DECET QUAM MAXIME


CARTA ENCÍCLICA

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIV

Venerables Hermanos, salud y Bendición Apostólica.

1. Es absolutamente conveniente que los ministros de la Iglesia y los dispensadores de los misterios de Dios se mantengan completamente ajenos incluso a la más mínima sospecha de avaricia y que, de igual modo, mantengan alejado de su ministerio, al cual han sido llamados por Dios, cualquier interés egoísta; de esta manera podrán gloriarse con derecho y mérito de haber mantenido sus manos limpias de todo provecho. Esto fue lo primero que Jesucristo recomendó a sus discípulos cuando los envió a predicar el Evangelio con estas palabras: «Gratis habéis recibido y gratis dad» (Mt 18,8). En diversas ocasiones (1Tm 3,8; Tt 1,7), Pablo lo recomendó específicamente como carácter distintivo de aquellos que debían ser llamados al ministerio del altar. Esto, finalmente, inculcó Pedro en aquellos que fueron puestos al cuidado de las almas, diciendo: «Apacentad el rebaño de Dios que os ha sido encomendado, no por la ambición de una ganancia vil, sino voluntariamente» (1Pt 5,2).

A este mandato divino deben ajustarse en primer lugar, con diligencia y cuidado, los pastores de las iglesias, que deben ser ejemplo para los fieles en la predicación, en la conversación, en la caridad y en la fe: tarea en verdad mínima si ellos mismos se muestran irreprochables. Además, les corresponde esforzarse activamente para que ninguno de los ministros a quienes gobiernan se permita, de ningún modo, llevar a cabo acciones contrarias a este precepto, teniendo siempre presente la notable frase de Ambrosio: «No basta con que tú no busques el provecho económico; también las manos de tus familiares deben ser contenidas. Da entonces instrucciones a tu familia, amonéstala, custódiala; y si un siervo te ha engañado, una vez descubierto deberá ser despedido como ejemplo» (San Ambrosio, In Lucam, lib. IV, n. 52).

Partiendo de estas óptimas y sapientísimas leyes, tanto los santísimos Concilios como los Romanos Pontífices, Nuestros predecesores, consideraron necesario cerrar aún más el paso para que no se introduzcan nunca en la Iglesia de Dios abusos malvados en esta materia o, si acaso ya se hubiesen introducido, sean eliminados radicalmente. Sin embargo, hay que lamentar que en algunas diócesis estas decisiones de las Constituciones apostólicas y de los sagrados Cánones (tan oportunas y tan ricas en dignidad religiosa) quedaron sin efecto y resultaron sin fuerza ni valor, imposibilitadas para arrancar de raíz cualquier comportamiento contrario a ellas. Así pues, llegamos a conocer que esto sucedía porque aquellos a quienes incumbía ocuparse con el máximo empeño, aducían diversas excusas, invocando antiguas y arraigadas costumbres o la necesidad de pagar alguna recompensa a los ministros de la curia eclesiástica, o incluso la falta del dinero necesario para llevar una vida decente, honesta y digna.

Al darse cuenta de todo esto, Nuestro predecesor Inocencio XI, de venerable memoria, para aportar un remedio constructivo y anular todas las excusas de cualquier naturaleza, en 1678 ordenó que se redactara un arancel en el cual se recogieran todos los tributos indicados aquí y allá en los sagrados Cánones y oportunamente sancionados por el Concilio de Trento, según la interpretación dada por las sagradas Congregaciones del citado Concilio, así como conforme a los pareceres expresados por los Obispos.

Ordenó además que todos los intereses eclesiásticos fueran claramente identificados y enumerados analíticamente; en nombre de ellos no debía permitirse absolutamente a nadie, ni en el fuero eclesiástico ni en las curias episcopales, percibir emolumentos, excepto lo que debía pagarse en el banco del canciller y lo que debía abonarse por la necesaria retribución. Al mismo tiempo, se aseguró que en esta materia la norma fuera igual en todas las curias eclesiásticas e idéntica, como es justo, fuera la disciplina, anulada cualquier costumbre diversa. El mismo sumo Pontífice Inocencio XI, el primero de octubre del mismo año, aprobó con Su autoridad este arancel, lo refrendó y dispuso su promulgación y observancia.

Sin embargo, ni siquiera esto bastó para restablecer en todas partes la disciplina eclesiástica, ya abandonada, y para poner freno a las malas costumbres que desde hacía tiempo se habían arraigado en varias diócesis. Enseguida se presentó la objeción de que dicho arancel no debía ser observado también por las curias eclesiásticas situadas fuera de Italia. Sin embargo, no se podía fingir ignorar que todos los decretos contenidos en él derivaban de los sagrados cánones y, en particular, del Concilio de Trento; por lo tanto, era absolutamente necesario que todas las diócesis los respetaran con la máxima religiosidad.

2. Estas, pues, fueron las razones, Venerables Hermanos, por las que —no sin profundo dolor y aflicción de Nuestro ánimo— nos dimos cuenta de que en vuestras curias habían encontrado espacio muchos abusos contra el ejercicio de la potestad espiritual; abusos que trastornan profundamente la disciplina eclesiástica, la debilitan y causan la mayor deshonra a la grandísima dignidad con la que brilláis y a la autoridad que os ha sido transmitida para realizar la perfección de los santos y los deberes del ministerio para la edificación del Cuerpo de Cristo. Tenemos muy presentes vuestra religiosidad, vuestra santa práctica, la solicitud por vuestras iglesias; sabemos también que los abusos en materia de pagos detectados en el tribunal eclesiástico de vuestras diócesis, introducidos en tiempos pasados por algún ministro de importancia secundaria, por el ejemplo de estos, luego se propagaron gradualmente de diócesis en diócesis, quizás sin que los mismos Obispos lo supieran, y en algunos casos se desarrollaron incluso con la aparente intención de una mayor dignidad para la Iglesia. O bien porque se atribuía poquísima relevancia al problema, o bien porque los sucesores en el ministerio siguieron imprudentemente el camino trazado por los predecesores, se llegó al punto de que estos mismos abusos, ya fortalecidos por la práctica continua, parecieron merecedores de ser convalidados por constituciones sinodales a propuesta de los mismos ministros.

De ninguna manera, absolutamente, estas culpas pueden ser atribuidas a vosotros, que más bien sois dignos de alabanza, ya que hemos visto que os aflige el mayor dolor por estas iniquidades y que deseáis más que nunca extirparlas. Sin embargo, al darnos cuenta de que al perseguir este objetivo os atraeríais contra vosotros el odio más fuerte y que se interpondrían enormes obstáculos a la realización de dicho propósito si la misma autoridad apostólica no intervenía, es por esto que actuamos; en particular, en relación con la diversidad de aranceles y de los distintos comportamientos vigentes en las diversas diócesis, para que no solo todos sean llevados a una medida justa y equitativa, sino para que todos asuman una loable uniformidad procedimental.

Por tanto, confiamos en Vosotros, en el nombre del Señor, para que observéis con la máxima diligencia los decretos que os enviamos con Nuestra autoridad apostólica, a petición de Nuestro carísimo hijo en Cristo Carlos Manuel, ilustre Rey de Cerdeña, en quien resplandecen continuamente el singular respeto por Nosotros y por esta santa Sede apostólica, el afecto y la dedicación religiosa: disponed que todos y aquellos a quienes compete los observen con la mayor diligencia.

3. En primer lugar, en lo que respecta a las ordenaciones sagradas, no os pueden pasar desapercibidas las numerosísimas y santas leyes de la Iglesia, con las cuales en todo tiempo se ha prohibido que los obispos y otros colaboradores en la concesión de las sagradas órdenes, o cualquier representante oficial, retuvieran algo de los donativos relacionados con las órdenes. Esto fue claramente sancionado en el sínodo ecuménico de Calcedonia en el año 451 (canon 2); en el sínodo de Roma bajo san Gregorio Magno en el año 600 o 604 (canon 5, o epístola 44, libro 4, indiz. 13); en el segundo sínodo ecuménico de Nicea del año 787 (canon 5); en el sínodo de Salegunstadt del año 1022 (canon 3); en el cuarto concilio Lateranense, bajo Inocencio III, en 1215; en los sínodos de Tours, Braga, Barcelona y otros lugares referidos por Cristiano Lupo (dissert. 2, proemio De simonia, cap. 9, tomo 4) y por González (capítulo Antequam 1, De simonia, n. 9), y más recientemente por el Concilio de Trento (ses. 21, cap. 1, De reformatione), que perfeccionó los antiguos cánones, los cuales permitían recibir una ofrenda espontánea, y restauró la disciplina eclesiástica de las ordenaciones sagradas a su pureza antigua y original.

El decreto del Concilio dice así: «Dado que toda sospecha de avaricia debe estar lejos del orden eclesiástico, los obispos, los demás colaboradores en impartir las órdenes o sus ministros no deben aceptar absolutamente nada –aunque se ofrezca espontáneamente– en ocasión de la atribución de cualquier orden: ni por la tonsura clerical, ni por cartas dimisorias o testimoniales, ni por el sello, ni en cualquier otra circunstancia. Los notarios, además, solo en aquellos lugares donde no exista la loable costumbre de no aceptar compensaciones, podrán recibir, por cada carta dimisoria o testimonial, solamente la décima parte de un áureo, siempre que no se les haya fijado otra remuneración por el trabajo realizado. Al obispo no se le puede transferir –ni directa ni indirectamente– ningún emolumento proveniente de las rentas que corresponden a los notarios por la concesión de las órdenes; pues él sabe que está obligado a prestarles su labor absolutamente gratis. Las tarifas contrarias a esta norma, los estatutos y las costumbres locales, por más que tengan origen inmemorial (que, con justa razón, pueden considerarse más bien abusos y fuentes de corrupción y culpa simoníaca) deben ser absolutamente abolidas y prohibidas; aquellos que actúen de otro modo, ya sea dando o recibiendo, además de incurrir en el castigo divino, caerán inmediatamente en las penas fijadas por la ley».

4. En conformidad con estos argumentos, os ordenamos y notificamos, Venerables Hermanos, que no aceptéis ninguna ofrenda –ni siquiera si se dona espontáneamente– por la concesión de cualquier orden, ni siquiera por la tonsura eclesiástica; ni por la carta dimisoria o testimonial, ni por el sello, ni por cualquier otra razón, causa o pretexto, excepto únicamente por la ofrenda de la vela de cera que suele hacerse conforme al Pontifical Romano; y, sin embargo, de tal modo que la calidad y el peso de la vela queden absolutamente al arbitrio y a la libre voluntad de aquellos que deben recibir las órdenes. A vuestra disposición deberán ajustarse también los vicarios generales o foráneos, los cancilleres y demás ministros, familiares y servidores, a quienes ya se les prohibió específicamente por el Santo Concilio de Trento aceptar o exigir cualquier remuneración, ofrenda o regalo con motivo de las ordenaciones sagradas.

5. Sin embargo, si en dichas diócesis no se ha fijado para el canciller o los notarios de la curia eclesiástica ningún estipendio o salario por las funciones desempeñadas, únicamente a ellos les permitimos que —por cada carta testimonial de un orden conferido, incluida la tonsura eclesiástica, o por la carta dimisoria relativa a dicha tonsura, o por los órdenes que han de ser recibidos de un obispo ajeno— puedan exigir, como máximo, la décima parte de un áureo, es decir, diez óbolos de moneda romana, y que la retengan, siempre que no sean Regulares sujetos a un voto estrictísimo de pobreza, a los cuales no les está absolutamente permitido manejar dinero.

Ordenamos que se respete la misma cantidad de remuneración incluso si la mencionada carta testimonial o dimisoria hace referencia a una pluralidad de órdenes y se refiere a órdenes ya atribuidos o en proceso de atribución por otro obispo; en consecuencia, de ninguna manera será permitido aumentar la remuneración mencionada de diez óbolos ni multiplicarla en función de los órdenes individuales contenidos en la carta testimonial o dimisoria. Con estas normas no pretendemos en absoluto inducir a los cancilleres o notarios a incluir en un mismo documento testimonial órdenes diferentes, conferidos en momentos distintos y con decretos diferentes; en verdad, en el pasado hemos ordenado que esto se realice únicamente en lo que concierne a las órdenes menores conferidas en una sola ordenación. En cuanto a la carta dimisoria relativa a varios órdenes que deban conferirse por otro obispo, prohibimos que se multipliquen las escrituras y que se solicite cualquier sobreprecio o donativo por la redacción del acto de concesión de los órdenes, por el acceso al lugar de la ordenación o por cualquier otro motivo.

6. En la concesión del subdiaconado, cuando el canciller o el notario se vean obligados a un mayor trabajo para comprobar la veracidad y la idoneidad del patrimonio y del beneficio al cual aspira el ordenando, es necesario realizar de antemano otros procedimientos para los actos de concesión de dicho orden. En este caso, les permitimos percibir una retribución proporcional a su esfuerzo, a ser establecida por el obispo según su juicio consciente. Sin embargo, teniendo en cuenta la redacción del acta, el sello y todo lo demás, no se podrá superar la suma de un áureo, es decir, dieciséis julios y medio. Además, queremos que los ordenandos y sus familiares tengan libertad para recurrir a cualquier notario habilitado para la suscripción y redacción del acta, sin que puedan ser obligados hacia ninguno en particular; lo mismo vale para los testigos necesarios para estar presentes en las mencionadas curias en la constitución y estipulación del patrimonio y en la perfección de los demás actos habituales. El notario de la curia, a quien se le confíe una práctica de este tipo, no podrá bajo ningún título exigir suma alguna más allá de la retribución definida por el Obispo —como se ha especificado antes— o la suma de un áureo o dieciséis julios y medio, ya sea por la redacción del acta, o por cualquier otra gestión; ni podrá recibir otro dinero por la publicación del decreto o por la carta publicatoria o por cualquier otro motivo, bajo cualquier pretexto, como se lee claramente en el citado decreto del Concilio de Trento y como fue declarado abiertamente en la sagrada Congregación del Concilio en Vicenza el 7 de febrero de 1602 y en la sagrada Congregación de Obispos en Gerona el 25 de octubre de 1588, como se menciona en Fagnani (De simonia, capítulo sobre las Ordenaciones, n. 32 y siguientes).

7. No obstante, permitimos que los notarios o el canciller puedan solicitar una compensación, siempre dentro de los límites de la ley, siempre y cuando esta sea declarada, en caso de que no se haya fijado para su trabajo ningún salario o estipendio; de todas formas, absolutamente nada de sus emolumentos puede llegar, directa o indirectamente, a vosotros o a cualquier otra persona, oficial o ministro que confiere las órdenes, tal como fue sancionado por el Concilio de Trento. Estas dos disposiciones, que fijamos con esta nuestra carta, queremos que sean siempre respetadas en toda ocasión.

8. Consideramos que difícilmente pueda escaparse de la acusación de lucro vil y de sospecha de avaricia la inicua costumbre, que hemos sabido ha tomado raíz en algunas de estas curias, de exigir dinero por la autorización (que debe provenir de vosotros o de los vicarios generales) para que aquellos que han sido recientemente ordenados sacerdotes celebren su primera Misa, o por otra autorización similar, como la de admitir a los sacerdotes extranjeros a los oficios divinos, aun cuando estén provistos de carta de recomendación de sus respectivos Ordinarios. Disponemos, por tanto, que sea absolutamente eliminada esta costumbre, por más que hasta ahora haya sido mantenida y conservada como estipendio o retribución garantizada a quienes están encargados de verificar la idoneidad de los sacerdotes en las ceremonias y en los sagrados ritos; dicha práctica, en efecto, es contraria a los sagrados cánones y ha sido reprobada en diversas ocasiones.

9. Lo que hemos dicho anteriormente respecto a las sagradas ordenaciones debe aplicarse, con igual rigor, en el otorgamiento o asignación de los beneficios eclesiásticos; esto os parecerá claro y evidente si mantenéis ante vuestros ojos los cánones de la Iglesia, establecidos precisamente para arrancar de raíz los abusos que se han instaurado en diferentes épocas en esta materia (cap. Si quis, q. 3; cap. Non satis; cap. Cum in ecclesiae 8; cap. Jacobus 9; cap. De simonia 44; Cristiano Lupo, dissert. De simonia, cap. 10). Y aunque el santo Concilio de Trento no haya establecido nada preciso al respecto, sin embargo, la sagrada congregación del Concilio, con la aprobación del sumo Pontífice Gregorio XIII, declaró que el decreto cap. 1, sess. 21, De ref. tuviera vigencia también en la concesión de beneficios, especialmente para los administradores, y que no se debía recibir absolutamente nada por el sello, pese a cualquier antigua costumbre (Garz., De benef. part. 8, cap. 1, n. 76 y siguientes; Fagnani en el cap. In ordinando de simonia, n. 31; Gallemart en el cap. 1, sess. 21, De reform.).

Esta misma sagrada Congregación, en la carta enviada al obispo de Melfi, con el parecer favorable del sumo Pontífice, juzgó, declaró y dispuso que los otorgantes de beneficios –sea cual fuere su dignidad– no pudieran aceptar ni exigir absolutamente nada por la concesión ni por ninguna otra gestión relativa a los beneficios, bajo ninguna forma ni aspecto, directa o indirectamente, incluso si la donación se presenta como fruto de la anualidad o cualquier otra fracción, ni aunque sea ofrecida espontáneamente como ofrenda. A estas normas deben atenerse también los notarios de los otorgantes y todos los demás empleados, para quienes, no obstante, está prevista en otra parte una retribución garantizada; de lo contrario, tanto el que da como el que recibe será considerado culpable ipso facto y caerá en las penas previstas por los sagrados cánones para los simoníacos; además, los notarios y demás empleados serán suspendidos de sus funciones (Garz., loc. cit.).

10. Hemos considerado oportuno comunicaros todo esto, Venerables Hermanos, para que comprendáis cuán alejadas de la disciplina eclesiástica están las costumbres en la concesión de los beneficios, que aquí y allá han tomado raíz en vuestras diócesis, y con cuánta diligencia debéis esforzaros para que sean eliminadas radicalmente. Será, por tanto, vuestro deber reafirmar en primer lugar esta regla y respetarla santísimamente, para que en los beneficios eclesiásticos –ya sean de cura de almas o residenciales, simples o manuales, o de capellanía– que otorguéis con procedimiento ordinario, no pidáis ni aceptéis ningún tipo de compensación, bajo ningún título ni forma, ni siquiera como don augural, beneficencia o contribución voluntaria, en particular por la aprobación, la preselección del más digno en el concurso para las iglesias parroquiales y la posesión de los beneficios.

Quedarán vinculados a la misma sanción canónica también todos los demás otorgantes, vicarios generales, cancilleres, vuestros consanguíneos, parientes y servidores, a quienes igualmente prohibimos recibir absolutamente nada.

11. A esta regla general solo hacen excepción los cancilleres o notarios para los cuales —como hemos mencionado en otra parte— no se fija ningún salario por su trabajo. En este caso, el canciller, si el acto se refiere a beneficios con cura de almas, a un edicto o a la carta con la que se convoca un concurso público, podrá exigir diez óbolos, y cinco por cada copia adicional y otros cinco por las publicaciones de rigor. Si la carta debe publicarse fuera de la ciudad, los gastos de viaje y demás derivados serán reembolsados conforme a las dietas vigentes en las respectivas diócesis. Por el envío de la carta de concesión, ya sea de los mencionados beneficios con cura de almas o de los simples, el canciller recibirá una remuneración adecuada, fijada a juicio del obispo: remuneración que, en cualquier caso, teniendo en cuenta la escritura, el sello y todo lo demás, no podrá superar un aureo, es decir, diez julios de moneda romana, como ha sido establecido en repetidas ocasiones por la sagrada congregación del Concilio, en particular el 15 de enero de 1594 (Gallemart., loc. cit.) y en Vicenza el 8 de marzo de 1602 (Fagnani, loc. cit., n. 32) y por la sagrada congregación de los Obispos el 25 de octubre de 1588 (Fagnani, ibid., n. 35). Finalmente, en lo que se refiere a los actos de posesión de los mismos beneficios, recibirá tres julios por la suscripción del documento si los beneficios están dentro de la ciudad, cuatro si están en los suburbios; si se encuentran más lejos, se observarán las tarifas vigentes en las respectivas diócesis para las dietas, como hemos explicado arriba. Pero si en el lugar donde está situado el beneficio opera un canciller del vicario foráneo, o su notario, aquel que va a entrar en posesión del beneficio puede libremente valerse de los servicios de estos y, para redactar el acto de posesión, no podrá en modo alguno ser obligado a dirigirse al canciller de la curia episcopal. Por una carta que testifique el resultado favorable de un concurso, según el informe de los examinadores, y que suelen utilizar quienes la solicitan para demostrar su idoneidad, permitimos que el notario reciba como máximo dos julios.

12. No ignoramos ciertamente que al canciller o notario corresponde una labor nada ligera en el desarrollo de los concursos para las iglesias parroquiales, tanto cuando inicia el examen de los testigos que los concursantes presentan para demostrar sus cualidades, méritos y acciones loables al servicio de la Iglesia, como cuando inserta en los actos del concurso los llamados requisitos presentados por los concursantes, los resume por escrito y los transcribe en varias copias para el obispo, para el vicario general que actúa en su lugar, y para cada uno de los examinadores externos del concurso, a fin de que puedan formular un juicio sobre la cultura, las costumbres, el comportamiento y las demás dotes necesarias para dirigir la Iglesia; también cuando responde a las cuestiones morales planteadas por los mismos examinadores, recoge el juicio de los examinadores, redacta el acto de preselección, custodia a los concursantes durante dos o, en ocasiones, tres días, y en algunos casos asiste también al escrutinio de dichas cuestiones morales. Somos conscientes de la magnitud de tal esfuerzo, dejando al juicio y a la conciencia del obispo la determinación de la remuneración, siempre que esta corresponda únicamente a la magnitud del trabajo.

13. En cuanto a los beneficios que son conferidos por la Sede Apostólica, ya que están reservados a ella: para los beneficios «curados» para los cuales es costumbre presentar a la Dataria Apostólica una carta testimonial de aprobación y de preselección en el concurso realizado conforme a las normas establecidas por el Concilio de Trento, y también para los beneficios no «curados», en particular los residenciales, para los cuales igualmente se acostumbra presentar a la Dataria Apostólica una carta testimonial sobre la vida, las costumbres y la idoneidad de quienes solicitan el beneficio, los cancilleres deben abstenerse absolutamente de exigir, por estas cartas, cualquier emolumento o recompensa, ni siquiera un donativo espontáneo, excepto dos julios por la escritura, el papel y el sello de la carta de idoneidad y dos julios por la carta testimonial sobre el estilo de vida y las costumbres.

14. Para la ejecución de las cartas apostólicas, cuando estas sean enviadas en forma —como se dice— graciosa, ni el obispo, ni otros prelados Ordinarios de los lugares, ni sus vicarios, cancilleres o empleados deberán considerarse con derecho a reclamar para sí la función de ejecutores; dependerá completamente de la voluntad de aquellos que han sido provistos del beneficio la elección del ejecutor o del notario al que confiar el acto para la toma de posesión del beneficio mismo. Si el provisto de un beneficio elige al Ordinario y su canciller, o si la carta apostólica ha sido enviada en la forma denominada dignum, dirigida al Ordinario, a su canciller o vicario, a quien corresponde la obligación de ejecutarla; en ambos casos, si no existe un legítimo contradictor, de manera que el ejecutor sea uno solo, el canciller (excluidos en cualquier caso de cualquier emolumento, donativo u ofrenda voluntaria el obispo, otro prelado, su vicario, el empleado, los familiares y los sirvientes, como hemos dispuesto antes respecto a los beneficios de libre concesión), por la redacción de esta carta apostólica y su transcripción en los actos, así como por todos los trámites habituales inherentes a la práctica, podrá recibir la remuneración que el obispo, a su juicio y según su conciencia, considere adecuada: esta no podrá en ningún caso superar la suma de un escudo de oro o dieciséis julios y medio. Si, en cambio, hubiera un contradictor, de modo que sea necesario establecer un proceso judicial, igualmente dejamos al arbitrio y a la conciencia del obispo, a quien imponemos también esta carga, la fijación de la remuneración que corresponda al esfuerzo y al trabajo del notario o del canciller encargado; siempre que nada de lo que recibe el canciller o el notario sea transferido al obispo o a otros, como hemos dicho antes, directa o indirectamente. Para el acto de toma de posesión del beneficio, deberán observarse las mismas normas que hemos indicado anteriormente.

15. En cuanto a los beneficios de juspatronato, si surge una duda —con el promotor fiscal o con aquel que ha solicitado el beneficio— sobre la existencia del mencionado juspatronato, y alguien se opone a la concesión gratuita, deberán respetarse todas las normas que hemos fijado antes respecto a los beneficios de libre concesión con contradictor favorable. Por un edicto contra el contradictor —o los contradictores— el canciller recibirá dos julios; por cada copia, diez óbolos; para la publicación de dicho edicto deberá observarse lo que hemos dispuesto para los beneficios con cura de almas; además, por una carta de institución, un áureo, es decir, dieciséis julios y medio. Si, en cambio, no hay ninguna duda sobre la existencia del juspatronato, pero surge una disputa sobre la competencia entre los abogados o entre aquellos representados por ellos, entonces se instaurará una causa profana y por ella podrán exigirse emolumentos que correspondan a las tarifas vigentes en cada curia.

16. Procediendo de manera analítica, igualmente prohibimos que los obispos, u otros prelados, o sus vicarios o encargados puedan exigir algo en lo que llaman «capellanías móviles», así como en las nuevas fundaciones e instituciones de beneficios, capellanías, cofradías y congregaciones, o en las fundaciones, bendiciones, consagraciones, visitas y aprobaciones de iglesias y oratorios derivadas de autoridad apostólica o episcopal. El canciller podrá recibir únicamente un pago proporcional al esfuerzo, fijado por el obispo a su juicio y conciencia, siempre que no supere los dieciséis julios y medio.

17. En lo que respecta a los matrimonios o, en general, a las actividades preparatorias de las bodas, os recomendamos observar lo dispuesto por los sagrados cánones (cap. Cum in ecclesia 9; cap. Suam nobis 29, De simonia), San Gregorio Magno en la carta dirigida a Genaro, obispo de esta sede de Cagliari (lib. 4, indict. 12, epist. 27), y otros, como menciona el tantas veces alabado Cristiano Lupo en la disertación citada (cap. 7) y, finalmente, el Concilio de Trento (sess. 22, cap. 5, De reformat. matrimon.). Los obispos, naturalmente, sus vicarios, todos los encargados, sus familiares y dependientes deben prestar su actividad gratuitamente en esta materia y no pensar en recibir ninguna remuneración, premio u ofrenda voluntaria, ni por el decreto de dispensa matrimonial obtenido de la Sede Apostólica, ni por el trabajo de examinar a los testigos relacionados, ni por la finalización de las certificaciones correspondientes, ya sea para la carta de estado libre y ausencia de cualquier impedimento canónico, ya sea para la dispensa de las proclamaciones prescritas por el Concilio de Trento (en la iglesia, durante tres días festivos consecutivos, entre las misas solemnes), realizadas por el párroco de los contrayentes, ya sea para la facultad de celebrar el matrimonio en casa, en otro lugar o en un tiempo inusual y prohibido, o ante un sacerdote distinto del párroco, y finalmente por cualquier acto que, por necesidad o costumbre, deba realizarse, según lo dispuesto por la sagrada Congregación del Concilio, con la aprobación del Sumo Pontífice, sin importar ninguna costumbre previa, incluso antiquísima, como refieren Garzonio (De benefic. part. 8, cap. primo, n. 102 seg.) y Fagnani (cap. Quoniam ne proelati vices suas, n. 30).

18. Esta postura debe mantenerse sobre todo en relación con las dispensas que los obispos suelen conceder a los párrocos, tanto respecto al anuncio público, en la iglesia y durante tres días festivos, de los matrimonios inminentes, como para presenciar la celebración de dichos matrimonios cuando sepan que no hay impedimentos. De ahora en adelante será necesario no solo que estas licencias sean concedidas gratuitamente, sino también asegurarse de que, antes de la celebración de los matrimonios, no se haga más complicado el contrato nupcial con la solicitud indiscriminada de la mencionada dispensa, bajo el pretexto de una supuesta necesidad; lo cual sería fuente de muchos inconvenientes. La sagrada Congregación de los Obispos, reunida en Gerona el 25 de abril de 1588 (cf. Fagnani, cap. In ordinando de simonia, n. 41), consideró necesario oponerse a ambos males. En efecto, cuando los canónigos y el capítulo de Gerona plantearon la cuestión respecto al edicto con el cual el obispo había prohibido a los párrocos unir en matrimonio a los cónyuges —aun habiendo cumplido todas las normas solemnes impuestas por el Concilio de Trento— si no tenían una dispensa escrita, que se concedía solo tras el pago de medio julio, la misma sagrada Congregación respondió así: «El obispo no debe emitir ningún documento escrito si, por alguna razón, prohíbe a los párrocos celebrar matrimonios conforme a los usos establecidos por el citado Concilio. En efecto, respetada absolutamente la esencia de la norma conciliar, lo que concierne a las ceremonias queda únicamente en la conciencia y el estilo del obispo. Del mismo modo, en algún pueblo o ciudad puede ser oportuno prohibir aquello que, no obstante, en virtud de una necesidad urgente, se debería hacer. Así pues, el obispo debe esforzarse por evitar que se celebren matrimonios sin las mencionadas formalidades, pero también debe prestar atención para que no se compliquen más los contratos matrimoniales con la adición de nuevas exigencias infundadas. Si se necesita alguna licencia, el notario no deberá recibir pago por ello. Pero si, por antigua costumbre —quizás incluso escrita—, como signo de júbilo, existe la costumbre de hacer un regalo al obispo, no nos parece en absoluto que esto deba ser cuestionado».

19. Solamente al canciller, para el cual no esté fijado un salario garantizado, le será lícito recibir, como pago por su trabajo y para su necesario sustento, un emolumento calculado con el siguiente parámetro: por la ejecución de la carta apostólica sobre la dispensa matrimonial, si él realiza personalmente el interrogatorio de los testigos para verificar la veracidad de las afirmaciones expuestas en el libelo de súplica, podrá recibir una suma proporcional al número de testigos y a la dificultad del trabajo, pero en ningún caso más de cinco julios. Si, en cambio, este examen se confía a otra persona, recibirá únicamente dos julios por la carta de delegación y absolutamente nada más por el decreto, el sello o bajo cualquier otro concepto. Por la carta testimonial de estado libre, considerando su redacción, el papel, el sello y demás, recibirá dos julios. Por el examen de los testigos para verificar el mismo estado libre y para demostrar la ausencia de cualquier impedimento canónico, diez óbolos por cada testigo; para el reconocimiento de la carta testimonial de estado libre de personas nacidas en otro lugar, diez óbolos, si no hay necesidad de examinar a un segundo testigo para eliminar cualquier duda. Si acaso esto fuera necesario, y finalmente, por la dispensa de las proclamaciones, cada vez que sea necesario el interrogatorio de testigos, se pagarán únicamente diez óbolos por dicho examen.

20. Con toda razón, siempre se ha considerado detestable —y fruto de la avaricia y la codicia— la exigencia de dinero o de cualquier otro bien a cambio de la distribución de los sacramentos. Por ello, los sagrados cánones calificaron frecuentemente esta acción como una maldad impregnada de simonía y se esforzaron en eliminarla con las debidas penas y censuras eclesiásticas (cf. Cum in ecclesiae corpore, 9; cap. Ad apostolicam, 42, De simonia), así como en numerosos decretos conciliares citados por Cristiano Lupo (loc. cit., cap. 7 y 8). Confirmando con toda firmeza esta convicción, la sagrada Congregación del Concilio nunca ha tolerado que se exija algo por la administración de los sacramentos. Por no mencionar otros casos, el 20 de febrero de 1723, en el día de los funerales del obispo de Albano, cuando se sometió a examen si debía permitirse que el párroco aceptara la patena —es decir, el disco utilizado en la administración de la extremaunción— a la pregunta: «¿Podrá aceptarse la ofrenda del disco?», la misma sagrada Congregación respondió que «no debía permitirse aceptar tal ofrenda» (Thes. resolut., tomo 2, p. 280). De igual manera, cuando el obispo de Vaison, en el sínodo de 1729, había fijado un impuesto a respetar en su diócesis, según el cual, además de otros procedimientos relativos al bautismo, se establecía que: «El padrino o madrina, por la ceremonia del bautismo, deberán ofrecer al menos un cirio y un paño de lino blanco y brillante, a menos que prefieran, por todo esto y por el registro en los libros públicos de los bautizados, pagar en conjunto cinco ases», entonces surgió la duda sobre si debía respetarse esta tarifa prescrita en el sínodo. La sagrada Congregación, en la reunión de Vaison del 6 de febrero de 1734, respondió negativamente (para más información cf. Thes. resolut., tomo 6, p. 209).

21. Entre las demás materias que con mayor frecuencia o rigor han sido reprobadas por los sagrados cánones y los concilios, una de las principales concierne al hábito – prevalecido aquí y allá en el pasado – de cobrar dinero por la recepción del crisma y del óleo santo, que los obispos intentaban en vano justificar presentándolo bajo varios nombres: a título catedralicio, como prestación pascual, como costumbre episcopal (cap. Non satis, 8 cap. Eaquae, 16 cap. Ad nostram, 21 cap. In tantum, 36 De simonia, y otros más, como indica Cristiano Lupo, loc. cit., cap. 7, párrafo Secundum sacramentum). En consecuencia, cuando el patriarca de los Maronitas de Antioquía tomó la costumbre, al distribuir los óleos sagrados, de exigir una ofrenda en dinero, aunque era evidente que el dinero no se daba ni recibía con el espíritu de comerciar los óleos sagrados, sino para el sustento del patriarca y para hacer frente a las cargas que recaen sobre el oficio y la dignidad patriarcal, sin embargo, para disipar cualquier sospecha de simonía, dicha costumbre fue desaprobada por la Congregación particular a la cual se le ha confiado la competencia sobre los asuntos de los maronitas. Benedicto XIV confirmó dicha sentencia (Constit. Apostolica 43, Bullar., tomo 1).

22. Nos parece que esto basta y sobra, Venerables Hermanos, para que comprendáis a la perfección cuáles son vuestros deberes en la administración de los sacramentos y los persigáis con todo cuidado, dedicándoos completamente a que sea eliminada en todas partes la malvada costumbre, vigente en algunas diócesis, en virtud de la cual se exige dinero por la distribución de los óleos, ya sea por parte del obispo o del prefecto de la sacristía. Ya anteriormente la Sagrada Congregación del Concilio lo había prescrito en repetidas ocasiones, en particular en la reunión de Amalfi del 18 de julio de 1699, reiterándolo el 6 de febrero de 1700, con respecto a la cuestión 12: «Si el arzobispo está obligado a garantizar que el óleo santo sea entregado gratuitamente desde la catedral a las iglesias parroquiales». A esto se respondió afirmativamente. La misma orientación tomó la Sagrada Congregación de los Obispos en la reunión de Acerenza, es decir, de Matera, el 18 de marzo de 1706 (Ad. 2 apud Petram, Comment. ad constitut. 5 Innocentii IV, n. 38).

23. En lo que respecta a la ofrenda de la vela, que hemos oído se realiza, en diversas diócesis de este reino, al obispo que administra la Confirmación, en primer lugar, no debe callarse que a este respecto en el libro pontifical no se dice ni una sola palabra. Además, la sagrada función del sacerdocio obliga a todos los ministros, quienes, al aceptar las ofrendas, deben regularse con moderación y sentido de la medida, para evitar que, incurriendo en la acusación de avaricia y de negocio deshonesto, el mismo ministerio sea vituperado y se degrade la reverencia debida a un sacramento tan grande. Hay que vigilar bien que la ofrenda de la vela no degenere en una exacción sospechosa, de la cual resulte que los fieles, especialmente los pobres, se retraigan de recibir el sacramento, o retrasen más de lo justo su administración. Por ello, es de desear sobre todo que esta costumbre sea completamente abolida y que se mantenga solo en aquellos casos en que dependa exclusivamente de la decisión del oferente.

24. Las mismas normas imponen que tanto los obispos como sus cancilleres o notarios deben ejercer gratuitamente su ministerio, tanto cuando – tras examen y aprobación – conceden a alguien la facultad de recoger las confesiones sacramentales, de administrar los sacramentos y de ejercer todo ministerio eclesiástico, como cuando juzgan la idoneidad de los vicarios – tanto perpetuos como removibles ad nutum –, de los ecónomos y de los coadjutores, como se lee en el capítulo Ad nostrum de simonia y como fue dispuesto en las mencionadas asambleas de Vicenza (7 de febrero y 8 de marzo de 1602) y de Gerona (25 de octubre de 1588, Ad. 7), en las que de todas formas se rechaza incluso la remuneración por la carta que formaliza la concesión de los mencionados ministerios y el ejercicio de los encargos.

25. Creemos que ninguno de vosotros ignora cuán frecuentes y severas son las leyes que prohíben exigir dinero por los entierros y por las exequias fúnebres (cf. Cristiano Lupo, loc. cit., cap. 12 y Van Espen en Jus eccles. univ., par. 2, tit. 38, cap. 4). Bastará citaros a San Gregorio Magno, quien, escribiendo a Gennaro, obispo de Cagliari (lib. 9, indict. 2, epist. 3, y lib. 7, indict. 2, epist. 56), así se lamenta: «La famosísima señora Nereida se ha quejado con nosotros de que vuestra fraternidad no se ha avergonzado de pedirle cien sólidos por el entierro de su hija. Si es verdad, es algo demasiado grave y alejado de la dignidad sacerdotal pedir un precio por la tierra destinada a la descomposición y querer obtener provecho del luto ajeno. En nuestra iglesia lo hemos prohibido y nunca hemos permitido que esta malvada costumbre se restableciera. ¡Atención a no recaer en este vicio de la avaricia u otros!». Ninguna ley ha prohibido jamás la loable y piadosa costumbre, establecida en la Iglesia desde los primeros siglos, de hacer ofrendas a favor de los difuntos durante los funerales; ni en aceptarlas se menoscababa la libertad de los sacerdotes. Por eso, el sumo Pontífice Gregorio añadió de inmediato: «Si algún pariente del difunto, allegado o heredero desea ofrecer espontáneamente algo para la iluminación, no prohibimos aceptarlo. Prohibimos, en cambio, que se pida o exija algo» (Pontificale Romanum). Una orden similar fue impartida, con palabras claras, por Inocencio III en el concilio Lateranense (cap. Ad Apostolicam, 42 De simonia).

26. En verdad, al faltar los diezmos personales y aquellos, tanto reales como mixtos, a favor de los monasterios y de los capítulos de los canónigos, fue en cierto sentido necesario que los laicos se vieran casi obligados a las piadosas ofrendas, habituales hasta ahora, con las cuales se proveía a las necesidades de los párrocos y de las iglesias parroquiales. Sin embargo, siempre se tuvo presente la santidad de la disciplina eclesiástica para garantizar que no se desviara demasiado de estas loables costumbres: los clérigos por exceso, los laicos por defecto. Entre otras cosas, se decretó en particular que las exequias, los funerales y las sepulturas de los difuntos – tanto ciudadanos como extranjeros – no debían ser impedidas ni retrasadas para obtener el dinero derivado de esta piadosa costumbre; además, que no debía exigirse nada por el permiso de trasladar los cadáveres y enterrarlos en un lugar en vez de otro.

27. De esto, por tanto, habréis comprendido, Venerables Hermanos, que es intolerable que en vuestras diócesis se acepte dinero, más allá de las acostumbradas ofrendas vinculadas a las piadosas labores que se prestan al cadáver y en sufragio del alma. Ni el párroco – actual o habitual – debe ser pagado en función de la condición del difunto, de la distinción de su rango o en relación a la posición favorable y al decoro de los lugares en los cuales los cadáveres deben ser inhumados, sea en la iglesia, sea en un lugar más prestigioso de la iglesia. Además, es aberrante para los sagrados cánones que el obispo exija o reciba dinero por sepultar a alguien, sea adulto o niño, en cualquier iglesia diocesana o incluso en las de comunidades religiosas. La sagrada Congregación del Concilio, interviniendo contra el obispo vicentino, y la sagrada Congregación de los Obispos reunida en Gerona (Ad. 10, Fagnani., cap. In ordinando de simonia, n. 32 ss.), han expresado una clara condena a pesar de cualquier costumbre contraria, incluso antiquísima.

28. En la visita pastoral a la diócesis, evitaréis con poco esfuerzo cualquier sospecha de avaricia, y será evidente para todos que pedís no en vuestro interés, sino en el de Jesucristo, si os atenéis escrupulosamente a lo que recomendaron en la materia los Padres del Concilio de Trento: «Cuiden los obispos, en la visita, de no ser gravosos para nadie con gastos innecesarios; ni personalmente ni por medio de alguno de su séquito acepten nada: ni por haber de algún modo propiciado la visita, ni por las piadosas costumbres de los testamentos, excepto lo que por ley se deriva de los legados piadosos. No acepten, pues, ni dinero ni dones de cualquier tipo ni bajo ningún título, aunque existan costumbres, incluso antiquísimas, al respecto. Quedan excluidos únicamente los alimentos, que se suministrarán al obispo y a su séquito de manera frugal y únicamente durante el tiempo necesario para la visita, y no más allá. Queda a decisión de los visitados si prefieren entregar una suma de dinero predeterminada, como solían hacer anteriormente, o bien proporcionar las mencionadas vituallas» (Sess. 24, cap. 3, De ref.).

29. Sobre este decreto se emitieron diversas declaraciones y decisiones de la Sagrada Congregación del Concilio, algunas de las cuales conviene mencionar aquí. El primer tema que se discutió repetidamente fue si el obispo podía exigir las llamadas «provisiones» con ocasión de la visita a la catedral y al clero de la ciudad – u otro lugar – donde reside habitualmente. Cuando quedó claro que la «provisión» había sido instituida por el Concilio de Trento para la visita a la diócesis, y que no se hacía ninguna mención de la ciudad; además de que el mismo Concilio había impuesto la entrega de vituallas «solo por el tiempo necesario», y por tanto parecía innecesaria cuando el obispo visita lugares donde debe residir o donde pasa parte del año; la Sagrada Congregación estableció que los antiguos cánones de diferente parecer y cualquier costumbre contraria habían sido derogados por el decreto del citado Concilio de Trento. Por tanto, respondió de manera constante y negativa a la duda propuesta (en particular sobre la «provisión» en el caso de Castres del 17 de noviembre de 1685, en el de Alife del 18 de julio de 1705, en el de Policastro del 1 de junio de 1737 y, más recientemente, en el de Valencia del 30 de enero de 1768). La Congregación de los Obispos había sido del mismo parecer, como se desprende de la carta al Patriarca de Venecia fechada el 26 de mayo de 1592, a pesar de los usos y cualquier justificación contraria.

30. Además de lo sancionado en el decreto del Concilio de Trento mencionado (en relación con la materia tratada también en el cap. Si episcopus de off. Ordinarii, 6), se debe prestar especial atención para que ni el obispo ni nadie de su séquito, invocando la «provisión», acepte dinero o dones de cualquier naturaleza, aunque sean ofrecidos espontáneamente, con excepción únicamente de las vituallas o de la oferta correspondiente a ellas, si los visitados han preferido esta forma de contribución. No obstante, algunos consideraron que les era lícito recibir, además del dinero de las vituallas o las vituallas mismas, también carruajes tirados por caballos para sí y para su séquito, e incluso algo más, bajo alguna justificación no religiosa. Sin embargo, estos fueron siempre condenados por la Sagrada Congregación del Concilio y su comportamiento fue constantemente reprobado, por ser contrario tanto a los sagrados cánones como al Concilio de Trento. En la visita pastoral de San Marco, entre otros, se propusieron estas dos cuestiones: «V) Si el clero está obligado a pagar algo a los ministros y a otros representantes del obispo en visita; VI) Si el mismo clero está obligado a pagar al obispo en visita el carruaje tirado por caballos». El 7 de julio de 1708, la respuesta fue: «Se debía tener en cuenta los decretos ya publicados anteriormente y en particular, para la cuestión V, la sesión de Amalfi del 18 de julio de 1699 (lib. 3, Decr. 49, p. 252); para la VI, la sesión de los Abruzos de diciembre de 1784 (lib. 4, Decr. p. 10)». El sentido que deriva de la respuesta y que se deduce también de los demás decretos mencionados es claramente este: para la cuestión V, la obligación se refiere únicamente a las vituallas, conforme a la norma conciliar; para la cuestión VI, la respuesta es negativa.

Se volvió a tratar el tema en otro caso de San Marcos el 16 de enero de 1723, en la III cuestión: «Si la mencionada “provisión” habitual debe pagarse en su totalidad, en la cantidad acostumbrada de dinero, según los usos de cada lugar que se visita, cuando al obispo y a su séquito se les ofrecen también tres comidas, los carruajes, el alojamiento y todo lo demás necesario, según la invocada, antiquísima costumbre». La IV cuestión planteaba: «Si al obispo y a su séquito deben asegurárseles los alimentos y todo lo necesario durante todo el tiempo de la visita». A la III cuestión, la Sagrada Congregación respondió que «dependía de aquellos que recibían la visita pagar la “provisión” en especie o en dinero, excluyendo en cualquier caso las tres comidas en el caso de haberse elegido el dinero; en cuanto a los carruajes con caballos, se hiciera referencia al decreto del 7 de julio de 1708, en sancti Marci ad VI». Para la IV cuestión valía lo respondido en la tercera. De igual manera, respecto a la “provisión” de Policastro, cuando se presentó la II duda «si el mencionado obispo puede exigir del mismo arcipreste y de los clérigos, además de la “provisión” de 15 ducados pagados en moneda, también los víveres y los carruajes para él y su séquito, en el caso de que, etc.», el día 1 de junio de 1737 llegó la respuesta a la II duda: «Negativa».

31. También se discutió si el obispo y sus oficiales podían pretender y exigir algún emolumento cuando, durante la visita pastoral, convalidaban testamentos para causas pías y legados píos, y cuidaban de iniciar su ejecución. En esta materia, la Sagrada Congregación del Concilio deliberó en la sesión de Mallorca del 7 de agosto de 1638, afirmando que el obispo y sus oficiales no pueden recibir pagos por los decretos emitidos durante la visita, ni siquiera por las deliberaciones de ejecución de los legados píos, aunque existan al respecto costumbres antiquísimas. Una cuestión no muy diferente surgió en 1645 entre el obispo de Vicenza por una parte y los jurados del rey de la ciudad de Minorissa Pratorum por otra. Sometido el asunto a la misma Sagrada Congregación, la respuesta llegó bajo la fecha del 18 de marzo del mismo 1645 y tuvo el siguiente tenor: «La Sagrada Congregación ha establecido que el obispo en visita y sus encargados no pueden recibir nada por los decretos o por las deliberaciones de ejecución de los testamentos o de los legados, sino que deben realizar todo de manera gratuita, a pesar de cualquier costumbre previa, incluso antiquísima. Fuera de la visita, el obispo y sus encargados pueden recibir dinero por decretos de este tipo y por las deliberaciones, pero solo lo que se pagaría – sin derroches – al notario por la redacción y el esfuerzo, quedando esto a la conciencia del obispo, a pesar de cualquier costumbre, también antiquísima». Esto fue deliberado también en Elnen el 28 de marzo de 1648, en la VIII cuestión.

A esto no será superfluo añadir lo que leemos que fue sabiamente establecido en el concilio provincial de Milán V: «El notario o el canciller no exija nada durante la visita pastoral a aquellos que son visitados, ni acepte regalos de ningún tipo, ni siquiera los más pequeños, ofrecidos de cualquier manera; nada tampoco por la emisión de los decretos y las disposiciones realizadas durante la visita, por la escritura o por la reproducción de las copias, ni de individuos, ni de iglesias, ni de sacerdotes, ni de otros que reciben la visita, como dispone el edicto de visita. Se permite, sin embargo, que se pague (según el arancel vigente o por fijarse en el tribunal eclesiástico) por el trabajo y esfuerzo dedicados a transcribir las copias que – en un tiempo posterior – alguien interesado haya solicitado».

32. Estas normas deben ser respetadas también en la revisión de los libros que contienen los legados piadosos y su cumplimiento, así como en la rendición de cuentas de las administraciones eclesiásticas, de las cofradías, de los montes de piedad y de las demás instituciones piadosas, para cuyo desarrollo tanto el obispo como sus representantes deben comprometerse gratuitamente, como se desprende de lo dicho anteriormente y como declaró la Sagrada Congregación en el concilio de Vicenza del 27 de junio de 1637, afirmando: «Ni al obispo ni a sus representantes les es lícito aceptar cosa alguna por la administración de las obras piadosas o por la ejecución de los testamentos y voluntades piadosas, sino que todo debe realizarse gratuitamente, sin importar cualquier costumbre, incluso contraria». El 20 de septiembre de 1710, durante la cofradía de Lanciano, en la décima duda, en la que se preguntaba «Si el arzobispo debe valerse, para la elaboración de los presupuestos, de síndicos o bien de personas expertas elegidas por los cofrades, o puede recurrir a quienes le parezca mejor», la Sagrada Congregación respondió «negativamente» a la primera cuestión y «afirmativamente» a la segunda, pero gratuitamente (tomo 6, Thes. resolut., p. 164). Aunque el obispo debe esforzarse para que la revisión de los libros se realice gratuitamente y el informe sea elaborado por su notario o por un ecónomo de la casa o por cualquier otra persona a su servicio; sin embargo, puede ocurrir a veces que por motivos graves y urgentes sea oportuno designar con retribución a un externo que no tenga obligación alguna. Siempre que esto suceda, el obispo establecerá según su juicio y conciencia la remuneración adecuada para el revisor, proporcionada al puro y simple esfuerzo, como lo sancionó la Sagrada Congregación en Veroli el 30 de enero de 1682 (lib. 35, Decret. f. 283), en Benevento el 7 de junio de 1683 y en Pesaro el 11 de diciembre del mismo año.

33. Frente a estas afirmaciones de la Sagrada Congregación, sólidamente basadas en los sagrados cánones y en los decretos del Concilio de Trento, no pueden ser aceptadas en absoluto ciertas costumbres, que más bien parecen corrupción, en virtud de las cuales algunos obispos y sus representantes, mientras realizan las visitas sagradas, reciben algún pago por el examen de ciertos testamentos, o por el informe contable que exigen a los administradores de iglesias o lugares piadosos; o bien se aprovechan durante todo el tiempo de la visita de una carroza con caballos o de algún banquete; o intentan obtener los cirios o las velas colocadas en el altar principal del templo o incluso en otros altares. Todas estas costumbres, y otras similares que subsistan, contrarias a las mencionadas sanciones, deben ser absolutamente abolidas: ¡lo disponemos y lo ordenamos!

34. Aunque, en base a la mencionada decisión de la Sagrada Congregación, adoptada en Vicenza el 18 de marzo de 1645, el obispo o su representante, tanto durante la visita como fuera de ella, no puede aceptar nada por los decretos o deliberaciones de ejecución testamentaria de legados, sino que debe desempeñar cada encargo gratuitamente, sin embargo, durante las visitas sagradas puede aceptar la parte correspondiente de los legados piadosos, de las ofrendas y de las demás donaciones hechas a la iglesia con ocasión de los funerales; esta parte se denomina popularmente «quarta canónica», como respondió la misma Sagrada Congregación en las reuniones de Urgel del 25 de enero de 1676 y del 14 de febrero de 1693 a la octava duda. Los obispos obtienen este derecho de los sagrados cánones (cap. Officii 14, y Requisiti 5 de testamentis), que el Concilio de Trento quiso mantener en vigor, como demuestra el hecho de que prohibió severamente a los obispos aceptar nada por la visita, ni siquiera en función de los usos piadosos de los testamentos, «excepto lo que por derecho es debido por los legados piadosos» (cit. sess. 24, cap. 3 De ref.). Obviamente, los obispos deben moderarse al exigir esta parte, es decir, la «quarta canónica», y observar los límites fijados por los mismos sagrados cánones en el capítulo final De testamentis, donde se lee: «La parte canónica no debe ser deducida de aquellas ofrendas hechas a la iglesia, o a otras estructuras eclesiásticas, para ornamentos, para el edificio, para las luminarias, o con ocasión de un aniversario, de un séptimo día, de un vigésimo o de un trigésimo, o en otras formas para la prosecución del culto divino». Ideas análogas se encuentran en el capítulo Ex parte de verb. signif. Además, no debe realizarse ninguna deducción de los legados destinados al matrimonio de las jóvenes – como lo dispuso la Sagrada Congregación de los Obispos en la reunión de Nocera dei Pagani el 14 de septiembre de 1592 – ni de aquellos destinados a la celebración de misas (como estableció la Sagrada Congregación del Concilio en otra sesión en Nocera dei Pagani, con el decreto Quartae canonicae, del 13 de enero de 1714, lib. 64), aunque desde tiempos inmemoriales se haya entregado al obispo la cuarta parte de todos los legados piadosos.

35. En cuanto a los monasterios de las monjas o las casas religiosas en las que las mujeres viven como monjas, solitarias y apartadas de los compromisos del mundo, se ha reiterado a menudo en las Constituciones Apostólicas y en la Sagrada Congregación de los Obispos y Regulares (con el parecer favorable y la autoritaria aprobación de los sumos Pontífices) que ni los obispos, ni otros prelados o sus vicarios generales, delegados especiales, representantes, ministros, consanguíneos o empleados pueden en absoluto exigir o aceptar emolumentos en dinero o en otra forma por la admisión de las jóvenes al hábito monástico; por la aprobación del depósito de la dote; por la verificación de la voluntad y la disposición de ánimo para asumir el compromiso de la vida regular; por la pronunciación de la profesión; por el acceso de las jóvenes al beneficio de la educación; por la renuncia antes de la admisión a la profesión; por la elección de la abadesa u otra superiora; por la autorización para permitir el ingreso en el monasterio del médico, el cirujano u otros operadores; por la facultad de hablar con las monjas u otras personas que viven dentro de los claustros del monasterio; por la delegación de confesores, capellanes, procuradores, administradores de los bienes temporales y otros ministros, y en general por cualquier acto necesario al régimen monástico.

36. De esta regla general hacen excepción únicamente los víveres, que pueden ser ofrecidos al obispo o a otro prelado con ocasión de algunos de los actos mencionados, siempre que sea la única entrada o donativo y no exceda lo que pueda ser suficiente para un tiempo de tres días. El canciller, por el documento de las renuncias y por el acto de depósito de la dote, recibirá un honorario adecuado al trabajo y, en cualquier caso, no superior a diez julios.

37. Además de estas, en muchas otras situaciones que pertenecen al ejercicio de la potestad espiritual (de la cual debe estar absolutamente ausente toda retribución humana) y que competen al obispo (para cuyo sostenimiento y gestión están destinados los ingresos de la mensa), no se permite a los obispos aceptar ningún otro emolumento, directo o indirecto, bajo ningún título y con cualquier justificación, ni siquiera si es donado espontáneamente; de manera similar, esto no está permitido a sus vicarios, ni a ningún representante o empleado. Aquí enumeramos, Venerables Hermanos, las principales disposiciones, tomadas de los sagrados cánones, de las Constituciones Apostólicas y de los decretos de las Sagradas Congregaciones, de las cuales la mención es más frecuente y conocida entre los doctores.

38. Por las llamadas letras patentes, es decir, por el permiso para predicar en Cuaresma y Adviento, o en otro tiempo y lugar (Conc. Trid., sess. 5, cap. 2 De reform.). Por la licencia para dedicarse a trabajos serviles, por motivos graves, en días festivos (Urbano VIII, Constit. Universa y numerosas Sagradas Congregaciones del Concilio y de los Obispos, apud Ferrar., verb. festa, n. 31 y siguientes), incluso si el dinero derivado de la autorización se destinara a fines piadosos. Por la rendición de cuentas de la administración de iglesias y lugares piadosos y por la revisión de los libros de dicha administración, ya sea que la realice el obispo o algún delegado general o especial designado por el obispo, con la excepción ya indicada anteriormente. Por el reconocimiento, aprobación y promulgación de las reliquias, las indulgencias y los altares privilegiados. Por la autorización para pedir limosnas y otras cosas, incluso si se concede a extranjeros. Por el nombramiento de los custodios de las iglesias, los llamados ermitaños. Por la carta testimonial de pobreza o de algún otro requisito. Sin embargo, el canciller podrá percibir un total de diez óbolos. Por la carta en la que se certifica que uno no ha recibido ninguna orden, ni siquiera la tonsura clerical. Al canciller, sin embargo, se le podrán entregar, como máximo, diez óbolos. Por el acto de renuncia al estado clerical y por su admisión, o también por la carta o certificación de dicha renuncia. Por esta carta, no obstante, el canciller podrá exigir diez óbolos. Por la consulta de los libros parroquiales ya transferidos al archivo episcopal: libros en los cuales se registran los bautizados, confirmados, casados y difuntos. Por cada consulta solicitada, el canciller podrá recibir, como máximo, veinte óbolos, y otros tantos por la autenticación del dato solicitado, a menos que la dignidad de la persona solicitante o el uso de la carta testimonial más allá de los límites de la diócesis o del reino permitan un honorario mayor.

En el caso de que la certificación solicitada no figure en los libros parroquiales y sea necesario obtenerla mediante el testimonio de testigos, además de la remuneración establecida por la audiencia de los testigos y la redacción del acta, al canciller le será permitido recibir otros quince óbolos por la publicación de la carta testimonial; al vicario general se le pagarán treinta óbolos por los decretos con los que haya ordenado la recopilación de información y – después de haberla recibido y verificado personalmente – haya dispuesto la expedición de la carta testimonial.

Por la autorización para abandonar la iglesia o el beneficio (Conc. Trid. sess. 23, cap. 1 De ref.). Asimismo, por las cartas de recomendación entregadas a sacerdotes, clérigos y a quienes se dirigen a otras diócesis.

Por las cartas admonitivas de excomunión que revelen secretos, autorizadas por la curia episcopal y por el Ordinario, o cuando se trate de publicar cartas admonitivas apostólicas. El canciller recibirá diez óbolos por la redacción. El mismo canciller será gratificado con una compensación adicional por parte del obispo, quien también fijará su importe, para completar la transcripción de las noticias reveladas, previo decreto del vicario.

Por la transcripción de una amonestación, de una sentencia o de la declaración de censuras en las que haya incurrido alguien por haber agredido a eclesiásticos o por cualquier otra causa, incluso en el caso de sentencia absolutoria y de la misma absolución de las censuras (cap. Ad aures de simonia). El canciller podrá recibir como máximo veinte óbolos por la redacción, siempre que no se trate de cartas provenientes de la sagrada Penitenciaría Apostólica; en lo que respecta a las cartas sobre la mencionada absolución, el canciller no podrá recibir compensación alguna. Se otorgarán también veinte óbolos al canciller por las notificaciones de censura – los llamados «cedolones» – y por su fijación según la costumbre. Norma similar se aplicará a la liberación de un juramento, con la advertencia de que si se concede en la curia eclesiástica, el canciller podrá recibir sólo veinte óbolos por la certificación; si se concede fuera de la curia, por la carta de delegación al mismo canciller se pagarán otros tantos óbolos.

Por la autorización para celebrar pontificales.

Para dar curso a las cartas apostólicas que imparten bendiciones o absoluciones; para las cartas con las que la misma facultad se otorga a párrocos u otros, con la inclusión de dichas cartas apostólicas, al canciller le serán pagados, en total, sólo treinta óbolos.

Por la ejecución de las cartas apostólicas relativas a la autorización obtenida en la Sagrada Congregación para enajenar o permutar los bienes de las iglesias y lugares religiosos, o para imponer censos, el canciller recibirá una compensación proporcional al esfuerzo realizado para completar la tramitación y la documentación. En cualquier caso, no superará los diez julios. Si la Santa Sede ha encargado al Ordinario verificar la veracidad de lo expuesto en la súplica, entonces al canciller le corresponderán diez óbolos por cada testigo examinado. Teniendo en cuenta la magnitud del trabajo, también se le podrá asignar una cierta compensación, según el juicio y la conciencia del obispo, por los edictos, cada vez que sean prescritos; por el examen de testigos destinado a verificar la utilidad de la enajenación; y por todas las demás diligencias que, como de costumbre, deben llevarse a cabo en esta materia.

Por el decreto de enajenación que, en base al cap. Terrulas 12, q. 2, es emitido únicamente por la autoridad ordinaria.

39. Finalmente, las multas o las penas pecuniarias – cuando resulten necesarias por la naturaleza del delito o las características de quien lo comete – deberán destinarse a fines piadosos y a la ejecución de la justicia, de modo que nada revierta en beneficio personal del obispo, de sus vicarios o de cualquiera de sus representantes, ni directa ni indirectamente. Para eliminar cualquier duda o sospecha de una aplicación incorrecta de las multas, será mejor – y por ello lo consideramos necesario – que en las mismas sentencias se designen las instituciones religiosas o las iglesias a las que deben destinarse dichas penas pecuniarias, teniendo siempre en cuenta aquellas que tengan mayor necesidad y también el domicilio de quienes cometieron el delito.

40. Deberíamos añadir en este punto algunas notas sobre el foro contencioso, para que la disciplina eclesiástica, también en este aspecto, recupere su dignidad y esplendor originales. Sin embargo, será conveniente deliberar sobre esto después de un juicio más profundo y una vez obtenida información completa sobre las costumbres en uso en dichas diócesis. Existe un principio, por ahora, sobre el cual no podemos guardar silencio y que queremos transmitiros e inculcaros con fuerza: que los eclesiásticos encargados de emitir sentencias en causas espirituales desempeñen su tarea santamente, piadosamente y religiosamente, de modo que en ellos no aparezca nada que pueda oscurecer, ni con la más mínima sombra, el candor de la pureza eclesiástica. De ello se derivará, en primer lugar, que los jueces eclesiásticos de vuestras diócesis no exigirán ni aceptarán ningún pago ni por los actos ni por las sentencias pronunciadas en causas espirituales; especialmente en aquellas que conciernen a la religión (como las contra sospechosos de herejía y culpables de superstición) o a los esponsales, los matrimonios, las censuras, etc. Por esta razón, «Recordad» (son palabras de Inocencio III a los prelados y sacerdotes de Lombardía, en el capítulo Cum ab omni, sobre las costumbres y la honestidad de los religiosos) «que los ingresos eclesiásticos están destinados a favor vuestro y de los demás clérigos, para que con ellos viváis honestamente y no os sea necesario tender la mano hacia un lucro deshonesto ni bajar la mirada hacia compromisos indebidos. Ya que vuestras obras deben ser un ejemplo luminoso para los laicos, no os está permitido aprovechar la ocasión para hacer un comercio vergonzoso del derecho, como hacen los civiles. Por lo tanto, ordenamos y disponemos que – absteniéndoos en el futuro de exacciones de este tipo – busquéis cómo transmitir gratuitamente a los litigantes la fuerza de la decisión judicial, a pesar de lo que algunos proponen fraudulentamente, según los cuales la misma cantidad se exige a favor de los asistentes, ya que al juez no le es lícito comerciar un juicio justo, y las sentencias a cambio de pago están prohibidas incluso por las leyes civiles».

41. Estos son, Venerables Hermanos, los objetivos que hemos considerado justo someter a vuestra atención, en favor de la causa apostólica, a la que estamos dedicados y por los deberes que hemos asumido. Si, como es justo y como esperamos en Dios, los llevaréis a cabo, todo ello redundará en el esplendor de la disciplina eclesiástica, en la tranquilidad de vuestras conciencias y, sobre todo, en el bienestar del rebaño que os ha sido confiado.

Consideramos que estos deberes no os resultarán ni onerosos ni molestos, aunque vemos que con estas normas desaparecerá una parte de vuestros habituales emolumentos. Sin embargo, cualquier sospecha de este tipo hacia vosotros nos está vedada por vuestra atenta devoción, vuestra bien conocida religiosidad y vuestro empeño en mantener la disciplina eclesiástica, sobre cuya base seguramente juzgaréis como un daño para Cristo aquello que hasta ahora representaba para vosotros una ventaja económica. Identificaréis como auténtico motivo de ganancia exclusivamente el hecho de que en vuestras diócesis crezca cada vez más la adoración a Dios óptimo y máximo, y que los pueblos confiados a vuestra fe y a vuestra religión se nutran más fácilmente y más felizmente de vuestra palabra y vuestro ejemplo.

Además, hemos sido plenamente informados por aquellos que conocen bien los asuntos eclesiásticos de esta isla, y en particular en nombre del rey, de que constituyen un beneficio para vosotros aquellos que, reservándose pequeños compensos (que no os será permitido exigir en adelante), cuidan el decoro y la dignidad del obispo y proveen a las necesidades de las iglesias. Para no esperar recibir ninguna ayuda de aquellos en quienes os habéis apoyado hasta ahora, por antiquísima costumbre, convendrá que recordéis la famosa frase de Alejandro III (cap. Cum in ecclesia, de simonia), con la cual aquel sumo Pontífice reprendía a quienes permanecían inadecuadamente atados a sus costumbres: «Muchos creen que esto les está permitido porque piensan que la ley de la muerte se ha reforzado por la larga costumbre, sin reflexionar lo suficiente – cegados como están por la codicia – que cuanto más graves son los pecados, tanto más tiempo quedarán encadenadas sus almas».

Por tanto, rechazamos y condenamos estas costumbres, aunque sean antiquísimas e incluso inmemoriales; aunque estén corroboradas y confirmadas por constituciones sinodales o por cualquier otra autoridad, incluso apostólica. Declaramos, establecemos y ordenamos que deben ser consideradas como abusos y fuente de corrupción. Animados por el celo por vuestras iglesias, como esta carta demuestra ampliamente, mantenemos en Nosotros la firme esperanza de que no escatimaréis esfuerzo, diligencia y atención.

Entretanto, como prenda de Nuestro amor paterno hacia vosotros y de Nuestra benevolencia, os impartimos la Bendición Apostólica.

Dado en Roma, en Santa María la Mayor, el 21 de septiembre de 1769, en el primer año de Nuestro Pontificado.

CLEMENTE XIV