QUEMADMODUM PRECES
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Así como es sumamente justo elevar oraciones a Dios en favor de los Príncipes, también conviene que las fórmulas de dichas plegarias sean conformes a las que la Iglesia ha adoptado; sobre todo si tales oraciones deben recitarse durante la celebración de las Misas. Además, corresponde únicamente a la Autoridad Eclesiástica establecer y prescribir estas plegarias, ya que ningún poder secular tiene permitido decidir y determinar por ley que se eleven oraciones públicas, ya sea para dar gracias a Dios por algún beneficio recibido o para implorar Su ayuda en momentos de grave dificultad.
1. Como bien sabéis, San Pablo, en la primera [carta] a Timoteo, capítulo 2, se expresa de la siguiente manera: “Exhorto, pues, ante todo, a que se hagan súplicas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres, por los soberanos y por todos los que están en eminencia” (1Tm 2,1-2). Si en este punto se nos permite señalar la práctica que la Iglesia primitiva seguía en las oraciones por los Príncipes para presentarlos a Dios, se hace bastante evidente a partir de la carta de San Dionisio, Obispo Alejandrino, al Gobernador Emiliano; de Tertuliano en el libro Ad Scapulam y en el Apologético; de San Cipriano en la epístola a Demetrianus; de Orígenes en la Respuesta a Celso; y de Atenágoras en su embajada ante los Emperadores en defensa de los cristianos.
2. Ellos, en efecto, coinciden en muchos aspectos sobre el modo de profesar su fe y de orar. Asimismo, en las célebres adiciones de la carta de San Celestino a los Obispos de la Galia, capítulo 11, se lee: “Prestemos también atención a los vínculos de las oraciones sacerdotales... para que la ley de la oración establezca la ley de la fe”. De aquí se desprende que es necesario adoptar en las oraciones públicas las fórmulas prescritas por la Iglesia, especialmente si se trata de plegarias que deben recitarse en la Misa, como ya se ha mencionado. Por ello, el Sagrado Concilio de Trento advirtió contra la inclusión en la celebración de las Misas de oraciones “que no sean aprobadas por la Iglesia ni aceptadas por costumbre asidua y laudable”. Así, en el Misal Romano existen, para casi toda circunstancia, oraciones piadosas y devotas, oportunamente tomadas de antiguos y venerables textos sagrados.
3. En verdad, no creemos ir más allá de lo debido; más bien, estamos convencidos de mantenernos dentro de los justos límites de Nuestra Autoridad, cuando sostenemos que sólo la Potestad Eclesiástica, y no la Secular, tiene competencia para regular las cuestiones eclesiásticas y espirituales. A este respecto, el gran Osio, Obispo de Córdoba, en una carta sobre aquellos que llevaban vida solitaria con San Atanasio, escribió al Emperador Constancio acerca de la libertad eclesiástica: “No te entrometas en las cuestiones eclesiásticas ni nos dictes leyes en esta materia, sino más bien aprende de nosotros. A ti Dios te confió el Imperio; a nosotros, todo lo que pertenece a la Iglesia... Evita cometer un grave delito, arrogándote lo que corresponde a la Iglesia. Está escrito: A César lo que es de César; a Dios lo que es de Dios”.
4. Refiriéndonos ahora a tiempos más recientes y al hecho que dio lugar a esta Nuestra carta, declaramos que un tribunal secular había derogado y anulado los Decretos de un magistrado, con los cuales se habían establecido oraciones públicas por los Príncipes, declarando que dichos Decretos carecían de toda autoridad y fuerza legal. Hace no muchos años, la Sagrada Congregación del Concilio, con el consentimiento de Nuestros Predecesores, revocó públicamente e invalidó un Edicto del poder secular que, tras una victoria obtenida por el Príncipe, había dispuesto un Te Deum laudamus de acción de gracias, aunque aseguraba no querer violar el derecho eclesiástico, mientras que, sin duda, dicha seguridad quedaba desmentida en los hechos.
5. Para que todo se lleve a cabo con rigor, equidad y rectitud, os advertimos y exhortamos a que tanto vosotros como aquellos que actúan bajo vuestra dirección recéis insistentemente a Dios por la seguridad y felicidad de vuestros Príncipes, así como Nosotros lo hacemos cada día por los Príncipes católicos. Aceptad con ánimo sereno y alegre todo lo que los poderes seculares os pidan para que se reciten oraciones públicas por ellos, y aseguraos de que en estas se emplee la liturgia de la Iglesia y no se reciten en la Misa oraciones nuevas e inusitadas.
6. Si, sin embargo (aunque nos cuesta creerlo), algún poder laico, invocando alguna costumbre o tradición (que, en realidad, debe calificarse como abuso), pretende desconocer vuestra autoridad y, arbitrariamente, ordena oraciones públicas e incluso osa establecer una pena para quienes protesten, entonces hablad como Osio habló al Emperador. Usad argumentos que tal vez sean desconocidos por quienes yerran. Explicadles que este no es el modo de orar a Dios ni de cumplir los propios votos; mostradles que deben acudir a vosotros, ya que, aunque escogidos de entre los hombres, estáis puestos, para su bien, entre aquellos que pertenecen a Dios, como dice el Apóstol a los Hebreos; aclarad que, fuera de vosotros, nadie puede emprender tal obra ni asumir este honor, sino sólo quien es llamado por Dios, como Aarón.
7. Y si, a pesar de vuestras palabras, no se les da crédito ni juzgáis oportuno proceder conforme a los dictados de la disciplina eclesiástica, os ordenamos categóricamente que nos informéis lo antes posible sobre tales cuestiones, incluso transmitiéndonos la documentación pertinente: estamos dispuestos a llevar a cabo todas las acciones que Nuestros insignes Predecesores solían emprender en circunstancias análogas. No queremos que, una vez llamados al supremo tribunal de Dios, se nos acuse de haber descuidado los derechos de la Santa Sede. Entretanto, os abrazamos con amor paternal y os impartimos la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 23 de marzo de 1743, en el tercer año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV