PASTORALIIS OFFICII
CARTA BREVE
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIII
A los venerables hermanos, salud y Bendición Apostólica.
1. La solicitud de Nuestro deber pastoral, que nos ha sido confiado, aunque inmerecidamente, por voluntad de Dios, nos advierte ante todo de otorgar el consentimiento apostólico a los deseos de los Príncipes Católicos para que no se quite nada a la inmunidad eclesiástica y, al mismo tiempo, se provea a la tranquilidad pública. Por lo tanto, nuestro amadísimo hijo en Cristo, Carlos Emanuel, ilustre Rey de Cerdeña, nos ha expuesto que, en varias ocasiones, tanto a él como a otras personas que temporalmente residen en el Reino de Cerdeña en calidad de Pro-reyes y a otros ministros, han llegado quejas debido a los frecuentes homicidios y otros graves delitos que se cometen cada vez con mayor frecuencia en todo este Reino. A estos crímenes contribuyen mucho la facilidad y el beneficio que permiten a los delincuentes y hombres violentos, tras cometer graves crímenes y delitos, refugiarse en iglesias y otros lugares inmunes existentes en todo el mencionado Reino, aunque algunos de estos lugares y de dichas iglesias no se mantienen con la debida veneración ni están debidamente protegidos. Por ello, el mismo Rey Carlos Emanuel, deseando eliminar y cortar de raíz tan pernicioso y detestable oprobio, desea encarecidamente que, con nuestra benevolencia apostólica, tengamos a bien declarar cuáles son los crímenes y delitos por los cuales los culpables y delincuentes que atentan contra la tranquilidad y seguridad pública, para no eludir la pena por los crímenes cometidos, no puedan tener asilo eclesiástico, dado que, de aquí en adelante, no disfrutarán de ninguna inmunidad eclesiástica.
2. Por lo tanto, nosotros, no menos por el deber que nos ha sido impuesto por voluntad de Dios a través de la solicitud apostólica que por el deseo de garantizar la tranquilidad pública, tras la madura reflexión que hemos llevado a cabo en las deliberaciones previas, siguiendo los ejemplos de otros Romanos Pontífices, nuestros predecesores, quienes, en mayor o menor medida, según las necesidades de los lugares y la situación de los tiempos, aplicaron su espíritu para combatir la perversidad de los hombres y garantizar la tranquilidad pública, limitaron el beneficio de la inmunidad eclesiástica, deseamos adherirnos favorablemente, en la medida de nuestras posibilidades en el Señor, a las piadosas peticiones del mismo Rey Carlos Emanuel. Con Motu proprio, y también con nuestro conocimiento seguro y la plenitud de potestad apostólica, declaramos, establecemos y decidimos que en el Reino de Cerdeña no deben tener en absoluto asilo eclesiástico los culpables y delincuentes de los crímenes que se indican a continuación, a saber:
Primero. Aquellos que hayan cometido homicidio, salvo que se trate de homicidio accidental o en legítima defensa con moderación y necesidad insoslayable; Segundo. Los incendiarios, es decir, aquellos que dolosa y deliberadamente incendien o hagan incendiar, o que conscientemente presten ayuda y consejo a quien incendie cualquier iglesia, lugar sagrado o religioso, o cualquier casa habitable, ya sea en ciudades o lugares poblados, como también en chozas construidas a modo de vivienda habitadas por campesinos o pastores, o utilizadas como refugio para rebaños o ganado; asimismo, viñedos, campos sembrados, olivares, bosques, y cualquier otra propiedad arbolada, cultivada y fructífera; Tercero. Aquellos que ordenen asesinatos, o que cometan asesinatos por encargo, o quienes ayuden o aconsejen a los mencionados criminales, aunque no resulte en muerte, siempre que se haya llegado al acto violento propiamente dicho, es decir, al uso de violencia con lesiones; Cuarto. Los salteadores y ladrones de caminos públicos y vecinales, incluso si lo hacen por primera vez, aunque no causen daño alguno al asaltado.
3. No deben disfrutar en absoluto de inmunidad eclesiástica: Las iglesias rurales existentes fuera de las ciudades y lugares habitados, en las cuales no se conserve el Santísimo Sacramento, exceptuando las parroquias y las iglesias filiales de estas mismas, en las cuales se ejerza el cuidado de las almas, con la declaración de que tanto respecto a las mencionadas iglesias rurales reservadas como en relación a todas las demás iglesias situadas en las ciudades y otros lugares habitados, el beneficio del asilo no debe extenderse, en cuanto a su exterior, más allá del atrio, cuando este esté rodeado de muros, pórticos, escaleras y puertas, tanto delanteras como laterales, y a la fachada principal solamente.
Las capillas y oratorios existentes en las casas particulares y de los nobles, aunque tengan privilegio de capillas públicas y acceso directo desde la vía pública; igualmente, todas las capillas de fortalezas y castillos cerrados, aunque en ellas se conserve el Santísimo Sacramento.
Los campanarios separados de las iglesias y de sus murallas.
Las iglesias en ruinas y abandonadas, o mantenidas en estado indecente, siempre que no sean necesarias ni útiles para el servicio y cultivo espiritual de los pueblos, previa su profanación, la cual mandamos estrictamente a los obispos y ordinarios realizar en el plazo más breve posible.
Los huertos, jardines y otros terrenos de las iglesias o de cualquier otra casa religiosa, que no estén rodeados por muros ni comprendidos dentro del recinto de clausura.
Las tiendas y las casas adosadas a las murallas de las iglesias y monasterios, o de cualquier otra casa religiosa, aunque tengan comunicación interna con las mismas, siempre que no estén incluidas en el recinto de clausura.
Las casas habitadas por sacerdotes u otros eclesiásticos, aunque tengan acceso directo a la iglesia, excepto aquellas donde residan los párrocos u otros eclesiásticos destinados al cuidado y custodia de la iglesia, siempre que estas casas sean habitadas exclusivamente por ellos mismos y no por otros. Estas casas, teniendo comunicación inmediata e interior con la iglesia, gozarán del sagrado asilo, incluso si cuentan con una puerta que da salida a la vía pública.
4. Para que estas disposiciones nuestras antes mencionadas alcancen su efecto, imponemos y ordenamos, con la presente Carta, a vosotros, hermanos arzobispos y obispos, que cada uno de vosotros, en sus respectivas ciudades y en cualquier pueblo, aldea o castillo de sus diócesis, asigne a los culpables y criminales que se encuentren en las iglesias y lugares inmunes el tiempo adecuado, según vuestro juicio. Además, debéis publicar manifiestos y avisos públicos informándoles que, en adelante, según nuestra presente disposición, en algunas iglesias y lugares antes mencionados no podrán en absoluto disfrutar de inmunidad eclesiástica aquellos que estén acusados de crímenes cometidos, y ordenaréis que sean efectivamente trasladados a las iglesias y lugares inmunes determinados por nosotros, después de haber declarado, o si se prefiere solicitado y obtenido previamente, en su beneficio, la necesaria seguridad del brazo secular.
5. Establecemos que este presente documento sea siempre firme, válido y eficaz, y que alcance su pleno e íntegro cumplimiento, tanto ahora como en el futuro, y que quienes corresponda, en cualquier momento que les interese, lo observen plenamente, de manera inviolable. Así, como se establece anteriormente, cualquier juez ordinario y delegado, incluso los auditores de las causas del Palacio Apostólico y los nuncios de la Sede Apostólica, carecen de cualquier facultad y autoridad para juzgar e interpretar este documento, y si llegaran a hacerlo de manera distinta, tal acto será nulo e inválido, independientemente de la autoridad o conciencia con la que se haya realizado.
Ninguna constitución o disposición apostólica contraria a este documento, ni ningún otro documento contradictorio, puede oponerse a esta disposición nuestra. Además, queremos que las copias de esta carta, transcritas o incluso impresas, firmadas por algún notario público y con el sello de una persona con dignidad eclesiástica, tengan exactamente la misma validez que si se presentase este documento original.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 21 de marzo de 1759, en el primer año de nuestro Pontificado.