PROVIDAS ROMANORUM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
Venerable hermano, salud y bendición apostólica.
Juzgamos necesario, mediante una nueva intervención de Nuestra autoridad, sostener y confirmar —ya que lo exigen motivos justos y graves— las prudentes leyes y sanciones de los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores: no solo aquellas leyes y sanciones cuyo vigor, por el paso del tiempo o por la negligencia de los hombres, tememos que puedan debilitarse o extinguirse, sino también aquellas que recientemente han obtenido fuerza y pleno vigor.
1. De hecho, Clemente XII, Nuestro Predecesor de feliz memoria, mediante su propia Carta apostólica del 28 de abril del año de la Encarnación del Señor 1738, en el octavo año de su Pontificado —Carta dirigida a todos los fieles y que comienza In eminenti— condenó para siempre y prohibió ciertas Sociedades, Uniones, Reuniones, Asambleas, Conventículos o Agrupaciones vulgarmente llamadas de los Francmasones o des Francs Maçons, o denominadas de otras maneras, ya entonces ampliamente difundidas en ciertos países y que ahora aumentan cada vez más. Prohibió a todos y cada uno de los cristianos (bajo pena de excomunión que se incurre ipso facto, sin necesidad de declaración, de la cual nadie podía ser absuelto por otro que no fuera el Romano Pontífice en ejercicio, salvo en peligro de muerte) intentar o atreverse a ingresar en tales Sociedades, propagarlas o prestarles apoyo o refugio, ocultarlas, inscribirse en ellas, agregarse a ellas o participar en sus reuniones, y otras acciones, tal como se expone más ampliamente en la misma Carta. Aquí está el texto.
2. “Clemente Obispo, siervo de los siervos de Dios. A todos los fieles, salud y Bendición Apostólica. Colocados por voluntad de la clemencia Divina, aunque indignos, en la eminente Sede del Apostolado, con el fin de cumplir con el deber de la providencia pastoral que se Nos ha confiado, con diligencia constante y cuidado, en la medida que Nos lo permite el Cielo, hemos dirigido nuestra atención a aquellas cosas mediante las cuales, cerrando el acceso a los errores y a los vicios, se conserve principalmente la integridad de la Religión Ortodoxa, y en estos tiempos tan difíciles se alejen del mundo católico los peligros de desórdenes.
Ya por la misma fama pública Nos consta que se extienden en todas direcciones y día a día cobran fuerza ciertas Sociedades, Uniones, Reuniones, Asambleas, Conventículos o Agrupaciones comúnmente llamadas de los Francmasones o des Francs Maçons, o denominadas de otras maneras según la variedad de las lenguas, en las cuales, con estrecha y secreta alianza, según sus Leyes y Estatutos, se unen entre sí hombres de cualquier religión y secta, satisfechos con una cierta apariencia fingida de honestidad natural. Estas Sociedades, con un juramento solemne tomado sobre las Sagradas Escrituras y con la imposición de severas penas, están obligadas a mantener un silencio inviolable respecto de lo que realizan secretamente.
Pero siendo propio de la naturaleza del delito manifestarse por sí mismo y generar el ruido que lo denuncia, se deduce que dichas Sociedades o Conventículos han generado tal sospecha en las mentes de los fieles, según la cual, para los hombres honrados y prudentes, inscribirse en esas Agrupaciones es lo mismo que mancharse con la infamia de maldad y perversión: si no actuaran injustamente, no odiarían tan decididamente la luz. Esta fama ha crecido de manera tan considerable, que dichas Sociedades ya han sido proscritas por los Príncipes seculares en muchos países como enemigas de los Reinos, y han sido prudentemente eliminadas.
Nosotros, por tanto, reflexionando sobre los gravísimos daños que estas Sociedades o Conventículos causan no solo a la tranquilidad de la República temporal, sino también a la salud espiritual de las almas, al no concordar en absoluto ni con las Leyes Civiles ni con las Canónicas; instruidos por las Divinas palabras que nos exhortan a velar día y noche, como siervo fiel y prudente encargado de la familia del Señor, para que esta clase de hombres no saqueen la Casa como ladrones, ni arruinen la Viña como zorros; para que no corrompan los corazones de los simples ni hieran ocultamente a los inocentes; con el fin de cerrar un camino que, si permaneciera abierto, permitiría impunemente la comisión de delitos; y por otros motivos justos y razonables que Nos son conocidos, con el consejo de algunos Venerables Hermanos Nuestros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, y además motu proprio, con ciencia segura, deliberación madura y con la plenitud de Nuestra potestad Apostólica, decretamos que se deben condenar y prohibir, como por la presente Nuestra Constitución, que debe valer en perpetuo, condenamos y prohibimos las mencionadas Sociedades, Uniones, Reuniones, Asambleas, Agrupaciones o Conventículos de los Francmasones o des Francs Maçons, o comoquiera que se denominen.
Por tanto, ordenamos severamente, y en virtud de santa obediencia, a todos y cada uno de los fieles de cualquier estado, grado, condición, orden, dignidad o preeminencia, sean Laicos o Clérigos, tanto Seculares como Regulares, incluso si son dignos de especial mención y distinción, que nadie se atreva ni presuma, bajo cualquier pretexto o apariencia, instituir, propagar o favorecer las mencionadas Sociedades de los Francmasones o des Francs Maçons, o denominadas de otro modo; alojarlas o esconderlas en sus propias casas o en otro lugar; inscribirse o agregarse a ellas; procurarles medios, facilidades o posibilidad de reunirse en algún lugar; suministrarles algo o prestarles de cualquier modo consejo, ayuda o favor, pública o secretamente, directa o indirectamente, en nombre propio o a través de otros, ni exhortar, inducir, provocar o persuadir a otros para inscribirse o participar en estas Sociedades, ni para beneficiarlas o favorecerlas de cualquier forma. Más bien, todos deben abstenerse absolutamente de dichas Sociedades, Uniones, Reuniones, Asambleas, Agrupaciones o Conventículos, bajo pena de excomunión para todos los contraventores, como se mencionó anteriormente, la cual se incurre ipso facto, y sin necesidad de declaración, de la cual nadie puede ser absuelto, salvo en peligro de muerte, por alguien que no sea el Romano Pontífice en ejercicio.
Deseamos además y ordenamos que tanto los Obispos, los Superiores Prelados y los demás Ordinarios de los lugares, como los Inquisidores de la maldad herética designados en cualquier lugar, procedan e investiguen contra los transgresores de cualquier estado, grado, condición, orden, dignidad o preeminencia, y que los repriman y castiguen con las mismas penas con las que se castiga a los sospechosos de herejía. Por tanto, concedemos y otorgamos plena facultad a ellos, y a cada uno de ellos, de proceder e investigar contra dichos transgresores, y de encarcelarlos y castigarlos con las penas debidas, invocando incluso, si fuera necesario, la ayuda del brazo secular.
Queremos también que a las copias de la presente, aunque estén impresas, firmadas de puño y letra por algún Notario público y con el sello de una persona constituida en dignidad Eclesiástica, se les dé la misma fe que se daría a la Carta si fuera presentada o mostrada en el original.
Por lo tanto, a nadie le sea permitido, bajo ninguna circunstancia, violar o contradecir con temeraria audacia esta página de Nuestra declaración, condena, mandato, prohibición e interdicción. Si alguien se atreviera a tanto, sepa que incurrirá en la ira de Dios Omnipotente y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo”.
3. Pero puesto que, según se nos ha informado, algunos no han dudado en afirmar y difundir públicamente que la mencionada pena de excomunión impuesta por Nuestro Predecesor ya no está vigente, porque la Constitución correspondiente no ha sido confirmada por Nosotros, como si fuera necesario que las Constituciones Apostólicas mantengan su validez únicamente con la confirmación explícita del sucesor;
4. y habiéndosenos sugerido, por parte de algunas personas piadosas y temerosas de Dios, que sería muy útil eliminar todos los subterfugios de los calumniadores y declarar la uniformidad de Nuestro ánimo con la intención y voluntad del mismo Predecesor, añadiendo a su Constitución el nuevo respaldo de Nuestra confirmación;
5. Nosotros ciertamente, hasta ahora, cuando hemos concedido benignamente la absolución de la excomunión incurrida, frecuentemente en el pasado año Jubilar, a muchos fieles verdaderamente arrepentidos y dolidos por haber transgredido las leyes de la misma Constitución, quienes de corazón aseguraron apartarse completamente de tales Sociedades y Conventículos y que para el futuro nunca volverían a ellos; o cuando otorgamos a los Penitenciarios delegados por Nosotros la facultad de impartir la absolución en Nuestro nombre y con Nuestra autoridad a aquellos que recurrieran a los mismos Penitenciarios; y cuando, con diligente vigilancia, no dejamos de procurar que los Jueces y Tribunales competentes procedieran conforme a la magnitud del delito cometido contra la Constitución misma, lo cual fue efectivamente ejecutado en varias ocasiones; hemos ciertamente ofrecido argumentos no solo probables, sino del todo evidentes e indubitables, a través de los cuales se debía comprender claramente la disposición de Nuestro ánimo y la firme y deliberada voluntad concordante con la censura impuesta por el mencionado Clemente Predecesor. Si una opinión contraria se difundiera sobre Nosotros, podríamos sin duda despreciarla y confiar Nuestra causa al justo juicio de Dios Omnipotente, pronunciando aquellas palabras que en otros tiempos se recitaban durante las sagradas funciones: “Concede, oh Señor, te lo rogamos, que no nos preocupen las calumnias de los espíritus perversos, sino que, con la perversidad vencida, te suplicamos que no permitas que seamos afligidos por las injustas maledicencias ni atrapados por astutas adulaciones, sino que amemos más bien aquello que Tú mandas”. Así lo recoge un antiguo Misal atribuido a San Gelasio, Nuestro Predecesor, e incluido por el Venerable Siervo de Dios el Cardenal Giuseppe Maria Tomasi en la Misa titulada Contra los maldicientes.
6. Sin embargo, para que no se pudiera decir que Nosotros imprudentemente omitimos algo, con el fin de eliminar fácilmente los pretextos de las falsas calumnias y cerrarles la boca, tras haber escuchado previamente el consejo de algunos Venerables Hermanos Nuestros, Cardenales de la Santa Iglesia Romana, hemos decretado confirmar la misma Constitución de Nuestro Predecesor, palabra por palabra, tal como se ha expuesto anteriormente de manera específica. La confirmamos, validamos, renovamos y queremos y decretamos que tenga fuerza y eficacia perpetuas, por Nuestra ciencia segura, en la plenitud de Nuestra autoridad Apostólica, conforme al tenor de la misma Constitución, en todo y por todo, como si hubiera sido promulgada motu proprio por Nosotros y con Nuestra autoridad, y como si hubiera sido publicada por primera vez por Nosotros.
7. De hecho, entre los gravísimos motivos de las mencionadas prohibiciones y condenas expuestos en la Constitución antes citada, hay uno según el cual, en tales Sociedades y Conventículos, pueden unirse entre sí hombres de cualquier religión y secta. Es evidente el daño que esto puede causar a la pureza de la Religión Católica. El segundo motivo es la estricta e impenetrable promesa de secreto, en virtud de la cual se oculta lo que se hace en estas reuniones, a las que con justicia se puede aplicar aquella sentencia que Cecilio Natal, según Minucio Félix, mencionó en una causa muy distinta: “Las cosas honestas aman siempre la luz pública; las acciones criminales son secretas”. El tercer motivo es el juramento con el que se comprometen a observar inviolablemente dicho secreto, como si fuera lícito que alguien, interrogado por una autoridad legítima, pudiera excusarse de confesar lo que se le pregunta, alegando alguna promesa o juramento, para saber si en esos Conventículos se realiza algo contrario a la estabilidad y a las leyes de la Religión y de la República.
El cuarto motivo es que estas Sociedades se oponen tanto a las Sanciones Civiles como a las Canónicas, considerando que, según el Derecho Civil, se prohíben todos los Colegios y reuniones formados sin autoridad pública, como se lee en las Pandectas (libro 47, título 22, De Collegiis et corporibus illicitis), y en la célebre carta (n. 97 del libro 10) de Cayo Plinio Cecilio, quien relata que por su Edicto, en cumplimiento de la orden del Emperador, se prohibió que se celebraran las “Heterías”, es decir, que existieran y se reunieran Sociedades y Asambleas sin la autorización del Príncipe.
El quinto motivo es que, en muchos países, dichas Sociedades y Agrupaciones ya han sido proscritas y prohibidas por las leyes de los Príncipes Seculares. Por último, el sexto motivo es que, entre hombres prudentes y honestos, se censuran las mencionadas Sociedades y Agrupaciones, considerando que cualquiera que se inscriba en ellas incurre, a su juicio, en la tacha de depravación y perversión.
8. Finalmente, el mismo Predecesor, en la Constitución antes citada, exhorta a los Obispos, Superiores Prelados y demás Ordinarios de los lugares a no descuidar invocar la ayuda del brazo secular, si fuera necesario, para la ejecución de esta disposición.
9. Todas estas cosas, incluso cada una de ellas por separado, no solo son aprobadas y confirmadas por Nosotros, sino también recomendadas y encomendadas a los Superiores Eclesiásticos. Además, Nosotros mismos, por deber de la solicitud Apostólica, con la presente Nuestra Carta, invocamos y con vivo afecto solicitamos la ayuda y colaboración de los Príncipes Católicos y de los Poderes Seculares, siendo ellos Príncipes Supremos y Autoridades elegidas por Dios como defensores de la fe y protectores de la Iglesia. Que se preocupen de que las Constituciones Apostólicas reciban el debido respeto y la más absoluta obediencia.
Esto fue recordado por los Padres del Concilio de Trento (sesión 25, capítulo 20), y mucho antes lo declaró excelentemente el Emperador Carlomagno en sus Capitulaciones (título I, capítulo 2), donde, después de mandar a todos sus súbditos observar las Sanciones Eclesiásticas, añadió estas palabras: “De ninguna manera podemos entender cómo pueden ser fieles a nosotros aquellos que se muestran infieles a Dios y desobedientes a sus sacerdotes”. En consecuencia, ordenó a todos los Presidentes y Ministros de sus provincias que obligaran a todos y cada uno a prestar la debida obediencia a las leyes de la Iglesia. Además, impuso severísimas penas contra quienes descuidaran cumplir con esto, añadiendo entre otras cosas: “Aquellos que, en estas cosas (lo que no suceda), se encuentren negligentes o transgresores, sepan que no conservarán los honores en nuestro Imperio, aunque sean nuestros hijos; ni tendrán lugar en el Palacio, ni con nosotros ni con nuestros fieles tendrán sociedad o comunión, sino que más bien sufrirán el castigo en la angustia y la privación”.
10. Deseamos, además, que a las copias de la presente, aunque estén impresas, firmadas por la mano de algún Notario público y selladas con el sello de una persona constituida en dignidad Eclesiástica, se les conceda la misma fe que se daría a la Carta si fuera presentada o mostrada en su original.
11. Por lo tanto, a nadie le sea permitido, bajo ninguna circunstancia, violar o contradecir temerariamente esta página de Nuestra confirmación, innovación, aprobación, mandato, invocación, solicitud, decreto y voluntad. Si alguien osara tanto, sepa que incurrirá en la ira de Dios Omnipotente y de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, el 18 de marzo del año de la Encarnación del Señor 1751, undécimo año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV