CUM PRIMUM
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIII
A todos los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos que están en gracia y comunión con la Sede Apostólica
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
1. Desde el momento en que, por la incomprensible voluntad del Pastor eterno, fuimos colocados en la Cátedra de San Pedro y aceptamos el cuidado del rebaño del Señor, hemos escuchado que muchos, fervientes en celo eclesiástico, particularmente pastores de almas y anunciadores de la Palabra de Dios, recorren ciudades y regiones predicando al pueblo el arrepentimiento y la enmienda de las costumbres. En el cumplimiento de su oficio, se ha generalizado el lamento por los abusos y corrupciones encontrados. Con todas sus fuerzas, se han esforzado en consolidar las tendencias reformadoras y han declarado haber tenido que reprobar con frecuencia la avaricia y el deseo de posesión propios de ciertos eclesiásticos. Puesto que este vicio, denominado por el Espíritu Santo raíz de todos los males, no es sorprendente que todos aquellos que han sido poseídos por él sean conducidos a delitos aún más horribles. Este vicio los hace perezosos para enfrentar los compromisos de su vocación, los inclina hacia deseos mundanos y los destina a asuntos y ocupaciones seculares, a las que públicamente renunciaron cuando profesaron, en el momento de su iniciación sagrada, elegir a Dios como único partícipe de su herencia. Por esta razón, se vuelven necesariamente litigiosos y dispuestos a confundirlo todo para no perder un vil beneficio, sea este esperado o ya poseído. Por ello, no se avergüenzan de rebajarse a cualquier actividad o ministerio depravado, deshonrando así su dignidad.
A causa de esto, sucede que muchos laicos condenan no solo a quienes así actúan, sino que a menudo censuran a todo el estado eclesiástico; más aún, con espíritu amargo y hostil, contemplan a este grupo de personas, a quienes deben soportar discordias y controversias por asuntos terrenales, o de quienes ven sustraídos medios honestos con los que podrían haber provisto el sustento para ellos mismos y sus familias.
2. De estos informes, que juzgamos suficientemente fundados en la verdad (y de los cuales pensamos que también señalan a algunos religiosos que a veces se preocupan por los beneficios temporales de sus comunidades y se dejan llevar más allá de los límites de la moderación eclesiástica), hemos comprendido que, con nuestra autoridad apostólica, de la cual disponemos inmerecidamente, debemos preocuparnos de eliminar este tipo de corrupción, de la que derivan escándalos y otros daños al pueblo fiel.
3. En verdad, desde los orígenes de la Iglesia hasta nuestro tiempo, no se lee nada más claro ni severo en los decretos de los Concilios o en las Constituciones de los Sumos Pontífices Romanos, nuestros predecesores; nada aparece con más frecuencia ni es inculcado con mayor insistencia por los Santos Padres y Pastores de la Iglesia, que la necesidad de que los ministros de la Iglesia, ya sean sacerdotes seculares o monjes, se abstengan del deseo de ganancias temporales y se mantengan alejados de la preocupación por ocupaciones mundanas. No solo se han establecido censuras de carácter espiritual, sino también gravísimas penas temporales contra aquellos que osaran debilitar o violar las reglas canónicas en esta materia.
Considerando detenidamente todas estas cosas, hemos juzgado que no nos queda otra cosa, Venerables Hermanos, que, después de informarles sobre nuestra constante voluntad y sobre el sentir de nuestros Predecesores, adheriéndonos por completo al espíritu de la Iglesia, exhortarles con insistencia paterna y fraterna a que procuren exigir y logren obtener la debida observancia de las sagradas leyes por parte de todos los eclesiásticos sujetos a su jurisdicción, ya sea ordinaria o delegada, conforme a las normas de los sagrados cánones y de los decretos de la Sede Apostólica, así como de los estatutos sinodales de cada diócesis.
4. Para que sea más claramente manifiesto nuestro celo y el de la Sede Apostólica por la observancia religiosa de las mencionadas leyes, y al mismo tiempo se elimine toda fuerza a cualquier uso, estilo o costumbre contrarios (elementos que, salvo la legítima propiedad de los vocablos, deben ser llamados más propiamente corrupciones o abusos), mediante los cuales los eclesiásticos intentaran proteger o excusar su criminal intromisión en actividades o cuidados seculares, Nos, por medio de este documento, aprobamos, confirmamos y renovamos todas y cada una de las leyes canónicas y las constituciones de los Sumos Pontífices Romanos, nuestros predecesores, contra los clérigos negociadores y aquellos que se inmiscuyen en asuntos seculares, especialmente las promulgadas por Pío IV, Urbano VIII y Clemente IX, hasta la última que la santa memoria de nuestro predecesor Benedicto XIV divulgó el 25 de febrero de 1741, en el primer año de su pontificado. Renovamos asimismo todas y cada una de las penas y censuras que se prescriben en ellas, como si todos los decretos contenidos en dichas leyes y sus sanciones penales estuvieran insertos palabra por palabra en este documento nuestro presente.
Decretamos y declaramos que todas las personas eclesiásticas, ya sean del clero secular o regular, de cualquier orden, congregación, sociedad e instituto, aunque estén provistas de amplísimos y singulares indultos, privilegios y exenciones —incluso si su mención fuera necesaria de manera expresa y particular— están y deben considerarse sometidas a todas las leyes y penas mencionadas. De manera que cualquiera que infrinja dichas leyes incurra en las penas contenidas en ellas, específicamente las correspondientes según la distinción de los casos y el modo de proceder prescrito anteriormente por el Concilio de Trento o la Sede Apostólica cuando se deban multar y castigar las acciones. Esto no obstante cualquier uso, estilo o costumbre contrarios, incluso inmemoriales, que hayan sido introducidos en cualquier lugar, diócesis o región; por medio de las presentes letras, los condenamos, proscribimos y anulamos con todas nuestras fuerzas, considerándolos prácticas a condenar y corrupciones a proscribir.
5. Por tanto, Venerables Hermanos, os exhortamos y rogamos a todos vosotros en el Señor que, velando por la integridad de la disciplina eclesiástica y por la salvación de las almas, investiguéis con celo el comportamiento de todos los clérigos sujetos de derecho al Ordinario o al Delegado. Si encontráis que alguno, infectado de esa mancha de avaricia, ha transgredido los Cánones y las Constituciones Apostólicas, según lo prescrito en los mismos Cánones y Constituciones, no omitáis proceder contra ellos con toda severidad e incluso de oficio.
6. En esto, por tanto, debéis atender principalmente a dos cosas: en primer lugar, no permitir que vuestra diligencia sea eludida por las subrepticias artimañas de los delincuentes. De hecho, sucede a menudo que quienes no ignoran las prescripciones de las leyes conciertan sus acciones tan fraudulentamente que, aunque su falta sea llevada a juicio, puedan sostener que no han cometido nada contra dichas leyes. Así, interponiendo a otra persona que se encargue de sus propios intereses y de su codicia, o haciendo figurar el nombre de otro en los registros y libros contables, argumentarán que el negocio o el contrato en cuestión no les pertenece en absoluto.
Ahora bien, sabiendo hasta qué límites se extiende la censura, bastante severa, de las leyes, intentarán actuar de manera que, si el Superior les reprocha sus lucrativos tratos, puedan defenderse diciendo que no fueron inducidos principalmente por una avaricia vil, sino que, preocupados providencialmente por evitar un daño, obtuvieron una ganancia inesperada gracias a un beneficio fortuito del momento. También afirmarán en ocasiones que se encargan de bienes que no son propios, sino de parientes o familiares vinculados por lazos de sangre y amistad: bienes a los cuales están asociadas negociaciones realizadas para el sustento de esas personas, bajo el deber de caridad y con el título de administración.
7. Aunque, por la experiencia adquirida en el desempeño de las responsabilidades propias del Obispo, estamos suficientemente instruidos acerca de cuán difícil es emitir un juicio en ciertos casos, en los cuales la buena o mala fe del acusado de negociación ilícita desempeña el papel más relevante, no por ello debéis pensar que vuestra diligencia carecerá de todo efecto. Al menos, los eclesiásticos percibirán que no sois en absoluto conniventes con la violación de este importantísimo capítulo de la Disciplina Eclesiástica. De hecho, obtendréis un gran beneficio simplemente al demostrar con frecuencia que vuestra voluntad y la de la Iglesia aborrecen sus oscuras tramas. Además, cuando se presente la ocasión, deberéis advertirles seriamente que Dios no puede ser burlado (¡Él que escudriña los riñones y los corazones!), y que de nada servirán el día de su Supremo Tribunal los subterfugios con los cuales ahora intentan engañar al Prelado de la Iglesia y eludir las penas establecidas por las leyes.
Por otra parte, no será del todo imposible descubrir la verdad oculta de la situación y desenmascarar el delito encubierto si, con el debido cuidado y diligencia, se examinan los hábitos de los hombres tal como se manifiestan en toda su manera de vivir, así como las circunstancias de las situaciones y los casos, que pueden llevar a aceptar o rechazar con mayor probabilidad las excusas presentadas. Esto podríamos demostrarlo fácilmente con ejemplos, si no confiáramos en el Señor y en la sabiduría y experiencia de vuestras Fraternidades, como es justo hacerlo.
8. La segunda cosa que igualmente debéis evitar es permitir de cualquier manera que prevalezcan entre vosotros interpretaciones erróneas de las leyes canónicas. Tales interpretaciones, que debilitan su vigor o resultan en indulgencias extendidas más allá de lo permitido, van en contra de la voluntad y el espíritu de la Iglesia. Estas interpretaciones, derivadas de opiniones privadas y sin el consentimiento del legítimo Superior, se adaptan según la conveniencia a los casos particulares de cada uno, especialmente cuando la actividad mercantil de clérigos regulares o seculares está bajo vuestro examen como jueces.
De hecho, si se trata de la misma naturaleza del contrato que, en algunas diócesis, suelen realizar los eclesiásticos, es decir, si este debe considerarse lícito o prohibido, no será correcto basar el juicio en la frecuencia de los actos en cuestión o en la opinión de los contratantes. Para disipar dudas y reprimir la licencia y audacia de los opinantes, la vía más segura será recurrir a esta Sede Apostólica. Esta no dejará de decidir, como en muchas otras cuestiones similares, a través, principalmente, de la Congregación de Cardenales intérpretes del Concilio de Trento, indicando también para el futuro qué debe pensarse respecto a las cuestiones presentadas. Se emitirán respuestas adecuadas, de las cuales podrá deducirse la norma para actuar y juzgar.
9. En relación con estos asuntos, hemos sabido que se espera una declaración explícita de nuestra parte y de la Santa Sede sobre si es lícito para los clérigos realizar cambio activo. Aunque consideramos que casi ningún otro asunto presenta menor duda, para cortar cualquier ocasión de discusión, en virtud de la presente carta declaramos y definimos que el cambio activo, por su misma naturaleza, es un acto de verdadera negociación. Por lo tanto, debe considerarse prohibido a todos los eclesiásticos, ya sea que lo realicen en nombre propio o mediante una persona interpuesta. Cualquiera del clero secular o regular que haya practicado el cambio activo incurrirá en todas las penas y censuras establecidas contra los clérigos negociantes.
10. Si algún eclesiástico, para excusarse de estar involucrado en asuntos seculares, alega la necesidad derivada de la indigencia, no propia (puesto que a cada clérigo el título canónico de la ordenación debe proporcionarle al menos un patrimonio suficiente y adecuado para su sustento; y, si este faltara, debe procurarse lo necesario de manera más honesta y conforme a su profesión), sino de sus parientes, hermanas u otras personas a las que esté obligado, por deber natural, a prestar ayuda, queremos ante todo y decidimos que dicha excusa no sea nunca aceptada por el superior eclesiástico ni que al mencionado clérigo se le dé crédito. Conforme a lo prescrito por la ley canónica, sea castigado como culpable si no ha comunicado previamente las mencionadas necesidades a la Sede Apostólica (si reside en Italia o en las islas adyacentes) o al Ordinario del lugar (si habita en regiones más lejanas) y, en consideración a ello, haya obtenido oportuna dispensa de la misma Sede Apostólica o del Ordinario, junto con la facultad de ayudar con su trabajo a dichas personas.
11. Por último, en lo que respecta a las competencias de esta nuestra Curia, hacemos saber que es nuestra intención y voluntad que dichas dispensas y facultades no sean concedidas jamás, salvo que se basen en la verdad del motivo alegado y conste que las mencionadas necesidades no puedan resolverse de otra manera. Incluso en este caso, nunca se permitirá a los eclesiásticos participar en ningún tipo de actividad mercantil cuya administración resulte inconveniente con el estado y carácter clerical. Además, en los mismos rescriptos y cartas de indultos, deberán indicarse y prescribirse a los clérigos los medios más honestos por los cuales puedan, respetando una justa moderación y dentro de los límites de la verdadera indigencia, ayudar a sus familiares pobres. Los Ordinarios, en lo que les corresponda, deberán también respetar estas normas al conceder dispensas y facultades. Asimismo, teniendo presente que lo que en ocasiones les es concedido por ellos o por la Sede Apostólica como indulto a ciertos clérigos individuales, en vista de causas justas (por ejemplo, el cuidado y administración de fondos de iglesias a cambio de una pensión anual determinada), no puede ser reivindicado sin justa causa por otros eclesiásticos como algo concedido generalmente a todos.
12. Además, decretamos que incluso las facultades obtenidas de la manera indicada deben considerarse siempre, en cuanto al tiempo, sujetas a revocación, de modo que sean declaradas nulas y revocadas ipso iure en cuanto cesen las necesidades de los familiares a las que estaban asociadas o se presente otra vía legítima de proveer adecuadamente a estas. En cuanto a la ejecución y cumplimiento de todo esto, queremos que los Ordinarios locales se encarguen de ello con una conciencia vigilante: y así lo establecemos.
13. En verdad, no debe atribuirse únicamente a las actividades mercantiles la degradación de la dignidad eclesiástica que se observa en nuestros días. Existen otros abusos específicos que, con mayor frecuencia, llevan a los hombres eclesiásticos a rebajar su decoro y la estima de su estado y orden. Estos, sabiendo que no pueden oponerse abiertamente a la letra de los sagrados cánones y de las constituciones emanadas de la Sede Apostólica, confían en no incurrir en las censuras y penas establecidas en ellas. Muchos de ellos, como hemos sabido por los informes mencionados, en la misma administración de sus bienes, en el cultivo, en la distribución de animales, frutos y otras cosas que derivan o se producen en sus tierras o en las de la Iglesia, o al procurar lo necesario para su propio uso o para el mantenimiento de dichas tierras, se manifiestan tan inmersos en actos de indecencia, tan entregados a los cuidados y preocupaciones de este siglo, y se muestran tan ansiosos de ganancias temporales, que, aunque debieran ser considerados y vistos como elevados por la excelsitud de su sagrada dignidad por encima de la condición humana, se rebajan al nivel de las personas del estado más bajo. Aquellos que deberían ser y parecer hijos de la luz, parecen superar a los hijos del mundo en su ansia de avaricia terrenal. Los informes indicaban que estos acudían a todos los mercados y lugares de comercio con una actitud más o menos laica y ofrecían un ejemplo absolutamente inferior al clerical en cuanto a moderación, modestia, decoro y gravedad eclesiástica.
14. A estos declaramos abiertamente que, por nuestra parte, no está en absoluto prohibido aquello que se les reconoce como permitido para la recta y prudente administración del patrimonio eclesiástico, siempre que se ajuste a la naturaleza misma del acto y que esté recomendado también por los Santos Padres y los Fundadores de las Leyes Eclesiásticas. En verdad, existen muchas otras cosas que, aunque no están prohibidas a los clérigos por su sustancia, solo se les permite bajo determinados aspectos y modalidades. Si estas son transgredidas o se viola la formalidad establecida por la disciplina eclesiástica, los cánones sagrados imponen penas temporales y censuras espirituales.
Ejemplos de tales obligaciones se encuentran abundantemente en las leyes generales del derecho canónico y en los estatutos especiales de las diócesis, que prescriben numerosos deberes sobre la vida, la honestidad, el atuendo y la tonsura de los clérigos. Por ello, Venerables Hermanos, observando el proceder de todos los eclesiásticos en vuestras diócesis, si notáis que frecuentemente aceptan prácticas inconvenientes al estado clerical, no solo debéis instruirles oportunamente para que, al reflexionar sobre la nobleza de la dignidad que les ha sido conferida, recuerden que no les es lícito deshonrarla con actos impropios ni arrancar del ánimo de los laicos la justa estima y el respeto hacia el orden eclesiástico —que tanto contribuyen al bienestar espiritual de los pueblos—, sino que también, conscientes de haber sido llamados a la herencia del Señor, busquen y cultiven no las cosas propias, sino las de Jesucristo.
En la medida en que lo consideréis necesario, con decretos ya vigentes o con edictos más estrictos que preparéis, debéis enfrentar esta deformidad y codicia de los clérigos. Corregid y castigad las faltas de los culpables, teniendo en cuenta la magnitud del escándalo, ya sea mediante reprensiones, penitencias saludables o, finalmente, con la espada desenvainada de las penas y censuras, como ejemplo para los demás.
15. Igualmente, o con mayor razón, requiere vuestro celo y constancia otra forma de corrupción que hemos sabido afecta a muchos eclesiásticos, quienes, desviados por las preocupaciones del mundo, se apartan de los servicios de la Iglesia. Algunos eclesiásticos no rehúsan prestar —por una recompensa temporal y bastante vil— sus actividades y trabajos, que por ley de caridad deberían dedicar íntegramente al culto divino y al beneficio del prójimo. Se someten a labores abyectas y serviles en favor de los laicos, a veces incluso administrando y gestionando sus asuntos.
En este caso, resulta difícil juzgar si es más digno de lástima la ceguera de quienes pisotean ellos mismos la dignidad de su estado, o más reprensible la presunción de los laicos, que desprecian tanto a los Ministros del Santuario —de quienes deberían esperar testimonios de vida y auxilios para la salud eterna—, que no se avergüenzan de utilizarlos como servidores domésticos en tareas serviles.
16. Más profundamente inquieta nuestra alma el pensamiento de que este mal podría derivar de otro abuso igualmente detestable: que algunos, que temerariamente aspiran al estado clerical, lleguen a engañar a sus Ordinarios con documentos falsos y corruptos, asegurándose un patrimonio cuyos frutos no pertenecen a nadie o no son de su competencia, y sean promovidos a las órdenes sagradas sin poseer ingresos suficientes para el honesto sustento de su vida.
Por tanto, no debe sorprender a ninguno de vosotros, Venerables Hermanos, si aprovechamos esta ocasión para exhortaros y amonestaros con firmeza, a todos y cada uno de vosotros, a que os mostréis más cautos y prudentes en este asunto. No permitáis que ninguno de vuestros súbditos se acerque a la sagrada ordenación sin que, del beneficio eclesiástico, de la pensión eclesiástica o del patrimonio que él mismo haya preparado (según los casos permitidos por el derecho, eliminando toda colusión y fraude), perciba efectivamente aquel ingreso anual que los estatutos sinodales de cada diócesis o una legítima y determinada costumbre reconocen como necesario.
17. No toleréis que los clérigos y sacerdotes, dedicados en las casas de los laicos a tareas que son incompatibles con su dignidad y profesión, sean apartados del culto divino y del ejercicio de su perfección para dedicarse a trabajos serviles y actividades seculares, aunque en ocasiones intenten ocultar la naturaleza de sus servicios bajo la apariencia de modos más decorosos. No permitáis que permanezcan tranquilamente en su deshonra o, tal vez, obstinados, se gloríen impunemente de su deserción del ámbito de la Iglesia. Más bien, con toda la atención de vuestra solicitud pastoral y, en lo necesario, con toda la autoridad de la jurisdicción ordinaria o delegada, respetando lo que debe respetarse, procurad traerlos de vuelta a las instituciones de la vida eclesiástica y a los compromisos de la milicia clerical.
18. Estas son las cuestiones, Venerables Hermanos, que hemos considerado oportuno sugerir a vuestra atención y firmemente recomendar en virtud del encargo de nuestro ministerio apostólico, para defender y reivindicar la honestidad y dignidad del orden eclesiástico. En este asunto, que depende en gran medida de las particulares circunstancias de las acciones, es imprescindible que seáis los principales responsables, ya que vosotros podéis conocer mejor y juzgar con mayor seguridad las acciones de vuestros súbditos y sus circunstancias, las necesidades de las regiones, las costumbres de las personas, y todo aquello que, ante hombres prudentes y rectos, tenga la apariencia de honestidad o indecoro y deba ser establecido en cada lugar.
Para que tengáis mayor libertad en corregir y reformar todo lo desordenado en este tipo de cuestiones, permitimos que, según vuestro prudente juicio, se determine la validez de cualquier indulto de dispensa o facultad (sobre lo mencionado anteriormente) concedido hasta ahora por cualquier oficina de la Curia Romana. Asimismo, deseamos que en adelante no se conceda ninguno sin haber oído primero vuestros informes y votos, añadiendo a dichos indultos las fórmulas y condiciones necesarias, mediante las cuales se os deje el pleno poder de informar sobre su ejecución y resultado. Así, ningún eclesiástico podrá, bajo ningún pretexto, asumir un trabajo o servicio menos honesto, ni mantenerlo ni prolongarlo contra vuestra prohibición.
Mientras tanto, confiando en vuestro celo pastoral, impartimos de corazón a vuestras Fraternidades nuestra Bendición Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 17 de septiembre de 1759, en el segundo año de nuestro Pontificado.
CLEMENTE XIII