PEREGRINANTES A DOMINO
BULA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A todos los fieles cristianos que lean esta Carta, salud y Bendición Apostólica
Venerable hermano, salud y bendición apostólica.
En el peregrinaje de esta vida, mientras estamos lejos de Dios buscando aquella Patria de la que esperamos convertirnos en ciudadanos perpetuos, es demasiado evidente que todos tropezamos en muchas cosas, y que, como ovejas insensatas, a menudo nos extraviamos y vagamos lejos del camino de los mandamientos del Señor. Sería un autoengaño decir que no somos pecadores, mientras nuestra conciencia nos reprocha una multitud de transgresiones contra las Leyes Divinas, por las cuales nos sentimos perturbados ante el temor de nuestra muerte. El espanto y el temblor nos sobrecogen al pensar en la proximidad del juicio de Dios. Afirmar que no hemos pecado sería como acusar de mentiroso al mismo Dios, siempre verdadero y justo en sus juicios, quien no ha multiplicado sus castigos sobre nosotros por otra razón que por nuestros pecados, nuestras iniquidades y nuestras injusticias. Por ello, no deja de golpearnos y castigarnos en lo temporal, para que nos convirtamos a Él antes de que venga a entregarnos la recompensa inmutable de nuestras obras.
1. Por esta razón, la Iglesia Católica, piadosa Madre, utiliza continuamente hacia sus hijos y discípulos esta principal acción de su propia piedad: reconducir al camino de la justicia a los que yerran y al sendero recto de la salvación a los que caen en los precipicios; llevar a los caídos al arrepentimiento y obtener, por medio de éste, el perdón de sus pecados; e invitar, ofreciendo los remedios de la Divina misericordia, a los deudores de penas merecidas a desatar los lazos en los que están envueltos por sus iniquidades. Sin embargo, pocos son los que escuchan las saludables amonestaciones de la Iglesia, mientras que la mayoría, ya sea por estar atrapados en malas pasiones o envueltos en las preocupaciones y placeres de esta vida, aborrecen el espíritu y las fatigas del arrepentimiento y la corrección de sus propios hábitos, despreciando las riquezas de la bondad, la paciencia y la longanimidad de Dios. En cuanto a los tesoros de las Indulgencias, que la Iglesia con suma benevolencia ofrece abiertas a todos en cualquier lugar y momento, algunos los descuidan vergonzosamente, mientras que otros no se esfuerzan en adquirirlos y merecerlos de manera adecuada. Entretanto, nuestros días se acortan, y todos nosotros, como agua, volvemos a caer sobre la tierra. Cuando aparezca el justo Juez, reconoceremos, aunque sea tarde, que nos hemos merecido, con la dureza e impenitencia de nuestro corazón, un cúmulo de la ira de Dios para el día de su juicio, y recibiremos en el juicio Divino las penas de todo aquello que no haya sido borrado con el lavado del arrepentimiento.
2. Fue, por tanto, una decisión buena y sabia de los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, elegir —a lo largo de los siglos— tiempos determinados en los cuales, recordando a todos los cristianos de la tierra la proximidad del fin de este mundo, con mayor eficacia los estimularan a redimirse de sus pecados y salvar sus almas. Esto se determinaba cada cien años. Posteriormente, reflexionando sobre el tiempo en el que comúnmente se renuevan las generaciones de los hombres, se decidió prudentemente establecer esta costumbre cada veinticinco años con el propósito de ofrecer a las nuevas familias que se suceden en la faz de la tierra los medios fundamentales para obtener la propiciación y la indulgencia, unidos a una adecuada prescripción de obras penitenciales. Ese Año aceptable, Año de renovación del arrepentimiento, Año de reconciliación y de gracia, que merecidamente en el lenguaje de la Iglesia fue llamado Santo, se abrirá en el próximo solsticio de invierno. Nosotros lo anunciamos a todos ustedes que están incluidos en el número de los Católicos, y con afecto paternal los exhortamos y animamos a no recibir en vano la gracia de Dios ni dejar sin efecto nuestros designios y los de la Iglesia, que están dirigidos a procurarles la paz y la salvación.
3. Escuchad, escuchad la esencia de lo que Nuestro Señor Jesucristo ordenó predicar a sus Apóstoles y ha ordenado también a Nosotros cuando nos llamó, aunque indignos, a servirle en el oficio Apostólico: Haced penitencia, pues se acerca el Reino de los Cielos. Hijos amadísimos, estamos en la última hora; volved al Señor, reconciliaos con Dios. El mundo pasa, y con él los objetos de la concupiscencia mundana; y no se promete estabilidad eterna a otros más que a quienes hayan cumplido la voluntad de Dios, que permanecerá por siempre. ¿Y cuál es la voluntad de Dios, sino vuestra santificación? Para alcanzar esta meta os llama vuestra Madre común, la Iglesia Romana, que dedicará todo el próximo año a ejercicios públicos de piedad y de religión, con el deseo de que todos sus hijos – todos los que en toda la tierra han sido alimentados con la leche de la Doctrina Católica – se levanten de todas partes y vengan desde las regiones más remotas, con espíritu de piedad, comprometiéndose cada uno, por sí mismo y por toda la sociedad de los fieles hermanos, a merecer la misericordia y la gracia de Dios. Ella abre las puertas de los Sagrados Templos a la multitud de los que vendrán; pero más aún abre el seno de su caridad materna, permitiendo a todos los que sinceramente lo pidan y dignamente lo busquen, un perdón seguro y la indulgencia de sus pecados.
4. De esta promesa son garantía indudable tanto el supremo poder de atar y desatar, otorgado por nuestro Redentor al Beatísimo Príncipe de los Apóstoles, y por medio de él a Nosotros, que residimos en su Sede, como el tesoro inestimable de méritos y satisfacciones compuesto por los sacrificios, las pasiones y las virtudes del mismo Señor Nuestro Jesucristo, de la Virgen su Madre y de todos los Santos. La distribución de este tesoro fue confiada al propio San Pedro y a Nosotros. También es garantía la Sangre de los Apóstoles y de los Mártires, derramada como agua sobre la tierra para la fundación de esta Iglesia, que eleva sus voces al Señor e implora perdón y paz para sus fieles; es garantía el justo orden de la disciplina, adaptado a la norma de las reglas Eclesiásticas en la prescripción de las obras de penitencia saludable y al espíritu de la mansedumbre Eclesiástica en la concesión de la Indulgencia; finalmente, son garantía la santidad del fin que nos proponemos, la utilidad del Pueblo Cristiano y el ejemplo de Nuestros Mayores.
5. Queriendo Nosotros, por tanto, conformarnos a lo que Nos sugiere la lógica del tiempo y la costumbre de los mencionados Romanos Pontífices Nuestros Predecesores, siguiendo su ejemplo y con la aprobación de los Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, con la autoridad de Dios Omnipotente y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, y Nuestra, para gloria del mismo Dios, para honor de la Iglesia Católica y para la santificación de todo el Pueblo Cristiano, proclamamos y promulgamos la celebración del Universal y Máximo Jubileo en esta Nuestra Alma Ciudad de Roma para el próximo año 1750, el cual dará inicio con las Primeras Vísperas de la Vigilia de la próxima Santa Navidad de Nuestro Señor Jesucristo, y concluirá al final del mismo año.
6. Durante todo el Año del Jubileo, a todos los fieles de uno y otro sexo que, verdaderamente arrepentidos, confesados y habiendo recibido la Comunión, visiten devotamente las Basílicas de San Pedro, San Pablo, San Juan de Letrán y Santa María la Mayor al menos una vez al día durante treinta días continuos o intercalados – ya sean días naturales o también días Eclesiásticos, es decir, computados desde las Primeras Vísperas de un día hasta todo el crepúsculo de la tarde del día siguiente – si son romanos o habitantes de Roma, y si son peregrinos u otros forasteros durante al menos quince de dichos días, visitarán, como se indicó antes, las mencionadas Basílicas y ofrecerán en ellas devotas oraciones a Dios por la exaltación de la Santa Iglesia, la erradicación de las herejías, la concordia de los Príncipes Católicos (la salud y la paz de todo el Pueblo Cristiano), otorgamos y concedemos benignamente en el Señor plenísima Indulgencia, remisión y perdón de todos sus pecados.
7. Dado que puede suceder fácilmente que algunos de aquellos que, con este fin, hayan emprendido el viaje o hayan llegado a Roma, durante el trayecto o en la misma ciudad, se vean impedidos por enfermedad u otra causa legítima, o incluso que la muerte los alcance antes de completar el número establecido de jornadas, y tal vez incluso antes de haber comenzado, sin poder visitar las mencionadas Basílicas ni cumplir todas las demás prescripciones, Nosotros, deseando, en lo que el Señor nos permite, favorecer benignamente su piadosa y devota intención, cada vez que estén verdaderamente arrepentidos, confesados y hayan recibido la Comunión, queremos que participen de la mencionada Indulgencia y remisión de los pecados, como si efectivamente hubieran visitado las citadas Basílicas por el número completo de días que Hemos establecido, para que, por don del Espíritu Santo, obtengan el efecto de lo que deseaban realizar, aunque se lo hayan impedido las necesidades mencionadas.
8. Por tanto, poned manos a la obra, como es debido, al escuchar el anuncio de tan gran don que se os ofrece, oh todos vosotros, hijos de la Iglesia Católica. Con la mayor prontitud y fervor de espíritu, emprended una obra que puede ser la salvación de vuestras almas. Que no os retengan las comodidades de vuestra residencia habitual, ni os atemorice la fatiga del camino, sino que, ponderando con la estima de la Fe Cristiana la adquisición de tan gran tesoro espiritual, no permitáis que sea mayor en los comerciantes del mundo el afán por las riquezas terrenales que en los corazones de los Fieles el deseo de los bienes celestiales.
9. Al gran beneficio que obtendréis de vuestro viaje se añadirá, como complemento, el gozo de las consolaciones espirituales. ¿Qué mayor felicidad puede experimentar un Cristiano que contemplar la Gloria de la Cruz de Cristo en el grado más alto de esplendor en el que resplandece sobre la tierra, y observar con sus propios ojos los monumentos de la victoria triunfante con la que nuestra Fe ha vencido al Mundo? Aquí podréis ver la altivez del siglo doblegada al servicio de la Religión y aquella que fue la Babilonia terrenal transformada en una nueva y celestial Ciudad, no para ostentar feroces amenazas de armas y de guerra destinadas a destruir las Naciones y someter los Reinos, sino para, con la instrucción y salvación de los Pueblos, ofrecer enseñanzas de doctrina celestial y de costumbres incorruptas. Sepultado en el olvido el recuerdo de la superstición que aquí tuvo en el pasado su reino, aquí podréis contemplar brillar por todas partes el puro culto al verdadero Dios y la majestad de los Sagrados Ritos; derribados los templos de los falsos ídolos y consagrados con religiosa piedad los Templos del Altísimo Dios; borradas de la memoria de los hombres las impías representaciones teatrales y los absurdos espectáculos de los juegos circenses, y visitados en cambio los Cementerios de los Mártires; abatidos los monumentos de los Tiranos, edificados por manos Imperiales los Sepulcros de los Apóstoles; transportados los más preciosos adornos de la arrogancia Romana para embellecer las Sagradas Basílicas; y las más imponentes construcciones que, tras la conquista de las Provincias, fueron levantadas en honor de los dioses gentiles, ahora, purificadas de la superstición impura, son utilizadas con mayor justicia y felicidad como sostén del trofeo de la invicta Cruz. Además, la vista misma de la innumerable multitud de Fieles que este mismo Año se congrega en Roma desde todas partes llenará vuestro corazón de un justo y santo gozo. Reconociendo cada uno su propia Fe en tantos hombres de tan diversas Naciones y lenguas, alegrándose con todos ellos, con amor fraterno, junto a la común Madre Iglesia Romana, sentirá descender sobre sí más abundantemente las bendiciones celestiales, como el rocío que desde las cimas del Monte Hermón desciende sobre los habitantes de la Santa Ciudad.
10. Ojalá Dios nos conceda la gracia de ver regresar a la unidad de la Fe Católica y, junto a vosotros, Amados Hijos, podamos abrazar a tantos otros que fueron criados en la misma Fe y regla de vida, pero que, engañados desde hace mucho tiempo por fraudes diabólicos y alejados de la Casa de la piadosísima Madre, permanecen lejos, cerrando los oídos para no escuchar su voz, que amorosamente los llama a su seno. Pero, ¿acaso no oyen? ¿Acaso no comprenden cuántas y qué vanas son las vanidades de los errores en los que se encuentran desde que, abandonada la Fe que recibieron de sus antepasados y dejados los antiguos y santos Institutos de la única Iglesia Católica y Apostólica, comenzaron a dar crédito a las invenciones de los hombres y aceptaron las enseñanzas de aquellos que, según su capricho y sus designios, con doctrinas varias y extrañas los han seducido? Sin embargo, ¿cuántos entre ellos no ignoran esto y confiesan que los fundamentos de sus Sectas son vacilantes, de modo que apenas si se sacuden un poco, fácilmente se desmoronan y caen? Pero lo que más debe lamentarse es que una cierta maligna indiferencia hacia las cosas de Dios ha ocupado las mentes de los hombres: en consecuencia, desprecian la luz de la verdad y las voces de su propia conciencia; no son tanto enemigos de la Iglesia Católica como de sus propias almas; no quieren iluminarse para obrar bien ni para buscar los rectos caminos del Señor, por los cuales únicamente pueden volver al puerto de la salvación. Que al menos se despierten al contemplar los ejemplos de vuestra Fe y devoción, y piensen seriamente que no tendrán justificación ante el Juez Divino si continúan desatendiendo las oportunidades que se les ofrecen para conocer la verdad. Que les sirva de emulación y de vergüenza veros a vosotros comprometidos pública y unánimemente en el culto a Dios, en la reforma de vuestra vida y en la obediencia común al Padre de todos, Vicario del Gran Pastor, que no desea otra cosa que se llene la tierra del conocimiento del Señor y que el honor de Dios, con la pureza de la Fe Cristiana y la Santidad de las costumbres, florezca y crezca en todas las Naciones. Esto es lo que, unidos como un gran ejército, pediremos; esto es lo que, con el auxilio de vuestras oraciones, esperamos obtener del clementísimo Señor Nuestro, quien declara que casi se le hace una especie de violencia cada vez que sus siervos se unen para suplicarle juntos. Juntos le rogaremos por la paz de la Iglesia Católica, por la prosperidad de los Príncipes Cristianos y por la salvación de todo el Pueblo Fiel.
11. Vosotros, por tanto, Venerables Hermanos, Prelados de la Religión Católica, Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, que sostenéis entre los Pueblos Cristianos, como embajadores, los intereses de Dios y de la Iglesia, convocad la asamblea, congregad al Pueblo, anunciadles el Año aceptable del Señor. Esforzaos para que el designio que, por impulso de Nuestra caridad paterna, para gloria de Dios, utilidad de toda la Iglesia y siguiendo el ejemplo de Nuestros Venerables Predecesores, hemos emprendido, no quede sin efecto. Y dado que el misericordioso Dios, tras las calamidades de una larga guerra, se ha dignado conceder a las fervorosas oraciones de su Pueblo la tan deseada paz, que esta tranquilidad temporal concedida por la bondad de nuestro Dios sirva para la enmienda y la eterna salvación de dicho Pueblo. Ahora debe emprenderse otro tipo de guerra contra los enemigos de nuestra salvación. Por parte de todos, debe reprimirse la licencia en las opiniones y acciones; es necesario poner freno al lujo y a la soberbia en el vivir; detener la avaricia de las ganancias injustas; purgar todo pecado, reconciliar las enemistades y abolir los odios.
12. Adelante, pues, Sacerdotes y Ministros de Dios, dad aliento a las trompetas e intimad esta guerra espiritual contra los enemigos de la Cruz de Cristo. Fortaleced las manos débiles de vuestros soldados, levantad sus rodillas cansadas y, sobre todo, guiad por el camino recto los pasos de aquellos que decidan dirigirse a esta Roca, Fortaleza inexpugnable de la Religión. Enseñadles que no han sido llamados aquí para vagar ociosamente ni para admirar espectáculos curiosos, sino para empuñar las armas de la milicia cristiana y soportar las fatigas del combate y de la batalla. ¿Y cuáles son las armas que teme el Demonio, sino las Vigilias, las Oraciones, los Ayunos, las Limosnas de los piadosos y las obras de la humildad y misericordia cristianas, con las cuales se destruye el tiránico dominio de la avaricia humana y se fortalece y expande el Reino de la caridad hacia Dios y hacia el prójimo?
13. Aquellos que emprendan esta piadosa guerra deben ir protegidos con la Cruz de Cristo y revestidos de toda la armadura de Dios, para que los enemigos que les tienden trampas no puedan causarles daño alguno. Que transcurran los días de su viaje con calma y concordia, con modestia y religiosidad, implorando la guía, la misericordia y la ayuda de Dios, para que se muestren dignos de la disciplina de Aquel cuyas enseñas dicen seguir; y con su escolta y ayuda, bajo cuyos auspicios militan, sean hechos merecedores de alcanzar la prometida corona de la victoria. Pero vosotros, Venerables Hermanos, mientras os esforzáis en inculcarles estas máximas, recordad también que es fácil realizar la tarea de exhortar y persuadir, pero que los ejemplos son más eficaces que las palabras; es más efectivo enseñar con las obras que con la voz. Que brille, por tanto, ante ellos, el resplandor de vuestra santa conducta, para que vean que vuestras obras son buenas y, conforme a ellas, regulen su vida y conformen sus costumbres. No olvidéis practicar la hospitalidad y la beneficencia, y llamad a los pobres a participar de vuestras riquezas, para que, mientras la Iglesia proporciona más abundantemente a las necesidades espirituales de los Fieles con los efectos de su clemencia y mansedumbre, también las necesidades temporales de los pobres sean aliviadas con mayor generosidad por vuestra piedad y misericordia.
14. Exhortamos y rogamos asimismo en el Señor a Nuestros Amados Hijos en Cristo, el Emperador electo y todos los Reyes y Príncipes Católicos, que, cuanto mayores e ilustres beneficios han recibido de aquel Dios por el cual reinan los Reyes, tanto más ardientemente –como es justo– se esfuercen con piadoso celo en procurar la gloria de Dios. En particular, que ayuden la diligencia y vigilancia pastoral de Nuestros Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, y ordenen a sus Magistrados y Ministros que cooperen en su labor, para que se reprima la licencia de los impíos y los deseos de los buenos sean fomentados con su regia colaboración. Especialmente, que practiquen la beneficencia y la liberalidad hacia los Peregrinos, y procuren que gocen de un viaje seguro, y que ninguna vejación de hombres malvados los perturbe, sino que, más bien, sean recibidos con amor en los Hospitales, Casas y Hospicios públicos; que sean confortados con provisiones y con las cosas necesarias para la vida, sin concusión ni daño alguno, de modo que puedan continuar alegremente el viaje comenzado y regresar con alegría a su Patria. Con estas obras, los Reyes y Príncipes se harán particularmente agradables a Dios, para que sean recibidos en los Tabernáculos eternos por los mismos Pobres hacia quienes habrán ejercido la misericordia y a través de quienes Cristo es alimentado y nutrido.
15. Y para que la presente Carta llegue más fácilmente al conocimiento de todos los Fieles, dondequiera que se encuentren, deseamos que las copias de la misma, incluso las impresas, firmadas de puño y letra por un Notario público y corroboradas con el sello de una persona investida con Dignidad Eclesiástica, gocen de la misma credibilidad que la presente si fuese exhibida y mostrada.
16. Por lo tanto, a ningún hombre le sea permitido infringir o contravenir temerariamente esta página de Nuestra publicación, promulgación, concesión, exhortación, oración y voluntad. Y si alguien osara intentarlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios Omnipotente y de sus Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, en el año de la Encarnación del Señor 1749, el 5 de mayo, noveno año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV