IN DOMINICO AGRO
CARTA ENCÍCLICA
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIII
A los Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
1. En el cultivo del campo del Señor, al cual por divina providencia hemos sido destinados, nada requiere mayor vigilancia y actividad perseverante que la custodia de la buena semilla sembrada, es decir, de la doctrina católica entregada por Cristo Jesús a los Apóstoles y confiada a nosotros. Si esta es descuidada por perezosa ociosidad o inerte negligencia, mientras los trabajadores duermen, el enemigo del género humano siembra la cizaña sobre ella. De este modo, ocurre que, al tiempo de la cosecha, en lugar de hallar lo que debe guardarse en los graneros, se encuentra aquello que debe ser consumido por las llamas.
El beatísimo Pablo nos impulsa ardientemente a defender la fe una vez entregada a los santos, escribiendo a Timoteo que custodie el buen depósito (2Tm 1,14), ya que se acercan tiempos peligrosos. En efecto, dentro de la Iglesia se encuentran hombres malvados y seductores, por cuya acción el tentador insidioso busca corromper las mentes incautas con errores que son enemigos de la verdad evangélica.
2. En verdad, si —como sucede con frecuencia— en la Iglesia de Dios intentan abrirse camino ideas tendenciosas que, aunque sean contradictorias entre sí, coinciden en amenazar de algún modo la pureza de la fe católica, entonces es realmente difícil, al enfrentarnos con ambos enemigos, ajustar tanto nuestro discurso que no parezca que favorecemos a uno al rechazar al otro, sino que hemos evitado y condenado por igual a ambos enemigos de Cristo. A veces, ocurre que una falsedad diabólica, revestida con cierta apariencia de verdad, se disfraza con mentiras atractivas. Así, la fuerza de las sentencias es corrompida por una mínima adición o alteración, de modo que lo que antes conducía a la salvación, a través de un sutil desvío, conduce a la muerte.
3. Por ello, de estos senderos resbaladizos y estrechos, en los cuales es difícil caminar o entrar sin caer, deben mantenerse alejados los fieles, especialmente aquellos cuya inteligencia es más simple y menos formada. Las ovejas no deben ser guiadas a los pastos a través de caminos intransitables, ni deben proponérseles ciertas opiniones singulares, incluso de Doctores católicos. En cambio, se les debe enseñar la verdad católica más segura, la totalidad de la doctrina tradicional, aquella en la que hay consenso.
Además, puesto que el vulgo no puede ascender al monte (Éx 19,12) donde ha descendido la gloria del Señor, y porque perecería al intentar violar los límites para contemplarla, los Doctores deben establecer al pueblo los límites de un circuito. Así, el discurso no debe ir más allá de aquello que es necesario o, al menos, muy útil para la salvación. Los fieles, entonces, deben obedecer la exhortación del Apóstol: «No queráis saber más de lo necesario, sino lo suficiente» (Rm 12,3).
4. Los Romanos Pontífices, nuestros Predecesores, plenamente conscientes de estas realidades, dedicaron todos sus esfuerzos a erradicar no solo con la espada del anatema los gérmenes venenosos de los errores desde su nacimiento, sino también a eliminar ciertas ideas efervescentes que, aunque por exceso, podían impedir en el pueblo cristiano un fruto más generoso de la fe o dañar las almas de los fieles por su excesiva cercanía al error.
Por ello, tras el Concilio de Trento, que condenó las herejías que intentaron entonces oscurecer el esplendor de la Iglesia y devolvió a la verdad católica una luz más clara al disipar las tinieblas de los errores, nuestros Predecesores, comprendiendo que este sagrado concilio había mostrado una prudente sabiduría al abstenerse de reprobar opiniones basadas en la autoridad de los Doctores de la Iglesia, quisieron emprender otra obra. Esta debía incluir toda la doctrina que fuera necesaria para instruir a los fieles, garantizando que estuviera absolutamente libre de error.
Por ello, publicaron un libro titulado Catecismo Romano, que merece doble alabanza. En este libro reunieron la doctrina comúnmente aceptada en la Iglesia y libre de todo peligro, y la presentaron con palabras elocuentes al pueblo. Así obedecieron el mandato de Cristo Señor, quien ordenó a los apóstoles proclamar a la luz (Mt 10,27) lo que habían oído en la oscuridad, y predicar desde los tejados lo que Él les había dicho al oído. Actuaron fielmente como esposa de la Iglesia, siguiendo el espíritu del pasaje: «Dime dónde descansas al mediodía» (Ct 1,6). Donde no hay mediodía, y por tanto la luz no es tan clara como para permitir un conocimiento abierto de la verdad, fácilmente se acepta la falsedad debido a cierta apariencia de verdad, que en la oscuridad difícilmente puede distinguirse de lo verdadero.
Sabían bien que, tanto en el pasado como en el futuro, existirían personas que invitarían a los fieles a pastos que prometen una mayor abundancia de sabiduría y ciencia. Muchos acudirían a ellos, atraídos por las «aguas robadas que son más dulces y el pan oculto que es más sabroso» (Pr 9,17). Para evitar que la Iglesia, seducida, siguiera a estos rebaños de cómplices, vagabundos y sin certeza de verdad —siempre aprendiendo (2Tm 3,7) pero sin llegar nunca al conocimiento de la verdad—, nuestros Predecesores decidieron que fuera claramente explicada y presentada al pueblo cristiano solo aquella doctrina necesaria y sumamente útil para la salvación.
5. Sin embargo, el amor a las novedades dañó este libro, preparado con gran esfuerzo y celo, aprobado por consenso común y recibido con las máximas alabanzas por los pastores de almas. En su lugar, se exaltaron otros catecismos que en modo alguno pueden compararse al Romano. De este hecho surgieron dos daños: primero, el consenso en la enseñanza se vio prácticamente eliminado, y los débiles de espíritu tropezaron al no sentirse en un único lugar y con un único lenguaje (Gn 11,1). Segundo, de las diferentes maneras de enseñar la verdad católica surgieron contiendas. Estas, a su vez, dieron lugar a emulaciones, divisiones y graves disensiones, con algunos proclamándose seguidores de Apolo, otros de Cefas y otros de Pablo.
Consideramos que nada disminuye más la gloria de Dios ni impide más los frutos de la disciplina cristiana que la aspereza de tales discordias. Por ello, para erradicar este doble mal de la Iglesia, creemos oportuno regresar al punto del cual algunos, guiados por la soberbia y con poco prudente consejo, apartaron al pueblo fiel al presumir de ser los más sabios en la Iglesia. Pensamos que es apropiado ofrecer de nuevo a los pastores de almas el mismo Catecismo Romano para que las mentes de los fieles se alejen lo más posible de las nuevas ideas carentes de consenso o tradición, y se afiancen en la fe católica y en la doctrina de la Iglesia, que es columna de la verdad (1Tm 3,15).
Para facilitar el acceso a este libro, corregido de los defectos que había contraído por descuido de los trabajos, hemos decidido que sea nuevamente impreso con suma diligencia en la santa ciudad de Roma, siguiendo el modelo del que nuestro Predecesor San Pío V publicó por decreto del Concilio de Trento. El texto que por orden del mismo San Pío fue traducido a lengua vernácula y publicado también será nuevamente editado por nuestro mandato en breve.
6. Es vuestro deber, Venerables Hermanos, asegurar que, en este tiempo tan difícil para la cristiandad, este libro sea recibido por los fieles como un recurso muy oportuno, ofrecido por nuestra solicitud y diligencia, para eliminar los engaños de las falsas opiniones y para propagar y reforzar la verdadera y santa doctrina. Por tanto, Venerables Hermanos, os recomendamos este libro, casi como una norma de fe católica y de disciplina cristiana, pues en su exposición doctrinal refleja el consenso de todos los Romanos Pontífices. Os exhortamos ardientemente en el Señor a que dispongáis que sea utilizado por todos aquellos que tienen el cuidado de las almas al enseñar la verdad católica a los pueblos, para que se conserve la unidad en la enseñanza, la caridad y la concordia de los corazones.
Es vuestro deber velar por la paz de todos, pues esta es la obligación de los Obispos, quienes deben estar atentos para evitar que alguien, actuando con soberbia por su propia gloria, provoque cismas al romper la cohesión de la unidad.
7. Estos libros no producirán ningún fruto útil, o muy poco, si aquellos que deben presentarlos y explicarlos a los oyentes son poco aptos para la enseñanza. Por ello, es de suma importancia que para esta tarea de enseñar la doctrina cristiana al pueblo elijáis a hombres no solo dotados de conocimiento de las cosas sagradas, sino aún más de humildad, celo por la santificación de las almas y ardiente caridad.
Toda la disciplina cristiana consiste, no en abundantes palabras, no en la astucia para disputar, no en el deseo de alabanza y gloria, sino en la verdadera y voluntaria humildad. Hay quienes son elevados por un mayor conocimiento, pero se separan de la comunidad de los demás; y cuanto más saben, tanto más carecen de la virtud de la concordia. Estos son advertidos por la misma sabiduría, la palabra de Dios: «Tened sal en vosotros mismos (Mc 9,49) y tened paz entre vosotros». En efecto, el verdadero «sal» de la sabiduría debe preservar el amor al prójimo y moderar las debilidades.
Si están animados por el celo de la sabiduría pero se desentienden del cuidado del prójimo y se orientan hacia las discordias, tienen un sal sin paz, que no es un don de virtud, sino causa de condenación. Cuanto más saben, peor pecan. Así los condena la sentencia del apóstol Santiago: «Si en vuestro corazón hay amarga rivalidad y contiendas, no os jactéis de ser falsos contra la verdad. Esa sabiduría no viene de lo alto, sino que es terrena, animal, diabólica» (Stg 3,14). Donde hay envidia y contienda, hay inconstancia y toda obra mala. Pero la sabiduría que viene de lo alto es, ante todo, pura; luego pacífica, modesta, dócil, amante del bien, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial y sin hipocresía.
8. Por tanto, mientras oramos a Dios con humildad de corazón y ánimo contrito, para que conceda indulgencia a nuestra diligencia y esfuerzos, y derrame su misericordia para que el disenso no turbe al pueblo fiel, y para que, en el vínculo de la paz y en la caridad del espíritu, todos conozcamos, alabemos y glorifiquemos a un solo Dios y Señor nuestro Jesucristo, os saludamos a vosotros, Venerables Hermanos, con el santo beso.
A todos vosotros y, de igual manera, a los fieles de vuestras Iglesias, impartimos con gran afecto nuestra Bendición Apostólica.
Dado en Castel Gandolfo, el 14 de junio de 1761, en el tercer año de nuestro Pontificado.
CLEMENTE XIII