CHRISTIANAE REIPUBLICAE
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIII
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Metropolitanos, y a todos los Obispos que gozan de la gracia y de la comunión con la Sede Apostólica
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
1. La salvación del pueblo cristiano, cuyo mandato recibimos del Príncipe de los Pastores y Obispo de las almas, nos impulsa a prestar atención para que la desvergonzada y pésima licencia de los libros, surgida de escondrijos secretos y que ha llegado a causar grave daño y de considerable magnitud, no se torne aún más nociva conforme se expande día tras día. La execrable perversidad del error y la audacia de los hombres enemigos, que entre el trigo siembran cizaña en gran cantidad tanto por escrito como de palabra, especialmente en estos días se han extendido hasta tal punto que, si no ponemos la hoz en la raíz y no atamos en haces los malos brotes para arrojarlos al fuego, poco falta para que las espinas de la maldad, desarrollándose, intenten sofocar la plantación del Señor de los ejércitos celestiales.
De hecho, ciertos hombres malvados, convertidos a falsedades y no adheridos a la sana doctrina, invaden por todas partes la fortaleza de Sión y, mediante el pestífero contagio de libros que nos inundan casi por completo, vomitan de sus entrañas veneno de áspides para la ruina del pueblo cristiano; mancillan las fuentes puras de la fe; arrancan de raíz los fundamentos de la Religión. En su aversión detestable, acechando en emboscadas, lanzan ocultamente desde su aljaba flechas con las cuales hieren dolosamente a los rectos de corazón.
¿Qué hay tan divino, santo y consagrado por la antiquísima piedad de todos los tiempos que haya escapado de sus impías mentes y sobre lo que no hayan ejercido belicosamente sus lenguas afiladas como espadas? Desde el principio se lanzaron con arrogancia contra Dios y, armados con profusa mentira, se han fortalecido contra el Omnipotente. Resucitando de las cenizas las insensateces de los impíos tantas veces destruidas, no por incapacidad intelectual, sino por la sola decisión de su voluntad depravada, niegan la existencia de Dios, quien habla de sí mismo en todas partes y aparece cada día ante los ojos; o bien describen a Dios como incapaz y ocioso, sin honrar su providencia ni temer su justicia.
Con una repugnante licencia de pensamiento, absolutamente insensata, afirman que el origen y la naturaleza de nuestra alma, creada a imagen del supremo Fundador, es mortal o al menos inferior a los Ángeles. En el universo de las cosas creadas sostienen que no existe nada fuera de la materia, ya sea que la consideren creada o eterna y no sujeta a ninguna causa; o bien, forzados a admitir la coexistencia del espíritu con la materia, degradan sin embargo al alma de esta condición celestial, negándose a aceptar en esta debilidad en la que estamos inmersos, algo espiritual e incorrupto por cuya virtud entendemos, actuamos, queremos y con el cual prevemos el futuro, contemplamos el presente y recordamos el pasado.
Otros, aunque comprenden muy bien que la debilidad de los razonamientos humanos debe ser repudiada y que el humo de la sabiduría humana debe ser rechazado por el ojo de una fe iluminada, no obstante, se atreven a juzgar con criterios humanos los Misterios ocultos de la Fe que superan toda percepción humana: erigiéndose en jueces de la majestad divina, no temen ser aplastados por su gloria. Se burla la fe de los sencillos; se profanan los arcanos de Dios; se debaten temerariamente cuestiones sobre las verdades más sublimes; el audaz ingenio del investigador se apropia de todo; indaga todo, sin reservar nada para la fe, a la que niega valor mientras busca confirmación en la razón humana.
¿No se debe también indignarse contra aquellos que, con turpísima obscenidad de hechos y palabras, con suma perversidad corrompen costumbres severas y puras, sugieren detestable ligereza de vida a las mentes inexpertas y causan los mayores daños a la piedad? ¿Qué más? Salpican sus escritos con cierta elegancia buscada y un discurso fluido y coqueto, de modo que cuanto más fácilmente penetran en los ánimos, más profundamente los pueden envenenar con el error. Así, a los incautos les ofrecen el ajenjo del dragón en el cáliz de Babilonia: éstos, atraídos y cegados por la dulzura del discurso, no perciben el veneno que los destruye.
¿Quién, finalmente, no será invadido por una tristísima aflicción al ver que estos terribles enemigos, tras haber superado cualquier límite de modestia y respetuoso acatamiento, imprimiendo libros ofensivos de manera abierta o ambigua, se lanzan contra la misma Sede de Pedro, que el Redentor del fuerte Jacob estableció como columna de hierro y muralla de bronce contra los príncipes de las tinieblas? Acaso los enemigos son movidos por el pensamiento perverso de que, una vez destruida la cabeza, podrán más fácilmente devastar los miembros de la Iglesia.
2. Por lo tanto, Venerables Hermanos, a quienes el Espíritu Santo colocó como Obispos para regir la Iglesia de Dios y les enseñó acerca del singular sacramento de la salvación humana, no podemos, ante tan grande corrupción de libros, sino avivar, según nuestro deber, el celo de vuestra fidelidad, para que, llamados a participar del cuidado pastoral, apliquéis en esta misión el mayor esfuerzo posible. Es necesario luchar con denuedo, como lo exige la circunstancia misma, con todas las fuerzas, para erradicar la mortífera peste de los libros, ya que no se podrá eliminar la materia del error mientras no perezcan, consumidos por el fuego, los elementos facinerosos de la maldad.
Constituidos dispensadores de los Misterios de Dios y armados con su poder para destruir las fortalezas, procurad que el rebaño a vosotros confiado, redimido por la sangre de Cristo, sea apartado de los pastos envenenados. Si es necesario evitar la compañía de hombres perversos porque sus palabras conducen a la impiedad y su discurso se insinúa como un cáncer, ¿qué destrucción no causará la pestilencia de los libros, preparados con destreza y llenos de astucia, que duran perpetuamente, permanecen siempre con nosotros, caminan con nosotros, habitan en nuestros hogares y penetran en las habitaciones donde no se prohíbe la entrada a ningún autor malvado y oculto?
Constituidos Ministros de Cristo entre las gentes para santificar su Evangelio, esforzaos, trabajad y, en la medida de vuestras posibilidades, con acciones y palabras cortad las raíces del engaño, obstruid las fuentes corruptas de los vicios, tocad la trompeta para que las almas que pasan no sean arrancadas de la mano del guardián. Trabajad en virtud del cargo que ocupáis, de la dignidad que habéis recibido y de la autoridad que os ha sido otorgada por el Señor. Además, dado que nadie puede ni debe ser excluido de compartir esta tristeza, y en tan gran peligro para la fe y la religión, la motivación para angustiarse y ayudar es única y común, donde sea necesario implorad la ancestral piedad de los príncipes católicos; exponed la causa de la Iglesia que gime y exhortad a sus hijos amorosos, por tantos motivos siempre dignos de mérito hacia ella, a prestar su ayuda. Y puesto que no sin motivo portan la espada, después de haber unido la autoridad del Sacerdocio y la del Imperio, frenen y destruyan con energía a los hombres malvados que combaten contra las falanges de Israel.
Conviene especialmente, Venerables Hermanos, que permanezcáis firmes como un muro para que no se establezca fundamento distinto del ya constituido y defendáis el santísimo depósito de la Fe, al cual os consagrasteis con juramento durante vuestra solemne iniciación. Sean dadas a conocer al pueblo fiel las zorras que destruyen la viña del Señor; avisad al pueblo para que no se deje llevar por los nombres rimbombantes de ciertos autores, y no sea engañado por la malicia y la astucia de los hombres que conducen al error. En una palabra, que detesten los libros en los que se encuentre algo que ofenda al lector, que contradiga la Fe, la Religión o las buenas costumbres, y que no refleje la honestidad cristiana.
En esto, verdaderamente, nos congratulamos gozosos con muchos de vosotros, quienes, adhiriendo a las instituciones Apostólicas, como valerosos defensores de las leyes eclesiásticas, con fortaleza y vigilancia habéis puesto todo vuestro celo para alejar esta peste, evitando que los ingenuos duerman con serpientes.
Ciertamente nosotros, que tenemos el cuidado de todas las Iglesias y de la salvación del pueblo cristiano, no ahorrando esfuerzo alguno, esperamos en tan grande peligro contar con vuestra ayuda. Mientras tanto, en la humildad de nuestro corazón no cesaremos de invocar a Dios para que os ayude desde su santuario a evitar la astucia de los hombres insidiosos y para que podáis cumplir todas las obligaciones de vuestro ministerio.
En auspicio de tan deseado acontecimiento, muy gustosamente impartimos a vosotros y a vuestro rebaño la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, el 25 de noviembre de 1766, en el noveno año de nuestro Pontificado.
CLEMENTE XIII