CUM SUMMI APOSTOLATUS


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIV

A los Obispos, Arzobispos, Patriarcas y Primados

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

1. Cuando reflexionamos sobre la carga del supremo Apostolado que Nos ha sido impuesta y consideramos su gravedad y peso inmenso, no podemos contener, Venerables Hermanos, una profunda emoción al contemplar una misión tan sublime y nuestra personal debilidad. Nos parece haber llegado al pleno mar y ser retirados de la seguridad de una vida pacífica, como desde un puerto seguro, al vernos llamados de repente a dirigir la nave de Pedro, azotada por las olas y casi sumergida por la tempestad.

Pero esta es obra del Señor, y es admirable a Nuestros ojos. Los juicios inescrutables de Dios y no las voluntades humanas Nos han encargado las más graves funciones del Apostolado, cuando estábamos muy lejos de pensarlo. Esta persuasión Nos da plena confianza en que Aquel que Nos ha llamado a los graves cuidados del supremo ministerio disipará Nuestros temores, ayudará a Nuestra debilidad y Nos socorrerá en la tormenta. Pedro, que debe ser Nuestro modelo, fue tranquilizado por el Señor, quien le reprochó su poca fe cuando él creía que iba a ser sumergido en el mar.

Aquel que, en la persona del Príncipe de los Apóstoles, Nos ha confiado el cuidado de la Iglesia universal y las llaves del reino de los cielos, Aquel que Nos ha mandado apacentar sus ovejas y confirmar a Nuestros hermanos, quiere ciertamente que Nuestro espíritu no conciba ningún temor de no obtener su auxilio. Él quiso que Nos moviera más la esperanza de su gracia que la aprensión de Nuestra debilidad.

Nos sometemos, pues, a la voluntad de Aquel que es Nuestra fuerza y Nuestro sostén, y confiamos en su fidelidad y en su poder: Él completará la obra que ha comenzado en Nosotros. De Nuestra nada, la grandeza de su fuerza y de su bondad recibirá un esplendor aún mayor. Si Él ha querido, en estos tiempos, servirse de Nuestro ministerio y utilizarnos a Nosotros, que somos un siervo inútil, para realizar algo por el bien de su Iglesia, cada uno reconocerá que Él solo es el autor de ello, y que a Él solo deben ser rendidos únicamente el honor y la gloria. Nos preparamos, por tanto, sin más dilación, a sostener esta gran carga, dispuestos a poner en ello tanto mayor celo cuanto más Nos apoyamos en un sólido sostén, convencidos de que la alta importancia de las funciones a las que hemos sido llamados exige unos cuidados y una prudencia tales que nunca pueden ser demasiado grandes.

Cuando, continuamente preocupados por la vastedad de Nuestra administración, echamos una mirada desde lo alto de la Sede Apostólica sobre todo el universo cristiano, os vemos a vosotros, Venerables Hermanos, elevados a posiciones eminentes e ilustres, y vuestra visión Nos llena de gozo. Reconocemos en vosotros con la mayor satisfacción a Nuestros colaboradores, los guardianes del rebaño del Señor, los obreros de la viña evangélica. A vosotros, pues, que compartís Nuestras preocupaciones, deseamos en primer lugar dirigiros la palabra al inicio de Nuestro Apostolado. En vuestro pecho queremos derramar los sentimientos más íntimos de Nuestra alma; y si en nombre del Señor os dirigimos algunas exhortaciones, atribuidlas a la desconfianza que tenemos de Nosotros mismos y pensad también que proceden de la confianza que Nos inspira vuestra virtud y vuestro amor filial hacia Nosotros.

2. En primer lugar, Venerables Hermanos, os pedimos y os suplicamos que no os canséis nunca de rogar a Dios que sostenga Nuestra debilidad con su divino auxilio. Corresponded así al amor que os tenemos. Unid al consuelo de vuestras oraciones las Nuestras, para que, sosteniéndonos mutuamente, podamos ser más constantes y vigilantes. Demostraremos mediante la unión de los corazones aquella unidad por la cual todos formamos un solo cuerpo, pues toda la Iglesia no es más que un único edificio, cuyas bases ha puesto el Príncipe de los Apóstoles en esta Sede. Muchas piedras unidas concurren a esta construcción; pero todas están apoyadas y sostenidas por una sola. El cuerpo de la Iglesia es uno; Jesucristo es su cabeza, y es en Él que todos nosotros formamos una sola cosa. Él ha querido que Nosotros, vicario de su poder, fuéramos elevados por encima de los demás, y que Vosotros, unidos a Nosotros como a la cabeza visible de la Iglesia, fuerais las partes principales de su cuerpo.

¿Qué puede suceder, pues, a uno que no toque también a los otros y que no los alcance a cada uno de ellos? Del mismo modo, en consecuencia, no puede haber nada que reclame vuestra vigilancia y que no sea, al mismo tiempo, materia de Nuestras preocupaciones y que no deba sernos referido. Igualmente, Vosotros debéis pensar que todo lo que Nos concierne y todo lo que requiere Nuestra atención y concurso debe interesaros en sumo grado a Vosotros mismos. Debemos, por lo tanto, todos, con nuestras voluntades estrechamente unidas, estar animados por este único y mismo espíritu que, procedente de Jesucristo, nuestra cabeza mística, se difunde en todos sus miembros para dispensarles vida. Debemos esforzarnos todos y aplicar principalmente nuestros cuidados para que el cuerpo de la Iglesia permanezca sin lesión ni herida, y se desarrolle y fortalezca, resplandeciente de todas las virtudes cristianas, sin arrugas ni manchas.

Esta obra será posible con la ayuda de Dios, si cada uno de vosotros se siente inflamado de un gran celo por el rebaño que le ha sido confiado, y procura alejar de su pueblo el contagio del mal y las insinuaciones del error, fortaleciéndolo con todos los auxilios de la santidad y la doctrina.

3. Si alguna vez ha sido necesario que aquellos que están encargados de la guarda de la viña del Señor estén animados por estos deseos de salvación de las almas, es ahora, en estos tiempos, cuando es absolutamente indispensable que estén convencidos y fervorosos en ello. ¿Cuándo, en efecto, se vieron difundirse cada día, por todas partes, opiniones tan perniciosas, tendentes a debilitar y destruir la Religión? ¿Cuándo se vio a los hombres, seducidos por el encanto de la novedad y arrastrados por una especie de avidez hacia una ciencia ajena, dejarse atraer tan locamente hacia ella y buscarla con tanto exceso? Así pues, Nos llenamos de dolor al ver esta pestilencial enfermedad de las almas, que se extiende y propaga lamentablemente cada día más.

Cuanto más grande es el mal, Venerables Hermanos, más debéis vosotros actuar con diligencia y emplear todos los medios de vuestra vigilancia y autoridad para rechazar esta temeraria locura que se desborda incluso en las cosas divinas y en las más sagradas. Ahora bien, alcanzaréis este resultado, creedlo, no con la ayuda corruptible y vana de la sabiduría humana, sino únicamente con la simplicidad de la doctrina y con la palabra de Dios, más penetrante que una espada de doble filo; cuando en todas vuestras palabras mostréis y prediquéis a Jesucristo crucificado, os será fácil reprimir la audacia de vuestros enemigos y rechazar sus dardos.

Él ha edificado su Iglesia como una ciudad santa y la ha fortificado con sus leyes y preceptos. Le ha confiado la fe como un depósito que ella debe conservar religiosamente y con pureza. Ha querido que ella sea el baluarte inexpugnable de su doctrina y de su verdad, y que las puertas del infierno nunca prevalezcan contra ella. Puestos a la cabeza del gobierno y de la custodia de esta santa ciudad, defendamos celosamente, Venerables Hermanos, la preciosa herencia de la fe de nuestro fundador, Señor y Maestro, que nuestros Padres nos han confiado en toda su integridad para que la transmitamos pura e intacta a nuestros descendientes. Si dirigimos Nuestros actos y esfuerzos según esta regla que nos trazan las Santas Escrituras, y si seguimos las huellas infalibles de Nuestros Predecesores, podemos estar seguros de estar provistos de todos los auxilios necesarios para evitar aquello que podría debilitar y herir la fe del pueblo cristiano y quebrantar o disolver en alguna parte la unidad de la Iglesia. Queremos sacar solamente de las fuentes de la sabiduría divina, ya sea de la escrita, ya sea de la tradición, todo lo necesario para la fe y para Nuestra obra.

4. Esta doble y rica fuente de toda verdad y de toda virtud contiene plenamente lo que concierne al culto religioso, a la pureza de las costumbres y a las condiciones de una vida santa. De ella hemos aprendido los deberes de la piedad, de la honestidad, de la justicia y de la humanidad; es por ella que comprendemos lo que debemos a Dios, a la Iglesia, a la patria, a nuestros conciudadanos y a los demás hombres. Por este medio reconocemos que nada ha contribuido más poderosamente a determinar los derechos de las ciudades y de la sociedad que estas leyes de la verdadera religión. Por ello, nunca nadie ha declarado la guerra a las divinas prescripciones de Cristo sin perturbar, al mismo tiempo, la tranquilidad de los pueblos, disminuir la obediencia debida a los soberanos y sembrar incertidumbre por doquier. De hecho, existe una gran conexión entre los derechos de la potestad divina y los de la potestad humana; aquellos que saben que el poder de los reyes está sancionado por la autoridad de la ley cristiana les obedecen con prontitud, respetan su poder y honran su dignidad.

5. Considerando que esta parte de las divinas prescripciones está estrechamente ligada a la tranquilidad de los pueblos no menos que a la salvación de las almas, os exhortamos, Venerables Hermanos, a poner todo vuestro cuidado en inspirar a los pueblos —después de lo que deben a Dios y a las santas constituciones de la Iglesia— el respeto legítimo y la obediencia que deben a los reyes. De hecho, estos han sido colocados por Dios en un puesto eminente para defender el orden público y contener a los súbditos dentro de los límites de sus derechos. Ellos son ministros de Dios para el bien, y es por esto que portan la espada, siendo severos vengadores contra quienes obran el mal. Además, son los hijos amadísimos y los defensores de la Iglesia, a la que deben amar como a su madre, defendiendo su causa y sus derechos. Tened, por tanto, cuidado de hacer comprender este precepto divino a aquellos a quienes debéis instruir en la ley de Cristo. Que aprendan desde su infancia que el respeto debido a los reyes debe ser mantenido fielmente; que deben obedecer a la autoridad y someterse a la ley no solo por temor, sino también por sentido del deber. Inspirando en los corazones de los pueblos no solo la obediencia a sus reyes, sino también el respeto y el amor hacia ellos, obraréis en favor de dos cosas que no pueden separarse: la paz de los ciudadanos y el bien de la Iglesia.

Vosotros desempeñaréis aún más plenamente vuestra misión si a las oraciones diarias por los pueblos añadís oraciones particulares por los reyes, para que estén sanos, gobiernen a sus súbditos con equidad, justicia y paz; para que reconozcan que Dios reina por encima de sus tronos, y que defiendan y propaguen piadosa y santamente su causa. Obrando de este modo, no solo cumpliréis vuestras funciones episcopales, sino que también contribuiréis al beneficio de todos. Pues ¿qué hay, en efecto, más justo y conveniente que aquellos que han sido encargados de custodiar las cosas sagradas, en su calidad de intérpretes y ministros, ofrezcan a Dios los votos de todos, rogándole que sostenga a quienes velan por la tranquilidad de todos los ciudadanos?

6. Creemos que es superfluo describir aquí las demás funciones del ministerio pastoral. ¿De qué serviría, en efecto, enumerar en detalle y recomendar cosas de las que sabemos que tenéis un conocimiento profundo y cuya práctica os ha fortalecido por el uso diario y por una cierta inclinación de vuestro corazón conforme a vuestras funciones? Sin embargo, no podemos dejar de repetiros y de poner ante vuestros ojos un consejo que los resume todos: que en el ejercicio de la virtud toméis a Jesucristo como modelo, nuestro Jefe, Príncipe de los pastores, y reproduzcáis en vosotros mismos la imagen de su santidad, de su caridad y de su humildad.

Porque si Él, que era el esplendor de la gloria del Padre y la imagen de su sustancia, consintió en tomar las debilidades de nuestra carne y, desde el estado de servidumbre, hacernos pasar, con sus humillaciones y con su amor, al de hijos adoptivos de Dios; si Él quiso que fuéramos sus coherederos, ¿podremos nosotros elegir un objeto más noble y glorioso en nuestras meditaciones y fatigas que hacernos dignos —Nosotros, que somos los instrumentos por los cuales esta unión de los hombres con Cristo se mantiene y se realiza— de iluminar con Nuestro ejemplo el camino por el cual ellos caminan, siguiendo la bondad, la clemencia y la mansedumbre de este divino modelo? ¿Y por qué otra razón habría subido Él las alturas de la montaña, Él que evangeliza a Sion? Vosotros no podéis arder en el deseo de alcanzar esta semejanza sin transmitir a los corazones de todo vuestro pueblo la llama que arde en vosotros. Sin duda, son maravillosas la fuerza y la potencia del pastor que sacude las almas de su rebaño.

Cuando los pueblos saben que todos los pensamientos de su pastor, todas sus acciones, están reguladas según el modelo de la verdadera virtud; cuando lo ven evitar todo aquello que podría tener apariencia de dureza, arrogancia o soberbia y ocuparse únicamente de los deberes inspirados por la caridad, la dulzura y la humildad, entonces se sentirán vivamente animados a emularlo para alcanzar las mismas virtudes. Cuando los pueblos saben que el pastor, olvidado de cualquier ventaja personal, sirve los intereses de los demás, socorre a los necesitados, instruye a los ignorantes, alienta a todos con su dedicación, consejo y piedad, y prefiere la salvación de la comunidad a su propia vida, entonces, dulcemente atraídos por su amor, su celo y su constancia, escucharán gustosamente la voz del pastor que enseña, exhorta y amonesta, incluso cuando reprende.

Pero, ¿cómo podrá enseñar a los demás el amor de Dios y la benevolencia hacia sus hermanos aquel que, esclavo de los lazos y de la codicia de sus propios intereses, prefiere las cosas de la tierra a las del cielo? ¿Cómo podrá aquel que aspira a los gozos y honores del mundo guiar a los demás al desprecio de las cosas humanas? ¿Cómo podría dar lecciones de humildad y de dulzura aquel que se exalta en el orgullo y la pompa? Vosotros, pues, que habéis recibido la misión de enseñar a los pueblos la moral de Jesucristo, recordad que debéis, ante todo, imitar su santidad, su inocencia y su dulzura. Sabed que vuestro poder nunca resplandecerá más que cuando llevéis las insignias de la humildad y del amor, aún más que las de vuestra dignidad.

Recordad que es propio de vuestro encargo, y que solo a Vosotros os corresponde guiar de esta manera al pueblo que os ha sido confiado; es en el cumplimiento de este deber donde debéis buscar toda ventaja y toda alabanza; si lo descuidáis, no encontraréis más que desgracia e ignominia. No tengáis ambición por otra riqueza que la salvación de las almas rescatadas con la sangre de Jesucristo, y no busquéis ninguna gloria verdadera y sólida si no es propagando el culto divino y aumentando la belleza de la casa del Señor, extirpando los vicios y aplicando todos vuestros cuidados a practicar la virtud con una fidelidad perseverante. He aquí lo que debéis pensar y hacer asiduamente; he aquí lo que debe ser el objeto de vuestra ambición y de vuestros deseos.

7. Y no penséis que, en medio de la multiplicidad de este largo y laborioso ejercicio, os faltará tiempo para ejercitaros en la virtud. Tal es la condición de vuestra misión, tal es la razón de la vida episcopal, que estas no deben ver llegar nunca el reposo ni el fin de sus fatigas. No pueden ser limitadas las acciones de aquellos cuya inmensa caridad debe ser sin límites; pero la espera de la recompensa infinita e inmortal que os está destinada aliviará y suavizará fácilmente todas vuestras penas. Pues ¿qué cosa puede parecer pesada o dura a aquel que piensa en esa bienaventurada recompensa que el Señor reserva, y que la naturaleza de las funciones pastorales reclama, para aquellos que hayan conservado y multiplicado su rebaño?

Pero más allá de esta magnífica esperanza de inmortalidad, experimentaréis aún una gran alegría incluso en el peso de las fatigas de la vida pastoral, cuando, con la ayuda de Dios, veáis a vuestro pueblo unido en los lazos de una mutua caridad, floreciente en la piedad y en la justicia, y cuando contempléis todos los otros frutos admirables que vuestras fatigas y vigilias habrán producido en la Iglesia.

Plazca a Dios que Nosotros podamos, durante el tiempo de Nuestro Apostolado y con el concurso unánime de todas nuestras voluntades y de todos nuestros esfuerzos, ver retornar aquella maravillosa felicidad religiosa que existió en los tiempos antiguos. Plazca a Dios que Nosotros podamos, Venerables Hermanos, alegrarnos juntos de ello y gozarlo en Jesucristo, nuestro Señor. Que este mismo Jesucristo nos sostenga siempre con su gracia y encienda nuestros corazones con el amor de todo aquello que le pueda agradar.

8. Al mismo tiempo que escribimos esta Carta a Vosotros, Venerables Hermanos, concedemos mediante otra Carta a todos los cristianos el Jubileo para implorar —según la tradición, al inicio de Nuestro Pontificado— el auxilio divino para el saludable gobierno de la Santa Iglesia Católica. Por lo tanto, os pedimos y os suplicamos que exhortéis a los pueblos confiados a vuestro cuidado a elevar fervientes oraciones con fe, piedad y humildad. Inflamadlos con vuestras exhortaciones, con vuestros consejos y con vuestro ejemplo, para que se ocupen tanto de su propia salvación como de los motivos del bien público de la Cristiandad.

Como prenda de Nuestro amor, impartimos a Vosotros, Venerables Hermanos, y a los fieles de vuestras Iglesias, la más afectuosa Bendición Apostólica. Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 12 de diciembre de 1769, en el primer año de Nuestro Pontificado.

CLEMENTE XIV