LIBENTISSIME QUIDEM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Metropolitanos, Arzobispos y Obispos que tienen paz y comunión con la Sede Apostólica
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Con verdadera y gran alegría aprovechamos cada ocasión que se Nos presenta para animar vuestros ánimos a dedicar constante atención al restablecimiento de la disciplina eclesiástica. En efecto, somos conscientes de que la dignidad del Sumo Pontificado, a la cual Nosotros, sin mérito alguno, hemos sido elevados, lleva consigo la preocupación por las demás Iglesias, confiada a Nosotros, que bien conocemos la escasez de nuestras fuerzas.
Por lo tanto, el tema de la presente Carta trata exclusivamente del ayuno que durante el tiempo de Cuaresma se prescribe a los fieles según una antigua costumbre y por mandato de la Iglesia. Consideramos superfluo extendernos en un largo discurso sobre la institución de la Cuaresma y en citar todos los Actos de los Padres y de los Concilios sobre esta materia, algo que no Nos resultaría difícil, pero que juzgaríamos más bien inapropiado y de ningún modo conveniente para Vosotros, a quienes estimamos eminentes por el mérito de vuestra doctrina y por vuestro conocimiento de los Cánones y de la Historia Sagrada.
Por ello, Nos sentimos impulsados a escribir esta Carta por aquellas severas palabras del Concilio de Trento que, en la Sesión 25 sobre la Reforma, mandó a los Obispos consagrar todos sus esfuerzos a que los fieles bajo su cuidado cumplieran con gran devoción las prescripciones de los Sagrados Cánones… “De modo que sean obedientes a todas las normas y en particular a aquellas que conducen a la mortificación de la carne, como la elección de los alimentos y los ayunos”.
Tan pronto como fuimos designados para regir la Iglesia de Bolonia (a la cual fuimos trasladados desde la Sede de Ancona por concesión de Clemente XII, de feliz memoria), publicamos un Mandato, que se encuentra en el libro primero, capítulo decimoquinto, de Nuestras Instrucciones para los hombres de Iglesia: en él señalamos varios impedimentos por los cuales opinábamos que no debían ser liberados de las reglas del ayuno aquellos que, por justa causa y con intervención previa de una legítima autoridad, no observaban la abstinencia de Cuaresma; estos, reiteramos, no deben ser exonerados del ayuno, ya que no les está permitido disponer diariamente de dos comidas en lugar de una sola, complementada con una colación vespertina, concedida por costumbre a los ayunantes.
Finalmente, elevados a esta Sede Pontificia, hemos vuelto a examinar toda la cuestión y hemos encargado a personas distinguidas que la analicen con sumo cuidado y luego Nos presenten sus opiniones. Tras estos pasos, decidimos poner fin a esta controversia y decretamos que en adelante no se conceda a ninguna ciudad o aldea una facultad particular o general de consumir carne durante el tiempo de ayuno o de Cuaresma, salvo que se observe el ayuno con una única comida. Asimismo, añadimos la advertencia de que no está permitido en absoluto disponer en la misma mesa carne y pescado.
En efecto, resueltas de esta manera cuestiones excesivamente complejas, hemos decidido prescribir una única comida diaria incluso a aquellos que han obtenido regularmente el permiso de consumir carne cuando se decrete el ayuno; [hemos decidido] erradicar esa perversa costumbre, ya demasiado extendida entre muchos, de servir carne junto con pescado después de haber sido dispensados de la obligación de la abstinencia cuaresmal, especialmente por la razón de que, al comer pescado, pueden poner gravemente en peligro su salud.
De Nuestras Cartas Apostólicas son evidentes las disposiciones que, en forma de Breve, enviamos a todos los Obispos del mundo católico en el año 1741; la primera Carta comienza con Non ambigimus y la otra con In suprema.
Nosotros, ciertamente, nunca hemos concedido a nadie la licencia de comer carne cuando es tiempo de Cuaresma u otro periodo de ayuno, salvo bajo la condición expresada y escrita que hemos recordado anteriormente. Asimismo, experimentamos una gran alegría al recibir numerosas cartas y vuestros Mandatos en respuesta, completamente conformes con nuestras Cartas Apostólicas, ya que en ellos buscáis fomentar entre los fieles la devota observancia de la disciplina propuesta.
Sin embargo, tras la publicación de las Cartas Apostólicas mencionadas, como habíamos sospechado y fácilmente previsto, algunos idearon numerosos pretextos. Nos fueron presentadas diversas cuestiones, que en nuestro juicio eran de poca importancia, pues caen por su propio peso o se resuelven fácilmente mediante una interpretación adecuada de la misma Ley. No obstante, confiamos al Sagrado Tribunal de la Penitenciaría, que es consciente y altamente experto en estas materias, el examen de dichas cuestiones, y este tribunal ofreció a cada una respuestas plenas y convincentes cuantas veces fue necesario.
El Arzobispo de Compostela, primer inquisidor en los Reinos de España, recientemente fallecido, Nos envió una extensa carta en la que enumeraba varias dificultades que, según él, contradecían nuestras Cartas Apostólicas respecto al modo de implementarlas, debido a que no pocos teólogos habían llegado a opiniones y sentencias divergentes al resolver algunas cuestiones derivadas de nuestras disposiciones. Por ello, solicitaba nuestro juicio al respecto.
La carta del Arzobispo, sin embargo, Nos llegó en un momento en que ya estábamos sobrecargados por circunstancias extremadamente graves y difíciles. Al revisar las cuestiones planteadas en la carta, Nos pareció que no era oportuno dar respuesta a cada una de ellas, como si, una vez resueltas, no quedara obstáculo alguno para la implementación de nuestras Cartas Apostólicas, cuando en realidad estas objeciones no favorecían el objetivo deseado por sus cuestionadores. Además, la carta del Arzobispo estaba repleta de expresiones y argumentos oscuros. Por esta razón, aunque muchos Nos aconsejaron no responder, decidimos de todos modos contestar, discutiendo las afirmaciones más relevantes de su carta y sintetizando las cuestiones planteadas.
En primer lugar, declaramos que nuestras ocupaciones Nos habían obligado a dar una respuesta tardía; alabamos su celo y aprobamos sinceramente que, en medio de la incertidumbre, se hubiera dirigido a esta Santa Sede en busca de consejo. Luego, respondimos a las cuestiones planteadas, recordándole, sin embargo, la enseñanza de los Sumos Pontífices, a quienes compete promulgar leyes, decidir en materia disciplinaria y desestimar las objeciones de aquellos que buscan perturbar y subvertir las instituciones con motivos de duda infundados.
Enviada la carta, el Arzobispo falleció, por lo que nuestras respuestas contenidas en su carta no fueron recibidas ni dadas a conocer a aquellos que habían planteado los problemas. Posteriormente, muchas de estas mismas cuestiones fueron presentadas nuevamente por Obispos españoles, a las cuales respondimos empleando los mismos argumentos previamente ofrecidos al Arzobispo de Compostela.
Además, los más insignes teólogos italianos comentaron brillantemente nuestras Cartas Apostólicas de 1741, incluyendo en sus libros las respuestas que dimos al Arzobispo de Compostela el 8 de julio de 1744, integrándolas como un preámbulo esencial. Sin embargo, dado que tales libros quizá no hayan llegado aún a vuestras manos o, debido a otras ocupaciones, no hayáis podido examinarlos, adjuntamos a esta Encíclica también la carta que dirigimos al Arzobispo de Compostela, para que sepáis qué disciplina debéis observar en vuestras Diócesis y para que las dificultades planteadas por hombres capciosos no os detengan.
“Al Venerable Hermano Arzobispo de Compostela. El Papa Benedicto XIV. Venerable Hermano, salud y Bendición Apostólica.
Si vuestra Fraternidad reflexiona sobre cuántas y gravísimas preocupaciones nos abruman, y, sobre todo, en estas circunstancias tan difíciles, cuánto nos exige la solicitud por todas las Iglesias, impuesta a nuestra fragilidad, ciertamente no se sorprenderá de que haya sido tan prolongado el retraso en responder a aquella carta en la que solicitaste resolver con autoridad apostólica ciertas disputas surgidas en España a propósito de nuestras dos Cartas dirigidas a todos los Obispos, del 30 de mayo y del 22 de agosto del año 1741, con las cuales restringimos dentro de justos límites la marcada laxitud en el ayuno eclesiástico. Más bien, pensarás en nuestro singular amor por la devotísima Iglesia española, por lo que, aunque abrumados por una inmensa carga de problemas, ponemos a disposición nuestra autoridad para despejar cualquier incertidumbre en el camino de la salvación.
Aunque al publicar las mencionadas Constituciones no tuvimos otro propósito que restringir el arbitrio de algunos teólogos que, confiando demasiado en su ingenio, se complacen en opiniones extravagantes; y aunque para nosotros ni el ocio ni la arrogancia influyeron al establecer lo que con sutil indagación se podía deducir de las normas del ayuno que propusimos; con singular y paternal caridad abrazamos a los españoles, tan tenazmente devotos a la Sede Romana. Por esta razón, hemos considerado vuestras súplicas y, con gusto, hemos orientado nuestro ánimo a aliviar vuestra ansiedad. Así, decidimos resolver Nos mismos las cuestiones que planteaste.
Estas cuestiones se presentan en los siguientes términos:
I) ¿Deben rechazarse, incluso con un precepto tajante, las normas de nuestras mencionadas Cartas en forma de Breve que prescriben una única comida y prohíben la mezcla de alimentos? Respondemos: Quienes conceden la facultad de consumir carne en tiempo prohibido incurren en grave culpa si no añaden estas dos condiciones: consumir una sola comida al día y mantener los alimentos separados. Asimismo, quienes hacen uso de estas facultades están obligados, por disposición estricta, a cumplir ambas condiciones.
II) Aquellos a quienes se les ha permitido consumir carne, ¿pueden comer en una colación vespertina la porción de carne que se permite a los ayunantes? Respondemos: No es lícito. Es obligatorio consumir únicamente aquellos alimentos y bebidas que los ayunantes de recta y escrupulosa conciencia utilizan.
III) Quienes tienen permiso para consumir carne en tiempo de ayuno y deben respetar una única comida, ¿están obligados a cumplir con la hora prescrita para los ayunantes? Declaramos: Están obligados a respetarla.
IV) ¿Cuáles son los alimentos permitidos que no pueden combinarse con los prohibidos? Respondemos: Las mismas carnes son alimentos permitidos para aquellos a quienes se les ha concedido consumirlas, mientras que los pescados son un alimento prohibido hasta el punto de que ambos no pueden consumirse juntos. Sin embargo, no se excluye del consumo de pescado a quienes solo tienen la facultad de comer huevos y lácteos.
V) ¿Se extiende el precepto de no mezclar ambos tipos de alimentos también a los domingos de Cuaresma? Afirmamos: Se extiende.
VI) ¿Se aplica esta norma también a quienes, en virtud de la Bula de la Cruzada, pueden comer huevos y lácteos? Respondemos: En nuestras mencionadas Cartas Apostólicas no se decidió nada que afecte a la comprensiva Bula de la Cruzada. Por tanto, quienes se beneficien de ella deben ponderar cuidadosamente su espíritu y actuar conforme a su normativa. Deben evitar considerarse exentos, por algún pretexto vano, de las leyes prescritas en dicha bula.
VII) ¿Son válidos los dos preceptos mencionados también fuera de la Cuaresma? Respondemos: Ambos preceptos son válidos fuera de la Cuaresma; es decir, el de la única comida diaria con las demás leyes expuestas en la segunda y tercera respuesta a estas preguntas, y también el que prohíbe mezclar alimentos permitidos con los prohibidos, como se precisó en la cuarta pregunta.
Queda aclarada plenamente, Venerable Hermano, cada cuestión que, como tú escribes, ha generado dudas entre vosotros a partir de nuestras citadas Cartas Apostólicas. En este caso, alabamos tu decisión de consultar a la suprema Sede Romana, para que los Pastores puedan avanzar con paso libre y firme en la enseñanza del rebaño con una doctrina sana. Reconocemos en tu decisión la devoción española, que considera que no existe verdadera seguridad si no procede de la Cátedra de San Pedro, lo que le ha otorgado a España tan gloriosa y espléndida fama y el fruto de una fe incorrupta.
Por otra parte, debéis evitar —y esto concierne especialmente a ti, que ocupas el distinguido cargo de Arzobispo e Inquisidor— que se abra cualquier espacio para debatir o dudar, al examinar las Constituciones de la Sede Apostólica, debido a la excesiva prisa por agotar el tema. Además, es necesario dedicar un esfuerzo constante para resolver entre vosotros aquellas dudas que, debido a la diversidad de entendimientos, surgen fácilmente en el debate, de modo que los ánimos no se desvíen en interminables disquisiciones. Esto es particularmente importante, ya que las mismas Constituciones Apostólicas revelan claramente su propósito y hacia qué fin puede dirigirse rápidamente todo aquello que parezca suscitar dudas.
Si quienes plantearon múltiples dudas sobre este asunto comprendieran esto, habrían resuelto sus inquietudes en su propio beneficio. Era evidente, en efecto, que no teníamos otra intención que la de frenar los excesivos ingenios de algunos teólogos que, excediéndose demasiado en los límites del sagrado ayuno y, en parte olvidando una institución de naturaleza divina destinada a mortificar el cuerpo, favorecían a este adversario fatal del espíritu.
Si algunos entendieran de inmediato lo que en las cuestiones planteadas debe definirse, ni te causarían molestias a ti ni a Nos, que estamos constantemente presionados por urgentes compromisos. No ocuparían ese tiempo que, sin embargo, gustosamente dedicamos a mostraros el camino correcto, por el singular y atento amor que profesamos a vuestro pueblo, con el fin de aclarar cómo orientar vuestro proceder en este tipo de cuestiones.
No queda más, Venerable Hermano, que impartirte con afecto la Bendición Apostólica, y lo hacemos de todo corazón, como prenda de nuestra especial benevolencia.
Dado el 8 de julio de 1744.”
Dadas estas circunstancias, Nos parece haber cumplido suficientemente con nuestro deber, de manera que aquellos a quienes se les permite consumir carne durante el tiempo en que el ayuno es prescrito a los fieles, tanto en Cuaresma como fuera de ella, no se excedan de los límites de una única comida, ni se les permita servir carne y pescado juntos en la misma mesa, ni recurran a sofismas que oscurezcan la Ley.
Aún quedan algunas cuestiones que reclaman nuestra intervención. Desde hace años, hemos advertido que no solo muchas personas en cada ciudad italiana han sido dispensadas de la abstinencia cuaresmal por decisión de los Obispos, sino que además se nos ha solicitado insistentemente liberar de la abstinencia a toda la ciudadanía y toda la diócesis. Por ello, ha ocurrido que en algunas comunidades y diócesis todos los fieles, sin distinción alguna, consumen carne durante la Cuaresma desde hace muchos años.
Esto Nos causa una gran preocupación, especialmente porque hemos sabido, por testigos confiables, que en ciertas regiones del norte se permite libremente el consumo de leche y huevos durante todo el periodo cuaresmal. Esto se debe a que durante varios años se solicitó dicha facultad y se obtuvo de la Sede Apostólica. Como resultado, estas comunidades se convencieron de que no era necesario dirigirse nuevamente al Pontífice para obtener este permiso, sino que podían basarse en las concesiones previas obtenidas año tras año, consolidando así el uso de leche y huevos durante la Cuaresma.
Pensamos que deben tenerse en cuenta las palabras del Concilio de Trento: “Así como a veces resulta útil para el bien común relajar el vínculo de la ley en situaciones de necesidad, también es cierto que violar la ley con demasiada frecuencia, ya sea por ejemplo o por una indulgencia generalizada hacia quienes la solicitan, equivale a abrir la puerta a la transgresión de las leyes” (De Reformatione, sesión 25, cap. 18).
En nuestras Cartas Apostólicas del año 1741, enviadas a todos los Obispos católicos, intentamos frenar esta corrupción mediante el siguiente principio, que aquí reiteramos: “El debido celo paternal de cada uno de vosotros y la obligación de la caridad exigen que notifiquéis a todos que a nadie, sin justa causa y sin el consejo de uno y otro médico, ni a la multitud, ni al pueblo, ni a la ciudadanía, ni a personas consideradas íntegras, salvo por una necesidad gravísima y urgente y dentro de los casos prescritos por los Sagrados Estatutos de los Cánones, con el debido respeto a esta Santa Sede Apostólica, se le conceda la dispensa del ayuno cuaresmal cada vez que sea necesario. Tampoco debe usurparse con audacia ni reclamarse a la Iglesia con soberbia y arrogancia, como hemos aprendido que ocurre en otros lugares donde se ha convertido en costumbre”.
Por ello, hemos seguido esta norma al declarar exenta de la abstinencia cuaresmal a la multitud, al pueblo o a una ciudadanía completa. En primer lugar, el Obispo local debía solicitar Nos dicha dispensa y testificar que se trataba de una necesidad gravísima y urgente. En segundo lugar, prohibimos las carnes si Nos parecía que el consumo de huevos y lácteos era suficiente. Solo entonces se concedía la facultad de consumir carne, cuando se juzgaba absolutamente necesario por testimonio del Obispo, o si se demostraba que la concesión de huevos y lácteos no era un remedio suficiente para la necesidad.
Cada vez que, por nuestra decisión, se abolió la abstinencia, prescribimos días específicos en los cuales debía observarse una abstinencia total: naturalmente el Miércoles de Ceniza, los días de las Témporas, las vigilias prescritas, y los días de la semana previa al Domingo de Ramos. En ocasiones, incluimos toda la semana de Ceniza; otras veces, prescribimos abstinencia también los viernes y sábados, aunque la facultad concedida por Nos solo incluyera el consumo de leche y huevos.
Finalmente, siempre añadimos la regla de que no debía violarse en modo alguno la ley del ayuno, que exige una única comida diaria y prohíbe servir carne y pescado juntos en la misma mesa.
Mientras examinábamos con rigor la razón de esta decisión nuestra, no quedamos del todo tranquilos, pues, inquietos y dubitativos, temíamos que la causa expuesta por un Obispo local, que Nos parecía suficiente para conceder la dispensa de la abstinencia cuaresmal, quizá no fuera de tal naturaleza como para constituir una verdadera y urgente necesidad.
Siempre hemos mantenido presente en nuestro ánimo la intención de no hacer nada contrario a la razón, nada irreflexivo o precipitado. Igualmente, están profundamente grabadas en nuestro espíritu las palabras que San Bernardo dirigió al Pontífice Eugenio: “Hacedlo porque podéis; pero la cuestión es si debéis hacerlo y de qué manera” (De consideratione, Lib. 3, cap. 4).
Sin embargo, otorgamos nuestra confianza a quienes la habían merecido, en este caso, a los Obispos locales. En efecto, de ninguna otra manera puede uno ocuparse con diligencia de las Iglesias y Diócesis particulares si no se confía en los Obispos que las administran. Pero en el futuro, para que esta cuestión se trate con mayor prudencia, no os resulte gravoso considerar los argumentos que os hemos presentado.
No ignoráis que desde el pontificado de Inocencio III, nuestro predecesor (cap. Consilium de observatione ieiuniorum), entre las causas justificadas para dispensar de la abstinencia de carne en tiempo de ayuno se incluye una enfermedad verdadera y manifiesta: “En cuanto a aquellos que se enferman durante la Cuaresma o en otros ayunos recurrentes y solicitan permiso para consumir carne, respondemos que, como la necesidad no está sujeta a la ley, puedes y debes atender el deseo de los enfermos cuando la necesidad lo exige, para evitarles un peligro mayor.”
Del mismo modo, mucho antes de Inocencio III, los Padres del Octavo Concilio de Toledo, celebrado en el año 653, deliberaron: “Quien por una necesidad inevitable y por debilidad manifiesta debido a una fragilidad evidente, o también por incapacidad derivada de la vejez, en los días de Cuaresma se atreva a comer carne, no solo será culpable ante el domingo de Resurrección, sino que también será excluido de la Santa Comunión de ese día. Aquellos, sin embargo, que por la edad, la fragilidad o la necesidad, se vean constreñidos, no se atrevan a violar las prohibiciones antes de haber obtenido licencia de un Sacerdote” (Conc. Toletano, can. 9).
Nadie puede negar que estas razones son suficientes para que algunos sean considerados exentos de las normas del ayuno y la abstinencia, pero no para que un pueblo entero o una ciudadanía completa obtenga el mismo privilegio. ¿Quién puede creer que todos los ciudadanos de una misma ciudad o diócesis estén al mismo tiempo afectados por una enfermedad grave, o que todos se encuentren en la misma condición de contraer una peligrosa dolencia? A menos que se trate de enfermedades que provienen de inclemencias del tiempo o de infecciones, de las cuales hablaremos más adelante, ¿quién podría jamás creer que todo el pueblo de una diócesis pueda estar debilitado por un languidecimiento general o agotado por extrema vejez?
En verdad, no debe considerarse motivo suficiente para exonerar a una ciudadanía o un pueblo de la abstinencia cuaresmal y permitirles consumir carne el hecho de que los pescados o los huevos se vendan a un precio elevado. En las ciudades habitan tanto ciudadanos pobres como ricos; entre ellos, algunos ganan su sustento con el trabajo y el sudor, mientras que otros tienen bienes y riquezas en abundancia. Por lo tanto, si adquirir pescado implica un alto costo, esto afecta a los ciudadanos pobres más que a los ricos. Así razonan algunos teólogos de disciplina no demasiado estricta, cuya opinión enmendamos en el tercer libro, capítulo noveno, que mandamos imprimir en Bolonia.
Además, debe considerarse completamente infundado el argumento según el cual se debería dispensar de la abstinencia cuaresmal a las ciudades o diócesis donde se encuentren acuartelados ejércitos, dado que los soldados estacionados en esos lugares no respetan en absoluto las normas de abstinencia.
Esta circunstancia, lejos de justificar una dispensa, debería más bien estimular los ánimos de los ciudadanos para practicar el ayuno con devoción y según el rito, de modo que los soldados, impactados por tan gran virtud de templanza, sigan su ejemplo. Puede plantearse un único argumento a favor de una causa legítima: que las tropas provoquen tal escasez de verduras y aceite —aunque no respeten el ayuno cuaresmal— que los precios de estos productos aumenten considerablemente. En ese caso, deben aplicarse las reglas que hemos señalado anteriormente, confrontando los precios de pescados y huevos con los productos más costosos.
Por tanto, las enfermedades excepcionales, aunque sean frecuentes, no deben invocarse como motivo para la dispensa de la abstinencia, salvo que tales dolencias comunes se extiendan a todos los ciudadanos debido a una contaminación atmosférica. Finalmente, tampoco deben considerarse los precios de las verduras, el aceite, los pescados y los huevos como razones de suficiente importancia para que toda una ciudad o diócesis reclame estar exenta del ayuno cuaresmal y de la templanza.
Si se Nos solicitan motivos fundados y legítimos para obtener tal facultad, consideraremos especialmente dos: uno derivado del derecho canónico y el otro basado en la experiencia misma, maestra de la verdad.
Inocencio III, citado anteriormente (cap. Consilium de observatione ieiuniorum), respondió al Arzobispo de Braga, quien preguntaba qué penitencia debía imponerse a aquellos que durante la Cuaresma no se habían abstenido de la carne debido a una extrema pobreza y escasez de alimentos, por la cual muchos perecían de hambre. Contestó con estas palabras: “Si preguntas qué penitencia debe imponerse a aquellos que se ven obligados a comer carne en los días de Cuaresma debido a tiempos de hambre, y por ello gran parte del pueblo perece por falta de alimentos, respondemos que, en tal circunstancia, consideramos que no deben ser castigados. Por ellos, sin embargo, eleva oraciones a Dios, y que no se les impute culpa alguna, pues es propio de mentes sanas temer la culpa donde apenas hay motivo para ello.”
Si un Obispo en estos tiempos, siguiendo el ejemplo del prelado de Braga, hiciera la misma consulta a la Sede Apostólica, sería considerado inepto e ingenuo. Sin embargo, en aquel siglo, tan feliz para la Iglesia, se tenía en gran estima, como es justo, el precepto de la Cuaresma. Por ello, se investigaba con severidad a quienes no obedecían en absoluto, incluso si había una causa justa que los eximiera de dicho precepto. No se tomaba en cuenta ningún beneficio para los príncipes, aunque su seguridad se considerara ligada a la prosperidad del Estado, como demostramos ampliamente en el capítulo 15 del libro primero de nuestras Instituciones.
Al margen de otras muchas cuestiones que podríamos acumular sobre este tema, hemos deducido, a partir de la respuesta de Inocencio III, que es posible dispensar a toda una ciudadanía de la abstinencia cuaresmal cuando no se dispone de suficientes bienes sin los cuales no puede observarse el precepto de la Cuaresma. Por tanto, si realmente en algún lugar no se pueden obtener ni aceite ni pescados, es lícito permitir a los habitantes de ese lugar consumir leche y huevos. Si también estos alimentos escasean gravemente, entonces se concede la facultad, incluso a los sanos, de consumir carne, siempre respetando la cláusula de observar el ayuno.
La isla de San Domingo, en América del Sur, en asuntos temporales, está sometida a nuestro carísimo hijo en Cristo, Luis, Cristianísimo Rey de Francia, y no se encuentra bajo la jurisdicción de ningún Obispo.
En el año 1742, el Prefecto de los Padres de la Compañía de Jesús Nos consultó si de una concesión otorgada por la Sede Apostólica que le permitía dispensar del consumo de carne, huevos y lácteos en tiempos de ayuno y de Cuaresma, se podía deducir que también tenía la facultad de eximir tanto a personas individuales como a una multitud de hombres o a todos los habitantes de su distrito, siempre que juzgara, ante Dios, que tal medida era conveniente.
Recibió la respuesta de que únicamente se le había otorgado la facultad de conceder exenciones a individuos, pero no a una multitud ni a todos los habitantes de su distrito. Ante esto, invocó la necesidad de dicha concesión, señalando como razones la nocividad de los pescados en esa región, el escaso número de pescadores que, al faenar lejos de la isla, entregaban pescado en mal estado debido al calor extremo, la pobreza de la población que no podía adquirir el aceite necesario para los alimentos cuaresmales, y la escasez de aceite y legumbres, los cuales fácilmente se deterioraban o eran atacados por insectos en esa región.
Tras discutir profundamente el asunto en nuestra presencia durante la Congregación General de la Santa Romana y Universal Inquisición el 12 de abril de 1742, y considerando la lejanía de esa región, desde la cual era imposible presentar cada año una solicitud a la Sede Apostólica, así como mostrando indulgencia hacia las necesidades de los fieles enfermos en las islas bajo jurisdicción francesa en América, concedimos facultad a los Prefectos de las Misiones de esos lugares, únicamente en caso de verdadera y urgente necesidad, y exclusivamente de año en año, siempre que persistiera el estado de necesidad mencionado (y no en otro caso ni de otra manera), para permitir a los fieles bajo su gobierno el consumo de huevos, lácteos y también carne durante la Cuaresma. Esto debía hacerse bajo la condición de observar el ayuno con una única comida diaria, y se les imponía la responsabilidad en su conciencia de usar dicha facultad según lo prescrito.
Ahora pasamos a la experiencia histórica.
Hace quince años, una enfermedad que provocaba inflamación en el pecho se extendió por casi toda Europa, de tal manera que esta plaga fatal se propagó de una provincia a otra. Esto ocurrió en los años 1730, 1733 y 1740. Aunque esta enfermedad, que afectaba a todas las edades y categorías de personas, provocaba solo una moderada inflamación en el pecho, causaba graves daños a los ancianos, ya debilitados por la edad. A menudo derivaba en fiebres agudas y mortales. La misma enfermedad también ponía en peligro a los jóvenes si padecían dolencias en el pecho. Finalmente, el mal atacaba los pechos de tal forma que derivaba en complicaciones gravísimas.
Los escritos de medicina testifican excelentemente que enfermedades de esta índole, al causar inflamación de pecho con gran peligro, han llevado en otras ocasiones a los enfermos al borde de la muerte. Por lo tanto, si profesores de medicina, convocados y seriamente advertidos para responder con verdad, afirman de manera unánime —como constatamos Nos mismos durante nuestra estancia en Bolonia— que esta enfermedad es de la naturaleza descrita anteriormente, afectando a todas las edades y amenazando incluso a los ciudadanos aparentemente sanos e íntegros, y además sostienen que se contribuye significativamente a evitar o mitigar esta plaga si tanto los enfermos como los sanos se abstienen de pescado, aceite, leche y huevos, entonces no cabe duda de que esta plaga constituye un motivo suficiente (basado en la experiencia, aprobada siempre y digna de ser aprobada en el futuro) para eximir al pueblo, es decir, a toda la ciudadanía, del precepto de no consumir carne.
Ninguna dificultad debe deteneros de consultar a los médicos más distinguidos. Debéis también evitar que, cualquiera que sea su opinión, omitan ponerla por escrito. Si esta condición no se cumple, no se debe conceder ninguna facultad a la ciudadanía o a la diócesis para consumir carne o lácteos en tiempo de Cuaresma: esto es absolutamente necesario.
Sucede también que los médicos, con una increíble ligereza, suelen considerar a individuos libres e inmunes del precepto de la Cuaresma. Por ello, debéis advertirles severamente, para que, con su indulgencia, no comprometan sus propias almas.
Cuando se propone introducir tal medida en favor de todos los ciudadanos, Nosotros mismos hemos observado cómo [los médicos] se muestran dubitativos, ansiosos y preocupados. Finalmente, si examinan aquellas doctrinas que en Italia y en el extranjero han sido divulgadas en libros por famosos autores médicos, aprenderán fácilmente que estos recomiendan vivamente la abstinencia y la frugalidad; aprenderán a distinguir entre enfermedades y a demostrar con razones válidas que, en ningún caso, al tratar ciertas enfermedades, se prescribe que un caldo o las carnes reemplacen a los pescados, el aceite o las verduras. También aprenderán que es beneficioso para los enfermos consumir aceite o leche, excluyendo las carnes, como prescribe el ayuno.
Por último, deben informarse con la mayor diligencia y escribir con precisión sobre las enfermedades del pecho (que suelen afectar a todos) para evitar que aquellos que aún permanecen inmunes a la plaga común sean alcanzados por la misma enfermedad.
Hemos considerado necesario indicaros estas cuestiones. No queda más que exhortaros a no solicitar con demasiada facilidad el permiso para toda una comunidad o diócesis de consumir carnes y lácteos en tiempo de Cuaresma. Más bien, es necesario erradicar finalmente la costumbre, ya arraigada durante muchos años en ciertos lugares, de conceder tales facultades. Por experiencia podréis descubrir que la abstinencia cuaresmal no causa ningún daño a las personas delicadas o débiles y que no se cuentan muchas entre los enfermos o muertos por esta causa.
Nosotros mismos hemos seguido esta regla habitual tanto en Roma como en Bolonia (cuya sede todavía Nos pertenece) en los tiempos de Cuaresma. Si también vosotros respetáis esta regla y no Nos solicitáis fácilmente la facultad de dispensar de la abstinencia cuaresmal a toda una ciudadanía o diócesis —o si lo consideráis necesario, no Nos presentáis una solicitud de dispensa salvo que se cumplan las condiciones antes mencionadas— entonces no solo se cosecharán los frutos ya indicados, sino que también evitaréis la vergüenza de un rechazo y Nos ahorraréis la pena que sentimos al no poder aceptar vuestras peticiones.
Finalmente, con gran amor os abrazamos a todos y otorgamos a vosotros y a vuestros pueblos la Bendición Apostólica.
Dado en la Residencia de Castel Gandolfo, el 10 de junio de 1745, quinto año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV