SUMMA QUAE
CARTA BREVE
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIII
A los Venerables Hermanos Arzobispos y Obispos del Reino de Polonia
Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.
1. El altísimo deber que Nos incumbe de proveer al cuidado de todo el rebaño cristiano y de asistir en el gobierno a Nuestros Hermanos que administran sus diversas partes, Nos invita a instruir, exhortar o amonestarles según los diversos tiempos de la Iglesia. Ciertamente, hemos cumplido a menudo con vosotros, Venerables Hermanos, los deberes de este Nuestro apostolado, especialmente desde que advertimos en nuestro espíritu aquellos peligros que ya presentíamos como existentes con el propósito de dañar la Religión de ese Reino. Para mantenerla bien protegida y defendida, vuestra gente ha llevado a cabo excelentes iniciativas. Sin embargo, esa calamidad que temíamos ha llegado ya y lo ha hecho con mayor gravedad de la que preveíamos. Por esta razón, ahora Nos mueve un celo aún más ardiente hacia esa Nación.
El fervor con que Nos inflamamos particularmente por la salvación de vosotros, que sois guías de los demás, exige ahora una voz más robusta y vehemente, para que se susciten en vuestras almas aquellos movimientos de la gracia celestial que recibisteis de Dios al inicio de vuestro Episcopado. Ciertamente, este es el tiempo en el que el supremo Padre de la familia espera y exige de vosotros los frutos debidos y necesarios de sus dones.
2. Hemos percibido con un increíble dolor que en ese Reino se están realizando pactos cuya perversidad consiste en mezclar la verdad con el error, el esplendor de la luz con la miseria de las tinieblas. ¡La combinación de estas cosas totalmente opuestas fácilmente lleva a la ruina al pueblo fiel e introduce en el lugar santo la abominación de la desolación!
Verdaderamente, la angustia de nuestro corazón alcanzaría su punto máximo si en esta confusión enmudecieran las voces de los Obispos, si no viéramos a ninguno de ellos dispuesto a apartar los espíritus de los pueblos del contagio y a confirmarlos en la verdad de la doctrina. Sobre todo, si alguno, ya sea por temor o por estar inducido por la malvada voluntad de agradar más a los hombres que a Dios, utilizara la dignidad y la autoridad que os han sido confiadas para la defensa y el ornamento de la Iglesia, para oprimirla. Sin embargo, de ninguna manera Nos dejaremos convencer de que pueda suceder que en labios consagrados una vez a la predicación de la palabra divina falten la fuerza y la virtud para rechazar la mentira, mientras esta osa reclamar para sí un asiento y un triunfo en el mismo templo de Dios; que las manos, ennoblecidas por el contacto con el cuerpo de Cristo, puedan usarse para escribir en apoyo de la impudencia y la disolución del error; y que finalmente los oídos, acostumbrados únicamente a las dulcísimas voces de la Iglesia, deban escuchar las fraudes y asechanzas de Satanás.
No obstante, vemos que las destrucciones realizadas por el adversario del género humano avanzan en tal medida que apenas hay algo que no deba temerse. ¡Quiera el cielo que algunos no se dejen capturar por el error y el engaño hasta el punto de, al sentirse incapaces de dominar el ímpetu que los oprime, considerarse por ello libres de las leyes del deber pastoral! Y, rechazado el oficio que les impone la misma Iglesia y conservado únicamente el otro de magistrado y de gobierno, favorezcan ellos mismos los daños que les son infligidos, como si estas dos partes gemelas de sus deberes pudieran ser separadas y divididas, sin considerar que una no debe ser preferida a la otra.
3. Por tanto, en el nombre de Dios todopoderoso, cuya autoridad vicaria llevamos, aunque indignos, os declaramos que quien se deja conducir hacia este engaño y error está completamente ciego, se ofrece como guía de ciegos y no puede ser excusado bajo ningún pretexto de los que se alegan. Por la misma ignorancia de su deber episcopal, será condenado por Dios, como dice Oseas: «Puesto que has rechazado la ciencia, yo te rechazaré para que no seas mi sacerdote: olvidaste la ley de tu Dios; también yo me olvidaré de tus hijos» (Os 4,6.10). Por ello, Venerables Hermanos, ninguna razón de ignorancia, error, temor o consideraciones humanas debe apartaros del diligente cumplimiento de vuestro oficio episcopal. Aunque las fuerzas y milicias de este siglo dañen el poder de la Iglesia, sin embargo, todas las obras y los consejos de los sagrados Pastores deben dirigirse únicamente conforme a la norma prescrita por los mandamientos evangélicos, la tradición y la disciplina eclesiástica.
4. Que sepan, pues, que la parte más importante de su ministerio es que ellos mismos se coloquen firmemente como un muro para la casa de Israel, contra el ímpetu de todos los adversarios. Deberán considerarse desertores del rebaño de la Iglesia de Dios si consienten las fraudes de los enemigos o, de algún modo, con su connivencia o tolerancia, favorecen sus maquinaciones. Persistan incluso las más grandes calamidades y el exilio; lleguen después las privaciones de los honores, de los bienes y de la misma vida. Sopórtenlas con paciencia, con tal de que las mismas manos sacerdotales no se manchen con el consentimiento a la maldad ajena, ni por su culpa se reduzca la integridad de la Religión o se contamine el mismo Santuario. Ciertamente, deberá considerarse más dichoso aquel que pueda, en esta constancia de comportamiento, intercambiar la breve y pasajera condición de esta vida con la infinita y eterna recompensa; y sea considerado digno de recibir aquella corona imperecedera que creemos ha sido preparada por el excelso Príncipe de los Pastores para quienes ofrecen su vida por las ovejas confiadas a su cuidado.
Venerables Hermanos, estas eran las cuestiones de gravísima importancia sobre las cuales debíamos amonestaros por la indispensable salvación vuestra y de vuestro rebaño. Nuestro Señor Jesucristo, con la ayuda de su gracia, confirme y fortalezca en vosotros sentimientos coherentes con vuestra vocación, y os otorgue igual diligencia y grandeza de ánimo para cumplirla.
Mientras imploramos para vosotros la abundancia de los dones divinos, os impartimos con amor, como prenda de los mismos, la Bendición Apostólica.
Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 6 de enero de 1768, en el décimo año de Nuestro Pontificado.
CLEMENTE XIII