INTER CAETERA


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Arzobispos y Obispos del Estado temporal Pontificio, sobre los Bacanales

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

Entre las muchas cosas que Nos perturban, al tener que tolerar en Nuestro Estado temporal el entretenimiento del Carnaval, se encuentran dos sobre las cuales algunos celosos Obispos de dicho Estado se han quejado ante Nos, expresando sus justas reclamaciones, ya sea de palabra o por escrito. Una consiste en que las vigilias, los bailes y los juegos en la última noche del Carnaval se prolongan tanto que llegan a afectar incluso el comienzo del primer día de Cuaresma; de esta manera sucede a veces que se ve a personas que, viniendo del baile, del juego y de la vigilia, se dirigen, aunque sin máscara pero con los mismos trajes con los que se disfrazaron, a la Iglesia para asistir a la Misa y recibir las Cenizas, regresando luego a sus casas y durmiendo en sus camas al menos toda la mañana del primer día de Cuaresma. Además, si el Obispo se lamenta de ello, y mucho más si intenta castigar este exceso, no falta quien lo acuse de ser indiscreto.

La segunda cuestión es que en algunas ciudades del Estado Eclesiástico se introduce o se intenta mantener un abuso introducido hace pocos años, según el cual las personas se disfrazan también en los días de fiesta. Además, durante las fiestas, más que en los días laborables, se ven saltimbanquis, charlatanes y otras personas similares haciendo sus espectáculos en las plazas, atrayendo a grandes multitudes. Finalmente, en estos mismos días festivos, los bailes en las calles son aún más frecuentes que en los días laborables.

En cuanto al primer punto, no hay necesidad alguna de profundizar mucho; basta con mencionarlo para que cualquiera lo condene con horror. Y puesto que la defensa habitual de quienes sostienen el vicio y el exceso suele consistir en afirmar que muchos otros Obispos predecesores, hombres respetables, sabían de estas prácticas y no hablaron de ellas (dejando de lado la verdad de este hecho, que muchas veces se afirma sin comprobarse), debería bastar como respuesta la de una de las célebres Universidades Católicas. Esta, interrogada sobre su parecer respecto a una fiesta escandalosa llamada "Fiesta de los Locos", introducida en algunas Diócesis y justificada con el ejemplo de que había sido tolerada por muchos Obispos predecesores, no solo emitió una censura condenatoria, sino que, al responder a dicha objeción, añadió: “No escuchéis las palabras engañosas de los hombres que dicen que nuestros Predecesores, considerados personas notables, permitían esto. A nosotros nos basta con vivir como ellos. Sin duda, tal razonamiento es diabólico, tal persuasión es infernal. Vosotros ignoráis si el final de sus vidas fue bueno o malo”.

La censura de esta Universidad se encuentra íntegramente, como suele decirse, en el Apéndice de las Obras de Pedro de Blois (p. 782) y en el tratado escrito en lengua francesa por Juan Savaron contra las máscaras (pp. 32 y siguientes). Por lo tanto, exhortamos con todo el espíritu a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, en cuyas Diócesis se intenta introducir o está vigente este exceso, a no escatimar en celo para evitar que se introduzca donde no lo está y para erradicarlo donde sí lo está, castigando severamente y sin respetos humanos a los inventores o sostenedores de dicho exceso. Este no es el modo de comenzar la Cuaresma, como exclamaba San Basilio en la Homilía 2 sobre el Ayuno, publicada en París en 1722: “De las cosas cuyo inicio se rechaza, sin duda debe rechazarse también completamente el conjunto” (tomo II, p. 13); y: “Este día es el vestíbulo del ayuno. Quien se contamina en el vestíbulo, no es digno de entrar en el Santuario” (p. 15).

Es demasiado contrario al respeto que se debe a las Iglesias y a la Sagrada Función de recibir las Cenizas entrar en las Casas de Dios con trajes de disfraz, aunque sin máscara, y acercarse al Sagrado Altar de esta manera para recibir de las manos del Sacerdote la sagrada ceniza con la exhortación a pensar en la muerte.

Pasando luego al segundo de los asuntos anteriormente expuestos, no pretendemos aquí clamar ni predicar contra el Carnaval ni realizar sobre él alguna disertación histórica. Si quisiéramos hacerlo, podríamos hacerlo fácilmente, transcribiendo lo que, a este respecto, escribió santamente San Carlos Borromeo en su Libro Memorial, publicado en la Parte séptima de los Actos de la Iglesia de Milán, cuando, en agradecimiento por la liberación de dicha ciudad de la peste, exhortó con celo y sabiduría al pueblo a no celebrar más el Carnaval. También podríamos incluir en esta Nuestra carta lo recopilado de manera erudita por el monje De L’Isle en su nuevo Tratado del Ayuno, libro VI, capítulo 6, donde, al tratar de los Bacanales paganos, demuestra cuántos desórdenes de nuestro Carnaval son contrarios a los principios del Cristianismo.

Nos limitaremos a decir que, aunque con disgusto y para evitar males mayores, la Iglesia simplemente permite y tolera el entretenimiento carnavalesco. Así lo concluye, tras una razonada reflexión, el célebre y piadoso teólogo Tomás Stapleton en su octava Oración Contra los Bacanales, tomo 2 de sus obras, página 556. Existe una clara diferencia entre las cosas que se ordenan y las cosas que se toleran. “Una cosa es lo que enseñamos, otra lo que toleramos; una cosa es lo que estamos obligados a castigar y, al castigar, nos vemos impulsados a tolerar” (San Agustín, Contra Fausto, libro 20, capítulo 21). De ahí se deduce que, en cuestiones simplemente toleradas, no se puede permitir su ampliación ni actuar con arbitrariedad.

Hemos encontrado en esta Nuestra ciudad de Roma, instaurado por Nuestros dignos Predecesores, un sistema según el cual, a pesar del breve tiempo asignado al Carnaval, no se permiten de ninguna manera los disfraces en los días de Fiesta ni los viernes. Queremos que este mismo principio se practique en el resto de Nuestro Estado. Y no dejaremos de comunicar esta Nuestra determinación a los Cardenales Legados de las Provincias y a los Prelados y Gobernadores locales.

También sería Nuestro deseo que en los días de Fiesta no hubiese en las plazas charlatanes ni saltimbanquis, teniendo siempre presentes las palabras del profeta Isaías en el capítulo I: “Mi alma aborrece vuestras calendas y vuestras solemnidades; se me han vuelto molestas; las soporto con dificultad” (Is 1,14); y las del profeta Malaquías, capítulo 2: “Esparciré sobre vuestros rostros el estiércol de vuestras solemnidades” (Ml 2,3). Pero como no siempre se puede obtener de los hombres de inmediato lo que se desea y lo que sería justo conseguir, notificamos que no se permitirá en los días de Fiesta la presencia de charlatanes o saltimbanquis en las plazas ni en otros lugares de las ciudades o pueblos, ni por la mañana ni después del almuerzo.

Si en alguna ciudad o lugar existe un mal hábito que se deba tolerar incluso en las Fiestas, nunca se permitirá en la mañana; además, se procurará que tampoco estén presentes en la tarde. Y si esto no puede lograrse sin causar grandes molestias, nunca se permitirá que tales actividades o entretenimientos similares tengan lugar antes de la hora de Vísperas y de la Doctrina Cristiana. Sobre esto daremos las órdenes oportunas a los Cardenales Legados y Gobernadores.

Este es, en el estado de cosas mencionado, el sistema de San Carlos Borromeo en su primer Concilio Provincial, en la parte I, título "Sobre la observancia de los días festivos", unido con lo que dispuso en el tercer Concilio Provincial bajo el mismo título. Este sistema también fue inculcado por la santa memoria de Clemente XI en dos de sus Cartas Circulares, una del 11 de enero de 1719 y otra del 4 de enero de 1721, que son la undécima y la duodécima de su Bulario, en la página 533. Y al mismo tiempo que Nos comprometemos a seguir con gusto las huellas impresas por San Carlos y señaladas por Nuestro digno Predecesor, también Nos comprometemos a aclarar que, al hablar Nos hasta ahora de la prohibición de ciertas cosas, no hemos querido ni queremos levantar la prohibición de muchas otras que están contenidas en los Cánones, en las Constituciones Apostólicas y en los Concilios, ya sean Provinciales o Diocesanos, en relación con los entretenimientos carnavalescos, especialmente en lo que respecta a las personas eclesiásticas. Esto teniendo presente la disposición del Concilio de Trento (ses. 22, cap. 1), que, después de hablar de las disposiciones canónicas que prohíben a los eclesiásticos el lujo, los banquetes, los bailes y los juegos de cartas, dice así a los Obispos:

“Si saben que algunas de estas disposiciones han caído en desuso, procuren restituirlas al uso lo antes posible y que sean observadas estrictamente por todos, a pesar de cualquier costumbre contraria, para que ellos mismos no sufran la pena merecida por la negligencia en corregir a sus súbditos, como castigo de Dios” (Conc. Trid., ses. 22, cap. 1).

Cualquiera con conocimientos medianos de la disciplina eclesiástica sabrá fácilmente que hubo algunas antiguas supersticiones infames de los gentiles, que el primer día de enero se celebraban en honor de Jano y de la diosa Strenia, en las cuales, a veces, los cristianos participaban, entregándose a la embriaguez y al juego, disfrazándose los hombres de mujeres y las mujeres de hombres. Los Santos Padres no dejaron de clamar contra este abuso intolerable en sus sermones y en los Concilios de la Iglesia, estableciendo graves penas contra los transgresores, de lo cual Nos hemos hablado extensamente en Nuestra obra De las Fiestas del Señor, al tratar sobre la de la Circuncisión de Jesucristo Nuestro Redentor.

Erradicada esta perniciosa costumbre, lamentablemente se ha introducido otra: ciertas relajaciones públicas en las semanas de Septuagésima, Sexagésima y Quincuagésima. Durante estas semanas, la Santa Iglesia nos presenta los principales misterios de nuestra Redención, para prepararnos debidamente para la penitencia del tiempo de Cuaresma, como también lo demostramos Nos en Nuestra Notificación decimocuarta, incluida en el tomo I de las que publicamos mientras gobernábamos la Iglesia de Bolonia. Este es precisamente el Carnaval, que así es descrito por un renombrado Obispo, Mons. Graziani, en su Sínodo de Amelia, celebrado en el año 1595, página 150:

“De aquí derivó (tanto nos corrompió la mala costumbre) que los días entre la Septuagésima y la Cuaresma, que la Santa Madre Iglesia considera con gran veneración como lúgubres y funestos, han sido transformados, por una invasora hilaridad impregnada de lascivia y por amor a la alegría, no solo en un disfrute desordenado y descompuesto, sino casi consagrados a una especie de locura colectiva. La desenfrenada alegría llegó a tal punto que incluso las leyes, los Magistrados, y lo que ningún gobierno bien organizado permitiría siquiera a los particulares, ahora se apoya completamente en la autoridad pública. Los pueblos, casi olvidados del nombre que los honra, han degenerado hasta los ritos y costumbres de las naciones paganas”.

El célebre Ghislain de Busbecq, quien fue embajador del Emperador Fernando I ante Solimán II a mediados del siglo XVI, dejó escrito que un embajador turco, habiendo estado en un país cristiano durante el Carnaval, al regresar a Turquía informó que en un cierto período del año, el Carnaval, los cristianos se volvían locos. Y que, en virtud de cierto polvo que se ponía sobre sus cabezas, volvían en sí:

“Se ha dado como un hecho que un turco, que en aquel tiempo vino a nosotros como embajador por asuntos de Estado, al regresar a casa refirió que los cristianos, en ciertos días, eran locos furiosos, hasta que, cubiertos en el templo con una especial clase de polvo, recuperaban la razón y se curaban”.

La Iglesia no ha sido negligente en oponerse, en la medida de sus posibilidades, a este desorden público; siempre ha recurrido a las oraciones y a las obras de piedad, implorando a Dios que suspenda los castigos contra los pecadores y que proporcione, con su poderoso auxilio, los medios para remediar un mal tan grande. Entre las devociones dirigidas a este propósito, se encuentra la emprendida por algunas familias religiosas, que consistía en abstenerse de comer carne y alimentarse solo de lácteos desde el domingo de Septuagésima, o desde el de Sexagésima, o desde el de Quincuagésima, hasta el Miércoles de Ceniza. Por ello, el Carnaval se denomina como "sin carne", y en la Misa mozárabe, el domingo de Sexagésima se llama "el domingo en el que se deben eliminar las carnes".

Otras devociones han sido introducidas durante el tiempo de Carnaval con el mismo propósito por hombres piadosos. Entre ellas, destaca la solemne y pública devoción introducida por San Felipe Neri en esta ciudad de Roma: la visita a las siete Iglesias, sobre la cual escribe el Bacci en su vida. Nuestros Predecesores, para incentivar en estos días a los fieles a frecuentar los Sacramentos, han distribuido el Tesoro de las Santas Indulgencias:

“Con un nuevo pero muy saludable medio, los Sumos Pontífices, extrayendo dádivas del Tesoro de la Iglesia, han estimulado a los fieles a frecuentar con gran devoción los Sacramentos durante esos tres días (se refiere a los del Carnaval). Y, por la manera en que comienzan las cosas, hay esperanza de que el diablo, expulsado de allí, se vea obligado a buscar otras maldades” (Teófilo Raynaudo, Obras, tomo 16, p. 412, n. 41).

Recorran, pues, esta senda, Venerables Hermanos, y con vuestro ejemplo invitad a los demás a hacer lo mismo. Especialmente durante estos días de Carnaval, no descuidéis el interés por los Oficios Divinos, la celebración pública de la Misa, la visita a las Iglesias y a los hospitales, invitando también a eclesiásticos y a laicos temerosos de Dios; pues este es un acompañamiento bueno y aprobado.

Procúrese que en una o más Iglesias se exponga durante un triduo el Santísimo Sacramento, dando cada noche la Bendición, ya sea dentro de la semana de Septuagésima, de Sexagésima, de Quincuagésima o en todas ellas. Por esta Nuestra presente Carta Circular, concedemos una Indulgencia Plenaria que deberá ser publicada por vosotros en las formas habituales. Esta indulgencia, destinada a un fin piadoso, no queda impedida por otra Indulgencia Plenaria que, por otros títulos, pueda poseer la Iglesia donde se expone el Santísimo. Se concede a todos aquellos que, confesados y habiendo comulgado, visiten el Santísimo Sacramento durante cada uno de los días del triduo mencionado, orando de corazón a Su Divina Majestad según la intención de la Santa Iglesia, que es la ya expuesta.

Nuestro Ministerio Apostólico exigía que os escribiéramos esta Carta. Vuestro ejemplo, siendo tan cercanos a Nos, moverá a quienes están más distantes a recurrir también a Nos. Y no dejaremos de ofrecer a cada solicitante toda Nuestra ayuda, extendiendo en su beneficio y en el de su Diócesis las Indulgencias concedidas a vosotros.

Finalmente, abrazándoos con todo nuestro corazón, otorgamos a cada uno de vosotros, Venerables Hermanos, y al rebaño que os ha sido encomendado, la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, el 1 de enero de 1748, en el octavo año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV