QUAMVIS PATERNAE
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Aunque desde hace tiempo es conocido por Nuestra paternal vigilancia –que Nos obliga a ser solícitos para impartir a cada uno plena y diligente justicia– que, para comodidad de los contendientes y con el fin de resolver y definir sus disputas adecuadamente, las causas se delegan fuera de Nuestra Curia Romana a algunos que, según se dice, carecen tanto del conocimiento adecuado de las leyes como de la probidad y la fe necesarias, no podemos menos que sentir un mayor pesar porque este abuso, ya de dominio público, se confirma abiertamente por las numerosas quejas presentadas ante la Sede Apostólica y las crecientes cartas que se Nos envían.
Las principales razones de este abuso, según se desprende de muchas de estas cartas, se refieren especialmente al elevado número de Protonotarios incompetentes. A ellos, en cuanto investidos de dignidad eclesiástica, se delegan las causas mencionadas durante el tiempo que permanecen en su cargo, sin someterlos previamente a un examen atento de sus méritos y cualidades, ni evaluar cuidadosamente si poseen la competencia jurídica y la capacidad para administrar justicia.
1. Una sincera preocupación y un profundo dolor han invadido nuestro espíritu al conocer que los bienes y actividades de otros se ven en peligro e incertidumbre debido a la ignorancia y maldad de los jueces; esto puede ser plenamente comprendido por quienes conocen el profundo celo que Nos anima en la administración de la justicia. Pero, como Nuestra caridad paternal, encargada de la salvación de los pueblos, no puede permanecer en silencio por más tiempo, Nos vemos obligados a intervenir con los remedios oportunos para eliminar la corrupción y restaurar la integridad de los juicios.
Sabemos que estas quejas no son recientes, sino de larga data; no se trata, pues, de una enfermedad que ahora comienza, sino de un mal consolidado. Por tanto, no es necesario idear nuevos remedios para combatirlo, sino hacer operativos los ya establecidos hace tiempo.
El origen de este mal no puede ser atribuido a nuestra Curia Romana, sino a quienes se quejan injustamente de su práctica.
2. En efecto, si miramos hacia atrás en el tiempo, cualquiera puede descubrir fácilmente cómo estas quejas fueron presentadas al Papa Bonifacio VIII, de feliz memoria, quien, para cumplir con su oficio apostólico, estableció en su decreto (Estatuto de los rescriptos, cap. 6) que las causas no fueran delegadas por la Sede Apostólica y sus Legados sino a dignatarios eclesiásticos con cargo o canonicato en una Iglesia Catedral, y que los procesos fueran instruidos en ciudades importantes, con numerosa población y jueces competentes.
Es lícito suponer que también en el Concilio de Trento se presentó una solicitud sobre la impericia de los jueces. En efecto, tras señalar que las causas delegadas por la Sede Apostólica no siempre recaían en jueces idóneos, debido a la injerencia de los poderosos o la lejanía de los lugares, “el mismo Concilio dispuso que en todos los Sínodos provinciales o diocesanos se designaran personas con las cualidades previstas por Bonifacio VIII, aptas para este oficio, a quienes delegar causas en el futuro. Si alguno de los elegidos falleciera, el Ordinario del lugar, con el consejo del Capítulo, designaría un sustituto hasta el próximo Sínodo” (Conc. Trid., sess. 25, cap. 10, De reform.).
3. Sin embargo, como las convocatorias de Sínodos provinciales y diocesanos, que debían celebrarse cada tres años y cada año respectivamente según el Concilio Tridentino, se han pospuesto por diversas circunstancias, los Obispos, sin esperanza de convocarlos para designar jueces sinodales en sustitución de los fallecidos, han planteado consultas a la Congregación del Concilio Tridentino, que respondió que la designación debía ser realizada por los Obispos con el consejo del Capítulo.
4. Estas disposiciones claras y antiguas muestran que las heridas infligidas a esta disciplina específica no se deben a la falta de normas, sino al incumplimiento de las disposiciones canónicas sobre la designación de jueces sinodales. Si se hubiera notificado oportunamente al Romano Pontífice, las causas habrían sido confiadas únicamente a los jueces designados, eliminando así las quejas.
5. Aunque en esta Curia prestamos atención a los oficios menores, dirigimos sobre todo nuestra atención al Secretariado de la Congregación del Concilio y consideramos crucial que los Obispos y demás Prelados mantengan íntegras las leyes eclesiásticas por todos los medios.
Sin embargo, ahora que, por el inescrutable designio de Dios, hemos sido llamados al más alto grado del apostolado, aunque inmerecidamente, el deber de Nuestro oficio nos impulsa a establecer con esta carta una norma de conducta para el futuro, a fin de disipar dudas y quejas.
Queremos y ordenamos que en las diócesis donde los Obispos han cumplido las disposiciones del Concilio Tridentino designando jueces en los Sínodos provinciales y diocesanos, se comuniquen los nombres de los elegidos, y que, si alguno falleciera antes del próximo Sínodo, el Obispo, con el consejo del Capítulo, designe un sustituto. Donde no se han convocado estos Sínodos desde hace tiempo, exhortamos urgentemente a los Obispos a eliminarlas trabas y convocarlos. Mientras tanto, con el consentimiento de los Capítulos, procedan a designar jueces y comuniquen sus nombres al Romano Pontífice.
6. Los Ordinarios deben saber que el poder de juzgar debe otorgarse a personas de dignidad eclesiástica, con probada idoneidad y doctrina. Los jueces designados deben notificarse al Secretariado de la Curia mediante los Procuradores residentes en Roma.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 26 de agosto de 1741, en el segundo año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV