UBI PRIMUM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
BENEDICTO XIV
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
Cuando Dios, rico en misericordia, tuvo a bien colocar a Nuestra humilde persona en la Sede suprema del Beato Pedro y asignarnos, aunque sin mérito alguno que Nos recomendara, la potestad vicaria de Nuestro Señor Jesucristo para el gobierno de toda su Iglesia, Nos pareció que resonaba en Nuestros oídos aquella voz divina: "Apacienta mis corderos; apacienta mis ovejas". Es decir, que al Romano Pontífice, sucesor del mismo Pedro, le era impuesta la misión de guiar no solo a los corderos del rebaño del Señor, que son los pueblos esparcidos por toda la tierra, sino también a las ovejas, es decir, a los Obispos, que, como las madres para los corderos, engendran los pueblos en Jesucristo y los dan a luz una segunda vez.
Aceptad, pues, Hermanos, con esta Nuestra carta, también las palabras de vuestro Pastor. Llamados a la tarea de estimular, en la plenitud del mandato que Dios Nos ha confiado, comprendéis cuánto Nos preocupa en Nuestros llamamientos y exhortaciones no descuidar ninguno de Nuestros deberes, y cuán grande es la fuerza de Nuestra caridad paternal hacia vosotros: en virtud de ella, Nos sentimos impulsados a desear profundamente que del provecho de las santas ovejas surjan alegrías eternas para los Pastores.
1. Ante todo, en verdad, trabajad con empeño y con todas vuestras capacidades para que la integridad de las costumbres y el estudio del culto divino brillen en el Clero, y que la disciplina eclesiástica se conserve íntegra y sana, y sea restaurada donde haya caído. Es bastante sabido, en efecto, que no hay nada que enseñe, estimule y encienda más eficazmente a todo el pueblo hacia la piedad, la religión y las normas de la vida cristiana que el ejemplo de aquellos que se han dedicado al Divino ministerio.
Por tanto, la agudeza de vuestra mente debe dirigirse ante todo a asegurar que sean admitidos a la milicia clerical, con cuidadosa selección, aquellos de quienes razonablemente se pueda prever que su vida será objeto de admiración por parte de quienes caminan en la ley del Señor, avanzan de virtud en virtud y, con su obra, aportan un beneficio espiritual a vuestras Iglesias. Sin duda, es mejor tener pocos Ministros, pero honestos, idóneos y útiles, que muchos que no estén destinados en absoluto a la edificación del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Vosotros, Hermanos, no ignoráis cuánta prudencia exigen los Sagrados Cánones a los Obispos en este asunto; por tanto, no os dejéis desviar de lo prescrito (que debe ser observado íntegramente) ni por respetos humanos, ni por inoportunas sugerencias del entorno, ni por peticiones de patrocinadores.
Especialmente debe observarse el precepto del Apóstol de no ordenar a nadie con excesiva prisa cuando se trata de promover a alguien a las Sagradas Órdenes y a los Santísimos Ministerios, los cuales no tienen nada más divino. En efecto, no basta la edad que las leyes sagradas de la Iglesia prescriben para cada Orden, ni indiscriminadamente debe abrirse el paso a posiciones más elevadas, casi como un derecho, a todos aquellos que ya hayan sido colocados en algún Orden inferior. Debéis investigar con gran atención y diligencia si el modo de vida de quienes han tomado los primeros Ministerios ha sido conforme, y si su progreso en las sagradas doctrinas ha sido tal que verdaderamente deban ser juzgados dignos de escuchar: "Sube más alto". Es mejor, además, que algunos permanezcan en un grado inferior, antes que sean promovidos a uno más alto, con mayor peligro para ellos y motivo de escándalo para los demás.
2. Y puesto que importa sobre todo que aquellos que son llamados al servicio del Señor sean formados desde la juventud en la piedad, la integridad de las costumbres y la disciplina canónica (como plantas nuevas en su inicio), os debe preocupar que, donde eventualmente no se hayan instituido aún los Seminarios de Clérigos, sean instituidos lo antes posible, o que se amplíen los ya existentes si, dada la situación de la Iglesia, se necesita un mayor número de alumnos, empleando para ello los medios que los Obispos ya tienen el poder de procurar, y a los cuales Nosotros añadiremos otros si Nos informáis de su necesidad.
Es indispensable, en verdad, que estos mismos Colegios sean vigilados con vuestro cuidado particular: inspeccionándolos frecuentemente, examinando la vida, el carácter y el progreso en los estudios de cada uno de los jóvenes, destinando maestros preparados y hombres dotados de espíritu eclesiástico para su formación, honrando a veces sus ejercicios literarios o funciones eclesiásticas con vuestra presencia, y concediendo finalmente algunos privilegios a aquellos que hayan dado prueba más evidente de sus méritos y obtenido mayores elogios. No os arrepentiréis de haber proporcionado este riego a estos arbustos durante su crecimiento; más bien, vuestra obra os traerá consoladores frutos en la copiosa abundancia de buenos obreros. Sin duda, muchas veces los Obispos se han lamentado de que la mies es mucha y los obreros pocos; pero quizás deberían también haberse dolido de no haber dedicado el celo necesario para formar obreros adecuados a la mies. En efecto, los buenos y valerosos obreros no nacen, sino que se forman; y corresponde sobre todo a la diligencia y empeño de los Obispos que se formen.
3. Además, es de la máxima importancia que el cuidado de las almas sea confiado a quienes, por su doctrina, piedad, pureza de costumbres y notables ejemplos de buenas obras, puedan iluminar a los demás en tal medida que sean juzgados luz y sal del pueblo. Ellos son verdaderamente vuestros primeros colaboradores en instruir, dirigir, purificar, encaminar hacia la salvación e incitar a las virtudes cristianas al rebaño que os ha sido confiado. Por tanto, es fácil comprender cuánto debe preocuparos que sean elegidos para el oficio parroquial aquellos que merecidamente sean juzgados los más idóneos para dirigir útilmente a las multitudes.
Pero sobre todo insistid en que todos aquellos que tienen cuidado de almas nutran con palabras saludables (al menos los domingos y en las demás fiestas de precepto) a las gentes que les han sido confiadas, según su capacidad y la de ellas, enseñando todo lo que los fieles de Cristo deben aprender para su salvación, explicando los artículos de la ley divina, los dogmas de la Fe e inculcando en los niños los rudimentos de la misma Fe, tras haber eliminado por completo cualquier mala costumbre, dondequiera que se manifieste.
Y en verdad, ¿cómo podrán escuchar si falta el predicador? ¿O de qué manera podrán los pueblos comprender una ley que prescribe una fe y un comportamiento justos si los pastores de almas han sido, en tal oficio, perezosos, negligentes e inactivos? No se puede entender completamente con el espíritu ni explicar con palabras cuánto daño causa a la República Cristiana la negligencia de aquellos a quienes se les ha confiado el cuidado de las almas, especialmente al enseñar el catecismo a los niños.
Será de gran provecho si os esforzáis en que tanto aquellos que tienen a su cargo el cuidado de las almas como quienes están destinados a recibir las confesiones de los penitentes dediquen algunos días cada año a los ejercicios espirituales: ciertamente, en ese piadoso retiro renovarán su vida espiritual y serán revestidos desde lo alto con virtudes apropiadas para cumplir con mayor diligencia y prontitud aquellos deberes orientados a la gloria de Dios, al provecho y a la salud espiritual del prójimo.
4. En verdad sabéis, Hermanos, que por mandato divino se ordenó a todos los Pastores de almas conocer a sus ovejas y alimentarlas con la predicación del verbo divino, la administración de los Sacramentos y el ejemplo de toda obra buena; pero, como es evidente, no pueden cumplir con estos y otros deberes pastorales quienes no vigilan, no asisten a su rebaño y no cuidan asiduamente la viña del Señor, en la cual han sido puestos como guardianes. Por tanto, debéis permanecer en vuestro puesto de vigilancia y conservar en vuestra Iglesia o Diócesis la residencia personal a la que estáis obligados por el vínculo de vuestro encargo, conforme a lo que declaran y prescriben claramente numerosos decretos de los Concilios generales y las Constituciones de Nuestros Predecesores. Guardaos, además, de creer que se permite a los Obispos estar ausentes por tres meses cada año por capricho o cualquier motivo. Para que esto sea lícito, es necesario que una causa justa requiera tal ausencia y que, al mismo tiempo, se asegure que el rebaño no sufra ningún daño.
Recordad también que el futuro Juez será Aquel ante cuyos ojos todas las cosas están desnudas y manifiestas; por ello, aseguraos de que la causa sea realmente tal que pueda ser aceptada por este supremo Príncipe de los Pastores, quien pronto os pedirá cuentas de la sangre de las ovejas que os han sido confiadas. En este juicio, en vano buscará el Pastor excusarse diciendo que el lobo robó y devoró las ovejas mientras él estaba ausente e ignorante; porque, si se examina la cuestión a fondo, aparece claro que ningún mal o escándalo ocurre en una Diócesis tan abandonada que no sea atribuible a quien debía amonestar a los súbditos que se apartaban del camino recto, animarlos con su ejemplo, incitarlos con palabras, contenerlos con autoridad y con caridad.
¿Quién no comprende que es mucho mejor tratar ciertos asuntos fuera de la Diócesis, si fuera necesario, por medio de otros, antes que por el mismo Obispo ausente de su Diócesis; y que el deber más urgente de todos, el de cuidar y dirigir el rebaño, debe ser cumplido directamente por el Obispo y no a través de intermediarios? Porque, aunque estos ministros sean idóneos y estimados, el rebaño no está tan acostumbrado a escuchar su voz como la de su verdadero Pastor; y por experiencia se sabe que su labor vicaria no sustituye adecuadamente la vigilancia y la acción del mismo Obispo, quien es auxiliado por la gracia particular del Espíritu Santo.
5. Estas cosas os amonestamos y exhortamos, Hermanos, porque, así como en toda administración doméstica nada es más útil que el hecho de que el mismo padre de familia observe bien y frecuentemente todo, promoviendo con su vigilancia la diligencia y el esfuerzo de los suyos, así os mandamos visitar personalmente vuestras Iglesias y vuestras Diócesis (a menos que una grave y legítima causa imponga que esto se confíe a otros), para que conozcáis vosotros mismos a vuestras ovejas y el rostro de vuestro rebaño.
Aquella segurísima sentencia que recordamos arriba, de que no se admite excusa para el Pastor si el lobo devora a las ovejas y el Pastor no lo sabe, está ciertamente inspirada en un gran temor y terror. Sin duda, el Obispo ignorará muchas cosas, muchas le permanecerán ocultas, o al menos las conocerá más tarde de lo necesario, si no recorre personalmente cada parte de su Diócesis. Si no ve, no escucha, no verifica en persona, no sabrá qué males debe remediar, cuáles son sus causas y cómo proveer con prudencia a que, una vez reprimidos, no vuelvan a manifestarse.
Además, tal es la fragilidad humana que, en el campo del Señor (cuyo cuidado está confiado al Obispo), poco a poco crecen malezas, espinas y hierbas inútiles y dañinas si el cultivador no regresa frecuentemente a cortarlas; por ello, la misma lozanía, obtenida con sus vigilantes esfuerzos, con el tiempo terminará por decaer. Pero tampoco es suficiente que visitéis vuestras Diócesis y que con vuestras oportunas disposiciones se provea a su gestión; os queda aún la tarea de vigilar con todo esfuerzo que realmente se lleve a cabo todo lo que durante las visitas fue acordado.
En efecto, no servirán de nada las leyes, por buenas que sean, si lo establecido en palabras no es traducido correctamente en hechos por quienes tienen el mandato. Por ello, después de haber preparado remedios saludables para expulsar o alejar las enfermedades de las almas, no permitáis que vuestro celo decaiga, sino que debéis animar con todas vuestras fuerzas la aplicación de las disposiciones que habéis impartido; y alcanzaréis este objetivo sobre todo mediante visitas reiteradas.
6. Por último, para decir muchas cosas brevemente, Hermanos, es conveniente que en toda función sagrada y eclesiástica, y en todo ejercicio del culto Divino y de la piedad, seáis vosotros mismos promotores, conductores y maestros, para que tanto el Clero como todo el rebaño tomen luz casi del resplandor de vuestra santidad y se calienten en la llama de vuestra caridad. Por tanto, en la frecuente y devota ofrenda del tremendo Sacrificio, durante la solemne celebración de las Misas, en la administración de los Sacramentos, en el ejercicio de los Oficios Divinos, en la pompa y el esplendor de los templos, en la disciplina de vuestra casa y de vuestra familia, en el amor a los pobres y en la ayuda que les brindaréis, en visitar y socorrer a los enfermos, en acoger a los peregrinos, y finalmente, en toda manifestación de la virtud Cristiana, seréis vosotros el modelo de vuestro rebaño, de manera que todos os imiten, como vosotros a Cristo, tal como conviene a los Obispos, a quienes el Espíritu Santo puso para gobernar la Iglesia de Dios, la cual Él conquistó con su sangre.
Considerad a menudo a los Apóstoles, en lugar de los cuales habéis sido puestos, para seguir sus huellas soportando las fatigas, las vigilias, las preocupaciones; manteniendo alejados a los lobos de vuestros rediles, arrancando de raíz los vicios, exponiendo la ley evangélica, reconduciendo a la saludable penitencia a quienes han pecado. Ciertamente, Dios omnipotente y misericordioso estará a vuestro lado, cuyo auxilio hace que todo nos sea posible; tampoco os faltará la ayuda de los Príncipes religiosos, como creemos sin ninguna duda. Además, desde esta Santa Sede no os faltarán los auxilios cada vez que consideréis necesaria nuestra autoridad apostólica.
Por tanto, con gran valentía y con gran confianza, venid a Nosotros, todos vosotros, a quienes amamos como hermanos, colaboradores y nuestra corona en el nombre de Jesucristo; venid a la Santa Iglesia Romana, vuestra madre, guía y maestra, y la de todas las Iglesias, de donde tuvo origen la Religión y donde está la piedra de la Fe, la fuente de la unidad de los sacerdotes, la doctrina de la verdad incorrupta; pues nada puede ser para Nosotros más deseado y más grato que, junto con vosotros, estar al servicio de la gloria de Dios y esforzarnos por la custodia y la difusión de la Fe Católica; para salvar las almas derramaríamos con suma alegría, si fuera necesario, nuestra propia sangre y nuestra vida.
Y ahora que os impulse y estimule en vuestra carrera la grande y segura recompensa que os espera. En efecto, cuando aparezca el Príncipe de los Pastores, recibiréis la incorruptible corona de gloria, la corona de justicia que ha sido reservada a los fieles intérpretes de los misterios de Dios y a los valientes y vigilantes guardianes de la casa de Israel, que es la Santa Iglesia de este mismo Dios. Nosotros, que aunque indignos hacemos sus veces en la tierra, os bendecimos a vosotros, Hermanos, con mucho afecto, y con amor paternal impartimos nuestra misma Bendición Apostólica también a vuestro Clero y a vuestro pueblo fiel.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 3 de diciembre de 1740, primer año de Nuestro Pontificado.
BENEDICTO XIV