GRAVISSIMUM SUPREMI
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Arzobispos, Obispos y Ordinarios del Reino Napolitano
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
El grave ministerio del Supremo Apostolado, que se nos confió sin mérito, requiere principalmente dos elementos: primero, conducir a abrazar la Santa Religión a aquellos pueblos que nunca la han recibido o que, después de haberla recibido, por una desdicha infeliz la perdieron; segundo, que la misma Religión adquirida sea diligentemente mantenida en aquellos lugares donde, por la Divina Providencia, se conserva íntegra. Además, bajo el nombre de Religión no entendemos únicamente aquellas verdades que necesariamente debemos sostener con fe para alcanzar la salvación, sino también aquellos principios que deben manifestarse en los hechos para demostrar una vida y costumbres coherentes con la Religión cristiana y para obtener, tras el curso de esta vida, la felicidad bienaventurada en el cielo.
1. En verdad, los Romanos Pontífices, nuestros Predecesores, para responder a este deber, eligieron en cada época hombres eminentes por su piedad y doctrina, para difundir en todos los continentes la Fe Católica. Siguiendo sus ejemplos, según la modestia de nuestras fuerzas y las dificultades de los tiempos, hemos mantenido la misma línea. En segundo lugar, los Romanos Pontífices siempre dedicaron todos sus esfuerzos a suscitar la disciplina de las costumbres y la santidad decaída en algunas Diócesis; no consideraban suficiente el celo del solo Obispo y su actividad organizadora. De hecho, o enviaron a esas Diócesis Visitadores Apostólicos, o emplearon otros remedios que les parecían más idóneos. También nosotros hemos seguido este pensamiento cada vez que llegaron a nuestros oídos las quejas de los fieles, para que, con celo, aliviáramos las negligencias conocidas antes de presentarnos ante el Juez Supremo. En efecto, a menudo designamos Visitadores provistos de autoridad pontificia que restablecieran la disciplina original donde fuera necesario. Enviamos muchos mensajes a Obispos particulares, a muchos o a todos, para estimular su celo; tomamos otras disposiciones o iniciativas, que aquí es inútil enumerar.
2. Después de esto, no podemos ocultar que hemos buscado en vuestras ciudades ciudadanos honestos, pero encontramos que muchos estaban extraviados, especialmente en las montañas, alejados de vuestras sedes, llevando una vida apartada de toda virtud. Estos, aunque no se apartan de la Fe, como esperamos, sin embargo, con costumbres corruptas y las consecuencias que de ellas se derivan, atraen sobre sí la ira divina y se precipitan hacia la muerte sin antes haber mostrado frutos dignos de penitencia.
3. Esto requiere sobre todo vuestra y nuestra diligencia, para que en una situación tan grave no parezcamos ociosos y perezosos. Por eso hemos reflexionado largamente sobre los remedios oportunos y, en primer lugar, nos hemos encomendado a Dios, padre de la luz; luego, dirigimos nuestras oraciones a la Beata Virgen, en cuyo día natal redactamos esta carta. Finalmente, hemos creído oportuno exhortaros a ejecutar con firmeza, para el bien de vuestras Diócesis, lo que os hemos propuesto.
4. En este tiempo, nosotros mismos, con encargos más modestos durante varios años, hemos ejercido el oficio de Promotor de la Fe, cuyo deber propio, previo examen minucioso, es ponderar las virtudes y méritos de aquellos que deben ser contados entre los Santos. Durante ese tiempo, pertenecimos durante varios años a la Secretaría de la Sagrada Congregación de los Cardenales intérpretes del Concilio de Trento, quienes, en virtud de su encargo, buscan de todos modos eliminar la corrupción que amenaza las Diócesis. Además, habiendo conocido en aquel tiempo, por familiar trato, a muchos Obispos eminentes por su profunda doctrina y por su celo de piedad, y habiendo ejercido también, antes del Pontificado, la sede de Ancona y siendo trasladado a la sede de Bolonia (cuya administración llevamos a cabo junto con la Sede Pontificia), permanecimos en ella más de una década. Enseñados por la larga experiencia, hemos comprendido que, para corregir las costumbres corruptas, que comienzan a propagarse, que ya florecen o que, confirmadas por el tiempo, ocupan demasiado las Diócesis, nada es más útil que implorar la ayuda y las fuerzas ajenas, es decir, convocar en todas partes las Santas Misiones, especialmente en aquellas zonas más alejadas de la Ciudad.
5. Los misioneros con razón son comparados al apóstol Juan y sus colegas, quienes fueron llamados desde otra embarcación para ayudar a Pedro y Andrés, que luchaban en el mar o no podían, debido a la abundancia de peces, sacar las redes a tierra, como se relata en el Evangelio de Lucas, comentado por Maldonado de esta manera: “Los Pastores de la Iglesia, cuando por sí solos no son suficientes para la carga impuesta o aceptada, deben llamar a otros para que los ayuden”. Esta misma idea, antes de Maldonado, la había señalado Jansenio (Concordancias Evangélicas, cap. 25).
6. Cuando ejercimos el cargo de Promotor de la Fe, examinamos las virtudes y las obras prodigiosas realizadas por los siervos de Dios Giovenale Ancina, Obispo de Saluzzo; el Cardenal Roberto Bellarmino, Arzobispo de Capua; Alejandro, primero Obispo de Saulo y luego de Pavía, a quien declaramos beato de forma solemne; y finalmente los santos Vicente de Paúl y Juan Francisco Regis, que los Papas, nuestros Predecesores, inscribieron debidamente en el registro de los Santos. Por tanto, meditando sobre las egregias hazañas de estos hombres eminentes, se derivó una gloria increíble a los tres primeros en la administración de la cura de las almas, especialmente por esta razón: que pusieron todos sus esfuerzos en que se realizaran las Santas Misiones en sus respectivas Diócesis. Los dos últimos que hemos mencionado fueron hallados llenos de amor hacia Dios y el prójimo; y especialmente San Vicente de Paúl sintió tal caridad que fundó la Congregación de los Misioneros y él mismo, mientras su salud lo permitió, ejerció las mismas Misiones. También Juan Regis mostró públicamente estar consumido por el fuego sagrado de la caridad, al punto de no dudar en enfrentarse a montañas ásperas y difíciles para instruir a poblaciones ignorantes de la doctrina y las costumbres cristianas, cada vez que lo requería el Obispo o su representante.
7. Asimismo, sabéis que es costumbre de los Obispos informar en tiempos establecidos a la Sagrada Congregación Intérprete del Concilio de Trento sobre sus propias Iglesias y exponer claramente su estado. Por lo tanto, siendo Nosotros mismos Secretario, todas las veces que en una Diócesis se informaba que se habían convocado Misiones por orden de la misma Congregación o de los Sumos Pontífices, alabábamos mucho estas decisiones en las respuestas que solían enviarse a los Obispos, y no olvidábamos exhortarlos a continuar con la loable iniciativa. No pocas veces se nos ordenó reprender a Obispos que no convocaban a los piadosos Misioneros para despertar en el Pueblo la piedad languideciente, como ellos mismos referían, y para fomentar la disciplina entre los Eclesiásticos, y en ambos casos para frenar la facilidad de pecar unida al escándalo.
8. Se ha publicado la historia de las hazañas de Benedicto XIII, bienhechor nuestro, ornamento de vuestra Nación y Arzobispo durante muchos años de la Iglesia de Benevento. De igual manera, se ha publicado la vida del Cardenal Íñigo Caracciolo, quien ocupó la sede de Aversa con gran ejemplo de virtud, y del Obispo De Cavalieri, que administró la Iglesia de Troya con gran piedad y celo religioso. Si no habéis tenido nunca estos libros ante vuestros ojos o en el futuro los procuráis, comprenderéis de inmediato los grandes frutos que ellos y los pueblos bajo su cuidado obtuvieron de las Misiones que organizaron en sus respectivas Diócesis. Nosotros, en verdad, hemos leído cuidadosamente estas historias y con gran placer seguimos la divulgación impresa de todo lo que esos hombres ilustres nos explicaron a menudo mientras aún estaban en vida. En efecto, Benedicto XIII, cuando era Pontífice, siempre hizo uso de nuestra obra. Los demás que ahora hemos mencionado no pocas veces necesitaron hablar con Nosotros, y a ellos les dimos cartas con las cuales se facilitara su Misión.
9. Finalmente, Nosotros mismos hemos descubierto la utilidad y la necesidad de las Santas Misiones, todas las veces que las realizamos en la Diócesis de Ancona, durante el tiempo en que se nos confió, y cuando administramos personalmente la Iglesia de Bolonia. Incluso ahora nos esforzamos diligentemente para que las mismas Misiones sean indicadas por quien, según las normas, nos sustituyó y siguió los consejos que le habíamos prescrito. Entonces vimos confirmada la verdad de lo que el jesuita Pablo Segneri, célebre orador y escritor por sus Misiones, dejó escrito: “En tiempo de Misiones, se puede convocar a tantos predicadores de mérito como, animados por los piadosos ejercicios, se inflaman en la confesión; con su ejemplo atraen a otros a practicar la misma virtud. De esas Misiones se deriva un fruto mayor si el pueblo asiste con mayor frecuencia; por esta razón, más aumenta la intensidad del fuego si en el mismo lugar se acumulan más carbones”.
10. Por último, se puede afirmar que este remedio que se propone para corregir los vicios del pueblo no es nuevo, ni incierto, ni inventado por Nosotros. Es un remedio antiguo, muy adecuado para curar los males y quizá único, pues tantos Obispos, insignes por su piedad, lo emplearon con gran utilidad en sus Diócesis. Nosotros mismos lo hemos experimentado muchas veces, y también vosotros, sin duda, habéis reeducado al Pueblo que se os ha confiado mediante las Santas Misiones.
11. Sin embargo, para que este remedio no carezca de eficacia, se debe rogar mucho a Dios, porque “ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que da el crecimiento” (1 Cor 3,7). Por tanto, se deben elegir Misioneros destacados por su doctrina, que instruyan al pueblo con esmero. Pues con razón suponemos, y lo escribimos no sin lágrimas y tristeza, que muchas almas entre las que se nos han confiado a Nosotros y a vosotros han caído en la perdición, según afirman los Teólogos, porque ignoraron completamente las cosas necesarias por falta de medios. Es necesario llamar a Misioneros que, tras reprender al pueblo por sus pecados y escándalos, muestren la gravedad y la malicia de estos mediante sus sermones, y puedan reprenderlos enérgicamente. Nos consta por el testimonio de San Marcos, capítulo 3, donde Cristo elige a los Apóstoles para enviarlos a predicar (Mc 3,15). Lo mismo se deduce de los Hechos de los Apóstoles, capítulo 6, donde se atestigua que la predicación de la palabra es una tarea peculiar confiada a ellos: “No es justo que abandonemos la palabra de Dios para servir a las mesas” (Hch 6,2). Lo mismo enseña San Pablo en la Primera Carta a los Corintios: “Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el Evangelio” (1 Cor 1,17), y en la Segunda Epístola a Timoteo: “Te encarezco delante de Dios y de Jesucristo, que juzgará a vivos y muertos: por su venida y por su reino, predica la palabra, insiste a tiempo y fuera de tiempo” (2 Tim 4,1-2).
12. Además, los Misioneros, con el modo de su vida y su ejemplo, deben inflamar al pueblo hacia la virtud. “En todo preséntate como ejemplo de buenas obras”, dice el mismo Apóstol a Tito (Tit 2,7). San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, testifica que Cristo Señor “comenzó a hacer y a enseñar” (Hch 1,1). Finalmente, es necesario que los Misioneros se dediquen completamente a Dios y no alimenten ningún deseo de vanagloria mientras se ocupan de instruir al pueblo, ni esperanza de ganancia, aunque sea mínima. Sabemos, en efecto, que las Misiones han producido grandes frutos desde que San Carlos ocupó la sede de Milán. Esto ocurre incluso ahora por obra y virtud de los Oblatos, que él instituyó y que se llaman “de San Ambrosio”. En efecto, entre otras cosas, han prescrito lo siguiente: no causar molestia a nadie y no estar motivados por ninguna razón para aceptar cosa alguna en donación, como claramente se desprende de los Actos de la Iglesia Milaneses (impresos en 1599, párrafo 5, p. 841). Dirigid vuestra atención a San Juan Crisóstomo, quien en la Homilía 46 sobre Mateo dice que todo el mundo fue llevado por los Apóstoles del error a la verdad, de la superstición antigua a abrazar la verdad cristiana, no porque resucitaran a los muertos, sino porque liberaron el alma de toda pasión y avaricia: “¿Qué los hace aparecer grandes? El desprecio del dinero, de la gloria, la exención de todas las preocupaciones de la vida; si no hubieran tenido esto, aunque hubieran resucitado a los muertos, no solo no habrían beneficiado a nadie, sino que habrían sido considerados impostores” (Juan Crisóstomo, Hom. 46 sobre Mateo).
13. La ciudad de Nápoles acoge a un gran número de eclesiásticos, destacados por su piedad, doctrina y experiencia en el campo de las Misiones. Las Congregaciones de la Sede Arzobispal del padre Pavone están llenas de tales hombres, al igual que los sacerdotes que llevan el nombre de San Gregorio y son conocidos como Operarios Piadosos. Además, no faltan casas de sacerdotes que pertenecen a la Congregación de San Vicente de Paúl. La mies es mucha y los obreros son suficientes, si se distribuyen adecuadamente según las necesidades y utilidades de la población.
14. Podréis contar con Nuestro Amado Hijo, el cardenal Spinelli, Arzobispo de Nápoles, bajo cuya responsabilidad deberá organizarse todo; por esta razón le enviamos una Carta nuestra, en la cual le pedimos que asuma esta tarea y le otorgamos facultades para recurrir a otros colaboradores o delegados en un asunto tan importante, considerando las pesadas preocupaciones que lo abruman y los dolores que ha enfrentado y enfrenta para que la Viña del Señor sea cultivada convenientemente. Si alguno de vosotros solicita las Misiones, acuda al mismo Cardenal, quien designará sacerdotes adecuados según las necesidades; determinará su número y fijará el tiempo para que las Misiones sean realizadas. Él, siendo tan sabio, entenderá que no se puede hacer todo al mismo tiempo.
15. Los Misioneros necesitarán facultades extraordinarias, que otorgaremos con gusto del tesoro de la Iglesia, para que lleven a cabo con éxito esta importantísima obra. Indicaremos dichas facultades al cardenal Spinelli, para que los Misioneros, acudiendo a él o a sus delegados, obtengan fácilmente lo que sea más adecuado para la gloria de Dios y la salvación de las almas.
16. Comprendemos las dificultades que los Misioneros podrían enfrentar para trasladarse a los territorios de los samnitas y los calabreses. Sin embargo, dado que en esos lugares se encuentran los Padres Dominicos y los Jesuitas, sus Generales, bajo nuestra orden, reunirán a los Provinciales para que elijan a algunos entre ellos, quienes llevarán a cabo las Misiones en esas regiones, sin recibir compensación alguna por parte del clero o de los administradores públicos. Los nombres de estos Misioneros se comunicarán al cardenal Spinelli, a quien deberán dirigirse los Obispos del Samnio y de Calabria, para que las Misiones se desarrollen regularmente en sus Diócesis, tal como confiamos que sucederá en las otras Diócesis no muy alejadas de la ciudad de Nápoles.
17. Sin embargo, nos parecería inútil añadir nota alguna respecto a la destacada piedad y religiosidad de Nuestro Carísimo Hijo en Cristo, Carlos, Rey de las Dos Sicilias, si no os exhortásemos a pedir al mismo Rey que intervenga generosamente con su autoridad, si fuese necesario, para que las Misiones se lleven a cabo debidamente. En efecto, sabemos por experiencia, y tampoco vosotros lo ignoráis, que nunca se le propuso en el Reino algo que no sirviese principalmente para la gloria de Dios.
18. Concluimos esta Carta, para que no resulte demasiado extensa, poniendo ante vuestros ojos el ejemplo del Santo Rey Josafat. Los sacerdotes, como ministros, salieron al encuentro del Rey victorioso y “enseñaron al pueblo de Judá teniendo consigo el libro de la ley del Señor; recorrieron todas las ciudades de Judá y educaron al pueblo” (2 Cr 17,9). Pero no fue suficiente para el Rey la obra de los sacerdotes, sino que él mismo acudió al pueblo desde Beerseba “hasta el monte de Efraín y los recondujo al Señor, Dios de sus padres” (2 Cr 19,4), como se relata en el capítulo 19. Proponed imitar su ejemplo; y no solo enviad a los sacerdotes por las Diócesis, sino recorredlas vosotros mismos siempre que los problemas más graves os lo permitan. Así, el pueblo, conmovido por vuestra presencia y virtud, se encenderá más en el deseo de seguir el camino del Señor. Si hay que soportar alguna incomodidad, conmoveréis más fácilmente a Dios en esta condición, para que no os haga pagar por la negligencia con que dejasteis de visitar las Diócesis, permaneciendo en vuestra Sede cuando era necesario: algo que sabemos con certeza que ha ocurrido con algunos de vosotros. Y no faltarán medidas de la Providencia Apostólica para remediar este mal que se ha prolongado en el tiempo. Entretanto, no dejaremos de recordaros a vosotros y a vuestro rebaño cada vez que celebremos en el altar.
A vosotros y al Pueblo confiado a vuestro cuidado, impartimos de corazón la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 8 de septiembre de 1745, año sexto de nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV