Uniatos, habitantes bajo su jurisdicción, le habían informado de que los griegos cismáticos habían impreso un Eucologio plagado de muchos errores. Al mismo tiempo, solicitó que se pusiera remedio a las absurdidades que de ello podían derivarse. El Sumo Pontífice Urbano VIII emprendió de inmediato una obra destacada, dedicando una Congregación específica a la corrección del Eucologio, a la cual asignó personalmente algunos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, Prelados de la Curia Romana y Teólogos de gran renombre. Además, convocó en Roma a hombres de todo el mundo eminentes por su erudición para integrarse a esta Congregación.
Entre estos, fue llamado Dionisio Petavio, sacerdote de la Compañía de Jesús, que se encontraba en Francia (aunque presentó la justa excusa de su avanzada edad para no emprender el viaje); y también Juan Morino, sacerdote del Oratorio francés, quien sí acudió a Roma y participó en numerosas sesiones, aportando observaciones dignas de ser conocidas para entender bien la cuestión y dirigirla adecuadamente. De esto hablaremos en otra ocasión.
3. Los miembros de la Congregación creada por el Papa Urbano trabajaron con gran dedicación y diligencia en la tarea que se les había confiado. León Allazio destacó sus esfuerzos cuando, al hablar del Eucologio Griego, escribió: “Podría relatar y examinar muchos puntos del libro, pero, dado que está bajo la crítica y juicio de hombres muy expertos, considero su sentencia verdadera y su juicio infalible”.
Se llevaron a cabo más de ochenta y dos sesiones, como precisó en una ocasión el Cardenal Francesco Barberini senior durante una reunión de la Congregación de Propaganda Fide celebrada el 23 de enero de 1645, poco después de la muerte del Papa Urbano VIII, tío paterno del propio Cardenal, ante el nuevo Papa Inocencio X. Sin embargo, no se concluyó la corrección del Eucologio ni se pudo realizar una nueva edición.
4. La obra emprendida no fue abandonada por los Pontífices sucesores, sino que fue continuada poco a poco y con lentitud. Sin embargo, como suele ocurrir, la aparición de nuevas cuestiones retrasó la conclusión de las empresas iniciadas. Cuando a Dios, Óptimo Máximo, le agradó elevarnos al Sumo Pontificado, aunque indignos de ello, entre los primeros cuidados que asumimos con agrado estuvo la corrección de los libros de la Iglesia Oriental, en especial del Eucologio de los Griegos.
Por ello, con el objetivo de alcanzar finalmente la meta deseada, emitimos con prontitud las siguientes disposiciones, confiando su ejecución a manos diligentes. En primer lugar, se recopilaron y organizaron los Actos de las Congregaciones llevadas a cabo bajo Urbano VIII y los Pontífices que le sucedieron, para esclarecer el pensamiento detrás de las decisiones adoptadas, aunque no hubieran recibido confirmación pontificia. Además, dado que todos los miembros originales de aquella Congregación dedicada a la corrección del Eucologio habían fallecido, nombramos a otros Cardenales de la Santa Iglesia Romana y Consultores para completar esta importantísima obra. Entre los Cardenales estaban Antonio Saverio Gentili, Filippo Monti, Gioacchino Besozzi y Luigi Lucini, todos ellos ya fallecidos.
Designamos como Prefecto de la Congregación a nuestro amado Hijo, el Presbítero Cardenal Fortunato Tamburini, quien aún vive; como Consultores, a nuestros queridos Hijos: fray Giuseppe Agostino Orsi, de la Orden de Predicadores y Maestro de nuestro Palacio Apostólico; Leonardo Siderer, sacerdote de la Compañía de Jesús; Domenico Vitali, monje basiliano; Tommaso Sergio, sacerdote de los Píos Operarios; y Domenico Teoli, sacerdote romano. Algunos de ellos aún sobreviven, mientras que otros han concluido su vida terrena. Finalmente, elegimos como Secretario de esta Congregación a nuestro querido Hijo, el Maestro Nicolò Antonelli, nuestro Prelado doméstico.
A todos ellos se les encomendó reunirse en días determinados para tratar los asuntos confiados a su evaluación. Esta tarea se llevó a cabo con diligencia durante una década completa.
Sin embargo, habiendo surgido una controversia sobre el método a observar en el examen de los temas, mientras algunos consideraban que primero se debía discutir sobre los caracteres de los Sacramentos y otros sostenían que se debían distinguir las funciones propias de un simple sacerdote de aquellas que corresponden a los Obispos, Nosotros intervenimos en el núcleo de la controversia. Ordenamos que la revisión y corrección del Eucologio avanzara gradualmente desde la primera página hasta las siguientes, siguiendo el mismo orden en que el Eucologio había sido redactado e impreso.
Finalmente, impusimos al mencionado Secretario de la Congregación la responsabilidad de preparar, antes de cada sesión, un informe no solo para cada uno de los Cardenales y Consultores que participaran, sino también para Nosotros, que deseábamos estar informados de todo lo que se iba a discutir en la Congregación. En dicho informe, se indicaban los capítulos de las cuestiones a tratar y, en primer lugar, se anotaba lo que había quedado pendiente, lo que se había concluido en las Congregaciones realizadas bajo los Pontífices anteriores y hasta qué punto se habían tratado estos temas en sesiones previas. Por último, se incluía lo que estaba escrito al respecto en los libros de los teólogos y lo que se mencionaba en los testimonios de la Iglesia.
5. Por supuesto, no fue necesario recomendar al Secretario que examinara y comparara los antiguos Eucologios. Por otra parte, encontramos en él a una persona experta en la lengua griega, eminente por su erudición sagrada y cultura, preparada para llevar a cabo cualquier gran obra en obediencia y beneficio de la Sede Apostólica, como lo ha demostrado en numerosas ocasiones anteriores, incluso con los volúmenes publicados con gran dedicación.
Es conocido por todos que el padre Giacomo Goario, de la Orden de los Predicadores, originario de Francia y que vivió durante ocho años en las regiones orientales donde examinó cuidadosamente todos los aspectos, llegó a Roma alrededor de 1640. Allí sostuvo continuas conversaciones con hombres ilustres y expertos en el mundo griego, como León Allazio, Prelado de la Curia Romana; Basilio Falasca, procurador general de la Orden de San Basilio; Giorgio Coresio y Pantaleón Ligaridio. De él habla Ecardo en De Scriptoribus Ordinis Praedicatorum (tomo 2, p. 574).
Finalmente, regresó a Francia y publicó el Eucologio Griego junto con una versión latina. Para un mayor perfeccionamiento de esta obra, siendo un hombre erudito y diligente, no dejó de examinar y evaluar diversos códices manuscritos y libros impresos que revisó en el prólogo dirigido al lector. Añadió en todas partes las variantes de las lecturas e incluyó aquí y allá oportunas y doctas anotaciones. Esta obra vio la luz en París en 1647 y fue reimpresa en Venecia en 1730.
6. Los eruditos saben también que diversos ejemplares manuscritos del Eucologio Griego se conservan en la Biblioteca Vaticana, y que en la Biblioteca Barberini se encuentra el célebre Euchologium Barberinum S. Marci, así llamado porque en su momento fue trasladado desde el Cenobio de San Marcos de Florencia a la mencionada Biblioteca. Este es el más antiguo, con más de diez siglos de antigüedad, ya que León Allazio, basándose en la opinión de los expertos de su tiempo, dejó testimonio de que entonces tenía más de novecientos años: “El Códice Barberini, en pergamino, escrito cuidadosamente con letras regulares, fue compuesto hace más de novecientos años, según el juicio de quienes son considerados los más capacitados en esta materia”.
Además, es bien conocido entre los eruditos el valioso códice conservado en el archivo del monasterio de Grottaferrata, llamado Eucologio Patriarcal, que el gran Cardenal Bessarión, primer Abad Comendatario de dicho monasterio, legó en testamento a los monjes de esa abadía. Según se dice, lo habría recibido como regalo del Cardenal Giuliano Cesarini, de ilustre memoria, quien a su vez lo habría recibido durante el Concilio de Florencia del sacerdote cretense Jorge Varj, como menciona Arcudio.
Todos estos códices del Eucologio que hemos citado fueron examinados, estudiados y comparados mutuamente, tanto por el Prelado Secretario como por otros miembros de la Congregación que dominan el idioma griego, con el fin de que la nueva edición del Eucologio fuera elaborada con mayor precisión y seguridad. No fue necesaria nuestra exhortación o consejo, ya que ellos mismos trabajaron espontáneamente con todo cuidado y máxima diligencia.
7. Asimismo, no fue necesario recordar a los doctos Cardenales y Consultores de la Congregación las sabias observaciones que se leen tanto en la célebre obra de Juan Morino, en el prólogo de De Sacris Ordinibus, como en el estudio de Lucas Holstein In Dissertatione I de Sacramento Confirmationis, o finalmente en la obra Vindiciarum de P. Le Brun, donde escribe acerca de la forma del Sacramento de la Eucaristía. Estas observaciones deben ser absolutamente tenidas en cuenta por quien desee emitir un juicio correcto sobre los Ritos de los Griegos.
Sin duda, es injusto y falaz, contrario a la paz y a la unidad de la Iglesia, el modo de juzgar de aquellos que, conociendo únicamente el Ritual Latino y nada más que lo transmitido por algunos de nuestros escritores —certamente expertos en nuestras costumbres, pero ignorantes de las tradiciones griegas y del enfoque que la Sede Apostólica Romana ha seguido siempre—, no dudan en condenar todo aquello de los Ritos Sagrados de los Griegos que no encuentran conforme al Rito Latino.
Agrego que no fue necesario recordar estas cosas a los mencionados Cardenales y Consultores elegidos para la corrección del Eucologio, ya que ellos mismos habían adoptado una norma idéntica para actuar y juzgar, y se adhirieron estrictamente a ella. Sabemos que lo mismo hicieron los Cardenales y Prelados que emitieron sus juicios en las Congregaciones celebradas sobre este asunto durante el pontificado de Urbano VIII.
Todo lo que solicitamos y expusimos anteriormente fue cumplido, y no se puede elogiar suficientemente la diligencia y el compromiso con los que todos los miembros de la Congregación trabajaron en esta obra. De hecho, el mencionado Secretario no solo preparó de manera docta y cuidadosa los informes antes de cada sesión y nos los presentó, sino que, al finalizar las sesiones, también nos informó sobre las opiniones y decisiones de los Congregados. Después de leerlas detenidamente y reflexionarlas, aprobamos y confirmamos aquellas que, en el Señor, nos parecieron adecuadas.
Siguiendo este método, la corrección del Eucologio se ha completado, y la nueva edición fue impresa el año pasado, 1754, por la Tipografía de la Congregación de Propaganda Fide.
Nos alegraba, Venerables Hermanos, compartir estas cosas con ustedes para que conocieran cuánto estudio, esfuerzo y escrupulosidad se emplearon para que la edición más correcta de su Eucologio viera la luz.
8. Continuando, desde el inicio de esta reciente edición se establecieron cuatro observaciones, cuyas razones, conforme a lo que hemos dicho anteriormente, deseamos aclarar brevemente en esta Carta.
9. La primera observación se expresa con estas palabras: “Es necesario acordar que los sacerdotes que utilicen el Eucologio deben conocer los Cánones eclesiásticos de los Santos Padres y las Constituciones de la Iglesia Católica, para que, al administrar los divinos Sacramentos y realizar otros servicios, no caigan en error. Cuando se realicen las habituales menciones en la sagrada Liturgia, es fundamental que la primera referencia sea al Romano Pontífice, luego a su propio Obispo y al Patriarca, siempre que sean católicos. Si alguno de ellos o ambos son cismáticos o herejes, no se debe hacer mención de ellos en absoluto”.
Esto está completamente en conformidad con los decretos aprobados en la Congregación del 1 de mayo de 1746 y confirmados con nuestra aprobación.
En aquella Congregación se planteó la siguiente duda: “Si en las oraciones recitadas por el Sacerdote y el Diácono durante la Protesis, se debe incluir el nombre del Sumo Pontífice y también en otras oraciones: esto es, pro Summo Pontifice N.”. Se respondió de la siguiente manera: “En la Instrucción que debe escribirse al inicio del Eucologio, se recordará a los sacerdotes griegos la obligación de mencionar al Sumo Pontífice y a su propio Obispo o Arzobispo, si están en comunión con la Iglesia Católica Romana. Además, se deberá incluir una rúbrica adicional en el margen de la Liturgia que los remita a la Instrucción”. Con esto, se consideró haber provisto adicionalmente lo necesario dentro del mismo texto del Eucologio.
10. Sobre la mención del Romano Pontífice en el sacrificio de la Misa y la antigüedad de esta regla, Nosotros mismos disertamos en nuestro tratado De Sacrificio Missae (sección 1, n. 219). Sin embargo, después de la publicación de este libro, la misma materia, enriquecida con numerosos y sólidos argumentos, fue tratada por Domenico Giorgio (quien, mientras vivió, fue nuestro íntimo sacrista). Él escribe: “En la Iglesia Católica siempre se practicó que el nombre del Romano Pontífice fuera recordado durante los sagrados Misterios” (De Liturgia Romani Pontificis, tomo 3, cap. 3, n. 14); y posteriormente añade: “Todos los documentos más antiguos y las copias más vetustas del sagrado Canon coinciden unánimemente en la mención del Romano Pontífice” (Ibid., n. 22).
Que tal mención se realizara en la Misa lo atestiguan la Liturgia Ambrosiana, la Misa Mozárabe, y la Misa Latina publicada por el luterano Flaco Ilírico, quien la extrajo de un antiguo códice. Asimismo, esto se evidencia en una antiquísima Liturgia leída en un códice muy antiguo de los Sacramentos de la Iglesia Romana, publicada por el venerable Cardenal Tomasio, y finalmente, en todos los Sagrados Cánones de la Misa, tanto impresos como manuscritos.
Esto es ampliamente demostrado por el mencionado prelado Nicolò Antonelli en su extensa y erudita Disertación, redactada como secretario de la Congregación para la corrección del Eucologio, y publicada cuando los Cardenales y Consultores comenzaron a discutir esta materia. Una reimpresión de esta disertación se encuentra en el apéndice del antiguo Misal monástico Lateranense, en el tomo I de la Colección Litúrgica preparada por el padre Manuel de Azevedo.
11. Hasta aquí las evidencias relativas a la Iglesia Latina. En cuanto a la Iglesia Griega, el Cardenal Bona afirma que no se sabe si en los primeros siglos, durante el sacrificio de la Misa, se hacía mención del Romano Pontífice: “En verdad, no está claro si en los primeros siglos la Grecia ortodoxa mencionaba al Pontífice Romano” (Rerum Liturgicarum, libro 2, cap. 11, n. 3). Por su parte, Isaac Habertus declara que entre los documentos de los primeros tiempos no se ha encontrado nada que indique que en la Iglesia Oriental, durante las Misas, existiera la costumbre de mencionar al Pontífice Romano: “Quisiera que se hubiera hecho, y lo alabaría; pero no encuentro que se haya hecho: por tanto, alabaré lo que se haya hecho” (Observationibus ad Pontificale Graecorum, parte 8, observación 12).
Sin embargo, cuando se leen en algunos antiguos testimonios de la Liturgia de San Juan Crisóstomo las palabras: “Larga vida a Nicolás, Santísimo Papa Universal”, es creíble que en tiempos de San Nicolás I, Sumo Pontífice, al nombre del Patriarca se añadiera el del Pontífice Romano.
En realidad, el mencionado Antonelli, en su citada Disertación, sostiene que mucho antes de la época mencionada, en la Iglesia Griega era costumbre hacer mención del Pontífice Romano durante la Misa. Esto lo deduce de muchos otros documentos y, sobre todo, de lo referido por Nicéforo en su Historia Ecclesiastica (libro 16, cap. 17), según el testimonio del antiguo y acreditado historiador Basilio Cilicio.
Acacio, obispo de Constantinopla y defensor de la herejía eutiquiana, había sugerido al emperador Zenón la publicación de aquel infame edicto llamado Henotikon, con el cual se anulaba la definición del Concilio de Calcedonia contra la herejía de Eutiques. Como el Santísimo Pontífice Félix III no pudo ignorar esto, privó a Acacio de la comunión. Sin embargo, este, en el año 484, con una nueva e inaudita transgresión, se atrevió a llegar al extremo de eliminar el nombre del Pontífice Romano Félix de las sagradas Tablas.
Por ello, la memoria de Acacio fue condenada, y la Iglesia Griega se sometió a esta condena en tiempos del Pontífice Hormisdas y del emperador Justino; algo que no se había podido obtener con sus dos predecesores, Anastasio II y Símaco. Por lo tanto, en la gran Iglesia de Constantinopla (cuyo ejemplo sin duda siguieron las demás Iglesias menores de Oriente) estaba evidentemente incluido en las sagradas Tablas el nombre del Pontífice Romano; se puede decir, entonces, que se oraba nominalmente por él durante la celebración de las Misas.
Si se dice que Acacio fue el primero en borrar este nombre, su acción fue especialmente reprobada, pues, sin precedentes de un ultraje similar, cometió un acto hasta entonces nuevo e inaudito, a pesar de que incluso en épocas anteriores no habían faltado desacuerdos entre los Pontífices Romanos y los obispos de la Ciudad Real. De aquí se deduce ampliamente que mucho antes de los tiempos de Acacio, es decir, en los primeros siglos, el nombre del Pontífice Romano estaba inscrito en las sagradas Tablas de los griegos, y era costumbre orar por él durante las Misas.
12. Pero, sea cual sea el desarrollo de este controvertido capítulo de erudición eclesiástica, nos basta afirmar que la mención del Pontífice Romano durante la Misa y las oraciones recitadas por él en el curso del Sacrificio deben ser consideradas, y son, un signo explícito con el cual el Pontífice es reconocido como Cabeza de la Iglesia, Vicario de Cristo, Sucesor de San Pedro, y se profesa una adhesión de corazón y voluntad firmemente anclada a la unidad católica.
Esto es señalado con precisión por Cristiano Lupo en su obra sobre los Concilios (tomo 4, edición de Bruselas, p. 422): “Esta mención es la máxima y más importante imagen de la comunión”.
Esto no se prueba únicamente con la autoridad de Ivo de Flavigny, quien escribe: “Sepa que está separado de la comunión de todo el mundo quien, por cualquier disensión, no haya leído en el Canon el nombre del Apostólico” (Chronico, p. 228), o con la autoridad del célebre Alcuino, quien así se expresa: “Es conocido que están separados de la comunión de todo el mundo, como enseña el Beato Pelagio, aquellos que por cualquier disensión no mencionan, durante la celebración de los Sagrados Misterios y según la costumbre, el nombre del Pontífice Apostólico” (De Divinis Officiis, libro I, cap. 12).
Con un juicio más severo, Pelagio II, quien en el siglo VI de la Iglesia ocupó la Sede Apostólica, escribió en sus cartas —que se encuentran en la Colección Labbeana de los Concilios (tomo 5, columna 794 y ss., columna 810)— lo siguiente acerca de esta materia:
"Vuestra separación de la Iglesia, que no puedo tolerar, me desconcierta. De hecho, el Santísimo Agustín, recordando la voluntad del Señor que estableció la base de la Iglesia en la Sede Apostólica, afirma que es cismático quien se separa de la comunión y de la autoridad de los Prelados de estas mismas Sedes, y declara abiertamente que no existe otra Iglesia que aquella consolidada en las raíces pontificales de las Sedes Apostólicas. Por lo tanto, ¿cómo podéis creer que no estáis separados de la comunión de todo el mundo si omitís mi nombre, según la costumbre, durante la celebración de los Sagrados Misterios? En mi nombre, aunque indigno, reside la fuerza de la Sede Apostólica, que, a través de la sucesión episcopal, ha llegado hasta el tiempo presente".
Esta carta de Pelagio fue utilizada también por el gran Arzobispo de Lyon, San Agobardo, en su tratado De comparatione utriusque regiminis, que se encuentra impreso en la Magna Bibliotheca Patrum (editada en Lyon, tomo 14, p. 315, n. 21) y reimpresa por Baluzio entre otras obras del mismo Santo (tomo 2, p. 49).
13. Además, nos basta poder afirmar con certeza que, en cualquier tiempo, la disciplina de orar nominalmente por el Pontífice Romano durante la Misa fue aceptada en la Iglesia Griega. Ciertamente estuvo en vigor en las Iglesias Griegas durante muchos siglos antes de que se perpetrara el cisma, y solo fue abandonada tras la funesta división.
Existe una carta del Patriarca Pedro de Antioquía, quien vivió en el año 1053, dirigida a Miguel Cerulario, principal autor del cisma de Focio. Esta carta fue publicada en griego y en latín por Juan Bautista Cotelerio (en el tomo 2 de Monumenta Ecclesiae Graecae). Miguel había expresado su asombro de que el mismo Pedro de Antioquía, así como los obispos de Alejandría y Jerusalén, incluyeran todavía al Pontífice Romano en los santos Dípticos [Tablas], como se menciona (en el citado tomo 2, n. 9, p. 140).
Pero Pedro refutó enérgicamente la audacia de aquel hombre fanático, demostrando que hasta su tiempo jamás se había omitido la mención del Pontífice Romano, tanto en Antioquía como en Constantinopla:
"Yo también, testigo por encima de cualquier sospecha (y junto a mí muchos otros distinguidos en la Iglesia), afirmo que, bajo el Patriarca de Antioquía, el Señor Juan de bendita memoria, se recordaba en los santos Dípticos al Papa de Roma, también llamado Juan. Al llegar a Constantinopla hace cuarenta y cinco años, encontré que, bajo el Señor Sergio, de santa memoria, se mencionaba en la Misa al mencionado Papa junto a los otros Patriarcas".
Cabe añadir que jamás se comenzó a hablar de restablecer la unidad sin que inmediatamente se planteara como condición previa la restitución en la sagrada Liturgia de la mención del Pontífice Romano. Además, no se consideraba plenamente lograda la unión acordada si no se ejecutaba de inmediato esta condición inicial.
De todo esto se puede deducir claramente el consenso de las Iglesias Latina y Griega en reconocer y establecer que en dicha mención estaba contenida la confesión de la debida sumisión al Pontífice Romano como Cabeza de la Iglesia, y la voluntad de perseverar en la unidad de la Iglesia, como hemos mencionado anteriormente. Por el contrario, con la omisión de la mencionada mención se declaraba obstinadamente la voluntad de adherirse al cisma.
14. Cuando Miguel Paleólogo, emperador de Constantinopla, en el año 1263 y los siguientes, declaró su voluntad de retornar a la unidad y concordia con la Iglesia de Roma junto con los griegos bajo su dominio, Urbano IV, nuestro Predecesor, estableció claramente esta condición: "Que en las Sagradas Funciones y en los Dípticos se recordara el nombre del Papa junto con los cuatro Patriarcas" (Nicetas, libro 5, cap. 2).
Posteriormente, cuando las negociaciones sobre esta unión fueron retomadas por el emperador Miguel y el patriarca Juan Vecco, y este asunto se debatió intensamente en el Concilio General de Lyon en 1274, San Gregorio X, Sumo Pontífice, con la aprobación de todos los Padres presentes en el Concilio, propuso como requisito previo algunas condiciones, sin cuya aceptación no habría lugar para discutir ni concluir la unión. La primera de estas condiciones fue: "Que el Papa fuera incluido en los Dípticos junto con los otros cuatro Patriarcas y recordado durante las Sagradas Funciones". Esto puede leerse en Nicetas, en el lugar citado.
Pachimeres (libro 5, cap. 22) confirma que estas condiciones fueron aceptadas por los griegos: "Desde la llegada de los Legados que informaron sobre la paz alcanzada, se lograron dos objetivos, en virtud de lo acordado anteriormente: la destitución del Patriarca y la pública mención del Papa en las Sagradas Funciones".
15. El sucesor de Miguel Paleólogo en el Imperio fue su hijo Andrónico, quien estaba tan profundamente adherido al cisma condenado que permitió que el cuerpo de su padre fuera sepultado fuera del lugar sagrado, debido a que había trabajado por la unión de la Iglesia Griega con la Latina.
Y como no podía esperar en absoluto llevar a buen término la restauración ya planteada del cisma mientras la Iglesia de Constantinopla estuviera presidida por el Patriarca católico Juan Vecco, introdujo en la sede patriarcal a un tal José, infectado por la peste herética.
Desde entonces, las cosas comenzaron a empeorar y ya no se pudo esperar una reconciliación sincera entre las Iglesias, hasta que se convocó un Concilio General en Ferrara, el cual fue luego trasladado a Florencia. Después de discutir profundamente las diferencias entre los Padres Latinos y los Griegos, finalmente, en el año 1439, fue derribada la pared de divisiones que había mantenido separadas a ambas Iglesias.
Para dar testimonio de la realidad de esta unión finalmente lograda, el emperador griego Juan Paleólogo ordenó que se restableciera en los sagrados Dípticos el nombre del Romano Pontífice, como lo atestigua el mismo Silvestro Sguropulo, un escritor cismático (Historia Concilii Florentini, sesión 10, cap. 12).
El decreto de la unión restaurada fue transmitido al Patriarca de Alejandría, Filoteo, quien, en su respuesta enviada al Papa Eugenio IV, afirmó que él también había establecido que en el sacrificio de la Misa la mención del Pontífice Romano debía hacerse antes que la de los otros Patriarcas:
"Por lo tanto, hemos establecido con nuestros Obispos de Egipto y con todos nuestros Presbíteros que, en todas partes, en todas las Iglesias de Cristo, durante las Misas solemnes, antes de los otros Patriarcas, hagamos memoria de Tu Beatitud, como lo disponen los Sagrados Cánones".
Esto puede verse en los Actos del Concilio de Florencia recopilados por el Cardenal Giustiniani (parte 2, collect. 22, p. 323).
16. Después de Juan Paleólogo, fue emperador en Grecia Constantino, quien, al enviar embajadores a Nicolás V para solicitar ayuda en medio del gran peligro que enfrentaba, no dejó de profesar que haría todo esfuerzo posible para que se ejecutara la concordia establecida en Florencia. Además, se comprometió a lograr que el nombre del Pontífice Romano fuera reintegrado en los sagrados Dípticos, como lo atestigua Ducas en su Historia Bizantina:
"El Emperador había enviado antes mensajeros a Roma para pedir ayuda, con el fin de reforzar la concordia restablecida en Florencia, y que el nombre del Papa fuera mencionado en los Dípticos durante las grandes Liturgias de la Iglesia".
El Pontífice expresó su disposición a brindarle ayuda dentro de sus posibilidades, y al mismo tiempo no dejó de exhortar y urgir que se promulgara el Decreto de la Unión lograda en el Concilio de Florencia y que se incluyera el nombre del Pontífice Romano en los Dípticos. Además, pidió que se orara por él de manera nominal y explícita en toda la Iglesia Griega, como se había hecho hasta entonces, según lo conservaron los Patriarcas de Constantinopla y los Emperadores. Esto se encuentra en los Anales de Rainaldo (Año de Cristo 1451, n. 2).
17. Este tema constituye la primera parte del primer Monito, donde se aborda el deber de los celebrantes de orar por el Papa en el Sacrificio de la Misa. No consideramos necesario añadir más, salvo señalar que incluso antes de este Monito, los Obispos Católicos Orientales en sus Sínodos no dejaron de establecer esta misma práctica. Además, Nosotros nunca hemos omitido emitir oportunos decretos para los ítalo-griegos.
En el año del Señor 1720 se celebró un Sínodo provincial en Zamoscia por orden de nuestro predecesor, el Papa Clemente XI de feliz memoria, presidido por Jerónimo Grimaldi, quien era entonces Arzobispo de Edesa y Nuncio Apostólico en el Reino de Polonia. Posteriormente, fue elevado al honor del Cardenalato por nuestro predecesor, el Papa Clemente XII, de venerada memoria.
En estos decretos sinodales, confirmados tras un maduro examen por nuestro predecesor el Papa Benedicto XIII, de venerada memoria, se encuentran las siguientes palabras bajo el título De Fide Catholica:
"Por esta misma razón —es decir, para eliminar cualquier sospecha de cisma— y para demostrar una sincera comunión de los Miembros con la Cabeza, se estableció y ordenó, bajo penas que el Ordinario puede imponer a su arbitrio, que en todas partes en los sagrados Dípticos se haga la mención del Pontífice Romano, especialmente durante la celebración del sacrificio de la Misa y en la ofrenda de los dones. Esta mención debe hacerse con palabras claras y distintivas que no puedan referirse a nadie más que al Obispo Universal de Roma".
Del mismo parecer fueron los Padres del Concilio Libanés del año 1736, reunidos bajo la presidencia de nuestro querido hijo, el Maestro José Simón Assemani, Prelado de la Curia Romana y Delegado Apostólico. En los decretos de este Concilio, bajo el título Del Símbolo de la Fe y su Profesión, n. 12, se encuentran estas palabras:
"No omitimos realizar la mención del Pontífice Romano, tanto en las Misas como en los demás Oficios Divinos, antes del nombre del Reverendísimo Señor Patriarca, como lo hemos hecho hasta ahora por costumbre".
Este mismo Concilio fue confirmado por Nosotros mismos con nuestra Autoridad Apostólica, tras un cuidadoso examen de todas las materias, como puede verse en nuestra Constitución que comienza con la palabra Singularis (tomo 1 de nuestro Bullario, n. 31).
Pedro Arcudio, en su obra De Concordia Ecclesiae Occidentalis et Orientalis (libro 31, cap. 39), escribió un Monito dirigido a los Obispos Latinos en cuyas diócesis residen griegos, exhortándolos a persuadirlos de que hagan mención del Pontífice Romano durante la Misa para evitar cualquier sospecha de inclinación hacia el cisma:
"Los Obispos Latinos deben procurar que los párrocos griegos bajo su jurisdicción permanezcan en la unión católica, reconozcan al Sumo Pastor según la antigua costumbre y oren solemnemente por él" en el sacrificio de la Misa, como se trata en esa obra.
De manera consistente con este justo Monito, en nuestra Constitución emitida para los ítalo-griegos, que comienza con las palabras Etsi Pastoralis (tomo 1 de nuestro Bullario, par. 9, n. 4), se estableció lo siguiente:
"Además, se hará la mención del Sumo Pontífice y del Ordinario del lugar en las Misas y en los Oficios Divinos".
18. La segunda parte del mismo Monito establece que, como ya se señaló, se ordena al sacerdote griego que, durante la Misa, después de orar por el Pontífice Romano, ore también por su propio Obispo y por su propio Patriarca, siempre que sean católicos. Sin embargo, si uno de ellos o ambos fueran cismáticos o herejes, no debería hacerse mención de ellos, ni siquiera de uno solo.
19. En la Iglesia Latina no suele haber dificultades para mencionar al Obispo de la diócesis donde el sacerdote celebra la Santa Misa. Sobre este tema, Nosotros mismos hemos hablado en nuestra obra De Sacrificio Missae (sección 1, n. 220 de la edición latina). En ese pasaje demostramos que quien celebra en otra diócesis debe mencionar al Obispo de esa diócesis, no al de la diócesis en la que fue ordenado o incardinado, es decir, no al Obispo bajo cuya jurisdicción se encuentra sujeto.
Tampoco es lícito que los religiosos mencionen durante la Misa a su Superior General, ni que otros sacerdotes sujetos a un Prelado inferior con territorio separado hagan mención de dicho Prelado en la Misa, ya que este honor debe ser reservado únicamente a aquel Superior o Prelado que ostente la Autoridad y el Orden Episcopal. Hemos citado, además, a los autores que han transmitido y aprobado esta costumbre. Por lo tanto, no añadiremos más aquí, salvo mencionar que el citado Domenico Giorgio, en su obra De Liturgia Romani Pontificis, publicada tras la edición de nuestra obra, dejó estas anotaciones (tomo 3, cap. 3, n. 23, p. 52):
"Casi todos los ejemplares más antiguos del Sagrado Canon de la Misa, después del Romano Pontífice, designan el nombre del Obispo; y Florio y los expositores más antiguos de la Misa (que incluimos en el apéndice) lo refieren."
20. Para no alejarnos de la disciplina de la Iglesia Latina, anotamos también que el Obispo, cuando celebra la Misa, ora por sí mismo, llamándose a sí mismo siervo indigno. Esto concuerda con las palabras que se leen en el libro 8 de las Constituciones llamadas Apostólicas, entre las Obras de los Padres Apostólicos (publicadas por Cotelerio, tomo 1, p. 407), donde se escribe que quien celebra, después de orar por los demás, ora también por sí mismo con estas palabras:
"Además, te rogamos por este hombre de ningún valor, que te ofrezco, etc." (Adhuc rogamus Te pro nullius pretii homine, qui Tibi offero, etc.).
Además, sabemos que en la ciudad de Roma se menciona solo al Pontífice Romano, dado que no solo es el Sumo Pontífice, sino también el Obispo de la ciudad de Roma. El mismo Pontífice, cuando celebra la Misa, ora por sí mismo, de la misma manera que cualquier Obispo que celebra ora a Dios por sí mismo.
"Has preguntado también qué palabras usa el Sumo Pontífice en esa parte del Canon de la Misa donde un simple sacerdote dice: 'junto con nuestro Papa N.', dado que el Papa ora por sí mismo y no tiene un Obispo por encima de él. Y te respondemos a tu devota pregunta que Nosotros decimos entonces: 'una mecum indigno famulo tuo' (junto conmigo, tu indigno siervo)".
Estas son las palabras de Inocencio III en una carta no publicada, pero conservada en los Archivos Vaticanos (lib. 9, n. 33), con la cual responde al Obispo de Orense, quien preguntaba cómo el Pontífice, cuando celebraba, hacía mención de sí mismo.
También se debe añadir que los sacerdotes latinos no mencionan al Arzobispo, aunque sea Metropolitano, como escribe el diligente P. Merati en sus Commentarii ad Gavantum (parte 2, título 3, n. 5). Asimismo, cuando la Sede Episcopal está vacante:
"Si el Obispo del lugar ha fallecido, se omiten las palabras mencionadas anteriormente", es decir, no se hace ninguna mención de él.
"Debe notarse también que en lugar del Obispo no se puede nombrar al Vicario Capitular, porque, aunque durante la Sede Vacante sea él el Ordinario del lugar, no es, sin embargo, el Obispo de esa diócesis. Tampoco se puede nombrar al Arzobispo o al Patriarca de la provincia eclesiástica a la que pertenece la diócesis del Obispo fallecido, aunque tenga cierta jurisdicción sobre esa diócesis, porque el Arzobispo o el Patriarca no es el Ordinario en las diócesis sufragáneas".
21. Volviendo al tema de los griegos, si se trata de ítalo-griegos, estos están completamente bajo la jurisdicción del Obispo Latino en cuya diócesis tienen su domicilio, conforme a la Constitución n. 74 de nuestro predecesor el Papa Pío IV, que comienza con las palabras Romanus Pontifex (Bullarium Romanum, tomo 2). Hemos tratado ampliamente esta Constitución en nuestro tratado De Synodo Dioecesana (libro 2, cap. 12) de la última edición romana.
Por lo tanto, los presbíteros ítalo-griegos, al ofrecer el Sacrificio, están obligados a seguir la disciplina de los latinos, mencionando al Pontífice Romano y al Obispo del lugar, pero no a los Obispos Orientales ni a los Patriarcas, aunque sean católicos, ya que estos no tienen ninguna jurisdicción en Italia ni en las islas adyacentes, como también se establece en nuestra Constitución Etsi Pastoralis (p. 9, n. 4, del Bullario, tomo 1, Const. 57).
En el Dictatus del Papa San Gregorio VII, Pontífice Romano, canon 10, se leen estas palabras: "En la Iglesia solo debe mencionarse el nombre del Papa". Este Dictatus se encuentra en la Colección de los Concilios, incluida en la Regia de París (tomo XXVI), en la Labbeana (tomo X) y en la recopilada por Arduino (tomo VI, parte I).
No ignoramos que existe controversia entre los eruditos sobre si ese Dictatus es una obra original y auténtica del Papa o una obra apócrifa. Mabillon, en su tratado De Studiis Monasticis, considera esta cuestión entre las de mayor importancia y que pueden ser tratadas por los expertos en historia eclesiástica.
Aun suponiendo que este Dictatus sea auténtico y obra de San Gregorio VII, la verdadera y auténtica interpretación de este canon es, sin duda, que en la Iglesia Latina debe omitirse del Canon de la Misa el nombre del Obispo Diocesano, y al mismo tiempo no deben incluirse los nombres de los Patriarcas Orientales.
En aquel tiempo, estos Patriarcas afirmaban que consentirían en esta condición: que se restableciera en la Liturgia el nombre del Pontífice Romano y que se ofrecieran oraciones por él en todas las Iglesias de Oriente, si el Pontífice, por su parte, consentía en que sus nombres fueran mencionados por los sacerdotes latinos de la Iglesia Romana y de otras Iglesias del Patriarcado Romano en el Canon de la Misa.
Esta condición fue correctamente rechazada, como observa sabiamente Cristiano Lupo en su Ad Concilia:
"Para abandonar el cisma, Miguel (refiriéndose a Miguel Cerulario, Patriarca de Constantinopla) pidió que su nombre fuera inscrito en los Dípticos Romanos y prometió que el nombre del Pontífice, en contrapartida, aparecería en los Dípticos de todas sus Iglesias. Pero León (refiriéndose al Pontífice Romano San León IX) no lo permitió, porque el recuerdo mutuo de los nombres de los Patriarcas solo era practicado entre las Sedes iguales y hermanas de los Patriarcas Orientales, pero no en la Romana. En efecto, la Sede Romana no es solo hermana de las Orientales, sino también su cabeza y madre; por lo tanto, nunca mencionó otro nombre que el de su propio Obispo" (parte 4, p. 437, edición de Bruselas).
En la página siguiente, Lupo continúa:
"Jamás la Sede de Roma, ni ninguna Iglesia Latina, mencionó el nombre de los Patriarcas Orientales" (Ibid., p. 438).
22. Lo anterior se refiere a los ítalo-griegos. En cuanto a los demás griegos y orientales, el Monitum incluido al inicio del Eucologio, y del cual tratamos ahora, no prohíbe en ningún momento mencionar a sus Metropolitas y Patriarcas durante la Misa, sino que simplemente advierte contra aquellos que son herejes o cismáticos. Es una antigua costumbre de la Iglesia Griega recordar en las oraciones de las Misas los nombres de los Patriarcas. Teodoro Balsamon, en su escrito Derechos de los Patriarcas, expresa lo siguiente:
"Está establecido que en cualquier Iglesia de Dios, hasta el Éufrates, hasta el Tigris, incluso hasta el Océano, se mencionen conjuntamente los nombres de los Patriarcas."
Goar, en sus Notas al Ritual de los Griegos (p. 63), transmite, según la tradición, que en la Liturgia Griega el sacerdote ora por todos los Obispos y por el Metropolita.
Merati, en sus Notas a Gavanto, tras haber escrito lo que mencionamos anteriormente, que en la Iglesia Latina no se hace mención del Arzobispo durante la Misa, incluso si está vacante una sede sufragánea, añade:
"Esto no es observado por los griegos y otros orientales, quienes hacen el Memento tanto del Patriarca como del Metropolita" (tomo I, parte I, p. 539 de la edición romana).
Tampoco esto está prohibido en el citado Monitum, salvo en los casos en que los Metropolitas o Patriarcas sean cismáticos o herejes, según la regla aceptada y establecida antes de emprender la revisión del Eucologio.
En la Congregación del Santo Oficio del año 1673, al tratar este punto de disciplina, se deliberó un decreto con el siguiente contenido:
"En la Congregación General del Santo Oficio, el día 7 de junio de 1673, ante la pregunta de si un sacerdote de Livorno podía hacer mención durante la Misa del Patriarca de los Armenios, orando por él, siendo cismático, y se solicitaba con insistencia para que esa nación pudiera estrechar con mayor afecto la amistad con los latinos, la Sagrada Congregación respondió que no era posible y que debía ser absolutamente prohibido."
En esa misma Congregación, el 20 de junio de 1674, tras la lectura de una comunicación del Reverendo P. D. Nuncio en Florencia, escrita el 10 de abril de 1674 a la Sagrada Congregación de Propaganda Fide, y transmitida por esta a la Sagrada Congregación del Santo Oficio, se decretó responder al mismo Nuncio que, en cuanto a orar en la Sagrada Liturgia por el Patriarca de los Armenios, la Sagrada Congregación se mantenía fiel al decreto emitido en el año 1673, es decir, que no era posible y que estaba absolutamente prohibido.
23. De naturaleza similar es el Decreto de la Congregación para la corrección de la edición del Misal de los Copto, celebrado en el año 1732, en el cual, entre otras dudas planteadas, se abordó la siguiente: "Si y cómo deben corregirse las palabras con las que el sacerdote menciona al Patriarca, al Obispo, etc." La respuesta fue la siguiente:
"Al inicio del Misal se debe incluir una rúbrica en la cual se instruya y advierta al sacerdote sobre las cosas que debe observar en la celebración de la Misa; entre estas, una rúbrica especial sobre la mención del Pontífice Romano, así como del Patriarca y del Obispo, siempre que estén en comunión con la Iglesia de Roma. De lo contrario, se debe omitir su mención, y esta rúbrica debe repetirse en el lugar apropiado."
En efecto, los herejes y cismáticos están sujetos a la censura de una excomunión especial, según lo dispuesto en el Canon De Liguribus (23, quest. 5) y el Canon Nulli (5, dist. 19). Los Sagrados Cánones de la Iglesia prohíben orar públicamente por los excomulgados, como se establece en el A Nobis (cap. 4, n. 2) y en el cap. Sacris, De Sententia Excomunicationis. Aunque nada impide orar por su conversión, no se debe permitir que sus nombres sean pronunciados en la oración solemne del Sacrificio.
Todo esto concuerda con la antigua disciplina, de la cual trata Estio en Delle Sentenze (libro 4, dist. 12, § 15). Es suficiente orar con la mente y el corazón a Dios Óptimo Máximo para que se digne traer a los errantes al seno de la Santa Madre Iglesia, como también afirma Silvio en su Comentario a la tercera parte de Santo Tomás (tomo 4, quest. 83, art. 1, quest. 9). Esta es también la opinión de Santo Tomás de Aquino (4° Sent., dist. 18, quest. 2, art. 1), quien, en respuesta a la primera cuestión, dice:
"Se puede orar por los excomulgados, pero no con las oraciones que se hacen por los miembros de la Iglesia."
No es necesario, para cumplir este deber de caridad cristiana, trastocar las leyes de la Iglesia, que excluye del número de sus fieles a quienes se han separado de su unidad y obediencia. Al prohibir orar públicamente por ellos, también excluye su mención de la Liturgia de la Misa, que es una oración pública.
Por esta razón, el venerable Cardenal Bellarmino, en sus Controversias (tomo 3, libro 6, De Missa, cap. 6), escribe con gran acierto sobre este tema:
"Alguien podría preguntar si es lícito en estos tiempos ofrecer el Santo Sacrificio por la conversión de herejes e infieles. Una razón para dudar surge del hecho de que toda la Liturgia de la Iglesia Latina, tal como está en uso, se refiere a los fieles, como se evidencia en las oraciones de la ofrenda, tanto en el Canon como fuera de él. Respondo: Estoy convencido de que esto es lícito, siempre que no se añada nada a la Misa, sino que únicamente en la intención del sacerdote se aplique el Divino Sacrificio por la conversión de los infieles y herejes. Esto lo hacen todos los hombres piadosos y doctos, y no podemos censurarlos por ello, ya que no existe ninguna prohibición expresa de la Iglesia."
24. En este primer Monitum no se menciona nada sobre la mención, es decir, la oración que debe recitarse durante la Misa por el Emperador, el Rey, toda su Corte y su Ejército. Pero dado que este asunto está estrechamente relacionado con los temas enumerados en este primer Monitum, no creemos inapropiado añadir las siguientes consideraciones.
25. En todos los Eucologios que fueron compilados, ya sean impresos o manuscritos, antes de la corrección realizada por Leoncio, se encuentran las plegarias que debían realizarse por el Emperador, por el Rey, por la Corte y por el Ejército. En la Congregación para la corrección del Eucologio, celebrada el 1 de mayo de 1746, se planteó la duda de si estas oraciones debían ser eliminadas. Sin embargo, se decidió —y posteriormente lo aprobamos— que “debían permanecer en el Canon, es decir, en la Liturgia”. Pero dado que los griegos realizaban estas mismas oraciones en la Prótasis [preámbulo] y luego las habían retirado, se añadió que “no debían hacerse en la Prótasis o preparación”. De hecho, nos parecía innecesario que estas oraciones se hicieran en la Prótasis cuando ya se realizaban en el Canon o Liturgia. Y según este criterio, se dispuso la cuestión en la nueva edición corregida del Eucologio.
26. Sobre la mención del Emperador o del Rey bajo cuya jurisdicción se encuentra una región determinada, nosotros mismos hemos tratado el tema en nuestro De Sacrificio Missae (sección 1, n. 221) y hemos discutido su inclusión en el Canon de la Misa, como es costumbre en algunos lugares. También el cardenal Bona, en su Rerum Liturgicarum (Ivi, 2, cap. 11, n. 4), afirma que en muchas iglesias latinas se menciona el nombre del Rey en el Canon. Además, Martene, en el De antiquis Ecclesiae Ritibus (lib. 1, cap. 4, art. 8, n. 9), tras aportar los documentos pertinentes, concluye: “Por la constante tradición de la Iglesia recibida de los Apóstoles, es seguro que siempre se ha rezado por los Reyes y los Príncipes inter Sacra Mysteria”.
De esto se desprende claramente que el autor se refiere a lo que el Apóstol escribió en la Primera Epístola a Timoteo, capítulo 2, donde ordena que se hagan oraciones y súplicas por los Reyes y por todos aquellos que ocupan posiciones de dignidad. También se puede leer algo similar en las Constituciones llamadas Apostólicas, en la edición de los Padres Apostólicos editada por Cotelerio (lib. 8, cap. 12), donde se dice: “Te suplicamos, Señor, por el Rey y por aquellos que están constituidos en autoridad, y por todo su ejército, para que nuestras cosas se desarrollen felizmente”. Más adelante se lee de nuevo: “Oremos por el Rey y por aquellos que están constituidos en sublime potestad, para que nuestras cosas transcurran en paz” (Ivi, cap. 13).
También se puede consultar a Jorge en el De Liturgia Romani Pontificis (tomo 3, lib. 4, cap. 3, n. 26). Y cualquiera sea lo que se diga sobre aquella controversia entre Baluzio y Lupo acerca del momento en que por primera vez se sustituyó el nombre del Emperador por el del Rey en las tierras bajo dominio de los Reyes (tema que trata ampliamente el mencionado Lupo en el Canon 10 del Dictatum Papae de San Gregorio VII), lo que es seguro es que la mención de los Reyes se realiza en la Iglesia latina en aquellas regiones donde se aceptó esta costumbre o se concedió el permiso por parte de la Sede Apostólica, como señala Merato (Ad Gavantum, citado, tomo 1, parte 1, p. 539, n. 6 de la edición romana).
27. Entre los orientales se puede afirmar que es común esta disciplina de hacer mención del Rey en la Sagrada Liturgia, como se puede observar en las liturgias de los armenios, los coptos, los etíopes y los sirios. Si alguien se preguntara por qué razón esto puede tolerarse, considerando que es seguro que esos Reyes, por quienes se ora y de quienes se hace mención en la Liturgia, son paganos, a esta objeción responde el venerable Cardenal Belarmino (como lo hace efectivamente en el mencionado capítulo 6) que —ex natura rei, como dicen los teólogos— no está prohibido en absoluto rezar en la Misa incluso por los infieles, ya que se sabe que el Sacrificio de la Cruz fue ofrecido por todos. De hecho, Santo Tomás, en las Sentencias (4, dist. 12, quest. 2, art. 2, quest. 2), en la cuarta cuestión, enseña que, aunque San Agustín en su libro De origine animae escribió que el Sacrificio se ofrece solo por aquellos que son miembros de Cristo, esta afirmación debe entenderse en el sentido de que incluye a todos aquellos que ya son miembros de Cristo o que pueden llegar a serlo.
Por lo tanto, el mismo Cardenal añade que toda la cuestión debe resolverse conforme a la prohibición de la Iglesia: “Es cierto, ex natura rei, que si no hay ninguna prohibición por parte de la Iglesia, es lícito ofrecer el Sacrificio por estas personas” (y aquí habla de los infieles). Pero dado que esta prohibición existe para los excomulgados, así como para los herejes y los cismáticos, pero no para los infieles, que no pueden ser objeto de excomunión, esto es suficiente para que se pueda hacer mención de ellos en la Misa e incluso ofrecer el Sacrificio por ellos, según la clara tradición y la Constitución Apostólica. “Y si alguien pregunta si los sacerdotes que se encuentran allí pueden ofrecer el Sacrificio por un Rey infiel, como en Grecia, donde domina el turco, o en India, o en Japón, o en China, donde reinan los paganos, respondo: Creo que es lícito, siempre y cuando ese Rey no esté excomulgado, como lo están los Reyes herejes, sino que sea pagano, es decir, infiel. De hecho, esta tradición, más aún esta Constitución, es Apostólica, como hemos demostrado anteriormente. Y hasta donde yo sé, no hay ninguna prohibición explícita de la Iglesia”.
A todo esto se puede añadir, no sin provecho, el texto de Tertuliano, donde se lee: “Nosotros sacrificamos por la salud del Emperador, pero a nuestro Dios, que es también su Dios; pero, como nos ha mandado el Señor, con una oración pura, porque Dios, Creador del Universo, no necesita el honor ni la sangre de nadie” (Ad Scapulam, cap. 2).
28. Dejando, por tanto, estas afirmaciones en su probabilidad, no fue en absoluto necesario omitir la mención del Emperador o del Rey en el texto del Eucologio griego. Se sabe que los católicos griegos, interrogados sobre si, al realizar estas oraciones, estaban dispuestos a orar por los turcos, bajo cuyo poder temporal se encuentran desde que fueron privados de sus legítimos príncipes, respondieron que siempre están dispuestos a orar por los Reyes ortodoxos y los Príncipes cristianos. Así lo atestigua Goar en sus Notas sobre el Eucologio (p. 38), donde afirma que, al preguntar a los católicos griegos si, al pronunciar aquellas oraciones, pretendían suplicar a Dios por los turcos, siempre obtuvo estas respuestas: “Reconocemos únicamente a nuestros Reyes y Príncipes cristianos, amados por Dios, y a aquellos que, ya rectores de la Fe y la Religión, predican en las Iglesias, reivindican el poder, y solo por ellos queremos orar, incluso si en los libros publicados se suprimieron tales oraciones”.
29. Sigue ahora el segundo Aviso, entre los seleccionados para la nueva edición del Eucologio griego, concebido en estos términos: “Después de esto, en la misma sagrada y divina Liturgia, el sacerdote, cantando gloria a Dios, se acerca a los dones y, con respeto y devoción, alzándolos por encima de la cabeza, los lleva al altar procesionalmente por el templo; al mismo tiempo, el pueblo, con suma reverencia y devoción, inclina la cabeza y se arrodilla, suplicando que se haga mención de los presentes en esa procesión ofertorial. Pero algunos fieles se arrodillan y adoran las ofrendas que se llevan procesionalmente, como si fueran el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Así lo creen, tal vez engañados por la entrada de los Presantificados [cuando se lleva el pan presantificado, aún no consagrado], ignorando la diferencia que existe entre esta y aquella oblación. Por lo tanto, es necesario que el celebrante ponga todo su empeño y capacidad para enseñar con precisión a los fieles la diferencia que existe entre una y otra procesión de los dones, ya que los primeros son los dones aún no consagrados e inmolados, mientras que posteriormente son consagrados e inmolados por la Palabra de Dios [la Consagración]. Estos últimos deben ser venerados y adorados religiosamente, ya que bajo las especies del Pan y del Vino contienen realmente el Cuerpo de Cristo, muy diferente de cuando aún deben ser consagrados e inmolados”.
30. Ya sabéis bien, venerables Hermanos e hijos queridos, que en vuestra Liturgia hay dos Introitos: uno Menor y otro Mayor. El Menor es aquel en el que se lleva procesionalmente el texto sagrado del Evangelio; el Mayor, cuando los dones sagrados, es decir, el Pan y el Vino aún no consagrados, desde el pequeño Altar o Mesa (llamado Prótasis, donde se han preparado con una serie de súplicas) son llevados al Altar sagrado. En el segundo capítulo de este Aviso no se trata del Introito Menor, sino del Mayor, donde se observa este rito: que el Pan sobre la Patena, cubierto con un velo, sea llevado en alto, sobre la cabeza, ya sea por el Diácono o por el Sacerdote; es decir, por el Diácono cuando la Misa solemne es celebrada con la asistencia y el ministerio del Diácono (quien entonces, con la mano izquierda sostiene la Patena con el Pan sobre la cabeza y con la derecha inciensa al Sacerdote, que lleva con ambas manos el Cáliz con el Vino). Si el Sacerdote celebra sin Diácono, entonces es incienso por el Lector, mientras lleva con la izquierda la Patena con el Pan, elevándola sobre la cabeza, y con la derecha sostiene el Cáliz con el Vino sobre el pecho.
En este Introito Mayor, el pueblo se inclina, o según la costumbre de ciertas regiones, se postra en el suelo hasta tocar el piso con la frente, como si bajo las especies del Pan y del Vino, aunque aún no consagrados, estuvieran presentes y contuvieran el Cuerpo y la Sangre de Cristo. “El pueblo, generalmente, en Grecia se inclina de manera modesta y no desea arrodillarse para no mostrar que imita a los latinos, incluso si no es domingo. En Rusia, en cambio, se postra y toca el suelo con la frente mientras ora y habla como si estuviera presente en esa oblación el Rey del Cielo y lo adora”. Estas palabras son de Pedro Arcudio en su obra De concordia Ecclesiae Occidentalis et Orientalis (lib. 3, cap. 19).
31. Cristiano Lupo, en la tercera parte de sus Obras sobre los Concilios, edición de Bruselas, p. 760, describe el rito del Introito Mayor cuando el Patriarca o el Metropolitano celebran la Misa. Magri, en su Vocabolario Ecclesiastico, bajo la entrada "Prótasis", detalla los actos del Emperador frente a la sagrada asamblea el día en que asumía la corona imperial. Goar (en Notas a la Liturgia de San Juan Crisóstomo, n. 110) explica minuciosamente el acto del Introito Mayor. Lo mismo es realizado por el Cardenal Bona en su Rerum Liturgicarum (lib. 2, cap. 9, n. 4). De hecho, cada acto realizado por los griegos en esa ocasión es efectuado de manera similar por los armenios, los coptos, los etíopes y los sirios jacobitas, como se puede observar en Le Brun (Explicación de la Misa, tomo 3), en Chardon (Historia de los Sacramentos, tomo 2, cap. 2), y en Renaudot (Notas a la Liturgia de los Coptos, tomo 1). Además, incluso en esta ciudad de Roma, durante la festividad de San Atanasio, se observa que los griegos, en su iglesia, realizan todos los actos que hemos mencionado. “Aún hoy, los griegos, en su día festivo, se comportan de la misma manera en la Basílica Romana de San Atanasio”, escribe Lupo en el pasaje citado.
32. También sabéis bien, venerables Hermanos e hijos queridos, que según vuestro Rito, durante los días de Cuaresma solo se puede celebrar entre vosotros la Misa de los Presantificados, salvo los sábados, los domingos y la festividad de la Anunciación de la Santísima Virgen María, si coincide con la Cuaresma, conforme al Código Trullano LII, que dice: “En todos los días de ayuno cuaresmal, excepto el sábado, el domingo y el santo día de la Anunciación, se celebre el Sagrado Ministerio de los Presantificados”. Sabéis además que el Sacerdote que celebra la Misa en Cuaresma, en los días en que se concede esta facultad, es decir, los sábados y los domingos, consume una sola Hostia consagrada y guarda otra consagrada, dividiéndola en tantas partículas como días siguientes haya que celebrar la Misa de los Presantificados. Durante esta, el Sacerdote comulga con el Pan Eucarístico consagrado en días previos, tanto él como otros fieles presentes.
Este rito está descrito correctamente por León Alacio en los Prolegómenos a Gabriel Naudeo (De Missa Praesanctificatorum, p. 1531, n. 1): “Cada Sacerdote enumera con sus propios dedos los días de la semana siguiente en los que celebrará la Misa; luego divide el Pan en tantas partículas como Misas habrá de celebrar; consagra las partículas junto con la que consumirá ese día, y guarda las partículas consagradas e impregnadas con la Sangre del Señor, como es costumbre, en la Píxide. Posteriormente, durante las funciones sucesivas y en el momento oportuno, extrae con la cuchara una partícula, dejando las demás para otros usos, la coloca en la Patena y la consume en el Altar Mayor”.
33. En esta ocasión, el rito se realiza con solemnidad a través de la Iglesia, mientras el Diácono lleva sobre su cabeza la sagrada Píxide en la que se encuentra el Sacramento bajo las especies de Pan, y el Sacerdote sostiene con las manos el Cáliz con vino mezclado con agua, aún no consagrado pero solamente bendecido. Dado que no siempre el Sacerdote celebra la Misa con la asistencia de un Diácono, si celebra solo, lleva él mismo con la mano izquierda la Píxide sobre la cabeza, mientras con la derecha sostiene el Cáliz, y así se traslada del Altar Menor al Altar Mayor, como atestigua Arcudio en la obra citada (lib. 3, cap. 58): “Los griegos, en las Liturgias Presantificadas, antes de comenzar el Rito, acostumbran colocar el Sacramento contenido en la Patena sobre un pequeño Altar de presentación y vierten el vino en el Cáliz sin ninguna oración. Luego, a mitad de la función sagrada, el Sacerdote, si celebra solo, eleva la Patena sobre su cabeza, toma el Cáliz con la mano derecha y se traslada al Altar Mayor. Si el Sacerdote celebra ese rito con la asistencia de un Diácono, entonces entrega la Patena con el Sacramento al Diácono, quien la recibe elevándola sobre la cabeza. Este último, llevando consigo el Cáliz, sigue al Diácono”.
En ese momento, la multitud de fieles no deja de inclinarse de rodillas, golpearse el pecho y, con otros gestos apropiados, adorar el Pan consagrado, llevado indistintamente por el Sacerdote o el Diácono, como hemos señalado anteriormente. En este contexto, se plantea la cuestión de por qué el pueblo presta una veneración similar durante la función del Introito Mayor, cuando se llevan por la Iglesia, en el rito de la Súplica, el pan y el vino aún no consagrados, que serán consagrados posteriormente. Este es el problema que ha suscitado dificultades respecto al Introito Mayor.
Nicolás Cabasilas, en su Exposición de la Liturgia (cap. 24), escribió: “Si hay algunos que se postran en el suelo cuando el Sacerdote entra con los dones, y adoran e invocan dichos dones como si fueran el Cuerpo y la Sangre de Cristo, estos están equivocados por la entrada de los dones Presantificados, ignorando la diferencia entre este y aquel Sacrificio. El primero, en el momento de la Entrada, lleva dones aún no santificados ni perfectos; el segundo, en cambio, lleva dones perfectos y santificados, siendo el Cuerpo y la Sangre de Cristo”.
Después de él, Arcudio continúa en la misma obra citada (lib. 3, cap. 19): “Por lo tanto, el pueblo, ignorando la distinción entre una y otra Liturgia, actúa de la misma manera tanto en el Rito ordinario como en el Presantificado. Por ello, se equivoca gravemente, ya que en la Presantificación el Sacerdote lleva en la Patena el verdadero Cuerpo de Cristo y, justamente, el pueblo se postra en el suelo en acto de adoración; en los otros Sacrificios, cuando se realiza esta ofrenda antes de la consagración, debe comportarse de manera muy diferente”.
El mismo Arcudio, en los capítulos sucesivos del mismo libro, refuta a Gabriel, Arzobispo de Filadelfia, quien había escrito extensamente en defensa de un rito de tal naturaleza. En cambio, Goario, en el pasaje citado anteriormente, consideró necesario, para defender ese rito, presentar algunos argumentos pertinentes. En la edición más reciente de la obra titulada Perpetuitas Fidei Catholicae de Sacramento Eucharistiae, adversus Claudium vindicata (p. 68), se lee que los griegos están muy lejos de no adorar el Sacramento de la Eucaristía; más bien desean demostrar que buscan purificarse, de modo que no excedan los límites de lo justo. Tampoco se comportan frente al pan y al vino aún no consagrados con los mismos actos de adoración con los que los veneran después de la consagración.
El Padre Le Brun no dudó en afirmar que el rito es de tal naturaleza que merece, en cierto modo, ser reformado. Tournefort (tomo 2, p. 411 y ss.), al relatar que vio con sus propios ojos cómo los armenios seguían este mismo ritual, lo describe con cierta indignación. Chardon, citado más arriba, menciona los escritos de Tournefort y del Padre Le Brun al respecto, pero deja la cuestión sin resolver. Por ello, los Padres del Concilio de Zamość (celebrado en el año 1720, en el decreto De celebratione Missarum, § 4), no dudaron en prohibir que se genuflexione o se incline la cabeza mientras el pan y el vino, aún no consagrados, se trasladan de un pequeño altar a uno mayor. “El Sínodo prohíbe genuflexionarse o inclinar la cabeza mientras el pan del Sacrificio es trasladado del altar menor al altar mayor para la consagración en el momento del Ofertorio; ordena a los párrocos comunicar este precepto al pueblo, para que no se exponga al peligro de la idolatría”. Quizás los Padres tenían presente lo que se narra en el texto sagrado de los Reyes (lib. 4, cap. 18) respecto al rey de Judá, Ezequías, quien rompió una serpiente de bronce fundida por Moisés porque los hijos de Israel, hasta ese día, habían quemado incienso en su honor.
34. Estos son los pasajes que Nos complacimos en extraer de los libros de los autores que trataron sobre este rito. Ahora indicaremos qué puntos se examinaron y establecieron tanto en las Congregaciones convocadas bajo Urbano VIII como en las que tuvieron lugar en nuestros tiempos, cuyos decretos Nosotros mismos posteriormente aprobamos.
35. Por tanto, en primer lugar, se convino sabiamente que abolir y prohibir este Rito del Introito Mayor (lo cual, por otra parte, habría sido como poner la hoz en la raíz, por así decirlo) habría parecido intolerable para la Iglesia griega y tampoco conforme a las instituciones de la Iglesia latina, que siempre se preocupó de respetar, en la medida de lo posible, los ritos griegos en la Iglesia griega; y esto con tanto más celo cuanto más antigua es esta ceremonia. Aquella solemnidad que se conserva en ella fue interpretada tradicionalmente como una referencia a la entrada triunfal de Cristo cuando, desde Betania, llegó a Jerusalén, como escribió Germano, Patriarca de Constantinopla, al tratar este tema: “Entonces, una vasta multitud y niños hebreos elevaban materialmente un himno al Rey y vencedor de la muerte, mientras que los ángeles con los querubines entonaban espiritualmente un himno tres veces santo”. Añadieron después que el Introito Menor significaba la humilde venida del Hijo de Dios a este mundo.
36. En segundo lugar, se señaló una distinción entre lo que se canta durante la traslación de los Presantificados y lo que el clero canta en la procesión del Introito Mayor. En este último caso, se dice: “Estamos a punto de recibir al Rey del universo”, palabras que no indican al Rey presente, sino que está por venir. En el otro caso, omitido el himno querúbico, se repiten las siguientes palabras: “He aquí consumado el Sacrificio Místico”, de modo que cualquiera, incluso con una inteligencia modesta, puede captar la diferencia entre uno y otro rito: mientras que en la traslación de los Presantificados se muestra a Jesucristo presente bajo las especies del Pan, en cambio, en la ceremonia del Introito Mayor, el mismo Señor no es señalado como presente bajo las especies del pan y del vino, sino como próximo a venir, una vez que el sacerdote haya pronunciado las palabras de la Consagración.
En tercer lugar, se convino que, si los griegos expertos en doctrinas sagradas consideran demostrado que aún no existen el Cuerpo y la Sangre del Señor durante el Introito Mayor, ellos mismos comprendieron (y esto no puede ser ignorado) que el culto de latría está reservado únicamente a Dios, y nadie podría razonablemente suponer que tienen la intención de manifestar culto de latría hacia las especies aún no consagradas mediante actos externos de veneración durante la entrada de las ofrendas. Considerando que las mismas manifestaciones de respeto exterior se expresan a veces hacia el Creador y, en otros casos, hacia cosas creadas (como se lee en las Sagradas Escrituras cuando Abraham adoró a los ángeles, Jacob se inclinó varias veces ante su hermano Esaú y de manera similar el profeta Natán ante David), se deduce que la adoración en forma de latría no consiste únicamente en actos externos, sino principalmente en una íntima emoción del alma, de la cual derivan tales comportamientos.
Además, si los griegos, en la Misa de los Presantificados, acompañan con los mismos actos externos el Pan que ha sido consagrado y al mismo tiempo el Vino contenido en el Cáliz, no se objeta que, en dicha Misa, adoren con igual culto de latría el Pan consagrado y el Vino solo bendecido. Dado que las acciones externas están dirigidas por el sentimiento interior del alma o por una disposición diferente de la mente, el mismo acto puede significar ahora adoración de latría o un respeto menor. De todo esto se desprende suficientemente que, aunque los griegos, durante el Introito Mayor, en presencia del pan y del vino (que son conducidos en procesión aún no consagrados), manifestaran los mismos actos externos de adoración que acostumbran realizar hacia el Pan Eucarístico y el Cáliz consagrado, no se puede afirmar con derecho que adoren con culto de latría el pan común y el vino no consagrado, ya que todo debe medirse por el sentimiento interior, cuya fuerza es tal que puede dirigir los mismos actos externos, después de la consagración, hacia la adoración de latría del Pan Eucarístico y el Vino. Es excluible que, realizando tales actos antes de la consagración, en el momento de la solemne entrada de los dones, se esté efectuando culto de latría.
Sobre este tema diserta correctamente León Alacio en su Tractatus de Missa Praesanctificatorum, n. 8: “Este culto no se llama latría, que está reservado únicamente a Dios, sino aquel que exige con insistencia la veneración de las criaturas. Un gesto de reverencia exterior, como descubrirse la cabeza, besar las manos, inclinarse como los suplicantes, postrarse, elevarse y otros comportamientos similares, incluido arrodillarse o postrarse en tierra, no se atribuyen exclusivamente a la adoración de Dios, sino también a la de las criaturas. No se comete error alguno mientras, con la mente, distingamos a Dios creador de la criatura, y a la criatura más eminente de la inferior. Por tanto, mediante los gestos externos del cuerpo, el culto mostrado a Dios al adorarlo no se considera latría en función de la naturaleza de esos actos, sino en relación con la intención con la que se realizan, siendo indiferentes si se consideran únicamente por su naturaleza. De hecho, la voluntad íntima y el propósito de obtener, a través de estos actos externos, la benevolencia divina, hace que sean materia de culto divino, hasta el punto de que, mediante ellos, se ejerce una adoración externa de Dios, tributándole culto divino”.
Santo Tomás (2.2, cuestión 84, artículo 2, en Responsio ad secundum) enseña así: “La adoración consiste principalmente en la reverencia interior hacia Dios; en segundo lugar, en ciertas manifestaciones corporales de humildad. Cuando nos arrodillamos, mostramos nuestra fragilidad en comparación con Dios; cuando nos postramos, confesamos que somos nada por nosotros mismos”.
Desarrollando esta doctrina, Silvio, en el citado artículo 2, añade: “Enseña que la adoración consiste principalmente en el respeto interior hacia Dios, y en segundo lugar en algunas posturas corporales. Esto es tan cierto que entre las manifestaciones corporales casi no hay gesto o actitud con los que pueda expresarse el culto, no solo hacia Dios, sino también hacia las criaturas. Por ello, la valoración del culto externo debe deducirse de la intención de quien lo realiza. De hecho, si el fiel es consciente de honrar mediante el culto y considera apropiado que es justo honrar únicamente a Dios como el supremo, entonces su devoción pertenecerá al culto divino. Si, por el contrario, hay intención de venerar a alguien como una criatura excelente, amiga de Dios, tal conducta pertenecerá al culto de dulía o de hiperdulía. Hablo de manera aproximada: de hecho, no hay duda de que el Sacrificio, incluso el externo, solo puede ser ofrecido a Dios”.
Por tanto, Silvio afirma que el único acto externo que necesariamente introduce el culto de latría es el Sacrificio externo, que ciertamente se ofrece únicamente a Dios, como también demuestra ampliamente el mismo Santo Tomás (2.2, cuestión 85, artículo 2). Por ello, en los Hechos de los Apóstoles leemos que los laodicenses, después de proclamar a Pablo y Bernabé como dioses, pensaron inmediatamente en ofrecerles un Sacrificio. La misma doctrina nos la transmite Suárez (In part. 3, Divi Thomae, tomo I, cuestión 25, artículo 2, disputa 61, sección 4), como se desprende de las siguientes palabras: “Los actos externos no están definidos en sí mismos de tal manera que puedan realizarse tanto para venerar a Dios como para honrar a una criatura. De ello se deriva que la distinción entre la latría debida únicamente a Dios y la adoración de las criaturas, en estos actos externos, depende sobre todo de la disposición interior”. Sin embargo, poco después, Suárez prosigue diciendo que el acto externo adquiere el carácter de adoración divina no solo por la voluntad íntima de quien actúa, sino también si a dicho acto externo se le atribuye tal significado por quien tiene el poder y la autoridad para hacerlo: “Debe tenerse en cuenta, además de la intención íntima, la designación pública. De hecho, si estos actos son impuestos con suficiente autoridad y poder para significar el culto a Dios, solo pueden realizarse para el culto divino, y si dicho culto se transfiere a las criaturas, se caerá en idolatría, al menos externa, aunque no provenga del alma ni de una opinión falsa”.
Sin embargo, esta doctrina no coincide con la que estamos tratando, ya que en ningún lugar se lee que, por decisión pública, se haya establecido que esos actos externos (como los descritos anteriormente y realizados por los griegos) deban considerarse como actos o signos de latría en el momento en que en la Iglesia se lleva a cabo el Introito Mayor.
38. En cuarto lugar, finalmente, cuando en la Congregación que abordó la corrección del Eucologio, el día 5 de septiembre de 1745, se propuso la cuestión de si se debía abolir o enmendar el Rito del Introito Mayor, del cual hemos hablado hasta ahora, después de examinar y discutir todos los argumentos, se decidió finalmente que no se debía introducir ninguna innovación, y esta resolución fue confirmada de inmediato por Nuestra aprobación. Tampoco fue diferente la opinión de las Congregaciones que, bajo Urbano VIII, examinaron esta misma cuestión. No obstante, encontró favor una opinión sugerida con prudencia: invitar a los Obispos y a aquellos encargados de la cura de almas (y en quienes recae esta reflexión) a no dejar de enseñar al pueblo no instruido que, mientras los dones sagrados aún no consagrados son trasladados desde la Protesis al Altar Mayor en un Rito solemne, de ninguna manera están presentes bajo sus especies el Cuerpo y la Sangre de Nuestro Señor Jesucristo, ya que estarán presentes después de que se complete la Consagración. Por tanto, esos actos externos que se realizan como señal de veneración hacia los mencionados dones aún no consagrados no están motivados por rendir culto de latría, que se debe únicamente a Dios, sino que se manifiestan en forma de culto externo cuyo objeto es la futura transubstanciación de esos mismos dones en el Cuerpo y la Sangre del Señor.
Un método no muy diferente adoptaron los Padres del Concilio de Trento cuando se discutió sobre la veneración y el culto de las Sagradas Imágenes; se decidió precisamente que, sin alterar la antigua disciplina de la Iglesia sobre este tema, correspondía a los Obispos y a quienes tienen el encargo de la enseñanza informar al pueblo cristiano sobre las reglas que deben practicarse y respetarse en relación con dicho culto, como se puede deducir del mencionado Concilio (sesión 25, Decretum de invocatione et veneratione et reliquiis Sanctorum et Sacris Imaginibus).
En lo que se refiere más de cerca a nuestra cuestión, Goario, en el pasaje citado anteriormente, dio una opinión similar: que no se debía en absoluto abrogar el Rito del Introito Mayor, sino que, con el fin de instruir al pueblo mediante advertencias oportunas, "es necesario cultivar la fe de ese pueblo rústico; no permitir que se apague su devoción ni que se reprima su culto exterior". De manera similar, el Padre Felipe de Carboniano (In: Appendice ad Tract. P. Antoine, De Eucharistia, § 3) concluye: "No hay nada que reprochar en esto, pero queda únicamente el deber de instruir a esa gente inculta para que no venere esos dones como el Cuerpo y la Sangre de Cristo".
Si actuáis de este modo, Venerables Hermanos, queridos Hijos (y confiamos en que así lo haréis), os apartaréis de la acusación que Arcudio (De concordia, lib. 3, cap. 19) dirige a los Obispos griegos de su tiempo, diciendo que el pueblo se encontraba entonces sumido en la más absoluta ignorancia, pero que los Obispos podían fácilmente, con enseñanzas adecuadas, remediar su ceguera, a no ser que, por respeto humano, se abstuvieran de cumplir tal compromiso: "Podrían, y deberían, los Obispos de Grecia amonestar con celo al pueblo para obtener grandes beneficios; pero como también ellos están afectados por la misma enfermedad y caen en el mismo error por ignorancia, como si nadie viera la verdad, los pocos temen a los muchos, temen perder la gloria terrena y los favores humanos; temen que su nombre sea despreciado por el vulgo como el de los herejes. Por ello, al menos en actitud exterior, imitan excelentemente el error ajeno y con un riguroso silencio descuidan todo y lo disimulan; así, los ciegos guían a los ciegos, y todos terminan cayendo en una fosa".
39. Además, el Sacerdote celebrante, una vez revestido con los ornamentos sagrados, antes de que los dones sagrados sean trasladados de la Mesa menor, o Protesis, al Altar Mayor, se acerca a aquella y divide el pan que se va a consagrar en partículas. La parte mayor se ofrece, como culto debido, a Dios Óptimo Máximo en memoria de nuestro Salvador Jesucristo. Las restantes partículas menores, llamadas merides, se ofrecen igualmente a Dios Omnipotente, pero una de ellas se ofrece en honor de la gloriosa Virgen María, Madre de Dios; otra en honor de San Juan Bautista, los Santos Apóstoles y los demás Santos, cuyos nombres pronuncia el Sacerdote; otra para la salvación de los vivos, cuyos nombres también se recuerdan; otra por los difuntos, cuyos nombres igualmente se mencionan; otra en honor del Santo del día festivo que se celebra.
Es facultad del Sacerdote, además, ofrecer las partículas restantes como sacrificio especial en favor de la persona o personas que él mismo prefiera. Que este Rito de división del pan en diversas partes, tal como lo hemos descrito, ya estaba en vigor, lo confirma el Typicon de la Emperatriz Irene, editado por el Padre Montfaucon (tomo I, Analect. Graecor., cap. 34). En efecto, si el Obispo o el Presbítero que asiste al primer celebrante concelebra con otros Sacerdotes, y también los Diáconos asisten como ministros en la función, no solo cada Sacerdote, sino también cada Diácono, ofrece una única Hostia mayor y, junto con ella, las partículas menores o merides. Si algunas de estas permanecen sin consumirse por el celebrante o los celebrantes, se distribuyen a los presentes que solicitan participar en la Comunión Eucarística.
Todo esto es descrito y narrado con precisión por el Cardenal Bona (Rer. Liturgicar., lib. 2, cap. I, n. 7), Arcudio (lib. 3, De concordia, cap. 9) y Goario (Ad Rituale Graecorum, en notas a la Liturgia de San Juan Crisóstomo, p. 98 y ss.).
40. Entre los católicos no existe controversia alguna sobre el Rito de la Hostia Mayor y de las otras partículas menores llamadas merides. De hecho, cuando esta cuestión se planteó en el Sínodo Ecuménico de Florencia, quedó registrado en los Actas que el Arzobispo de Mitilene aceptó en su conjunto los argumentos presentados. Aunque en esa ocasión no se consignó el contenido exacto de las respuestas del Arzobispo, se debe suponer que él acogió las propuestas, demostrando la antigüedad de ese Rito, practicado durante siglos en la Iglesia Oriental, cuyo mensaje es este: señalar los diferentes fines para los cuales se ofrece el Sacrificio. “Pienso que dijo que esta es una antigua costumbre de la Iglesia Oriental y que dicha Iglesia la utiliza para declarar los diversos fines del Sacrificio”: estas son las palabras textuales de Arcudio (cf. predetto lib. 3, cap. 9).
Por lo tanto, afirmamos que no existe controversia alguna entre los católicos sobre este Rito. De hecho, entre los cismáticos, Simón, Arzobispo de Tesalónica, en su tratado De Sacramentis, mostró dudas sobre la consagración de las partículas. Pero cualquiera puede intuir lo irracional de esta duda. De hecho, cuando el Sacerdote, en el sagrado Altar, pronuncia la fórmula de la Consagración tanto sobre la porción mayor como sobre las partículas menores; cuando su intención está dirigida a la consagración regular de todas; y cuando la materia de estas es apta para la transubstanciación sacramental, si la porción mayor recibe la consagración, es necesario que también sean consagradas las partículas menores, las cuales, como ya hemos dicho, se llaman merides.
41. Ha surgido una controversia entre los católicos sobre la Ofrenda realizada por los Diáconos, a la cual hicimos referencia anteriormente. Arcudio (lib. 3, cap. 17) considera que es necesario demostrar que este Rito no está permitido a los Diáconos según el rigor de los Sagrados Cánones. Goario (Ad Euchologium, p. 72) afirma que la Ofrenda Diaconal no ha sido prácticamente aceptada en la gran Iglesia de Constantinopla. Tampoco faltaron quienes sostuvieron que era necesario eliminar del Eucologio las palabras relacionadas con la Ofrenda Diaconal, considerándola una introducción de los cismáticos.
Por el contrario, el Cardenal Bona (Rer. Liturgic., lib. 2, cap. 1, n. 7) observa que ningún Canon se opone a este Rito, aunque los Sagrados Cánones excluyen la Ofrenda que el Diácono pudiera presumir hacer ante el Sagrado Altar, pero no aquella que realiza ante la Prothesis, ya que esta no es más que una preparación para la ofrenda que el Sacerdote debe hacer en el Sagrado Altar. Además, el mismo Cardenal demuestra que el Rito de la Ofrenda Diaconal es antiguo y ha sido practicado durante siglos en la Iglesia Griega.
Este tema también se discutió en el Concilio de Florencia, y los Padres allí reunidos expresaron su satisfacción con las respuestas dadas por el Arzobispo de Mitilene. De manera similar, Berlendis, entre las funciones de los Diáconos, admite el rito de la Ofrenda en la Prothesis, mientras que les prohíbe el derecho de ofrecer en el Altar, reservado únicamente a los Sacerdotes: “Esa facultad de ofrecer atribuida al Diácono se refiere a la primera ofrenda de las partículas, mientras estas aún se encuentran sobre la mesa llamada Prothesis; no se refiere, en cambio, a las otras dos ofrendas que realiza el Sacerdote durante la Liturgia” (Tractatus de oblationibus, impreso en Venecia en 1743, § 5, p. 143).
42. San Ambrosio, exaltando la virtud de San Lorenzo, quien, siendo Diácono, deseaba ser conducido al martirio junto con el Santo Pontífice Sixto, lo hace hablar así: “Mira si has escogido un Ministro adecuado para confiarle la administración de la Sangre del Señor”. Sabemos también que no pocos códices, en lugar de la palabra “administración”, usan otra: “consagración”. Pero “consagración” en este caso no significa otra cosa que el ministerio, es decir, la asistencia prestada al Sacerdote celebrante: “A nosotros los Diáconos se nos confía la consagración de esa Hostia salutífera, no para llevarla a cabo, sino para asistir humildemente a quienes la llevarán a cabo”, dice Pedro Blesense en su Epístola 123. No es distinta la explicación de Pedro Cantor en Menardo (In notis et observationibus ad librum Sacramentorum S. Gregorii, p. 287).
A los Subdiáconos, de hecho, siempre se les prohibió administrar la Eucaristía al pueblo, tanto bajo la especie del Pan como del Vino, conforme al Canon XXV del Concilio de Laodicea y las notas correspondientes de Balsamón, Zonaras y Aristeno, como leemos en Beveregio (tomo I, p. 464). Esto no es así para los Diáconos, a quienes en otro tiempo se les encargó especialmente la administración de la Sangre del Señor, aunque esta les fue retirada debido a ciertos abusos, como demuestra Cotelerio en Constitutiones quae Apostolicae dicuntur (tomo I, cap. 13, lib. 8).
43. En efecto, ya en las Congregaciones celebradas tanto bajo Urbano VIII como en nuestros días, no se descuidó en absoluto el examen de la cuestión propuesta, es decir, si debía suprimirse la Ofrenda que los Diáconos realizaban en la Prothesis. En la Congregación del 3 de enero de 1745, quedó escrito (y Nosotros lo aprobamos posteriormente) que “no debía innovarse nada”. Parecieron, de hecho, más válidas y sólidas las razones favorables al Rito defendidas por el Cardenal Bona que las propuestas por Arcudio para rechazarlo. Por ello, en la nueva edición del Eucologio, se ha mantenido intacto el Rito de la Ofrenda Diaconal; conviene que no se haga mención de ello en ese capítulo del segundo Aviso que hasta aquí hemos tratado.
Sin embargo, en este punto debemos agregar una referencia a la cuestión, tanto porque es la única entre las acciones sagradas que se realizan en la Prothesis y que fueron objeto de la discusión anterior, como para no dejar pasar ninguna ocasión, venerables Hermanos, queridos Hijos, de dar testimonio insistente de que de ninguna manera la Iglesia Romana es hostil a vuestros Ritos. Antes bien, esta, en la medida de sus posibilidades, actúa de manera que se respete a quienes no incurren en error ni realizan actos inconvenientes.
44. Ahora se presenta el tercer Aviso, que consta de dos partes y está formulado en los siguientes términos: “Los Sacerdotes deben recordar además que el Sacramento del Santo Óleo, llamado Euchelaeon, fue instituido por Cristo como un remedio celestial no solo para la salud del alma, sino también del cuerpo; por lo tanto, debe administrarse únicamente a los enfermos y no a las personas sanas, y en el momento en que los enfermos estén conscientes y en pleno uso de sus facultades. Deben ser ungidos con el Santo Óleo, para recibir el mayor beneficio del Sacramento, aquellos que se acercan a él con fe y devota voluntad. Además, aunque los Obispos de la Iglesia Oriental, al preparar la Santa Unción, suelen usar diversos aromas, debe saberse que los ingredientes necesarios para el Sacramento son el aceite y el bálsamo, a los cuales se pueden añadir correctamente otras especies de aromas (según una antigua costumbre de la Iglesia Oriental), siempre que sean compatibles con las prescripciones. En efecto, incluso si faltan algunos aromas no esenciales para el Santo Ungüento, siempre que estén presentes el aceite y el bálsamo, el Santo Ungüento resulta igualmente preparado según el Rito”.
45. Este Sacramento, llamado por los Latinos Extrema Unción, recibe el mismo nombre entre los Griegos, según lo registrado en el Segundo Concilio General de Lyon, convocado por los prelados de Oriente y Occidente en el año del Señor 1274, cuyos Actas se leen en la Colección de Arduin (tomo 7, p. 695). En dicho concilio, Latinos y Griegos suscribieron juntos la fórmula de la Fe con decisión unánime. También los Griegos llaman Sacramento al Aceite consagrado y santificado por las oraciones de los Sacerdotes, considerándolo como complemento o consumación del Sacramento de la Penitencia. En el Eucologio de Goario (p. 346, n. 42, y p. 349, n. 1), se le denomina Euchelaeon. Este mismo nombre fue adoptado por escritores de épocas posteriores, como se observa en Jorge Pachimere (Histor. Paleol., lib. 6, cap. 32) y también lo señala Possino (Glossar., lib. 1, p. 386), citado por Gabriel de Filadelfia (De Sacramento Euchelaei, y Acta Ecclesiae Orientalis, tomo 1, p. 348). En ocasiones, aunque raramente, este Sacramento es llamado por los Griegos Heptapapadum, como se lee en el Sínodo de Constantinopla convocado bajo el Patriarca Juan Vecco en el año del Señor 1277 (en la mencionada Colección de Arduin, tomo 7, p. 758 B), donde el mismo Patriarca, abrazando la confesión de Fe formulada en el Concilio de Lyon, escribió al Romano Pontífice Juan XX (conocido como Juan XXI): “También aceptamos la Extrema Unción junto con los demás Sacramentos; al celebrarla, la llamamos Heptapapadum, es decir, Función de los Siete Sacerdotes”; así es como los Griegos administran este Sacramento.
46. No diremos nada en este momento sobre la institución de este Sacramento, realizada por Cristo, ni sobre sus efectos; tampoco mencionaremos las reglas para su administración, como que debe ofrecerse únicamente a los fieles gravemente enfermos y no a quienes están en buena salud, sin esperar el momento en que el enfermo ya no sea consciente. Tampoco hablaremos de ciertos Ritos de la Iglesia Griega, donde el Aceite de los enfermos es bendecido no solo por el Obispo, como entre los Latinos, sino también por un simple Presbítero, y donde el Sacramento de la Extrema Unción no es administrado por un solo Sacerdote, sino simultáneamente por varios. Hemos expuesto muchos detalles sobre todas estas cuestiones en Nuestro tratado De Synodo Dioecesana (última edición, lib. 8, desde el cap. 1 hasta el cap. 8).
Sin embargo, para ilustrar únicamente la primera parte de este tercer Aviso, añadiremos lo que se discutió extensamente bajo Urbano VIII y en los años anteriores a Nuestro Pontificado: si ciertas palabras que parecen permitir la administración de este Sacramento a los sanos debían eliminarse del Eucologio Griego. En la reunión celebrada el 3 de septiembre de 1747, se decidió, y Nosotros lo aprobamos, que no se modificara nada en el texto, pero que se indicaran en el Aviso al inicio del Eucologio aquellas partes que debían respetarse necesariamente. Esto se hizo con las palabras mencionadas anteriormente, invitando a los Sacerdotes Griegos a no administrar el Sacramento de la Extrema Unción a los sanos, sino solo a aquellos que sufren una grave enfermedad.
Además, no se consideró necesario modificar el texto del Eucologio, porque, tras examinar detenidamente sus palabras, se concluyó que podían interpretarse de manera correcta y saludable. En efecto, no se dice que el Sacramento pueda ser administrado a quienes están sanos, sino que pueden ser ungidos incluso aquellos que pueden acudir a la Iglesia, refiriéndose a quienes, aunque gravemente enfermos, aún pueden entrar en la Iglesia por sus propios medios o con ayuda de otros, y allí, para reforzar su devoción, piden recibir el Sacramento de la Extrema Unción. Ejemplos de este tipo tampoco faltan en la misma Iglesia Occidental, como se puede constatar en Martene (De antiquis Ecclesiae Ritibus, lib. 2, cap. 7, art. 2, nn. 7 y 8), y también en Mabillon (Prefacio Ad Saeculum primum, en Acta Sanctorum Ordinis Benedictini, § 9, n. 101).
47. Estas dos cuestiones, coherentes con la primera parte del tercer Aviso, las presentamos aquí para que se tomen en cuenta. En primer lugar, aunque a los griegos se les haya prohibido expresamente administrar el Sacramento de la Extrema Unción a personas que no sean enfermos graves o quienes estén en condiciones críticas, no se les prohíbe ungir con el aceite de la lámpara (conservado en la iglesia para sanar enfermedades) a los poseídos o a otros que, ya sea por devoción o para aliviar algún mal, soliciten dicha unción, siempre que el aceite de esa lámpara no haya sido consagrado por un Obispo ni por un Sacerdote para su uso en la administración de la Extrema Unción.
Sabemos que en otras ocasiones se solicitó que se permitiera a los griegos recibir la unción con el aceite de la Extrema Unción incluso fuera de casos de enfermedad grave, siempre que el Sacerdote no pronunciara la fórmula sacramental. Se argumentaba que, mediante la simple aplicación de la materia, no se estaba administrando el Sacramento, ya que este requiere esencialmente la emisión simultánea de la fórmula. Sin embargo, este razonamiento no fue ni puede ser aceptado, pues no es lícito transformar un Sacramento instituido por Cristo en una ceremonia arbitraria, aunque sea piadosa, como correctamente observa el Padre de Carboneano en la Appendice Ad Tractatum P. Antoine de Extrema Unctione (§ 4, p. 661). Aunque, en lo que respecta a la Iglesia Latina, Quintaduenas, en su tratado De Extrema Unctione (5, sing. 11), afirmó que es lícito para los párrocos enviar el Santo Óleo de los enfermos a quienes lo soliciten para aliviar sus dolencias, cualquier acción de este tipo acarrearía graves sanciones del Tribunal Eclesiástico, ya sea por abuso del Sacramento de la Iglesia o por sospecha de una fe distorsionada respecto al Sacramento de la Extrema Unción, como acertadamente subraya Clericato (De Sacram. Extremae Unctionis, decis., 70, n. 32).
48. En segundo lugar, dado que persiste la prohibición de administrar el Sacramento de la Extrema Unción fuera de la necesidad impuesta por una grave enfermedad, y habiéndose ya aclarado que la satisfacción o penitencia impuesta por el Sacerdote confesor debe consistir principalmente en oraciones, ayunos y limosnas (según lo prescrito en el decreto promulgado por el felizmente recordado Papa Eugenio IV para la instrucción de los armenios), no es en absoluto lícito imponer al penitente confeso, como satisfacción o penitencia, la Unción con el Santo Óleo.
Es cierto que esta Unción fue introducida en tiempos pasados entre los orientales como un acto puramente ceremonial, como se evidencia en el Canon 74 de los atribuidos al Concilio de Nicea en la versión árabe, en la Collectio Harduini (tomo I, p. 492), donde se establece que, si un fiel vive impúdicamente con una mujer no creyente, tras una larga penitencia, se reconciliará con la Iglesia mediante "agua bendita y el óleo de los enfermos". Además, según Juan Nathanael (De moribus Graecorum) y Francisco Ricardo (De Expeditione sacra, cap. 12), se introdujo otro abuso: a los penitentes ricos se les imponía como penitencia sacramental la Sagrada Unción, sin regulación alguna, obteniendo de esta práctica considerables ganancias económicas. Contra este gravísimo error, el Sumo Pontífice Inocencio IV de feliz memoria no dejó de oponerse, escribiendo en una carta al Obispo de Tusculum (§ 6): “Los Sacerdotes o confesores no deben imponer a nadie una simple unción como satisfacción de la penitencia”. Esta misma norma se lee en el Sínodo celebrado en Nicosia (en la citada Collect. Harduini, tomo 7, p. 1714). También Nosotros introdujimos esta misma disposición en Nuestra Constitución Etsi Pastoralis (§ 5, en Nuestro Bollario, tomo I, n. 57). Véase también a Thiers (De Superstit., lib. 8, cap. 6).
Además, Arcudio, al referirse a los Presbíteros griegos que imponían la Sagrada Unción como penitencia a los confesos, añade que solían usar una fórmula sacramental al administrar dicha unción, lo cual él critica severamente, como se lee en su obra De concordia (lib. 5, cap. 4, § Ego praesentem). Por su parte, Goario, en sus notas Ad Euchologium (p. 350), niega que los griegos tuvieran intención de impartir el Sacramento cuando realizaban tal unción: “Sin embargo, no de manera que la unción, unida a las oraciones, anule efectivamente las dolencias del alma, sino que, si tiene algún poder, se debe únicamente a la devoción del penitente o a la caridad del Sacerdote que ora”.
48. Sin embargo, Goario no deja de reprobar la mencionada costumbre, afirmando que es necesario hacer todo esfuerzo para que los griegos, en esta materia, actúen conforme a lo que enseña la Santa Iglesia Romana, Madre y Maestra de todos los fieles en Cristo. En efecto, de la práctica de esta unción derivan numerosas y graves absurdidades, ya sea porque el Sacramento de la Extrema Unción se imparte a personas sanas o incluso a quienes no son sujetos aptos para recibir dicho Sacramento, o porque la materia y la forma del Sacramento, como se ha precisado anteriormente, se emplean sin la intención de preparar y administrar el Sacramento mismo.
49. La segunda parte del tercer Aviso se refiere al Santo Crisma, que los griegos preparan no solo con aceite y bálsamo, sino también con una mezcla de otros aromas. Por lo tanto, en esta parte del Aviso se establece claramente que no se ha prohibido tal mezcla de aromas, pero se enseña que es necesario tener presente que el aceite y el bálsamo constituyen la materia del Sacramento. Así, si faltan algunos de los demás aromas que suelen añadirse, no se omite nada esencial para la preparación del Santo Crisma.
50. Entre los griegos no se encuentra ninguna prescripción sobre la imposición de manos durante la administración del Sacramento de la Confirmación. Morino, en su tratado De Confirmatione (cap. 4), escribe: “Así como los latinos asociaron constantemente la imposición de manos a la unción, los griegos, con igual constancia, separaron ambas prácticas y usaron solo el Crisma en la administración de este Sacramento; de hecho, ni las Eucologías recientes ni las antiguas mencionan la imposición de manos”. Este hecho también lo confirma consistentemente Goario (Eucologio, p. 299, n. 28). Renaudot (De perpetuitate, tomo 5, lib. 2, cap. 12) señala que, retrocediendo varios siglos, no se encuentra en la Iglesia griega ninguna traza de la imposición de manos en la administración del Sacramento de la Confirmación. Alaba a los griegos, eminentes por su erudición sagrada, y menciona a defensores de esta práctica como Simeón de Tesalónica, Gabriel de Filadelfia, Cirino y otros.
El escritor moderno Chardon (Historia Sacramentorum, lib. I, cap. I, De confirmatione) sostiene que, en siglos anteriores, la imposición de manos se practicaba en la Iglesia griega al conferir el Sacramento de la Confirmación, pero admite que hace muchos siglos no queda rastro de ese rito. Finalmente, el querido hijo José Agustín Orsi, de la Orden de Predicadores, actual Maestro de Nuestro Palacio Apostólico, en una disertación histórico-teológica (De Chrismate Confirmatorio) publicada en su momento, demuestra, tras reunir numerosos documentos eruditos, que entre los griegos la materia del Sacramento de la Confirmación no es la imposición de manos, sino el Santo Ungüento.
Por lo tanto, no se puede afirmar (como temerariamente lo han hecho muchos) que en la Iglesia griega no está presente el Sacramento de la Confirmación por el hecho de que en ella no se practique la imposición de manos. De otro modo, se llegaría a la absurda conclusión de que, tras el transcurso de los siglos, en una parte tan extensa del mundo cristiano y en una Iglesia tan ilustre, no menos por su doctrina que por su santidad, no se habría practicado el Sacramento de la Confirmación. Así lo confirma Goario en el pasaje citado: “A mi juicio, pocos se atreverán a decir que una parte del mundo cristiano, tan amplia y extendida, tan instruida, y tan constante en seguir las normas dictadas por los Apóstoles y los Eclesiásticos, haya rechazado, descuidado o ignorado un Sacramento tan sublime”.
51. Este desacuerdo injusto e inoportuno entre la Iglesia Latina y la Griega tuvo su origen en las controversias que nuestros teólogos suelen suscitar. Discuten si los Apóstoles administraron el Sacramento de la Confirmación mediante la imposición de las manos o si también emplearon el Santo Crisma; además, como es habitual, unos afirman lo que otros niegan. También debaten entre ellos si la sola imposición de las manos constituye la materia de este Sacramento, ya que muchos sostienen que únicamente en ella reside la materia del Sacramento, mientras que otros prefieren establecer que la materia remota del Sacramento se encuentra en el Santo Crisma, y la materia próxima en su aplicación, que se realiza con el signo de la cruz en la frente de quien recibe el Sacramento, como se lee en el Decreto para la instrucción de los armenios, publicado por el Papa Eugenio IV: "El segundo Sacramento es la Confirmación, cuya materia es el Crisma confeccionado con aceite, que significa la pureza de conciencia, y con bálsamo, que significa el perfume de la buena fama, bendecido por el Obispo".
En este punto, también el Pontífice, al hablar de la imposición de las manos que practicaban los Apóstoles al administrar este Sacramento, añade: "En lugar de aquella imposición de manos, en la Iglesia se practica la Confirmación". Otros, finalmente, asocian la imposición de las manos y el Crisma, afirmando que tanto aquella como este son materia del Sacramento de la Confirmación, pero que cada uno por separado constituye una materia inadecuada; sin embargo, cuando ambos se combinan simultáneamente, dicen que en ellos combinados reside la materia completa del Sacramento.
Por otra parte, algunos consideran que la imposición de las manos se identifica con la extensión de las manos que realiza el Obispo hacia los confirmandos al inicio de la función sagrada, mientras recita las primeras oraciones; otros la identifican con el acto mismo de la unción con el cual el Obispo marca la frente del confirmando, ya que la frente de nadie puede ser ungida sin que se le impongan las manos.
Estas son las controversias sobre las cuales nuestros teólogos disputan, y respecto a las cuales a cada uno le es lícito seguir la opinión que más le agrada. Pero a nadie le es lícito afirmar que el Sacramento de la Confirmación no está presente en la Iglesia Griega. De hecho, si alguien sostuviera esta opinión, claramente se le opondría la antigua Disciplina Oriental que la Sede Apostólica consideró sabiamente formulada y nunca condenó ni rechazó. En relación con ella, en los libros rituales de los griegos no se menciona la imposición de las manos, es decir, si esta constituye una materia adecuada o inadecuada del Sacramento de la Confirmación.
Por lo tanto, para salir de este laberinto de dificultades, es necesario usar otro hilo que ciertamente no faltará a quien investigue con diligencia; salvo en el caso de que, sobre una proposición incierta y de ningún modo definida, se consolide el rechazo de la opinión y parecer ajenos: una actitud que no falta entre los defensores ortodoxos.
52. Lo que está fuera de controversia debe expresarse abiertamente; es decir, en la Iglesia Latina el Sacramento de la Confirmación se confiere utilizando el Santo Crisma, es decir, aceite de oliva mezclado con bálsamo y bendecido por el Obispo, trazando una señal de la Cruz por parte del Ministro del Sacramento en la frente del confirmando, mientras simultáneamente pronuncia las palabras de la fórmula. Y en aquellas regiones donde no se puede encontrar una esencia verdadera y natural de bálsamo, los Pontífices Romanos no dudaron en permitir que, para la confección del Crisma, fuera lícito usar cierto jugo o licor perfumado, que comúnmente se considera como bálsamo verdadero, según consta en la Constitución 180 de San Pío V (en el Bollario nuevo, editado en Roma, tomo 4, parte 3). En esta Constitución se concede una igual dispensa también a los Obispos de las Indias. En la Constitución 47 de Sixto V, en el mismo Bollario, tomo 4, parte 3, tras exponer la escasez del verdadero bálsamo (debida al hecho de que los arbustos de los que se obtenía la mayor cantidad y que florecían en Palestina, especialmente en el Valle de Jericó, fueron cortados y completamente erradicados por los turcos), se concede a los Obispos y Arzobispos de Portugal que, en la confección del Santo Crisma, puedan utilizar el bálsamo proveniente de Brasil y del Nuevo Mundo, así como de las regiones de las Indias. En esto, el Pontífice declara seguir los ejemplos de sus predecesores Pío IV y Gregorio XIII. Este justo procedimiento es alabado por Morino en su obra póstuma (De Sacramento Confirmationis, p. 35).
De manera similar, en la Iglesia Griega el Sacramento de la Confirmación se confiere utilizando el Santo Ungüento compuesto de aceite de oliva, bálsamo, además de otras veintitrés especies de hierbas aromáticas, y con la adición incluso de una cierta cantidad de vino. Habert (Pontificale della Chiesa Greca, Observación 5, Rito del Crisma) enumera minuciosamente todas estas hierbas aromáticas, y el Padre Berti (en el tomo 7 de su Teología, libro 32, capítulo 5) añade que, en su opinión, parece difícil que todas esas hierbas indicadas por Habert sean infundidas por los griegos en el Santo Ungüento, dado que algunas de ellas son desconocidas, hasta el punto de que apenas se encuentra alguna mención de ellas en los vocabularios y en los libros de los autores que trataron sobre plantas y hierbas. De todos modos, siendo antigua la costumbre de mezclar estas hierbas con el aceite y el bálsamo, el rito del cual tratamos permanece intacto en el Monito, que advierte a los griegos que no deben considerar indispensable para la materia del Sacramento nada más que el aceite y el bálsamo. Por lo tanto, deben considerar válida la administración de este Sacramento solo si se realiza con aceite y bálsamo ritualmente bendecidos por el Obispo, incluso si llegaran a faltar algunas de esas hierbas que, según su rito, suelen mezclarse en la composición del Santo Ungüento. Sabiamente y con razón se observó en el Sínodo de Zamoscia que, cualquiera que sea la mezcla de hierbas que se añada, se debe tener cuidado de que "la mayor parte del Santo Crisma esté siempre compuesta de Aceite y Bálsamo" (Año 1720, § 2, De Confirmatione).
53. Concluida también la segunda parte del tercer Monito, añadimos aquí, a modo de apéndice, algunas observaciones que no podrán considerarse ni inoportunas ni ajenas al tema tratado, porque conciernen a la doctrina del mismo Sacramento de la Confirmación y a la corrección del Eucologio.
54. La fórmula del Sacramento de la Confirmación en la Iglesia Griega, según la sentencia común, se expresa con las siguientes palabras: "Sello del don del Espíritu Santo". Estas palabras son pronunciadas por quien administra el Sacramento, cuando traza con el Santo Ungüento la señal de la Cruz en la frente del confirmando, como consta en el Canon 7 del primer Concilio de Constantinopla (en la Colección de Arduino, tomo I, p. 811). También el Cardenal de la Santa Iglesia Romana Besarión considera que las palabras contenidas en dicho Canon son exactas, como se lee en su opúsculo De Eucharistia, impreso en la Biblioteca de los Padres (edición de Lyon, tomo 26, p. 795): "El segundo Sínodo ecuménico, refiriéndose al séptimo Canon, alude a las palabras que acompañan al Santo Crisma, expresándose así: Uniéndolos, es decir, ungiéndolos con el Santo Crisma, decimos: Sello del don del Espíritu Santo; y estas palabras, según ellos, realizan el Sacramento de la Confirmación". Aunque esta afirmación del Cardenal Besarión ha sido discutida por Lupo en las notas al Canon 95 del Concilio Trullano, difícilmente se encuentran partidarios de esta opinión distinta a la del Cardenal, como justamente advierte Arcudio (libro 2, capítulo 7), quien, después de citar la afirmación de Besarión, añade: "Hasta aquí Besarión, de quien nadie podría estar mejor informado sobre lo que sucede en la Iglesia Oriental en cuanto a la administración de los Sacramentos". También Goar concuerda con Arcudio en las notas al Eucologio (p. 301, n. 31). Igualmente lo hace Habert en sus notas al Pontificale Graecorum Observat (4, n. 2). Dejando de lado otros que fácilmente podrían añadirse, basta con citar lo que se escribe en el Sínodo de Zamoscia, donde se trata del Sacramento de la Confirmación: "La fórmula que también los más antiguos Eucologios y los cismáticos aprueban es esta: Sello del don del Espíritu Santo, Amén; y esta fórmula debe ser pronunciada una sola vez junto con la Unción".
55. Es célebre en la Iglesia Griega el Decreto de San Metodio, Obispo de Constantinopla, quien vivió alrededor de la mitad del siglo IX y siempre se esforzó con gran energía por reconducir a los errantes al seno de la unidad. En dicho Decreto se establece que aquellos que han abandonado la Iglesia y luego retornan a su seno deben ser acogidos bajo esta condición: “Terminada la oración y tomando el Santo Ungüento, según el uso de los bautizados, lo unge trazando una señal de la Cruz sobre la frente, los ojos, las fosas nasales, la boca, los dos oídos, las manos, el pecho y los omóplatos, diciendo: Sello del don del Espíritu Santo”.
De aquí surge una dificultad nada menor, pues se debe optar por una de dos interpretaciones: o bien esas palabras, Sello del don del Espíritu Santo, en la Iglesia Griega no constituyen la fórmula del Sacramento de la Confirmación, o bien en esa misma Iglesia este Sacramento se confiere nuevamente a quienes ya lo han recibido una vez, y además válidamente, y que, después del pecado de apostasía, desean regresar a la Iglesia. Esto contraviene el principio inviolable según el cual los Sacramentos que imprimen carácter no pueden ser conferidos nuevamente a quienes ya los han recibido válidamente, como ha definido el Concilio de Trento (sesión 7, De Sacramentis in genere, can. 9).
No sirve recurrir al mencionado Canon 7 del Primer Concilio de Constantinopla, donde se establece que los arrianos, macedonianos, novacianos y apolinaristas deben reconciliarse con el Santo Crisma cuando, convirtiéndose de la herejía, retornan a la Iglesia. La disposición de ese Canon se refiere exclusivamente a los herejes mencionados, quienes habían recibido inválidamente el Sacramento de la Confirmación o no lo habían recibido en absoluto. Sin embargo, el Decreto de San Metodio es general y abarca a todos aquellos que, tras su defección, desean regresar al seno de la Iglesia. Además, en algunos Eucologios donde se trata la reconciliación de penitentes, se encuentran las mismas prescripciones que figuran en el Decreto de San Metodio, por lo que la misma dificultad presente en dicho Decreto existe también en los Eucologios anteriores.
56. Es increíble describir cómo los escritores se esfuerzan por resolver estas dificultades. Algunos sostienen que ese Decreto no fue promulgado por San Metodio, Patriarca de Constantinopla, quien, como hemos dicho, vivió en el año 842, sino por otro Metodio, Patriarca cismático, que ocupaba la sede de esa capital en el año 1240. Pero Goar, en sus notas al mismo Decreto que añadió al final del Eucologio que ilustró (p. 698), afirma haber visto muchos documentos anteriores a la época de este Metodio, los cuales atribuyen el Decreto al Patriarca San Metodio. Esto basta para demostrar la falta de fundamento de tal opinión.
Otros admiten que esas palabras, Sello del don del Espíritu Santo, son la fórmula del Sacramento de la Confirmación y sostienen que, según el Decreto de San Metodio, cada vez que los apóstatas arrepentidos eran readmitidos al seno de la Iglesia, esas palabras debían realmente pronunciarse mientras los penitentes eran ungidos con el Crisma. Sin embargo, opinan que no se puede afirmar que se confiriera el Sacramento de la Confirmación a quienes ya lo habían recibido anteriormente. Al ser necesaria en dicha ceremonia la intención del Ministro, queda claro que en esa ceremonia el Ministro no tenía la intención de conferir el Sacramento, sino únicamente de reconciliar a un apóstata que se convertía con la Iglesia.
Esta teoría es adoptada por Du Hamel (Theologiae, tomo 6, París, 1695, p. 383); Goar (en las notas al Euchol., p. 698, párrafo Verum potuisset); Tournely en su Tractatus de Confirmatione (hacia el final, p. 612 y siguientes, donde responde a las objeciones), y Assemani junior (en el tercer libro del Codex liturgicus, De Confirmatione, p. 63).
Sin embargo, para muchos otros esta respuesta no es concluyente, especialmente para Juvenino (De Sacramentis, Dissert. 3, De Confirmatione, cuestión 7, capítulo 1, artículo 1, § 1), quien observa que no se aporta ningún documento griego del cual pueda deducirse que quien reconcilia a un apóstata, mientras lo unge con el Santo Crisma y pronuncia las palabras que contienen la fórmula del Sacramento de la Confirmación, tiene una intención diferente a la de conferir el Sacramento. Consecuentemente, no actúa correctamente, sino que peca, el Ministro que aplica la materia y utiliza la fórmula del Sacramento en alguien que ya no es apto para recibirlo, incluso si no tiene la intención de conferirle el Sacramento.
Otros, aunque observan que los documentos de los primeros siglos atestiguan que en la Iglesia Occidental a veces los apóstatas eran reconciliados con la imposición de las manos, afirman, sin embargo, que ya en aquella época estaba prohibido conferir por segunda vez el Sacramento de la Confirmación a quienes lo habían recibido válidamente. No obstante, sostienen que no siempre se actuó de esta manera; por tanto, concluyen que no debe sorprender que en el Decreto de San Metodio, en lo que respecta a la Iglesia Oriental, se prescriba que los apóstatas arrepentidos sean nuevamente confirmados con el Santo Crisma, aunque ya lo hubieran recibido válidamente antes. Pero tampoco es segura esta práctica.
Algunos de los documentos citados afirman claramente que los apóstatas eran reconciliados "con la sola imposición de las manos". Si alguien cree que esto equivalía al otorgamiento del Sacramento de la Confirmación, también deberá probar que, en aquel tiempo, el Sacramento se confería únicamente con la imposición de las manos, sin ninguna unción. Y si alguien afirma (apoyándose en algún ejemplo) que en la reconciliación de los penitentes se empleaba también la unción junto con la imposición de las manos, para sostener la repetición del Sacramento debería demostrar si, y qué fórmula verbal, solía pronunciar quien imponía las manos y ungía con el Crisma.
Marco de Reims (en su tratado De variis Capitibus Ecclesiae, cap. 18) enumera varias formas de imposición de las manos. Esto mismo afirma el autor de la glosa en el Canon Manuum impositio (1, quest. 1). Dos destacados estudiosos, Sirmondo en su segundo Antihretico (cap. 5) y Morino en De Sacramento Confirmationis (cap. 12, p. 56), y nuevamente en Tractatus de Poenitentia (lib. 9, caps. 9 y 10), creen que la imposición de las manos de la que hablamos aquí era una Confirmación. Pero Pedro Aurelio sostiene que la empleada para la reconciliación de los herejes era una pura ceremonia y no la administración de ningún Sacramento. Esta misma opinión es aceptada por Lupo (en el can. 7 Costantinopolitanum, tomo 2, p. 46 y ss.); por Arcudio (lib. 2, cap. 18); por Suárez en la tercera parte del Divi Thomae (tomo 3, quest. 72, disp. 34, sec. 1, párrafo Unde est tertia responsio) y en la disp. 36 (art. 11, sec. 3, párrafo Ad rationem dubitandi). Por esta razón, Witasse, en su tratado De Sacram. Confirmationis, después de referir todos los documentos que pueden favorecer una u otra opinión, en la p. 63 deja ambas en su probabilidad. Con la misma prudencia procede el autor de las adiciones a Estio (en el lib. 4 Sentent., dist. 5, § 16, letra B, p. 87).
57. Debe añadirse otro argumento para resolver la dificultad mencionada, que surge del Decreto de San Metodio y de las normas contenidas en algunos Eucologios coherentes con dicho Decreto. En primer lugar, respecto al Decreto, lo encontramos citado en los Anales del venerable Cardenal Baronio, bajo el año de Cristo 842, pero de manera diferente a como lo refieren otros y a como lo hemos descrito anteriormente. En ese Decreto, según afirma Baronio, no se prescribe en absoluto que deban pronunciarse las palabras "Sello del don del Espíritu Santo" en la reconciliación del apóstata; basta con la unción, que debe realizarse con el Santo Ungüento. Y aunque se lee: "Úngelos con el Crisma, como se suele ungir a quienes son bautizados", sin embargo (incluso omitiendo lo que algunos sostienen, es decir, que estas palabras son accesorias y añadidas como auténticas), su sentido primitivo y natural será siempre el mismo: que en la reconciliación del apóstata se unjan las mismas partes del cuerpo que se ungen cuando se confiere la Confirmación después del Bautismo.
Si no se agrega nada sobre las palabras que se pronuncian: "Sello del don del Espíritu Santo", se elimina la fuerza de cualquier otra dificultad. Además, se debe mencionar que los legados enviados a Bulgaria por el Papa San Nicolás I administraron el Sacramento de la Confirmación a quienes ya lo habían recibido de los presbíteros griegos, por la razón principal de que dichos presbíteros no habían obtenido de la Sede Apostólica la facultad para conferir este Sacramento.
Focio, en su carta encíclica, les dirigió una dura acusación, reprochándoles como una grave transgresión haber conferido el Sacramento de la Confirmación a quienes ya habían sido confirmados. Escribió: "Nadie ha oído jamás una infamia semejante a la de estos insensatos, que no dudaron en atreverse a dar la Confirmación por segunda vez a quienes ya habían sido ungidos con el Crisma, burlándose y despreciando Misterios tan sublimes". Esto muestra claramente que San Metodio, en su Decreto, no había establecido ni deseado que se volviera a conferir el Sacramento de la Confirmación a quienes ya lo habían recibido anteriormente si, después del pecado de apostasía, retornaban al seno de la Iglesia. De hecho, Focio, quien vivió unos cuarenta años después de la muerte de San Metodio y fue siempre considerado como de carácter perverso, aunque docto y perspicaz, no habría reprochado tan severamente a los legados pontificios por haber repetido el Sacramento de la Confirmación si San Metodio, previamente, hubiera decretado o considerado que los apóstatas que retornaban a la Iglesia debían recibir nuevamente el Sacramento de la Confirmación. Él habría previsto fácilmente la respuesta que le habrían dado los legados, quienes no habían hecho nada más que lo que la Iglesia Oriental había sugerido según el Decreto de San Metodio al recibir en la unidad a los errantes.
58. En cuanto a los Eucologios, si en alguno de ellos se lee que en la reconciliación de los penitentes se prescribía usar la Sagrada Unción mientras se pronunciaban las palabras "Sello del don del Espíritu Santo", esto debe atribuirse a la interpolación de los cismáticos. Ellos fueron persuadidos por Teodoro Balsamón de que, si un latino se pasaba a la Iglesia Griega, se le debía conferir nuevamente el Sacramento de la Confirmación. Así lo atestigua Gregorio Protosincelo en su Apología contra Marcos de Éfeso, en la Collectio Concil. Harduini (tomo 9, p. 640). Pero la pronunciación de dicha fórmula no se encuentra prescrita en ninguno de los muchos Eucologios que examinó y observó un hombre de máxima confianza, Juan Mateo Cariofilo Cidonio, como refiere Arcudio (en el libro 2, De Reformatione, cap. 18). También tiene gran peso el hecho de que nada similar se encuentra en el célebre Eucologio de Grottaferrata.
Por lo tanto, en las Congregaciones para la revisión del Eucologio, reunidas tanto bajo Urbano VIII como en Nuestro tiempo, con Nuestra aprobación, se decretó que en el Eucologio que debía corregirse y reimprimirse, el Rito de la reconciliación de los penitentes se redactara en la forma que se lee en el Eucologio de Grottaferrata, como efectivamente se hizo.
Y puesto que en la Congregación celebrada el 7 de enero de 1748 se planteó la duda de si debía corregirse el Rito de la reconciliación de los apóstatas que regresaban a la unidad de la Iglesia según la forma transmitida por el Decreto de Metodio, se observó que la unción de quienes se reconciliaban debía realizarse de la misma manera en que se unge a quienes son bautizados. Sin embargo, durante dicha unción no debían pronunciarse las palabras "Sello del don del Espíritu Santo", las cuales se encuentran únicamente en algunos pocos Eucologios recientes. Por ello, en otra Congregación celebrada el 18 del mes siguiente de febrero, se decretó: "Corríjase el Eucologio impreso según la forma del Eucologio Patriarcal del Cardenal Besarión, actualmente de Grottaferrata". Tras habérsenos presentado esa relación, y después de haberlo evaluado y considerado todo, ese Decreto fue confirmado con Nuestra aprobación.
59. Ahora corresponde hablar del cuarto capítulo del Monito, que trata sobre ciertas impurezas particulares, para cuya purificación se mencionan en el Eucologio algunas bendiciones y oraciones especiales. Estas son las palabras del Monito: “Finalmente, debe saberse que si algo inmundo o contaminado cae en un pozo o en otro recipiente que contenga cualquier líquido, o si algo impuro es tocado o comido, o si nace en la iglesia un animal impuro o allí muere, los sacerdotes de la Iglesia Oriental utilizan las oraciones y bendiciones contenidas en el Eucologio, conforme a la costumbre de su propia Iglesia; sin embargo, de ninguna manera pretenden observar los preceptos de la antigua Ley, que fueron abrogados con la venida de Cristo, como es manifiesto para todos”.
60. En el Eucologio que fue objeto de corrección, así como en el célebre Eucologio de Grottaferrata del difunto Cardenal Besarión y también en otros códices antiquísimos, se encuentra una oración en la que se menciona lo que había sido establecido en la antigua Ley sobre la distinción entre alimentos puros e impuros, y sobre la impureza legal que contraía quien comiera algo impuro en contra de la prohibición de la Ley. Al mismo tiempo, se añade que quien haya comido alimentos impuros no puede recibir sin pecado el Cuerpo y la Sangre preciosos de Cristo. Esto dio lugar a discusiones sobre si de dicha oración y de otras similares podía surgir la sospecha de que en ellas se contenían y expresaban ideas sobre la observancia de ceremonias legales de la antigua Ley que se pretendían unir y conservar junto con la nueva Ley y el Evangelio. Para comprender si esta sospecha tiene algún fundamento, escribiremos brevemente las siguientes proposiciones, a partir de las cuales todo será esclarecido y presentado bajo su debida luz.
61. La primera es la siguiente. Las ceremonias de la Ley mosaica fueron abolidas con la venida de Cristo; después de la promulgación del Evangelio, ya no pueden ser observadas sin pecado. Por lo tanto, la discriminación entre alimentos puros e impuros proclamada por la antigua Ley pertenece a los preceptos ceremoniales. Esto es suficiente para sostener, con pleno derecho, que tal distinción ya no existe y que no debe admitirse una discriminación entre los alimentos. Aunque los bienaventurados Apóstoles (Hch 15,29) prohibieron a los fieles consumir sangre y carnes de animales estrangulados, conforme a la opinión propuesta por Santiago en el Concilio de Jerusalén con estas palabras: “Por lo tanto, considero que no se debe molestar a los gentiles que se convierten a Dios, sino escribirles que se abstengan de las contaminaciones de los ídolos, de la fornicación, de los animales estrangulados y de la sangre”, es evidente que tal disposición fue establecida para evitar cualquier motivo de discordia entre los judíos y los gentiles que se convertían a Cristo. Una vez eliminada esta razón, también debe considerarse abrogado el precepto.
“Por lo tanto, los preceptos legales del Antiguo Testamento, es decir, las ceremonias de la Ley mosaica, los ritos sagrados, los sacrificios y los sacramentos, cayeron con la venida de Cristo, nuestro Señor, y tras la promulgación del Evangelio no pueden ser observados sin pecado. Asimismo, la distinción entre alimentos puros e impuros de la antigua Ley pertenece a las leyes ceremoniales que quedaron obsoletas con el surgimiento del Evangelio. La misma prohibición de los Apóstoles de consumir carnes ofrecidas a los ídolos, de animales estrangulados y de sangre, fue adecuada para aquellos tiempos, pero destinada a eliminar toda discordia entre judíos y gentiles. Extinguida la razón de esa prohibición apostólica, también su efecto debía cesar”.
62. Las afirmaciones mencionadas se han deducido de la Profesión de Fe Ortodoxa que los Orientales deben expresar por prescripción del Papa Urbano VIII y que fue publicada por la Congregación de Propaganda Fide en el año 1642. Es completamente conforme a la doctrina de Santo Tomás, quien trató ampliamente este tema en la Summa (1, 2, cuestión 103, art. 4, ad tertium). No faltan documentos aún más antiguos que afirman la misma doctrina. De hecho, el Papa San Gregorio II, en el Capitolare con el cual envió como Legados en Baviera al Obispo Mariniano y al Presbítero Jorge, en el capítulo 7 se expresa de este modo: “Nada debe considerarse impuro en la ingestión de alimentos, excepto lo que fue inmolado a los ídolos, ya que, como ha sido enseñado por el Magisterio Apostólico, toda criatura de Dios es buena y no se debe rechazar nada de lo que se recibe como un favor”.
De manera similar, San Nicolás I (en respuesta a la Consulta de los Búlgaros, n. 43), declara lo siguiente sobre los animales puros e impuros: “Qué animales o aves es lícito comer, según mi parecer, lo demuestra el mismo Señor, cuando después del Diluvio confió a Noé y a sus hijos todos los animales para que los comieran... Por lo tanto, no está prohibido alimentarse de ningún animal cuyas carnes no sean perjudiciales para el cuerpo y que la Comunidad humana acepte y apruebe como alimento”. También en el Concilio de Florencia, en el Decreto emitido para los Jacobitas, en la Collectio Labeana (tomo 13, p. 1209), se leen las siguientes palabras: “La Sacrosanta Iglesia Romana cree firmemente, profesa y predica que toda criatura de Dios es buena y que no se debe rechazar nada de lo que se recibe como un favor, porque, según la palabra del Señor, no es lo que entra por la boca lo que contamina al hombre. Además, la Iglesia afirma que esa discriminación entre alimentos puros e impuros de la Ley Mosaica pertenece a leyes ceremoniales que, con la llegada del Evangelio, han quedado obsoletas... Declara que no debe ser condenada ni prohibida ninguna clase de alimentos que la Sociedad humana acepte; no debe hacerse diferencia alguna entre los animales, sean de género masculino o femenino, y cualquiera que sea la forma en que hayan muerto, aunque, por razones de salud corporal, por ejercicio de virtud, por disciplina regular y eclesiástica, muchos de estos se descarten pero no se prohíban, porque, según el Apóstol, “todo es lícito, pero no todo es conveniente””.
63. La segunda proposición es esta. Aunque después de la promulgación del Evangelio han cesado todas las prescripciones ceremoniales de la antigua Ley y, aunque en la nueva Ley no existe ningún precepto que distinga los alimentos puros de los impuros, como ocurría en la antigua Ley, sin embargo, siempre está en poder de la Iglesia de Cristo, por razones justas y causas graves, restablecer la obligación de observar alguno de los preceptos ceremoniales que estaban en la antigua Ley, aunque hayan sido abrogados por la nueva Ley, siempre que dicho precepto no sea de aquellos que en la antigua Ley estaban particularmente ordenados a prefigurar al Mesías venidero, como es evidente que lo fueron la circuncisión y los sacrificios de animales (lo señala al respecto Vásquez en Divi Thomae, 1, 2, tomo 2, disp. 182, cap. 9, párrafo Ex quibus omnibus), sino que sea de aquellos preceptos que atañen a la disciplina externa y la limpieza del cuerpo. En esta categoría ciertamente debe incluirse lo que había sido prescrito acerca de los alimentos puros e impuros. Esto es aceptado tanto por la disciplina de la Iglesia Occidental como por la Oriental, y está probado por documentos de los primeros siglos.
64. Es célebre la calumnia inventada por los paganos contra los primeros cristianos, según la cual estos se alimentaban de carne humana, especialmente de niños, y bebían sangre humana. Este rumor surgió a raíz de aquella práctica de la disciplina del Arcano, entonces en boga, según la cual debía mantenerse el secreto entre los fieles sobre la presencia real de Cristo en la Eucaristía, de la cual se alimentaban. Al enterarse los paganos de este Misterio, lo tomaron como motivo para inventar dicha calumnia contra los cristianos y difundirla entre el pueblo, como demuestra acertadamente Schelestrato en Dissert. de Disciplina Arcani (artículo único, cap. 4, § 17). También es conocida la respuesta que los antiguos escritores apologistas cristianos daban a los paganos sin violar el secreto, diciendo que era absolutamente imposible que los cristianos comieran carne humana y bebieran sangre, cuando era bien sabido que incluso se abstenían de la sangre y de las carnes de animales asfixiados. Tertuliano usa este argumento en el cap. 9 de su Apologeticum.
De esta respuesta se desprende que en aquellos tiempos, es decir, en los primeros siglos de la Iglesia, existía entre los cristianos una cierta selección de alimentos, y que especialmente se abstenían de la sangre y de los animales asfixiados, como observan sabiamente Nicolás Le Nourry en Apparatus in Biblioth. Patrum (tomo 2, dissert. 4 sobre Tertuliano, cap. 12, art. 2) y también Pamelio en el mencionado cap. 9 de Tertuliano, n. 138. Sin embargo, los cristianos sabían que ya no estaba en vigor la prescripción de la antigua Ley Mosaica; no ignoraban que ya se había eliminado la prohibición de los apóstoles sobre la abstinencia de la sangre y los animales asfixiados, y sabían que esos alimentos no estaban prohibidos; no obstante, se abstenían de ellos siguiendo la tradición transmitida por sus padres, considerando conveniente observarla y respetarla: “Por lo tanto, el uso de abstenerse de la sangre y de los animales asfixiados fue observado en esas Iglesias con tanto escrúpulo debido a que habían heredado esa costumbre de sus padres, sabiendo bien que el uso de la sangre y de los animales asfixiados no estaba absolutamente prohibido”. Son palabras de Natale Alessandro (Histor. Ecclesiast., siglo I, dissert. 10).
65. Calmet, en sus Commentar. ad cap. XV Actuum Apostolorum, sobre las palabras “et suffocato et sanguine”, afirma que en algunas Iglesias latinas, durante varios siglos, hasta el décimo y undécimo siglo de la era cristiana, se observó la distinción entre alimentos puros e impuros, así como la abstinencia de la sangre y de los animales asfixiados. Aunque no respalda esta afirmación con ninguna prueba, puede ser corroborada por cualquier persona con cierto conocimiento de documentos eclesiásticos. De hecho, Canisio publicó el antiguo Penitencial Romano, compuesto a finales del siglo VIII o principios del siglo IX, en el cual, bajo el título De Suffocatis, se establece una penitencia para quien haya comido la carne de un animal asfixiado.
Bajo el título De Laceratis, se prescriben penitencias y ayunos para aquellos que hayan comido un pez muerto en un estanque o hayan bebido agua de un pozo donde se hayan encontrado muertos un ratón o una gallina, hasta que dicho pozo haya sido completamente vaciado. El cardenal Humberto de Silva Candida, que fue legado del Papa San León IX y disputó enérgicamente con los griegos en Constantinopla, declaró abiertamente en estas discusiones que no había disenso entre latinos y griegos en esta materia, ya que en algunas Iglesias latinas se observaba la abstinencia de la sangre y de los animales asfixiados al igual que entre los griegos: “Siguiendo diligentemente la costumbre y la tradición de nuestros padres, rechazamos estas cosas por las cuales –excepto en peligro de vida– se impone una grave penitencia a quienes se alimentan de sangre o de cualquier animal muerto en el agua o asfixiado por alguna negligencia humana”. Y en otro lugar añade: “Nosotros, aunque tenemos del Señor y de los apóstoles el permiso de comer todo lo que no sea perjudicial para nuestra salud o la de nuestros hermanos, sin embargo, aún ligados a las tradiciones de nuestras tierras y a los preceptos de nuestros antepasados, evitamos consumir ciertos alimentos, no porque sean malos o impuros, sino porque no nos agradan o porque, debido a su largo desuso, que se ha convertido en una segunda naturaleza, los aborrecemos”.
66. En verdad, en las Iglesias Latinas ya no queda vestigio alguno de estas abstinencias si damos crédito a Cornelio Dalla Pietra (en su Commentar. in Actus Apostolorum, cap. 15), sobre la expresión et sanguine. Sin embargo, en la Iglesia Griega todavía prevalece –y se atribuye a sí misma este mérito– la conservación y observancia del precepto apostólico de abstenerse de la sangre y de los animales asfixiados, como escriben los mencionados Calmet y Cornelio Dalla Pietra en el citado cap. 15 de los Hechos de los Apóstoles (Hch 15). A ellos se suma Cristiano Lupo en sus notas al can. 67 del Concilio Trullano: “Incluso los griegos, hasta tiempos recientes, permanecieron constantes en la observancia de esta Ley Apostólica”, observando la ley del citado Canon Trullano, n. 67, en el que se lee:
“La Sagrada Escritura nos impone abstenernos de lo asfixiado, de la sangre y de la fornicación. Nosotros castigamos debidamente a aquellos que, por su refinado y delicado paladar, preparan y condimentan la sangre de cualquier animal con técnicas culinarias y luego se alimentan de ella. Por lo tanto, si alguien, de ahora en adelante, de cualquier manera consume sangre de animales, si es clérigo, sea depuesto; si es laico, sea excomulgado”.
Solo los armenios, que sepamos, al aceptar la unión con la Iglesia de Roma, declararon abandonar esta costumbre de los griegos. Y a pesar de que el cismático Vartán los persuadió para abstenerse de ciertos alimentos que la Ley Mosaica había declarado impuros (exceptuando la carne de cerdo, que afirmaba les había sido permitida por San Gregorio el Iluminador, primer patriarca de su nación) y también les enseñó a romper recipientes llenos de vino o aceite si caía en ellos accidentalmente una mosca u otro insecto similar, en los encuentros celebrados para alcanzar la tan anhelada y deseada unión de la Iglesia Armenia con la Iglesia de Roma, se estableció lo siguiente:
“Los padres armenios de los concilios de Sis y de Adana, deseando conciliar su Iglesia con la de Roma, aprobaron la epístola dogmática de Gregorio, patriarca de Armenia, al Rey Haitón, en la cual rechazaba la discriminación judía de los alimentos con estas palabras: ‘Ordenamos que se consideren purificados en el nombre del Señor, como dice San Pablo, los alimentos llamados impuros que llegan a manos de los pobres’. El señor Nierses, ciertamente Ghelayense, quien también fue doctor y patriarca de Armenia, enseñó que tales alimentos pueden ser bendecidos con oraciones”.
Toda esta información se encuentra en Galano, De Conciliatione Ecclesiae Armenae cum Romana, tomo 2.
67. La tercera proposición se fundamenta en el mismo capítulo cuarto del Monito que estamos tratando; es decir, hemos aprendido que a los sacerdotes griegos no se les prohíbe el uso de ninguna de las oraciones y bendiciones contenidas en su Eucologio, incluso si se refieren a cosas que en la antigua Ley eran objeto de preceptos ceremoniales, siempre y cuando –se añade– todo lo que se haga, no se haga con la intención de observar aún los preceptos de la antigua Ley ya abolida, sino que se realice en obediencia a la nueva Ley Eclesiástica o a la costumbre canónica confirmada y fortalecida por una larga y continua observancia.
Lorino (en el citado cap. 15 de los Hechos de los Apóstoles, vers. 20, paragr. Si abstinent), al referirse a la costumbre de los griegos de abstenerse de la sangre y de lo asfixiado, hace estas observaciones:
“Si los griegos hoy se abstienen de la sangre creyendo estar obligados a esta ley, caen en superstición, porque ya no obliga a nadie, y su observancia recuerda las ceremonias de la antigua Ley; pero si rechazan tales alimentos por gusto natural o por otra causa buena y honesta, no deben ser condenados”.
Goario, respecto al Eucologio de los griegos, en las variantes de las lecciones en las que examina aquella oración que se hace por quienes “han comido alimentos prohibidos e impuros”, añade la siguiente anotación:
“Los orientales se abstienen de consumir alimentos impuros, no por observancia de la Ley Mosaica, sino de la Ley de la Iglesia. Por tanto, están muy lejos de observar un rito judaico, cualquiera sea la perorata de Catumsirito en sentido contrario y sus falsas acusaciones, ya que respetan las tradiciones de la Iglesia”.
Su impudente afirmación tendría algún fundamento si, contra lo que hacen los griegos, se adujeran no solo las razones mencionadas anteriormente, sino más bien que ellos están convencidos de estar todavía vinculados por la falsa opinión de que sigue vigente el precepto de los apóstoles sobre la abstinencia de la sangre y de los animales asfixiados. Esta opinión intenta defender, con escaso éxito, Guillermo Beverigio (Codex primitivae Ecclesiae, tomo 2, cap. 7, n. 5).
Los cismáticos intentaron acusar a la Iglesia Latina de judaizante porque consagra el pan ácimo, observa el sábado y mantiene como rito sagrado la unción de los reyes. Sin embargo, León Alacio, en su excelente obra De perpetua consensione Ecclesiae Occidentalis et Orientalis (lib. 3, cap. 14), rechaza como temeraria esta afirmación de los cismáticos, especialmente en el n. 4, donde argumenta contra los adversarios:
“Dado que los judíos observan el sábado, quien observa el sábado es judaizante; quien no come animales asfixiados también es judaizante, ya que los judíos, según su Ley, no pueden consumir tales cosas. Pero los griegos no consumen animales asfixiados, por lo tanto, también ellos son judaizantes”.
Finalmente, en el n. 9, concluye a nuestro favor: no se puede afirmar de manera absoluta e indiscriminada que alguien que realiza alguna acción o práctica en la Iglesia que es similar a las ceremonias de la antigua Ley sea un judaizante.
“Si alguien observa y realiza ciertas acciones por otro propósito y conveniencia, incluso con intención de culto y como ceremonia religiosa, pero no según el espíritu y los principios de aquella antigua Ley, sino por decisión propia, por alguna costumbre humana o incluso por precepto de la Iglesia, no peca; y no puede ser acusado de judaizante. Por tanto, no siempre quien en la Iglesia realiza algo que se asemeja a las ceremonias de la antigua Ley puede ser acusado de judaizante”.
68. Ya que hemos añadido algo parecido a un apéndice a cada uno de los tres primeros Monitos que hemos tratado en esta Nuestra Encíclica, antes de concluir nuestra escritura queremos añadir a este cuarto Monito su correspondiente apéndice, siempre en conformidad tanto con el tema del Monito como con la edición corregida del Eucologio.
69. En la Ley del Levítico, cap. 12, se establece que la mujer que ha dado a luz a un varón permanecerá impura durante siete días; luego, durante treinta y tres días más, permanecerá “en la sangre de su purificación” (Lv 12). Si, en cambio, ha dado a luz a una niña, será impura durante dos semanas, y durante sesenta y seis días permanecerá igualmente “en la sangre de su purificación”. Ella no podrá entrar en el Santuario hasta que haya transcurrido todo este tiempo; y cuando acceda por primera vez al Templo, deberá ofrecer una determinada oblación.
70. No se puede negar que esta prohibición tuvo vigencia durante cierto tiempo en la Iglesia. En efecto, se lee en los Cánones Penitenciales de Teodoro, citados por Ivo en su Decreto y también mencionados por el venerable cardenal Baronio bajo el año de Cristo 266:
“La mujer que entra en la Iglesia antes de haberse purificado de la sangre tras el parto, si ha dado a luz un varón, haga penitencia durante treinta y tres días; si ha dado a luz una hembra, durante sesenta y seis días. Si decide entrar en la Iglesia antes del tiempo establecido, haga penitencia con pan y agua durante tantos días como debía permanecer fuera de la Iglesia”.
Sin embargo, no se puede negar que esta prohibición fue abrogada en la Iglesia Latina con el transcurso del tiempo.
“Si en el mismo momento en que ha dado a luz entra en la Iglesia para agradecer a Dios, no comete ningún pecado”: son palabras del Papa San Gregorio Magno, citadas también en el Decreto de Graciano (can. 2, dist. 5).
El Papa Inocencio III, en la decretal Volens, De Purificatione post partum, tras citar el texto “La Ley fue dada por Moisés; la Gracia y la Verdad vinieron por medio de Jesucristo”, declara que no debe prohibirse a la mujer que acaba de dar a luz entrar en la Iglesia por motivos de devoción; si lo hace, no peca:
“No son culpables y nunca se les debe negar la entrada en la Iglesia, para que no parezca que queremos convertir su pena en culpa. Sin embargo, si por respeto deciden permanecer fuera, no creemos que su devoción deba ser reprendida”.
Y dado que la Beatísima Virgen María, aunque no estaba sujeta de ninguna manera a la Ley del Levítico, quiso someterse a ella cuando, transcurrido el tiempo del puerperio, se presentó junto con su Divino Hijo en el Templo, se instituyó en memoria de este hecho el rito que se encuentra en el Ritual Romano del Papa Pablo V. Según este rito, la mujer que ha dado a luz, al término de su puerperio, se presenta en la Iglesia, donde es recibida por el sacerdote en la puerta y es asperjada con agua bendita mientras se recita una oración. Luego, tomando el extremo de la estola del sacerdote, se dirige al altar y, arrodillada frente a él, ora agradeciendo a Dios los beneficios recibidos.
Ahora bien, esta bendición de la mujer después del parto en la Iglesia Latina no está prescrita por ninguna ley, y si la mujer la omite, ya sea por descuido o indiferencia, no comete pecado, como explica de manera excelente Quarto en su obra De Benedictionibus (tit. 3, secc. 12, dub. 1).
71. En la Iglesia Griega, la ley del puerperio se observa religiosamente como un precepto, y no se permite a la mujer que ha dado a luz entrar en la Iglesia antes del tiempo establecido. Es más, en siglos anteriores, la disciplina de los griegos llegó a tal grado de severidad que rechazaban de la Comunión Eucarística a las mujeres menstruantes, incluso si se encontraban en peligro de muerte. Por esta ley, fueron severamente criticados por el cardenal Humberto de Silva Candida, como se puede leer en el cardenal Baronio bajo el año del Señor 1054.
En lo posible, este rigor fue posteriormente mitigado, permitiendo que las mujeres en peligro de muerte durante la menstruación pudieran recibir la Eucaristía. Esto fue considerado justo en la Epístola Canónica de Dionisio de Alejandría y en la Novella 13 del emperador León I el Sabio. Sin embargo, debe recordarse aquí la observación del cardenal Baronio (bajo el año del Señor 266, n. 11), en la cual señala que en esa carta, Dionisio solo expuso una opinión personal, sometiéndola al juicio de otros, especialmente a la censura de Basilides:
“No he escrito esto como maestro, sino que he querido manifestar con toda humildad mi opinión; cuando la examines detenidamente, según te parezca justo y más conveniente, me responderás”.
Al contrario, es mucho más clara la razón expuesta por el Papa San Gregorio Magno en esa carta que Graciano incluyó:
“No se debe imputar como culpa aquello que resulta superfluo en la naturaleza y que una mujer soporta contra su voluntad, al punto de ser injustamente privada de la entrada en la Iglesia” (Graciano, Canon 4, dist. 5).
En lo que respecta a la Comunión Eucarística, el santo Doctor no desaprueba que la mujer se abstenga de recibirla por reverencia; pero, si en ese período de tiempo decide comulgar, él declara abiertamente que no la condena:
“Si por gran reverencia no se atreve a recibir la Eucaristía, es digno de alabanza; pero si la recibe, no es digno de condena. Ciertamente, es de buenos sentimientos quien se considera en alguna manera culpable allí donde no existe culpa alguna”.
Por tanto, la disciplina de los griegos en esta materia no cuenta con la aprobación de Teófilo Raimundo (tomo 16 de sus obras, titulado Heteroclita Spiritualia, p. 33, n. 28, publicado en Lyon). El mismo Goario, generalmente defensor y partidario de los griegos, en sus notas sobre el Eucologio (p. 70), declara abiertamente que la ley que aparta de la sagrada Mesa a las mujeres menstruantes llega a un rigor excesivo y va contra toda regla:
“Debería actuarse con mayor indulgencia hacia las mujeres impuras: se trata de una condición natural, un peso del cual la naturaleza se alivia sin quererlo, cualquiera que sea lo que digan u objeten los griegos”.
Y después de estas palabras, se apela a la autoridad de San Gregorio, tal como se desprende de la carta citada.
72. Pero, independientemente de lo que se diga sobre las mujeres menstruantes, ya sea en referencia a su entrada en la Iglesia o a permitirles recibir el Cuerpo del Señor, volviendo al tema de las puérperas (en la Iglesia Latina, la observancia del puerperio, como ya se ha dicho, no es un precepto, sino únicamente una recomendación), en la Iglesia Griega existe el precepto de abstenerse de entrar en la Iglesia hasta que haya transcurrido cierto número de días:
“Los griegos lo prescriben como una obediencia obligatoria; los latinos, únicamente como una demostración de deferencia” (Goario, pasaje citado, p. 269).
En el Eucologio se encuentran las oraciones que debe recitar el sacerdote en esa ocasión; asimismo, en el mismo Eucologio se detalla todo el rito que completa la ceremonia del puerperio.
73. Por lo tanto, en la Congregación reunida para la corrección del Eucologio, tanto bajo Urbano VIII como durante Nuestro Pontificado, esta materia fue tratada y discutida con gran diligencia. Nadie propuso eliminar del Eucologio el rito del puerperio; únicamente hubo quien sugirió suprimir la prescripción del plazo de cuarenta días y sustituirla con otras oraciones. Se recomendó, además, modificar la oración que aparece en el Eucologio y que parece conceder demasiado a aquella impureza legal, según la cual los judíos separaban a sus mujeres durante cuarenta días de toda relación externa y las excluían del Templo. En efecto, en esta oración, de manera poco adecuada, se suplica a Dios así:
“Purifícala de todo pecado y de toda impureza, etc.; lava las impurezas de su cuerpo y las manchas de su alma durante estos cuarenta días”.
74. En verdad, resulta claro, como otros han señalado sabiamente, que algunos ritos ceremoniales de la antigua Ley pueden conservarse en la nueva Ley, siempre que esto no ocurra en virtud de la antigua Ley, que ha sido superada, sino únicamente para observar una costumbre o una legítima tradición, o bien por un nuevo precepto emanado de quien tiene reconocido un poder legislativo y coercitivo válido, como afirma Vásquez (en el citado tomo 3, parte 3, de la Suma de Santo Tomás, disp. 210, cuest. 80, art. 7). Por lo tanto, nadie puede sorprenderse de que la observancia del puerperio se proponga a las mujeres del rito latino como una recomendación, mientras que a las mujeres del rito griego se imponga como Ley.
Sin embargo, dado que los griegos realizan el rito del puerperio, como en su momento lo hacían los antiguos hebreos, pero no ofrecen la oblación al sacerdote según la costumbre hebrea, ya que, al contrario, santifican el rito con oraciones específicas mediante las cuales se suplica a Dios que perdone los pecados de la mujer, en caso de que los hubiera cometido, invocando además con este fin el patrocinio de la Virgen Madre de Dios, por todas estas razones, en la sesión celebrada por quienes recibieron de Nos el mandato de la corrección del Eucologio –como indicamos al inicio–, el día 8 de enero de 1747, se concluyó que nada debía ser cambiado en esta materia. Y Nos, posteriormente, aprobamos esta resolución.
Es fácil, por tanto, adaptar el verdadero sentido de las palabras de la Oración Griega, diciendo naturalmente que se suplica a Dios que purifique completamente el alma de la mujer de toda culpa y que libere también su cuerpo de cualquier impureza, no legal, sino natural, hasta el punto en que implique una impureza espiritual. Dado que también la limpieza externa del cuerpo forma parte del culto y del respeto debido a la Iglesia y a las cosas sagradas, por eso, en los primeros siglos, los fieles no entraban en la Iglesia si no se habían lavado diligentemente antes, como atestigua San Juan Crisóstomo; y, además, en privado, no se atrevían a tocar el libro de los Santos Evangelios sin antes haberse lavado las manos.
75. Todas estas cosas hemos considerado necesario exponéroslas, amados hijos, mediante esta Nuestra Carta Encíclica, para que comprendáis las razones por las cuales la Sede Apostólica ha considerado necesario asumir esta laboriosa tarea de corregir el Eucologio, y para que entendáis con cuánta diligencia, estudio y por qué justa y prudente razón Nos hemos dedicado a este trabajo que hemos llevado a término. Se han dejado intactas todas aquellas cosas que se encuentran en los Eucologios y que destacan por su antigüedad y autoridad. Nada ha sido eliminado o corregido, excepto lo que en las ediciones más recientes aparecía interpolado por negligencia o malicia.
Se han conservado todas aquellas cosas que, a Nuestro juicio, debían ser preservadas. Más aún, siempre se ha usado una interpretación benévola, para que vuestro rito no parezca menoscabado. Por todo ello, no dudamos en haber manifestado la sincera estima de Nos y de la Sede Apostólica hacia vosotros, y confiamos en que comprenderéis con cuánto increíble afecto y solicitud somos impulsados para que vosotros, venerables Hermanos y amados Hijos, perseveréis en la santa Unión, y para que los demás errantes sean llamados, por la gracia de Dios, a la misma Sociedad y al camino de la salvación.
Será vuestra responsabilidad utilizar en el futuro esta edición corregida del Eucologio y vigilar diligentemente que, en caso de que se realice una nueva edición, sea conforme en todos sus párrafos a esta que salió en 1754 por los tipos de la Congregación para la Propaganda de la Fe, para que se cierre toda entrada a los errores y absurdos que en tiempos anteriores deformaron y contaminaron algunas otras ediciones.
Finalmente, os pedimos que Nos sostengáis con vuestras oraciones en la ardua labor del gobierno de la Iglesia Universal, y os impartimos con mucho afecto la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 1 de marzo de 1756, en el decimosexto año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV