QUAM GRAVE


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XIV

A los Patriarcas, Arzobispos y Obispos Ordinarios de cada localidad

Venerable Hermano, salud y Bendición Apostólica.

1. Consideramos innecesario demostrar con muchas palabras cuán grave y horrendo delito comete quien, sin estar investido del Orden sacerdotal, presume celebrar el sacrificio de la Misa, dado que a todos son evidentes las razones por las cuales un crimen tan sacrílego es justamente considerado digno de ser detestado y castigado con la aplicación rigurosa de sanciones. Será suficiente recordar aquí las Constituciones Apostólicas de nuestros Predecesores, quienes establecieron penas severísimas contra los culpables de este delito. Estas fueron promulgadas por los Romanos Pontífices de feliz memoria Pablo IV, Sixto V, Clemente VIII y Urbano VIII, quienes determinaron que cualquier persona que se descubriera celebrando la Misa sin haber recibido el carácter sacerdotal debía ser entregada al Foro secular para su justa pena.

2. Todas estas Constituciones las hemos recordado y confirmado Nos mismos en nuestra Constitución, publicada desde el año 1744 de la Encarnación del Señor, IV de nuestro Pontificado, el 20 de abril, que comienza con las palabras Sacerdote in aeternum y que está incluida en Nuestro Bolario, Tomo I, n.° 97. En esta Constitución se abolieron muchas excepciones y subterfugios que solían ser utilizados por la Defensa para sustraer a los culpables de la pena que les correspondía, es decir, ser entregados al brazo secular siempre que, con pruebas irrefutables, se demostrara que los acusados habían celebrado la Misa sin haber recibido jamás la ordenación sacerdotal.

3. Aunque la Iglesia ha establecido que quienes celebran sin haber sido admitidos deben, por exigencia de justicia, ser entregados al Foro secular, sin embargo, siendo una Madre piadosa y, como es sabido, llena de bondad y misericordia, nunca ha dejado, ni deja ahora, de dar pruebas de su clemencia. Esto se manifiesta tanto en la determinación de la forma de degradación verbal que precede habitualmente a la degradación real, como en la ejecución de la misma degradación real, además de en los llamados y advertencias destinados a disuadir incluso a los más depravados de intentar sacrílegamente inmiscuirse en la celebración de los Sagrados Misterios sin el orden y carácter sacerdotal. Así, de algún modo, se les cierra el camino que podría conducirlos a la mencionada pena de ser entregados al brazo secular.

4. En el Pontificale Romanum se encuentra la fórmula de la degradación verbal mediante la cual se pronuncia la sentencia que implica la degradación real, no solo respecto a quienes han recibido las Sagradas Órdenes, excepto el Presbiterado, sino también contra todos aquellos que solo han recibido la Tonsura clerical o las Órdenes menores.

Entre ambos casos hay solo esta diferencia: respecto a los clérigos que han recibido las Órdenes menores o únicamente la Tonsura, tanto la degradación verbal como la real son decretadas únicamente por el Obispo, sin la intervención de otras personas. En cuanto a los demás, que han recibido las Órdenes mayores previas al Sacerdocio, el Obispo no puede proceder a la degradación verbal sin la asistencia y el respaldo de ciertas personas cuya presencia y parecer son requeridos por las Leyes Canónicas.

5. Es bien conocida la decretal de nuestro Predecesor, el Papa Bonifacio VIII, en la que se lee: “En cuanto a este asunto, esta es nuestra respuesta: la degradación verbal o deposición de los Órdenes o Grados Eclesiásticos debe ser realizada por el propio Obispo con la asistencia de un cierto número de Obispos establecido por los Cánones, si se trata de clérigos constituidos en las sagradas Órdenes; si, en cambio, se trata de la degradación de aquellos que solo han recibido Órdenes Menores, basta con el juicio del propio Obispo, sin la presencia de otros Obispos” (capítulo Degradación de las Penas, en el sexto libro).

6. También son bien conocidas las sanciones de los Cánones indicadas por la Glosa Canónica (en el citado capítulo Degradación, sección canónica de las penas, en el sexto libro), que especifican el número de Obispos cuya asistencia es requerida cuando se debe pronunciar la degradación verbal contra un clérigo constituido en las Órdenes Mayores.

7. Tampoco puede ignorarse lo establecido por el Concilio de Trento (sesión XIII, capítulo 4, Sobre la Reforma): al constatar que no sería fácil reunir el número de Obispos requerido por los Cánones cada vez que se debe proceder a una degradación, el Concilio permitió que el Obispo pueda proceder también sin ellos, utilizando, en tal situación, a Abades residentes en la Ciudad o en la Diócesis, adornados por indulto de la Sede Apostólica con Mitra y Báculo, o, si estos no estuvieran disponibles, a otras personas distinguidas por su Dignidad Eclesiástica, de edad madura y profundos conocedores de las leyes sagradas.

8. Según la antigua disciplina, las degradaciones verbales se realizaban en los Sínodos Provinciales, en los cuales los Obispos presentes emitían su voto. Dado que actualmente los Obispos o los otros Eclesiásticos mencionados anteriormente ocupan el lugar de los Padres que participaban en los Concilios Provinciales, se deduce claramente que a ellos se les transfiere el derecho de voto en las degradaciones verbales a las que son convocados como Asesores, como hemos demostrado claramente en nuestro Tratado Del Sínodo Diocesano (libro 9, capítulo 6, n.° 4), recientemente publicado.

9. A la degradación verbal sigue la degradación real; en el Pontificale Romanum se indican claramente las normas para llevarla a cabo. También en esto, la Iglesia no deja de dar evidentes pruebas de su bondad y comprensión. Antes de que el degradado sea entregado al Ministro del Foro secular, se ruega insistentemente por él para que no se le imponga ni la pena de muerte ni la mutilación de miembros. “Señor Juez –dice el mencionado Pontifical–, con todo el afecto posible os suplicamos, por amor de Dios, en vista de la piedad y la misericordia, y también de estas plegarias que os dirigimos, que no expongáis a este desdichado al peligro de muerte ni a la mutilación”.

Mucho antes de la compilación del Pontificale Romanum, la misma disposición se encuentra expresamente en el capítulo Sabemos, de la obra Sobre el significado de las palabras, donde se dice: “Sin embargo, por él –refiriéndose al degradado que debe ser entregado al Foro secular–, la Iglesia debe interceder eficazmente ante el Juez laico para que, excluida la pena de muerte, la sentencia sea benigna”.

También se puede consultar a Alteserra en el citado capítulo Sabemos, de la obra Sobre el significado de las palabras, donde recoge muchos testimonios de los Padres perfectamente alineados con lo establecido en la mencionada decretal.

10. Para confirmar nuestra afirmación sobre la gran preocupación que la Iglesia muestra incluso hacia aquellos que no lo merecerían, buscando evitar que incurran en la pena de muerte como consecuencia de algún delito, señalamos que, con una previsión que se remonta a tiempos antiguos, se estableció que quien se traslade de su propia diócesis a otra, si no es bien conocido en esta última, debe llevar consigo una carta de su Ordinario que demuestre que es sacerdote y que, según lo que se sabe, no está sujeto a ningún impedimento canónico que le prohíba celebrar los Sagrados Misterios. Esto ya había sido decretado por el Santo Sínodo de Calcedonia, donde se establece que no es lícito a un clérigo trasladarse de su diócesis a otra sin haber obtenido previamente de su Obispo la mencionada carta, que llamaremos de “despido”. Jacobo Cuiazio, y después de él otros escritores atentos, observaron que la palabra “lector” no concuerda con el contexto y, por tanto, debe leerse “no conocido”, como también hemos señalado en nuestra Instrucción 34 (edición latina, pár. 1).

Si se desean investigar los principios más antiguos de esta disciplina, pueden consultarse los llamados Cánones Apostólicos, en la edición de los Padres Apostólicos por Cotelerio (tomo I, libro 8). Entre ellos se encuentra el Canon XIII, que establece: “Si un clérigo o un laico, suspendido de la comunión, o incluso en comunión, se traslada a otra ciudad y es recibido sin una carta de recomendación, tanto quienes lo recibieron como quien fue recibido serán excomulgados; y al excomulgado se le aplicará la misma corrección que se aplicaría a quien ha mentido y engañado a la Iglesia de Dios”. Este principio concuerda con el Canon XXIV, como se desprende de estas palabras contenidas en él: “Ningún Obispo en viaje, ni Presbítero, ni Diácono, sea recibido sin las cartas de recomendación; y cuando presenten dichas cartas, examínese atentamente su contenido. Si resultan de probada piedad, sean recibidos; de lo contrario, no se les dé ni lo necesario y, de ninguna manera, sean admitidos en la comunión: de un comportamiento disimulado pueden derivarse muchas consecuencias”.

11. Aunque existe discusión entre los estudiosos sobre el verdadero autor de los Cánones Apostólicos, su autoridad es grande, ya que al menos fueron recopilados en el siglo III de la Iglesia a partir de diversos Concilios celebrados antes del Sínodo de Nicea, algo sobre lo que los investigadores de antiguas memorias sagradas parecen estar de acuerdo actualmente.

12. Estas santísimas leyes son conformes a las sanciones del Concilio de Trento, así como a las Encíclicas enviadas frecuentemente por las Congregaciones romanas a los Obispos de las diversas Iglesias. También debe considerarse como cierto lo siguiente: aunque el Obispo no debe preocuparse por los religiosos que desean celebrar Misa en sus propias iglesias, dado que la responsabilidad recae en sus Superiores Regulares, sin embargo, si un sacerdote secular desea celebrar Misa en una iglesia de religiosos, también en este caso está obligado a presentar la carta de despido obtenida de su Ordinario al Obispo de la diócesis donde desea realizar el sagrado rito, como también se indica en nuestra Instrucción 34 (edición latina, pár. 1).

13. Esta antigua y justísima sanción, cuya ejecución ha sido transmitida con muchos detalles por nuestros escritores expertos en derecho práctico (entre los cuales merece especial mención el diligente Monacellio en sus Fórmulas Legales, Parte I, Título 4, Fórmula 8, p. 81 y Fórmula 6, p. 79; así también en el Título 6, Fórmula 18, p. 160), fue reforzada con previsores reglamentos de prudencia por el gran reformador de la disciplina eclesiástica, San Carlos Borromeo. Invitamos a leer y estudiar atentamente los decretos que emitió sobre esta materia, presentes en numerosos documentos: en el primer Concilio Provincial de Milán, celebrado en 1565, parte 2; luego en el segundo Concilio Provincial de 1569, Decreto 1; en el tercer Concilio Provincial de 1573; en la Instrucción a los Sacerdotes sobre la Celebración de la Misa; y, finalmente, en el cuarto Concilio Provincial celebrado en 1576.

En estos textos se prescribe que el párroco de la parroquia donde un sacerdote extranjero establece su residencia, si esto ocurre en una zona rural, debe informar al Vicario Foráneo en un plazo máximo de ocho días, quien a su vez informará al Obispo. Si ocurre en una ciudad, el párroco informará directamente al Obispo, quien solicitará al sacerdote la carta de despido, examinará su contenido y evaluará cuidadosamente su tenor. Si el Ordinario ha concedido al sacerdote bajo su jurisdicción permiso para ausentarse por un período definido, se prescribe que la facultad de celebrar Misa solo se otorgue durante ese tiempo. También se exige anotar la fecha en que se entregó la carta de despido: desde su presentación para ser leída y examinada, no deben haber transcurrido más de dos, cuatro o seis meses, dependiendo de su origen: dos meses si fue escrita en la misma provincia; cuatro meses si fue escrita fuera de la provincia, pero dentro de Italia; y seis meses si fue redactada fuera de Italia.

14. De todas estas normas generales y particulares se deduce claramente cuánto la Iglesia se muestra reacia a aplicar la pena que los Sagrados Cánones han establecido contra quienes celebran sin haber sido promovidos al sacerdocio. La Iglesia eleva, de algún modo, barreras para que nadie caiga en este delito, que conllevaría la pena determinada por las Sagradas Leyes.

15. Más importante aún para demostrar esto es lo que vamos a mencionar. Si una persona se presenta ante el juez eclesiástico y confiesa haber celebrado el sacrificio de la Misa o haber escuchado confesiones sacramentales de los fieles sin haber recibido el Orden Sacerdotal, al presentarse espontáneamente puede beneficiarse de un privilegio por el cual se le imponen penitencias saludables y luego se le deja en libertad, siempre que no esté, como se dice, "in ipso suo constituto diminutus" (privado de sus facultades) o tenga antecedentes penales. En tales casos, debe ser retenido y custodiado en prisión.

Sin embargo, si el mismo individuo, al ser interrogado por el juez sobre si conoce la razón de su detención, confiesa todo sin esperar más preguntas o interrogatorios, aunque no cabe duda de que ha incurrido en las sanciones penales previstas por las Constituciones Apostólicas y que, como culpable de un delito capital, merece ser entregado al Foro secular, puede concedérsele el beneficio de la reducción de pena, conmutando la pena de muerte por condena a las galeras de por vida. Esto lo confirma el Cardenal Albizio, de feliz memoria, experto en esta materia:

“Si el acusado, citado a juicio, a la pregunta genérica de si sabe por qué ha sido llamado, o si conoce la causa de su encarcelamiento, confiesa toda la verdad, se le trata como si se hubiera confesado culpable espontáneamente y se procede con clemencia. Especialmente después de la condena, la pena más grave se conmuta por una más leve, etc. Así lo decidió la Sagrada Congregación el 12 de mayo de 1604” (Tratado de la Inconstancia en la Fe, Parte I, cap. 14, n. 70).

16. Otro hecho digno de mención: aunque el Pontificale Romanum prescribe de manera estricta la degradación, incluso para quienes han recibido únicamente la primera Tonsura clerical —aunque se debate si esta debe o no considerarse parte de las Órdenes, y si el juez eclesiástico puede, como hemos señalado, proceder solo a la degradación en el caso de las Órdenes Menores, lo cual no puede hacer sin la intervención de otras personas cuando se trata de Órdenes Mayores—, en la práctica actual sucede que sacerdotes y otros clérigos, tanto de Órdenes Mayores como Menores, son condenados libremente a galeras o incluso a prisión perpetua sin que se haya llevado a cabo previamente la degradación verbal, y mucho menos la real. Esto es ampliamente conocido y ha sido señalado también por el sacerdote Catalani en su comentario al Pontificale Romanum (Título 16, § 4, n.° 6, tomo III).

17. En las cárceles de los tribunales eclesiásticos aún es posible encontrar a algunos detenidos encarcelados por haber celebrado la Misa sin haber recibido el Orden Sacerdotal, haber escuchado la confesión sacramental de los fieles e, incluso, haber distribuido a los fieles que solicitaban la Comunión Eucarística partículas no consagradas, haciéndolas pasar por consagradas por ellos mismos. Entre estos se encontraban dos individuos que, al ser preguntados si conocían la causa de su detención, confesaron ingenuamente todo. Esto dio lugar a la cuestión de si debía concedérseles una reducción de la pena, es decir, en lugar de entregarlos al Foro secular como merecedores de la pena capital, condenarlos a galeras o prisión perpetua.

18. Entre quienes emitieron la sentencia, ya fuera como consultores o como jueces, no hubo disenso en cuanto a que ambos culpables habían incurrido en la pena que implicaba ser entregados al Foro secular y, por ende, a la pena capital. Sin embargo, algunos observaron que, en vista de su pronta confesión, en la cual cada uno admitió plenamente su delito sin esperar a que el juez formulara más preguntas, ambos merecían ser considerados confesos y, por lo tanto, debían ser condenados a galeras o a prisión perpetua. No obstante, la mayoría opinó en contra, sosteniendo que habían incurrido en la pena capital y, por tanto, debían ser entregados al brazo secular.

19. La persistencia de nuestra enfermedad nos ha impedido participar, como siempre nos hemos propuesto hacer en casos semejantes, en las Congregaciones donde se han discutido estos asuntos. Sin embargo, no hemos dejado de leer y examinar toda la documentación relacionada, y hemos considerado más conforme a la clemencia y mansedumbre propias del Pontífice adherirnos a la sentencia más indulgente. Esto es especialmente válido considerando que el Cardenal Albizio, gran experto en esta materia, dejó escrito que es costumbre conceder como premio una reducción de la pena a quienes, en la primera interrogación del Juez, confiesen íntegra y abiertamente su delito. Hay, además, numerosos ejemplos de causas que, en circunstancias similares, han sido conmutadas de este modo.

Por lo tanto, es nuestra voluntad que los mencionados culpables se beneficien de la reducción de la pena merecida, es decir, que sean condenados de por vida a las galeras, de manera que no puedan ser liberados ni obtener una conmutación de esta pena, salvo que sea dispuesta por el Romano Pontífice en funciones y plenamente informado de sus delitos y de todas las circunstancias que los acompañaron. Sin embargo, dejamos a los jueces la facultad de sustituir dicha pena por el encarcelamiento perpetuo o la prisión si se determina que la condena a galeras perpetuas no es adecuada en ningún caso para estos culpables, siempre que no falten las condiciones necesarias para este propósito.

Además, establecemos y decretamos que, cuando se deba notificar formalmente a los culpables la condena a galeras o a prisión perpetua, como se ha indicado anteriormente, dicha notificación sea realizada por el Juez en presencia de los encargados de gestionar las sacristías de las Iglesias, quienes deberán ser convocados a tal efecto por el mismo Juez bajo pena de sanciones a su arbitrio. En esta ocasión, deberán recibir una severa advertencia sobre la estricta observancia y ejecución de todas las disposiciones en esta materia: es decir, que no permitan nunca que sacerdotes no conocidos celebren la Misa sin haber presentado primero la carta de despido, que deberá ser examinada y evaluada por la persona responsable de ello.

Recordamos que este mismo procedimiento se llevó a cabo en esta Ciudad bajo nuestro Predecesor de feliz memoria, el Papa Clemente XI, cuando se entregó al Foro secular a un culpable condenado a la pena capital por haber celebrado la Misa sin haber recibido el Orden Sacerdotal.

20. Por lo tanto, decretamos que los jueces competentes y los tribunales correspondientes procedan según las normas descritas hasta ahora contra aquellos que, hasta la fecha, hayan celebrado la Misa o escuchado la Confesión Sacramental sin haber sido admitidos al Sagrado Orden del Presbiterado.

Sin embargo, dado que estamos convencidos de que este delito, gravísimo en sí mismo y cada vez más frecuente, debe ser impedido por todos los medios y, en la medida de lo posible, eliminado y erradicado de las naciones cristianas, decretamos que la nueva ley en esta materia, establecida mediante una Constitución Apostólica (de la cual la Fraternidad recibirá un ejemplar adjunto a esta Carta), sea rigurosamente observada y aplicada en el futuro, una vez transcurridos tres meses desde la fecha de dicha Constitución.

Mientras tanto, a ti, Venerable Hermano, con mucho afecto te impartimos la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 2 de agosto de 1757, en el decimoséptimo año de Nuestro Pontificado.

BENEDICTO XIV