VENIMUS IN ALTITUDINEM


CARTA BREVE

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIII

A todos los cristianos que lean la presente carta

Salud y Bendición Apostólica.

1. Hemos llegado a alta mar. Para que, en medio de los desencadenados vientos adversos, el torbellino de las aguas no nos sumerja, hemos elevado a Dios nuestras oraciones y nuestros indecibles lamentos, para que nos socorra abundantemente con la ayuda y el amparo de Su eficacísima gracia en el encargo apostólico que hemos asumido y en la conducción a buen término de esta onerosa tarea, que supera con creces nuestras fuerzas. Asimismo, para que acoja con gran benevolencia nuestras súplicas, que elevamos insistentemente en estas horas de angustia. ¿Quién, en efecto, no temblaría en todo su ser? ¿Quién no se sentiría angustiado por el más aflictivo temor? ¿Quién no se vería invadido por una profunda tristeza al constatar con sus propios ojos, y con la mayor atención, cuán penoso es el estado de la religión católica y de esta Sede Apostólica? ¿Quién, finalmente, no lloraría hasta derramar todas sus lágrimas ante las tantas horrendas heridas infligidas a nuestra fe, a nuestra disciplina y a nuestros derechos? Sin embargo, no es el caso de recordar y enumerar tantos males, dejando en silencio los remedios con los que podemos enfrentar tantas desgracias. No existe enfermedad tan grave, tan obstinada, tan desesperada, que no pueda ser sanada o al menos aliviada por Dios Todopoderoso, en virtud de Su inefable misericordia, que trasciende nuestra capacidad de comprensión. Acerquémonos, pues, con confianza a Su Trono, del modo debido. Nuestras armas, con las que, fuertes y constantes, podemos oponernos a tantos males, son las oraciones, los ayunos y las limosnas. Sabemos que, si nos refugiamos en Él y Sus palabras se imprimen en nosotros, podremos pedir y se nos concederá todo lo que deseemos. Dirijámonos entonces a Dios con todo nuestro corazón, en ayuno, en llanto y en lamento, y no apartemos la mirada del pobre, para que no suceda que el Señor aparte Su mirada de nosotros. Y para que estas acciones se lleven a cabo con el mayor fervor y con el mejor resultado, siguiendo la antigua costumbre de los Romanos Pontífices nuestros Predecesores, hemos dispuesto que los tesoros de los dones celestiales, cuya distribución ha sido confiada a nuestra fe, sean repartidos en los próximos días (en los cuales la Iglesia Católica honra, con devoción anual, la observancia de las cuatro Témporas) para el feliz inicio de nuestro Pontificado.

2. Por tanto, confiando en la misericordia de Dios Todopoderoso y en la autoridad de los bienaventurados Pedro y Pablo, sus Apóstoles, en virtud de la facultad de atar y desatar que el Señor nos otorgó, aunque indignos, concedemos el Jubileo a los fieles de Cristo, a todos y a cada uno, de ambos sexos, residentes en nuestra alma Urbe, que participen devotamente en la solemne procesión que guiaremos el domingo décimo octavo después de Pentecostés, es decir, el día diecisiete del presente mes de septiembre, desde la Iglesia de Santa María de los Ángeles en las Termas hasta la Basílica de Santa María la Mayor en la misma Urbe, junto con nuestros Venerables Hermanos los Cardenales de la Santa Iglesia Romana, así como con los Patriarcas, Arzobispos y Obispos presentes en la Curia Romana; con los Embajadores de los Reinos cristianos y los Príncipes acreditados ante nosotros; con los Prelados y Oficiales de la misma Curia, y con todo el Clero y el Pueblo. Con la bendición de Dios, concedemos el Jubileo también a aquellos que, al menos una vez, hayan visitado las Iglesias o las Basílicas de San Juan de Letrán, del Príncipe de los Apóstoles, y la mencionada de Santa María la Mayor, o alguna de ellas, dentro de la misma semana o en la siguiente, y allí hayan elevado a Dios fervientes oraciones durante algún tiempo; y que, en el cuarto y sexto día festivo y el sábado de una de las dos semanas mencionadas, hayan ayunado y, tras confesar sus pecados, se hayan acercado devotamente al Santísimo Sacramento de la Eucaristía el domingo siguiente o en otro día dentro de la misma semana, y hayan entregado alguna limosna a los pobres, en la medida que su devoción les sugiera.

4. En el espíritu de esta Carta, concedemos como don la Indulgencia plenaria y la remisión de todos los pecados (como se concede por costumbre a quienes, en el Año Jubilar, visitan ciertas Iglesias dentro y fuera de Roma) a todos aquellos que residan en cualquier lugar fuera de esta Ciudad, y que hayan visitado al menos una vez las Iglesias designadas por los Ordinarios de los lugares, sus Vicarios u Oficiales, o por quienes, en ausencia de estos, tengan el cuidado de las almas por encargo de ellos, después de haber tomado conocimiento de este nuestro texto; o que hayan visitado una sola de tales Iglesias, de igual forma dentro de las dos semanas posteriores a la publicación de la designación de las Iglesias, que corresponde a los Ordinarios, Vicarios, Oficiales u otros, como se ha dicho. Asimismo, que en esas Iglesias hayan orado, que en la cuarta y sexta feria y el sábado de una de dichas semanas hayan ayunado, y que, después de haber confesado sus pecados, hayan recibido devotamente el Santísimo Sacramento de la Eucaristía el domingo siguiente o en otro día de la misma semana, y, como se ha indicado, hayan dado alguna limosna a los pobres.

5. Además, los navegantes y aquellos que estén en viaje pueden obtener legítimamente la misma Indulgencia, tan pronto como regresen a sus hogares, después de cumplir con los actos prescritos y visitar la Iglesia Catedral, la Mayor o la Iglesia Parroquial del lugar donde residan.

6. También concedemos y permitimos que los Regulares de ambos sexos, incluso aquellos en clausura perpetua, y todo laico o eclesiástico, sea secular o regular, incluso si viven en prisión o detención, o están impedidos por alguna enfermedad física u otro obstáculo que les haya impedido seguir las prescripciones mencionadas o al menos algunas de ellas, puedan, a través de su Confesor, conmutar dichas prácticas piadosas (ya aprobadas por los Ordinarios de los lugares antes de esta publicación o aún por aprobar) por otras obras de piedad, o prorrogarlas para el futuro inmediato e imponerles en su lugar aquellos actos de devoción que los penitentes puedan realizar.

7. Concedemos a todos y a cada uno de los creyentes en Cristo, de ambos sexos, ya sean laicos o eclesiásticos, seculares o regulares de cualquier Orden, Congregación e Instituto, residentes en la Urbe o fuera de ella, la facultad de elegir, para este fin, a cualquier Sacerdote confesor, ya sea secular o regular, de cualquier Orden e Instituto reconocido, como se ha dicho, por los Ordinarios de los lugares. El Confesor, en este caso, puede absolver y liberar de la excomunión, la suspensión y otras sentencias y censuras eclesiásticas infligidas por cualquier causa, ya sea en virtud de la ley o por un individuo, así como de todos los pecados, transgresiones, crímenes y delitos, por graves y enormes que sean, incluso contra los Ordinarios de los lugares, contra Nos o contra la Sede Apostólica, incluidos aquellos contenidos en las Cartas que suelen leerse en el día de la Cena del Señor o en todas las demás Constituciones Nuestras o de los Romanos Pontífices Predecesores, cuyo espíritu queremos que se considere presente en estos documentos. Además, puede permutar cualquier voto (excepto los de religión y castidad) por otras acciones piadosas y saludables impuestas o por imponer, como penitencia saludable, según el criterio del propio Confesor.

 Por lo tanto, en conformidad con esta Carta y en virtud de la santa obediencia, prescribimos estrictamente y ordenamos a todos los Venerables Hermanos Patriarcas, Arzobispos y Obispos, a los demás Prelados de la Iglesia y a cada uno de los Ordinarios de los lugares en cualquier lugar donde residan, y a sus Vicarios y Oficiales, o, en su ausencia, a aquellos que tienen el cuidado de las almas, que, tan pronto como reciban copias o ejemplares impresos de la presente carta, de inmediato, sin demora alguna, los difundan y hagan que se difundan en sus Iglesias y Diócesis, en las Provincias, Ciudades, Castillos, Tierras y Lugares, y que designen la Iglesia o las Iglesias que deben ser visitadas.

8. No es Nuestra intención, con la presente Carta, indulgir en alguna irregularidad pública u oculta, marca de infamia, defecto, incapacidad o ineptitud contraída de cualquier forma; ni otorgar facultad alguna para absolver, rehabilitar o devolver a la integridad moral previa; tampoco pretendemos que esta misma Carta pueda o deba favorecer de alguna manera a aquellos que hayan sido excomulgados, suspendidos, interdictos o acusados de haber incurrido en otras sentencias, censuras o denuncias públicas por parte de Nos, de la Sede Apostólica o de algún Prelado o Juez eclesiástico, si tales pecadores no se arrepienten dentro de las dos semanas mencionadas, o no han llegado a un acuerdo con las partes involucradas.

9. Esto, a pesar de las Constituciones y disposiciones Apostólicas, según las cuales la facultad de absolver, en ciertos casos determinados, está expresamente reservada al Romano Pontífice de turno, de modo que nadie puede arrogarse la concesión de indulgencias o similares a menos que de ellas se haga expresa mención o excepción particular; a pesar de Nuestra norma de no conceder indulgencias de manera similar; a pesar del juramento y la confirmación Apostólica de cualquier Orden, Congregación Religiosa o Instituto Regular; a pesar de cualquier otra concesión, Estatutos, Costumbres, Privilegios, Indultos y Cartas Apostólicas que hayan sido concedidos, aprobados o renovados de cualquier manera a las mismas Órdenes, Congregaciones, Institutos y a sus personas. Declaramos que derogamos todas y cada una de estas concesiones, incluso si de ellas y de su contenido se hubiera hecho mención específica y detallada, y no solo mediante las cláusulas generales aquí incluidas; incluso si se hubiera utilizado alguna otra fórmula especial o expresión distinta (considerando que el contenido y la forma de estas concesiones están expresados en la presente Carta). Esta vez, de manera especial, expresa y nominativa, tenemos la intención de suprimirlas y derogarlas, rechazando cualquier excepción contraria.

10. Para que esta Nuestra Carta, que no puede ser llevada a todos los lugares, sea conocida más fácilmente por todos, disponemos que las copias de esta, incluso los ejemplares impresos, firmados por mano de algún Notario público y provistos del sello de una persona revestida de dignidad Eclesiástica, reciban, en todos los lugares y entre todos los pueblos, el mismo valor que tendría esta misma Carta si fuera presentada.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 11 de septiembre de 1758, año primero de Nuestro Pontificado.

CLEMENTE XIII