IN SUPREMA CATHOLICAE


CARTA BREVE

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A todos los Cristianos que leerán la presente Carta

Salud y Bendición Apostólica.

En el supremo gobierno de la Iglesia Católica, que Dios Omnipotente Nos ha confiado por la inefable generosidad de su Divina Bondad, confiábamos en encontrar no poca ayuda a Nuestra debilidad en la concordia general de los Príncipes Cristianos. Por ello, a Nuestro ánimo casi postrado y aterrorizado por la grandeza y la dificultad de tan grande responsabilidad, le había surgido una gran esperanza de encontrarnos en tiempos en los que, apagados los incendios de las guerras, obtenida la unión de los Reinos, desaparecido el temor de los enemigos y alcanzada la tranquilidad por medio de Aquel que manda a los vientos y al mar, podríamos cumplir más fácilmente con los deberes de Nuestro Oficio Pastoral y con el cuidado del rebaño del Señor.

Sin embargo, tras un inicio menos áspero en el oficio emprendido, luego se manifestó gradualmente una situación de la Cristiandad cada vez más triste y lamentable, hasta el punto de que, estallando toda Europa, como si se hubieran encendido por todas partes antorchas de guerra, ahora Nos agitan los flujos turbulentos de la tempestad, y casi Nos sumergen; tanto que Nos vemos obligados a denunciaros más abiertamente, con gemidos y lamentos, junto con Nuestro Predecesor San Gregorio Magno, el final de un mundo ya envejecido y la cercanía del día de la ira y de la venganza.

En efecto, tenemos noticia de que un Reino se levanta contra otro Reino y un pueblo contra otro pueblo, aunque todos ellos son honrados con el nombre de Cristianos; su agresividad aflige las tierras, y lo que sucede en otros lugares lo vemos, derramando tantas lágrimas, que ocurre aquí ante Nuestros propios ojos. Varios terremotos en diferentes lugares habían dado previamente el aviso para que huyéramos de la zona de peligro: campos y cosechas llevadas por inundaciones; un contagio pestilente de los peores ha despoblado en gran parte diversas regiones; los campos abandonados por los colonos; muchísimos hombres muertos de sed y hambre. Las ciudades vacías de habitantes; las calles cubiertas de cadáveres; cuerpos insepultos sobre otros cuerpos, y además la sangre derramada como agua: señales evidentes de la ira divina aparecieron por todas partes y aún hoy muestran el brazo de una justicia vengadora; más aún, para que no parezca faltar algo a estas amarguísimas calamidades que especialmente se ciernen sobre Italia, Nosotros mismos vivimos entre espadas y casi tememos que, herido el Pastor, las ovejas se dispersen.

1. Pero recordando justamente que el Señor, cuando está airado, se acuerda de su misericordia y no quiere la muerte del pecador sino que se convierta y viva, haciendo frutos dignos de penitencia, con oraciones privadas y públicas hemos suplicado al Señor que aparte de nosotros Su indignación; sin embargo, para que Él derrame más abundantemente las riquezas de Su misericordia sobre nosotros que acudimos al trono de la Gracia, siguiendo la costumbre primitiva de la Iglesia Romana, hemos decretado abrir los tesoros de los favores celestiales y otorgarlos con liberalidad para que, en este tiempo propicio, cuando aparezca la humanidad de Nuestro Dios Salvador, surja en sus días la abundancia de paz, y Él, haciendo desaparecer las guerras hasta los confines de la Tierra, rompa el arco que ha tensado, destruya las armas y queme con fuego los escudos.

2. Por lo tanto, confiando en la misericordia de Dios omnipotente y por la autoridad de sus Santos Apóstoles Pedro y Pablo, por aquella potestad de atar y desatar que el Señor Nos ha concedido, aunque indignos, a todos los fieles cristianos de ambos sexos que habiten tanto en esta Nuestra Alma Ciudad como en toda Italia y en las islas adyacentes, a aquellos que en la mencionada Nuestra Alma Ciudad participen devotamente en la solemne procesión en la fiesta de San Andrés apóstol, que partirá de la mencionada iglesia de San Andrés della Valle, llamada de los Clérigos Regulares Teatinos, hasta la iglesia de la Beata María Virgen sopra Minerva, de los Frailes del Orden de Predicadores, con la intervención de todo el clero y del pueblo, les concedemos y otorgamos la más amplia indulgencia y remisión de todos los pecados como en el año del Jubileo.

La indulgencia también se concede durante el espacio de dos semanas, comenzando desde la fiesta de San Andrés hasta el tercer domingo de Adviento inclusive, a aquellos que al menos una vez hayan visitado las iglesias o Basílicas de San Juan de Letrán, del Príncipe de los Apóstoles o de Santa María la Mayor y allí durante cierto tiempo hayan elevado a Dios piadosas oraciones y, los miércoles, viernes y sábados de una de estas semanas, hayan ayunado y luego, confesados de sus pecados, hayan recibido devotamente el Sacramento de la Santísima Eucaristía en alguno de esos domingos o también en otro día de estas semanas, y hayan dado a los pobres una limosna como les dicte su devoción. A todos aquellos que habiten fuera de Roma, como hemos señalado, se les concede igualmente la indulgencia plenaria de sus pecados, si visitan las iglesias designadas por los Obispos locales o sus Vicarios u Oficiales, o por mandato de ellos, o, en su ausencia, por quienes ejercen allí la cura de almas, después de haber recibido noticia de esta nuestra carta.

Concedemos y otorgamos a ellos una plenísima Indulgencia y Remisión de sus pecados, según el tenor de la presente Carta, como en el año del Jubileo se acostumbra conceder a quienes visitan las Iglesias designadas tanto dentro como fuera de la Urbe.

3. Concedemos igualmente que los navegantes y aquellos que estén de viaje, apenas regresen a sus hogares, puedan adquirir la Indulgencia bajo las condiciones antes mencionadas, tras haber visitado la iglesia parroquial o principal del lugar donde residan. En cuanto a los Religiosos de ambos sexos y a los Claustrales, así como a todos los demás, sean Laicos o Eclesiásticos, Seculares o Regulares, e incluso a los encarcelados y prisioneros, y a aquellos impedidos por alguna enfermedad u otra dificultad que les impida observar lo expuesto anteriormente, concedemos a los Confesores, ya aprobados para ello por los Ordinarios de los lugares antes de la publicación de la presente o que lo sean posteriormente, la facultad de cambiar las condiciones mencionadas por otras obras de piedad e imponer aquellas que los mismos penitentes puedan cumplir.

4. Además, a todos los fieles Cristianos de ambos sexos, sean Laicos o Eclesiásticos Seculares, así como a los Religiosos de cualquier Orden, Congregación o Instituto, residentes tanto en la Urbe como fuera de ella, en toda Italia y en las islas adyacentes, concedemos la facultad y licencia de elegir a cualquier Sacerdote Confesor, ya sea Secular o de cualquier Orden o Instituto, siempre que, como hemos expuesto, esté aprobado por el Ordinario de los respectivos lugares. El Confesor podrá absolverlos en el foro de la conciencia de todas las Censuras Eclesiásticas, ya sean impuestas por derecho o por persona, de excomunión o suspensión infligidas por cualquier causa, así como de todos los pecados, excesos, crímenes y delitos, incluso graves y enormes, incluidos aquellos reservados al Ordinario del lugar, a Nos o a la Sede Apostólica, así como de aquellos que suelen leerse en las cartas del Jueves Santo. El Confesor podrá cambiar cualquier voto (excepto los votos de Religión y de Castidad) por otras obras piadosas y saludables, tras imponer una penitencia saludable y adecuada, según lo determine su propio criterio.

5. Por lo tanto, en virtud de la presente Carta y bajo Santa Obediencia, ordenamos y mandamos estrictamente a todos Nuestros Venerables Hermanos, Patriarcas, Arzobispos y demás Prelados Eclesiásticos, y a todos los Ordinarios residentes en todos los lugares, y a sus Vicarios o Sustitutos, o, en su ausencia, a todos aquellos que ejerzan la cura de almas, que, apenas reciban esta Carta, ya sea transmitida como original o impresa, la hagan pública inmediatamente, sin demora, obstáculos ni impedimentos, en sus Iglesias y Diócesis, Provincias, Ciudades, Pueblos y Aldeas; y que designen la iglesia o las iglesias que deben visitarse para adquirir la indulgencia.

6. No pretendemos, sin embargo, mediante la presente Carta, dispensar de irregularidades públicas u ocultas, contraídas de cualquier manera por defecto, incapacidad o inhabilidad; ni pretendemos conceder facultades para dispensar, rehabilitar o restituir al estado original, ni siquiera en el foro de la conciencia.

Tampoco pueden ser incluidos en el indulto aquellos que hayan sido excomulgados, suspendidos de los divinos o interdictos por Nos, por la Sede Apostólica o por cualquier otro Prelado o Juez eclesiástico, aunque su nombre no haya sido expresado, ni aquellos que hayan incurrido en sentencias o censuras públicamente denunciadas, a menos que durante el tiempo de las dos semanas mencionadas hayan satisfecho o se hayan reconciliado con las partes implicadas.

7. No obstante las Constituciones y disposiciones Apostólicas que reservan expresamente al Romano Pontífice la facultad de absolver en determinados casos, de manera que nadie pueda arrogarse la concesión de indulgencias o similares, salvo que de ellas se haga mención expresa o una derogación particular; no obstante Nuestra norma de no conceder indulgencias a semejanza de otras; no obstante el juramento y la confirmación Apostólica de cualquier Orden, Congregación Religiosa o Instituto Regular; y no obstante cualquier otra concesión, estatuto, costumbre, privilegio, indulto o Carta Apostólica otorgada, aprobada o renovada de cualquier manera a las mismas Órdenes, Congregaciones, Institutos y sus personas, declaramos que derogamos todas y cada una de estas concesiones, incluso si de ellas y de su contenido se hubiera hecho mención expresa e individual –no solo por las cláusulas generales aquí aportadas– y se hubiera utilizado alguna otra forma especial o expresión. Esta vez, de manera especial, expresamente e individualmente, pretendemos suprimirlas y derogarlas, rechazando cualquier excepción contraria.

8. Para que la presente Carta pueda llegar más fácilmente al conocimiento de todos, en caso de que no pueda ser entregada en lugares específicos, queremos que tenga la misma autoridad y autenticidad en cualquier lugar, incluso si se presenta como copia o impresa, siempre que esté firmada por la mano de un notario público y sellada con el sello de una persona constituida en dignidad Eclesiástica.

Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 20 de noviembre de 1744, quinto año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV