DOMINUS AC REDEMPTOR


CARTA BREVE

DEL SUMO PONTÍFICE

CLEMENTE XIV

A perpetua memoria.

1. Jesucristo, Nuestro Señor y Redentor, anunciado por el Profeta como el Príncipe de la paz, siendo así proclamado en esta tierra por los Ángeles a los pastores, Él mismo la recomendó una y otra vez a sus discípulos antes de subir al cielo, después de haber reconciliado todas las cosas con Dios Padre, pacificando con su Sangre en la Cruz todo lo que está en la tierra y en el cielo. A los Apóstoles confió el ministerio de la reconciliación y les dio el poder de la palabra para difundirla, de modo que, convertidos en embajadores de Cristo, quien no es Dios de discordia, sino de amor y de paz, la anunciaran a toda la tierra y emplearan todos sus pensamientos y esfuerzos principalmente en esto: que todos los renacidos en Cristo conservaran la unidad del espíritu en el vínculo de la paz, considerándose como un solo cuerpo y un solo espíritu, como aquellos llamados a una misma esperanza de vocación, a la cual de ninguna manera se llega, como dijo San Gregorio Magno, si no se camina hacia ella junto con nuestro prójimo.

2. Esta palabra de la reconciliación y el relativo ministerio, que Nos ha sido confiado de manera particular cuando fuimos elevados, sin mérito alguno por parte Nuestra, a esta sede de Pedro, lo hemos recordado; día y noche los hemos tenido ante los ojos, y profundamente impresos en el corazón, procuramos, según Nuestras fuerzas, cumplirlos, implorando continuamente la ayuda de Dios para que se digne infundir en Nosotros y en todo su rebaño pensamientos y consejos de paz, y abrirnos un camino seguro y no falaz para alcanzarlos. Es más, conscientes de que por decreto divino hemos sido establecidos sobre las naciones y sobre los reinos, para que en el cultivo de la viña de Sabaoth y en la conservación del edificio de la Religión Cristiana, de la cual Cristo es la piedra angular, Nosotros arranquemos, destruyamos, dispersemos, disipemos, edifiquemos y plantemos; al reconocer que nada debía omitirse por Nuestra parte para la quietud y la tranquilidad de la República Cristiana, siempre que en alguna medida fuese adecuado para plantar y edificar, así estuvimos siempre prontos con el ánimo y la voluntad, y también dispuestos, según lo requiere el vínculo de la caridad mutua, a arrancar y a destruir incluso aquello que Nos pudiera ser más grato y placentero, y del cual no pudiéramos prescindir sin una grandísima molestia y vivísimo dolor del alma Nuestra.

3. No cabe duda de que, entre las cosas que más contribuyen al bien y a la felicidad de la Iglesia católica, ocupan casi el primer lugar las Órdenes religiosas, de las cuales en todo tiempo ha recibido ella singular ornamento, defensa y beneficio. Por esta razón, esta Sede Apostólica no solo las aprobó y acogió bajo las alas de su propia protección, sino que también las enriqueció con numerosos beneficios, exenciones, privilegios y facultades, para que estuvieran siempre más animadas y encendidas en el cultivo de la piedad y la Religión, en la formación adecuada de las costumbres de los pueblos mediante la instrucción y el ejemplo, y en la conservación y consolidación entre los fieles de la unidad de la Fe. Pero si ha sucedido que de alguna de estas Órdenes el pueblo cristiano ya no recogiera aquella abundancia de frutos y bienes que prometían en su inicio, o si parecieran más inclinadas a provocar el daño y la discordia de los pueblos que a procurar la paz y la felicidad, esta misma Sede Apostólica, que para su constitución había intervenido con su propia autoridad, no ha dudado en gobernarlas con nuevas leyes, en devolverlas a la disciplina antigua o, en última instancia, en arrancarlas y disolverlas por completo.

4. Por esta razón, Inocencio III, Nuestro predecesor, al considerar que la excesiva variedad de Órdenes regulares causaba mucha confusión en la Iglesia de Dios, en el Concilio general Lateranense IV prohibió solemnemente que nadie, a partir de entonces, pudiera dar vida a alguna nueva Orden; sino que cualquiera que se sintiera llamado al estado religioso debía pedir ser admitido en una de las ya aprobadas. Decretó además que quien deseara fundar nuevas casas religiosas eligiera la regla y la institución entre las ya aprobadas. Por lo tanto, no se permitió más la creación de una nueva Orden sin la licencia especial del Romano Pontífice; y esto con razón, porque, al instituirse nuevas Congregaciones por el celo de una mayor perfección, es conveniente que esta Santa Sede Apostólica examine primero diligentemente y pondere el modo de vida que alguien propone, para que, bajo la apariencia de un bien mayor y de una vida más santa, no se introduzcan en la Iglesia de Dios mayores escándalos y vergüenzas, y quizás incluso daños.

5. Sin embargo, a pesar del sabio decreto de Inocencio III, Nuestro predecesor, en los tiempos siguientes no solo la insistencia de los postulantes arrancó a la Sede Apostólica la aprobación de alguna Orden regular, sino que también la temeraria arrogancia de algunos fue inventando una casi desmedida multitud de Órdenes diversas, especialmente mendicantes, aún no aprobadas. Al conocerse tal situación, intervino con rápido remedio Gregorio X, también Nuestro predecesor: renovó la Constitución del mencionado Inocencio III en el Concilio general de Lyon, prohibiendo con penas más rigurosas que en adelante se inventaran nuevas reglas y nuevos hábitos religiosos. Suprimió las Órdenes mendicantes surgidas después del Concilio Lateranense IV y que no habían merecido la aprobación de la Sede Apostólica; permitió las aprobadas, con la condición de que los profesos pudieran, si lo deseaban, permanecer en ellas, pero con la restricción de que desde entonces no admitieran a otros a la profesión, ni adquirieran nuevas casas o lugares de ninguna índole, ni pudieran enajenar las casas o lugares que poseían sin licencia especial de la Santa Sede.

Y para que quede claro: reservó todos esos bienes a disposición de la Sede Apostólica, para socorrer los lugares de Tierra Santa o a los pobres, o para emplearlos en otros usos piadosos a través de los Ordinarios de los lugares o de aquellos a quienes la misma Sede hubiera dado la comisión. Prohibió absolutamente a los individuos de dichas Órdenes el ejercicio de la predicación y de la confesión respecto a los extraños a su propia Orden, así como el derecho a sepultarlos. Pero en esta Constitución no quiso incluir a las Órdenes de los Predicadores y de los Menores, a quienes el evidente beneficio que la Iglesia universal recibe de ellos les mereció la aprobación. Quiso además que continuaran existiendo las Órdenes de los Ermitaños de San Agustín y de los Carmelitas, dado que su institución precedía al Concilio general Lateranense. Finalmente, a las personas particulares de aquellas Órdenes a las que estaba dirigida aquella Constitución, les concedió licencia general para pasar a otras Órdenes ya aprobadas; pero con la condición de que ninguna Orden o convento transfiriera íntegramente a otro sus miembros y bienes, sin permiso particular de la Sede Apostólica.

6. La misma dirección, según las circunstancias de los tiempos, siguieron otros Sumos Pontífices, Nuestros predecesores, cuyos decretos sería demasiado extenso mencionar aquí. Entre otros, Clemente V, Nuestro predecesor, con su Carta sub plumbo, del 3 de mayo del año de la Encarnación del Señor 1312, suprimió y extinguió, debido al desprecio universal en el que había caído, la Orden militar de los Templarios, aunque legítimamente aprobada y tan meritoria para la República Cristiana, a la cual la Sede Apostólica había colmado de insignes beneficios, privilegios, facultades, exenciones y licencias. Y esto, a pesar de que el Concilio general de Vienne, al que se había encomendado su examen, había considerado oportuno no pronunciar en este asunto una sentencia formal y definitiva.

7. San Pío V, Nuestro predecesor, cuya insigne santidad honra y venera devotamente la Iglesia católica, extinguió y abolió la Orden regular de los frailes Humillados (anterior al Concilio Lateranense y aprobada por Inocencio III, Honorio III, Gregorio IX y Nicolás V, Romanos Pontífices de feliz memoria y Nuestros predecesores), porque dicha Orden mostraba, con su desobediencia a los decretos apostólicos y con sus discordias domésticas y externas, que en adelante no se podía esperar de ella ejemplos de virtud; además, algunos miembros de dicha Orden habían atentado criminalmente contra la vida de San Carlos Borromeo, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, protector y visitador apostólico de su Orden.

8. Urbano VIII, de feliz memoria, Nuestro predecesor, con su Carta en forma de Breve del 6 de febrero de 1626, suprimió en perpetuidad y extinguió la Congregación de los frailes Conventuales Reformados, solemnemente aprobada por Sixto V, Nuestro predecesor, y dotada de muchos beneficios y favores, porque, precisamente, de dichos frailes la Iglesia de Dios no había recibido buenos frutos espirituales, sino que, por el contrario, habían surgido muchísimas disputas entre ellos y los no Reformados. Quiso que las casas, conventos, lugares, muebles, bienes, cosas, acciones y derechos pertenecientes a dicha Congregación pasaran a ser asignados a la Orden de los frailes Menores de San Francisco Conventuales, exceptuadas la Casa de Nápoles y la Casa de San Antonio de Padua en Roma, que incorporó a la Cámara Apostólica y reservó para su propia disposición y la de sus sucesores. Finalmente, permitió a los frailes de la mencionada Congregación suprimida pasar a la de los frailes de San Francisco Capuchinos o a la de los Observantes.

9. El mismo Urbano VIII, con otra Carta en forma de Breve, el 2 de diciembre de 1643, suprimió en perpetuidad, extinguió y abolió la Orden regular de los Santos Ambrosio y Bernabé en el Bosco, sometiendo a los Regulares de dicha Orden a la jurisdicción y al gobierno de los Ordinarios de los lugares, y concediéndoles la posibilidad de pasar a otras Órdenes regulares aprobadas por la Sede Apostólica. Inocencio X confirmó luego solemnemente dicha supresión con una Carta sub plumbo el 1 de abril del año 1645; incluso redujo y declaró seculares los beneficios, casas y monasterios de la mencionada Orden, que anteriormente eran regulares.

10. Inocencio X, Nuestro predecesor, con una Carta en forma de Breve del 16 de marzo de 1645, teniendo en cuenta las graves turbulencias surgidas entre los regulares de la Orden de los Pobres de la Madre de Dios de las Escuelas Pías, a pesar de que dicha Orden había sido solemnemente aprobada después de un maduro examen por Nuestro predecesor Gregorio XV, redujo aquella Orden regular a una simple Congregación sin la emisión de voto alguno, conforme al Instituto de la Congregación de los Sacerdotes Seculares del Oratorio de San Felipe Neri, establecidos en Roma en la Iglesia de Santa María en Vallicella. A los regulares de dicha Orden, así reducida, les concedió el derecho de pasar a cualquier otra Religión aprobada; les prohibió la admisión de novicios y la profesión de los ya admitidos; finalmente, transfirió a los Ordinarios de los lugares el poder y la jurisdicción que antes residía en el ministro general, los visitadores y los superiores de cualquier rango. Todas estas disposiciones permanecieron en vigor por algunos años, hasta que esta Sede Apostólica, reconociendo la utilidad del mencionado Instituto, lo restauró a su forma previa con votos solemnes y lo declaró Orden regular perfecta.

11. Con otra Carta en forma de Breve del 29 de octubre de 1650, el mismo Inocencio X, también debido a las discordias y disensiones surgidas, suprimió completamente la Orden de San Basilio de los Armenios, sometiendo a sus regulares, obligados a vestir el hábito de los clérigos seculares, a la jurisdicción y obediencia de los Ordinarios de los lugares, asignándoles un sustento adecuado proveniente de las rentas de los conventos suprimidos y otorgándoles la facultad de pasar a cualquier Congregación entre las aprobadas.

12. De manera similar, Inocencio X, con otra Carta en forma de Breve del 22 de junio de 1651, considerando que de la Congregación regular de los Sacerdotes del Buen Jesús la Iglesia no podía esperar ningún fruto espiritual, extinguió en perpetuidad dicha Congregación, sometió a sus regulares a la jurisdicción de los Ordinarios de los lugares, otorgándoles un sustento adecuado proveniente de las rentas de la Congregación suprimida y permitiéndoles pasar a cualquier otro Orden regular aprobado, reservándose para sí la decisión de destinar los bienes de dicha Congregación a otros usos piadosos.

13. Por último, el papa Clemente IX, de feliz memoria y Nuestro predecesor, al considerar que tres Órdenes regulares, es decir, los Canónigos Regulares de San Gregorio en Alga, los Jerónimos de Fiesole y los Gesuatos instituidos por San Juan Colombino, no aportaban ningún beneficio o ventaja al pueblo cristiano, ni se podía esperar que lo harían en el futuro, decidió suprimirlos y extinguirlos, como lo hizo con una Carta en forma de Breve el 6 de diciembre de 1668. En cuanto a sus bienes y rentas, bastante considerables, quiso, a petición de la República de Venecia, que se emplearan en los gastos necesarios para sostener la guerra de Candia contra los turcos.

14. Y quede dicho: Nuestros predecesores, al resolver y llevar a término tales asuntos, eligieron sabiamente el camino que consideraron más adecuado para superar las agitaciones de los ánimos y sofocar cualquier disputa o espíritu de facción. Por ello, dejando de lado el molesto método que suele usarse en los procesos judiciales, y siguiendo únicamente las leyes de la prudencia, con aquella plenitud de potestad que, como Vicarios de Cristo en la Tierra y supremos moderadores de la República Cristiana, poseían ampliamente, trataron de resolver cada caso prohibiendo a las Órdenes regulares, destinadas a la supresión, cualquier facultad de alegar sus razones, de refutar las acusaciones gravísimas o de disipar los motivos por los cuales se habían tomado tales decisiones.

15. Teniendo, pues, ante los ojos estos y otros ejemplos de grandísimo peso y autoridad, y ardiendo en el deseo de proceder con seguridad y constancia de ánimo a la deliberación que diremos a continuación, no hemos omitido diligencia ni examen alguno para conocer con claridad lo que concierne al origen, progreso y estado actual de aquella Orden regular que comúnmente se llama la Compañía de Jesús. Hemos visto que fue instituida por su Santo Fundador para la salvación de las almas, la conversión de los herejes y, especialmente, de los infieles, y finalmente para el mayor progreso de la piedad y de la Religión. Para alcanzar más fácil y ventajosamente tan ansiado propósito, se consagró a Dios con un rigurosísimo voto de pobreza evangélica, tanto en común como en particular, exceptuando únicamente los colegios para los estudios y las letras, a los cuales se concedió la facultad de poseer, con la condición de que ninguna parte de sus rentas pudiera nunca emplearse ni aplicarse para comodidad o beneficio de la misma Sociedad.

16. Con tales y otras santísimas leyes fue aprobada en su inicio la misma Compañía de Jesús por el Pontífice Pablo III, de feliz memoria, Nuestro predecesor, con Carta sub plumbo, el 27 de octubre de 1540; y por el mismo se le concedió la facultad de elaborar leyes y estatutos con los cuales se procurara establemente el provecho, la salvación y el buen gobierno de la Compañía. Y aunque el mismo Pontífice Pablo III, al principio, había limitado la Sociedad al número de solo sesenta individuos, con otra Carta del 27 de marzo de 1543 otorgó facultad a sus superiores para aceptar cuantos miembros juzgaran oportunos y necesarios. Luego, en el año 1549, con Breve del 15 de noviembre, el mismo Pontífice Pablo III favoreció a la Sociedad con muchos y amplísimos privilegios; y entre estos quiso y ordenó que se extendiera, sin límite de número, a cualquier sujeto que el prepósito general juzgara idóneo, aquel indulto que el mismo Pontífice había concedido anteriormente a los prepósitos generales de dicha Sociedad, aunque restringido a la facultad de admitir solo a veinte sacerdotes coadjutores espirituales, a quienes había concedido las mismas facultades, gracias y autoridad que a los profesos. Además, eximió a la misma Sociedad y a todos sus miembros, tanto personas como bienes de cualquier clase, de la superioridad, jurisdicción y gobierno de cualquier Ordinario, poniéndolos bajo su protección y la de la Sede Apostólica.

17. Ni fue menor la liberalidad y munificencia de otros Nuestros predecesores hacia esta Sociedad. De hecho, es sabido que Julio III, Pablo IV, Pío IV y V, Gregorio XIII, Sixto V, Gregorio XIV, Clemente VIII, Pablo V, León XI, Gregorio XV, Urbano VIII y otros Romanos Pontífices de feliz memoria no solo confirmaron los privilegios concedidos a dicha Sociedad, sino que los ampliaron y los aseguraron mediante las más auténticas declaraciones. Sin embargo, del tenor y de las palabras de las mismas Constituciones apostólicas, resulta evidentemente que, casi desde su nacimiento, surgieron en el seno de la Compañía funestos gérmenes de celos y discordias, no solo entre los mismos miembros, sino también con los demás Órdenes regulares, con el clero secular, con las academias, universidades, escuelas públicas de letras, e incluso con los mismos príncipes en cuyos Estados había sido acogida. Estas discordias giraban, unas veces, en torno a la esencia y naturaleza de los votos, al tiempo de emitirlos, a la facultad de expulsar a los miembros de la Orden, de promoverlos a las órdenes sagradas sin título adecuado y sin los votos solemnes, en contra de los decretos del Concilio de Trento y de Pío V; otras veces, en torno a la potestad absoluta que el prepósito general se arrogaba, y a otras cuestiones relativas al buen gobierno de la Compañía; y otras más, respecto a varios puntos de doctrina, a las escuelas, a las exenciones y a los privilegios que los Ordinarios de los lugares y otras personas investidas de dignidad eclesiástica y secular afirmaban ser perjudiciales a su jurisdicción y derechos. ¡Y cuántas otras gravísimas acusaciones contra los miembros de la Compañía, nocivas para la paz y la tranquilidad de la República Cristiana!

18. De aquí surgieron contra esta Sociedad muchos recursos que, respaldados por la autoridad y los informes de algunos príncipes, fueron presentados a Nuestros predecesores Pablo IV, Pío V y Sixto V. Entre otros, el católico Rey de España Felipe II, de clara memoria, presentó a Sixto V no solo las gravísimas razones que movían su ánimo, sino también las quejas que los Inquisidores del Reino habían formulado ante él contra los desmesurados privilegios de la Sociedad y la forma de su gobierno. Confirmó los puntos de las acusaciones con las alegaciones de algunos miembros de la Compañía, ejemplares por su doctrina y piedad, y trabajó diligentemente ante aquel Pontífice para que se ordenara y encomendara una visita apostólica a la Sociedad.

19. A las demandas y solicitudes del Rey Felipe accedió el Pontífice Sixto V, como si las considerara fundadas en sólidas razones; por lo tanto, eligió para el cargo de visitador apostólico a un obispo ilustre por su prudencia, virtud y doctrina, y designó una Congregación formada por algunos cardenales de la Santa Iglesia Romana, quienes se habrían ocupado diligentemente de ejecutar tal tarea. Pero Sixto V fue arrebatado por una muerte prematura y, con él, también murió su firme propósito; así, la iniciativa quedó sin seguimiento.

Luego Gregorio XIV, de feliz memoria, al ser elevado al supremo grado del apostolado, aprobó nuevamente y de la manera más amplia el Instituto de la Sociedad con su Carta sub plumbo del 28 de junio de 1591. Ratificó y confirmó los privilegios de toda clase conferidos a aquella Sociedad por sus predecesores, y en particular aquel que aseguraba a la Sociedad el derecho de expulsar y admitir a los miembros sin necesidad de un proceso judicial, es decir, sin juicio, sin actos formales, sin ningún procedimiento ni plazo, aunque este fuera necesario, atendiendo únicamente a la verdad del hecho, a la culpa o suficiencia de la causa, a las personas y a otras circunstancias. Sobre esto impuso un silencio absoluto y, bajo pena de excomunión mayor que se incurriría ipso facto, prohibió que nadie, directa o indirectamente, osara impugnar el Instituto, las constituciones o los decretos de la Sociedad, o intentara modificarlos de alguna manera. Sin embargo, dejó a todos el derecho de poder manifestar o proponer, tanto a través de legados como de nuncios de la Sede Apostólica, a él únicamente y a los Romanos Pontífices que reinasen después de él, todo aquello que se considerara digno de añadirse, moderarse o cambiarse.

20. Pero estas medidas no fueron suficientes para acallar los clamores y las quejas, pues, al contrario, surgieron en todas partes controversias encendidas sobre la misma doctrina de la Sociedad, acusada por muchos de ser contraria a la Fe ortodoxa y a las buenas costumbres. Las discordias internas y externas se intensificaron cada vez más, y las acusaciones contra la codiciosa avidez de las riquezas terrenales se hicieron más frecuentes. De esto surgieron no solo las turbulencias bien conocidas, que tanto afligieron y molestaron a la Sede Apostólica, sino también diversas determinaciones de los príncipes contra la Compañía, razón por la cual, al momento de solicitar al Pontífice Pablo V, de feliz memoria y Nuestro predecesor, una nueva confirmación del Instituto y de sus privilegios, la Sociedad se vio obligada a pedirle que se dignara ratificar y confirmar con su autoridad ciertos decretos formulados en la quinta Congregación general. Estos decretos, transcritos literalmente en su Breve del 4 de septiembre de 1606, claramente dicen que tanto las disputas internas y enemistades entre los miembros como las contestaciones y los recursos de personas externas contra la Sociedad habían obligado a los miembros reunidos en Congregación a redactar el siguiente Estatuto:

«Dado que nuestra Sociedad, llamada por el Señor Dios a la propagación de la Fe y a la conquista de las almas, y dado que, por medio de los propios oficios del Instituto, que son armas espirituales, puede, bajo el estandarte de la Cruz, alcanzar felizmente el fin que se ha propuesto, para el beneficio de la Iglesia y la edificación del prójimo; así, estas bondades se verían impedidas y expuestas a los más graves peligros si la Sociedad se interesara en aquellas cosas que son seculares y que pertenecen a los asuntos políticos y a la administración de los Estados. Por esta razón, ha sido sabiamente determinado por nuestros mayores que, militando para la gloria de Dios, no nos mezclemos más en otros asuntos ajenos a nuestra profesión.

Pero dado que en estos tiempos, particularmente peligrosos en muchos lugares y ante diversos príncipes (cuyo afecto y caridad el padre Ignacio, de santa memoria, nos recomendó conservar en beneficio del servicio divino), quizás por culpa, ambición o celo indiscreto de algunos, nuestra Orden está siendo criticada negativamente, y por otra parte es necesario el buen aroma de Cristo para fructificar, nuestra Congregación determina que debemos abstenernos de toda apariencia de mal y, en la medida de lo posible, debemos remediar las quejas, aunque provengan de falsos sospechosos. Por tanto, en virtud del presente Decreto, prohíbe a todos los nuestros, grave y severamente, que bajo ninguna circunstancia, aun si son llamados o requeridos, se involucren en asuntos públicos, ni que por cualquier súplica o persuasión se aparten del Instituto. Se recomienda a los padres definidores que, con toda diligencia, determinen y definan cuáles serían los remedios más eficaces para sanar este mal, si es que realmente existiera necesidad».

21. Nosotros, con grandísimo dolor en el alma, observamos que tanto los remedios mencionados anteriormente, como muchísimos otros aplicados posteriormente, habían producido casi ningún beneficio ni habían sido suficientes para remover y disipar tantas y tan graves turbulencias, acusaciones y quejas contra esta Sociedad. Inútilmente se habían esforzado Nuestros predecesores Urbano VIII, Clemente IX, X, XI y XII, Alejandro VII y VIII, Inocencio X, XI, XII y XIII, y Benedicto XIV, quienes con muchas saludables Constituciones trabajaron para devolver a la Iglesia la deseada tranquilidad, ya sea en relación con los asuntos seculares, prohibidos para siempre y aún en el contexto de las misiones sagradas, ya sea en relación con las gravísimas disputas y contiendas que la Compañía había suscitado aceradamente contra los Ordinarios de los lugares, las órdenes regulares, las instituciones piadosas y las comunidades de cualquier tipo en Europa, Asia y América, no sin grave perjuicio para las almas y escándalo de los pueblos. También en lo concerniente a la interpretación práctica de algunos ritos paganos comúnmente practicados en algunos lugares, que se apartaban de aquellos aprobados legalmente por la Iglesia universal; o en lo que respecta al uso y explicación de ciertas doctrinas manifiestamente inmorales y escandalosas, con justa razón proscritas por la Sede Apostólica; y finalmente en relación con otras cuestiones de gran importancia, sumamente necesarias para conservar intacta la pureza de los dogmas cristianos, a causa de las cuales, en esta nuestra era no menos que en la anterior, se derivaron frecuentes daños y perjuicios; es decir, alzamientos y tumultos en algunos Estados católicos y amargas persecuciones contra la Iglesia en varias provincias de Asia y Europa.

Grandísima fue, además, la aflicción causada por esta Sociedad a Nuestros predecesores, y entre ellos a Inocencio XI, de santa memoria, quien, forzado por la necesidad, llegó a prohibir a la Compañía la vestición de novicios; al Papa Inocencio XIII, que se vio obligado a amenazar nuevamente con la misma pena; y al Papa Benedicto XIV, de reciente memoria, quien decretó la visita de todas las casas y colegios existentes en el Reino de nuestro querido hijo en Cristo, el fidelísimo Rey de Portugal y del Algarve; sin que después derivaran consuelo para la Sede Apostólica, auxilio para la sociedad humana ni beneficio para la República Cristiana de la reciente Carta Apostólica del Papa Clemente XIII, de feliz memoria, nuestro inmediato predecesor, que, para usar una expresión de Gregorio X en el Concilio Ecuménico de Lyon, más que solicitada, fue extorsionada, con la cual se encomienda y aprueba nuevamente el Instituto de la Compañía de Jesús.

22. Después de tantas tempestades y amarguísimas confusiones, todo hombre honrado deseaba que finalmente amaneciera aquel bendito día que trajera la tranquilidad y la paz. Pero cuando en la cátedra de Pedro aún estaba sentado el mismo predecesor Clemente XIII, sobrevinieron tiempos mucho más difíciles y turbulentos. Cada día resonaban más altos los clamores y las quejas, y surgieron peligrosísimas sediciones, tumultos, discordias y escándalos que, debilitando el vínculo de la caridad cristiana, y casi rompiéndolo, inflamaron poderosamente las almas de los fieles hacia las pasiones partidistas, los odios y las enemistades. El daño y el peligro llegaron a tal extremo, que aquellos mismos cuya piedad y liberalidad hacia la Compañía es universalmente exaltada como una herencia recibida de sus antepasados, es decir, Nuestros amadísimos hijos en Cristo, los Reyes de Francia, de España, de Portugal y de las Dos Sicilias, se vieron obligados a despedir y expulsar a los miembros de la Compañía de sus Reinos, Estados y Provincias; considerando que este era el último remedio contra tantos males, absolutamente necesario para impedir que los pueblos cristianos, en el mismo seno de la Santa Madre Iglesia, se insidiasen, provocasen y lacerasen mutuamente.

23. Esos amadísimos hijos Nuestros en Cristo, persuadidos de que tal remedio no podía ser duradero ni suficiente para reconciliar a todo el mundo cristiano si la misma Compañía no era suprimida y abolida, expusieron al Papa Clemente XIII, Nuestro predecesor, sus deseos y voluntades; después, con toda la autoridad que pudieron, y con súplicas y votos concordes, pidieron unánimemente que con un remedio eficacísimo y sabiamente concebido se asegurase la constante seguridad de sus súbditos y el bien universal de la Iglesia de Cristo. Pero la muerte de aquel Pontífice, inesperada para todo el mundo, interrumpió el curso y la realización de tal proyecto. Al ser colocados Nosotros, por disposición y clemencia divina, en la cátedra de Pedro, Nos fueron dirigidas de inmediato las mismas súplicas, demandas y votos, a las que se añadieron las opiniones y las solicitudes de muchos obispos y personajes ilustres por su dignidad, su doctrina y su religiosidad.

24. Y para que en un asunto tan grave y de tanta relevancia adoptáramos la mejor decisión, juzgamos oportuno posponerla largamente, no solo para proceder en las investigaciones, el examen y la deliberación con la mayor exactitud y prudencia posibles, sino también para pedir con gemidos e incesantes oraciones de todos los fieles, y con piadosas obras, el auxilio y la asistencia especial del Padre de las luces. Y quisimos, entre otras cosas, examinar sobre qué fundamento se apoyaba aquella opinión, extendida entre muchos, de que la religión de los clérigos de la Compañía de Jesús había sido solemnemente aprobada y confirmada por el Concilio de Trento. Con respecto a esta Sociedad, no hemos encontrado que en aquel Concilio se haya dispuesto otra cosa que exceptuarla del decreto general que establecía para las demás órdenes regulares que, una vez transcurrido el tiempo del noviciado, los novicios considerados aptos fueran admitidos a la profesión, o en caso contrario, alejados del monasterio. Por este motivo, el mismo sacrosanto Concilio (Sesión 25, rubro 16 De regularibus) declaró no querer renovar nada ni impedir que la religión de los clérigos de la Compañía de Jesús sirviera al Señor y a su Iglesia según su propio Instituto devoto, aprobado por la santa Sede Apostólica.

25. Después de haber adoptado tantos y tan necesarios medios, auxiliados, como esperamos, por la presencia del Espíritu Divino, y obligados además por la necesidad de Nuestro ministerio, en virtud del cual estamos comprometidos en todo sentido, dentro de los límites de nuestras fuerzas, a conciliar, mantener y afianzar la quietud y tranquilidad de la República Cristiana y a remover los obstáculos que pudieran causarle el más mínimo daño; considerando que la mencionada Compañía de Jesús ya no podía producir aquellos saludables y abundantes frutos y ventajas para los cuales fue instituida, y aprobada y honrada con infinitos privilegios por tantos de Nuestros predecesores; sino que, más bien, se ha vuelto ya imposible que la Iglesia tenga una paz verdadera y duradera mientras esta Orden subsista; movidos por estas razones especialísimas y por otras que Nos dictan las leyes de la prudencia y del mejor gobierno de la Iglesia, guardadas en el secreto de Nuestra alma; siguiendo las huellas de Nuestros predecesores, y sobre todo de Gregorio X en el Concilio general de Lyon; tanto más cuanto que, también en el presente caso, se trata de una Sociedad que por razón de su Instituto y de sus privilegios está inscrita en el número de las Órdenes mendicantes; con maduro consejo, de ciencia cierta, y con la plenitud de la Potestad Apostólica, extinguimos y suprimimos la ya mencionada Sociedad, y anulamos y abolimos todos y cada uno de sus cargos, ministerios y administraciones, sus casas, escuelas, colegios, hospicios y cualquier otro lugar existente en cualquier provincia, reino o señorío, y que de cualquier modo pertenezca a la misma; sus estatutos, costumbres, usos, decretos, constituciones, aunque corroboradas por juramento, aprobación apostólica o de cualquier otro modo; y todos y cada uno de los privilegios e indultos generales o especiales, cuyo tenor declaramos que debe entenderse como plenamente y suficientemente expresado en la presente Carta, como si estuvieran transcritos textualmente en ella, aunque hubieran sido concebidos bajo cualquier forma, cláusula irritante o vínculo y decreto.

Por tanto, declaramos que queda anulada para siempre y absolutamente extinguida toda y cualquier autoridad del prepósito general, de los provinciales, de los visitadores y de los demás superiores de dicha Sociedad, tanto en las cosas espirituales como en las temporales; queremos que la misma jurisdicción y autoridad sea transferida completamente y de cualquier modo a los Ordinarios de los lugares, según el modo, las circunstancias, las personas y las condiciones que indicaremos más adelante. Prohibimos, como por la presente prohibimos, que en adelante nadie sea recibido en la mencionada Sociedad, ni admitido a la vestición ni al noviciado. Además, aquellos que hasta este día hayan sido aceptados no podrán ser admitidos a la profesión de los votos simples o solemnes, bajo pena de nulidad de dicha admisión y profesión, y de otras penas reservadas a Nuestro arbitrio. Es más, queremos, mandamos y ordenamos que aquellos que actualmente están en el noviciado sean despedidos inmediatamente, prontamente y de hecho; y del mismo modo prohibimos que aquellos que hayan hecho la profesión de los votos simples y que hasta ahora no han sido promovidos a ninguna orden sagrada puedan ser promovidos a las mismas órdenes mayores, bajo pretexto o título tanto de la profesión ya realizada en la Sociedad como de los privilegios obtenidos en contra de los decretos del Concilio de Trento.

26. Y puesto que todos Nuestros esfuerzos tienen como principal objetivo procurar el bienestar de la Iglesia y la tranquilidad de los pueblos, y al mismo tiempo ofrecer algún consuelo y provisión a todos los individuos o miembros de la misma Religión (personas a las que en particular amamos en el Señor con afecto paternal), a fin de que, liberados de todas aquellas vejaciones, disensiones y angustias con las que hasta ahora han sido atribulados, puedan cultivar con mayor fruto la viña del Señor y contribuir a la salvación de las almas, decretamos y determinamos que los miembros que han hecho únicamente la profesión de votos simples y aún no han sido promovidos a las órdenes sagradas, dentro del tiempo que los Ordinarios de los lugares prescriban, tiempo suficiente para procurarse algún empleo, oficio o un hospedaje benévolo (siempre que no se sobrepase el plazo de un año a partir de la fecha de la presente Carta, quedando liberados de cualquier vínculo de votos simples), deberán abandonar absolutamente las casas y colegios de dicha Sociedad, siendo libres para elegir aquel modo de vida que juzguen, según el Señor, más adecuado a su vocación, a sus fuerzas y a su conciencia. Tanto más, cuanto que, incluso según los privilegios de la Compañía, podían ser removidos de la misma por cualquier motivo que los superiores juzgaran más conforme a la prudencia y a las circunstancias, sin proceso ni orden judicial.

27. A los miembros ya promovidos a las órdenes sagradas les concedemos licencia y facultad para abandonar las casas y colegios de la Compañía, ya sea para pasar a otra Orden regular aprobada por la Sede Apostólica, donde, en caso de que hayan hecho en la Sociedad la profesión de votos simples, deberán cumplir el tiempo de noviciado prescrito por el Concilio de Trento, y en caso de que hayan hecho también profesión de votos solemnes, deberán estar en noviciado solo por seis meses completos, dispensados benignamente del resto del tiempo de noviciado; ya sea para permanecer en el siglo como sacerdotes y clérigos seculares bajo una obediencia y sujeción perfecta y total a los Ordinarios de las diócesis donde establezcan su domicilio. Decretamos además para aquellos que permanezcan en el estado secular, mientras no se les provea de otro modo, una pensión congrua que se tomará de las rentas de la casa o colegio donde residían, teniendo en cuenta no solo las rentas completas, sino también las cargas anejas a las mismas.

28. Los profesos ya promovidos a las órdenes sagradas, que no quieran abandonar las casas o colegios de la Compañía, ya sea por temor a una subsistencia insuficiente debido a la falta o escasez de una pensión adecuada, ya sea por carecer de un lugar donde asegurarse una residencia, o por su avanzada edad, salud frágil u otra causa justa y grave, podrán permanecer en ellas; con la condición, sin embargo, de que no tengan ninguna administración de la mencionada casa o colegio, que vistan el simple hábito de los clérigos seculares y que vivan completamente sometidos al Ordinario del lugar. Además, prohibimos que puedan reemplazar de ninguna manera a aquellos que falten; adquirir nuevas casas u otros lugares, conforme a los Decretos del Concilio de Lyon; ni alienar las casas, bienes y terrenos que actualmente poseen. Es más, podrán ser reunidos en una sola casa o en varias, según su número sea mayor o menor, de manera que las casas que queden vacías puedan ser convertidas a usos piadosos, según lo que parezca más oportuno a las circunstancias de los lugares y los tiempos, y más conforme a los sagrados cánones, a la intención de los fundadores, al aumento del culto divino, a la salvación de las almas y a la utilidad pública. Mientras tanto, será designado algún miembro del clero secular, ejemplar por su prudencia y costumbres, quien deberá presidir el gobierno de esas casas, de manera que el nombre de la Compañía desaparezca y quede suprimido por completo.

29. Declaramos igualmente que quedan incluidos en esta supresión general de la Sociedad también los individuos de la misma en todas las provincias de donde ya han sido expulsados; por lo cual queremos que los mencionados expulsados, aunque hayan sido promovidos a las órdenes mayores, si no pasan a otra Orden regular, sean reducidos ipso facto al estado de clérigos y sacerdotes seculares, y queden totalmente sometidos a los Ordinarios de los lugares.

30. Si los Ordinarios de los lugares encontraran virtud, doctrina e integridad de costumbres en aquellos que, en virtud de esta Nuestra Carta, hayan pasado del Instituto regular de la Compañía de Jesús al estado secular, podrán, a su arbitrio, concederles o negarles la facultad de recibir las confesiones sacramentales de los fieles o de predicar al pueblo las sagradas enseñanzas; sin esta licencia escrita, ninguno de ellos podrá ejercer tales oficios. Sin embargo, los mismos obispos y Ordinarios de los lugares no podrán en ningún caso conceder la facultad mencionada, mientras vivan en los colegios o casas que pertenecían a la Sociedad. A estos últimos les prohibimos para siempre administrar el sacramento de la Penitencia o predicar a los laicos, tal como también lo prohibió Gregorio X en el citado Concilio general. Dejamos esto en la conciencia de los mismos obispos, a quienes deseamos que recuerden tanto que deben rendir cuentas a Dios por el rebaño que se les ha confiado, como el severísimo juicio que el supremo Juez de vivos y muertos reserva a quienes tienen el mando.

31. Además, queremos que si alguno de los que profesaban el Instituto de la Compañía ejerce el oficio de enseñar letras a la juventud o actúa como maestro en algún colegio o escuela, sea removido del gobierno, administración y dirección de la enseñanza. Se permitirá enseñar únicamente a aquellos de ellos que ofrezcan una sólida esperanza de buenos estudios y se declaren contrarios a las disputas y doctrinas que, ya sea por su laxitud o frivolidad, suelen causar y despertar gravísimas persecuciones y efectos perniciosos. En ningún momento deberán ser admitidos al oficio de enseñar, ni se les permitirá continuarlo, a menos que se declaren dispuestos a preservar la paz y la tranquilidad pública de las escuelas.

32. Por lo que respecta a las sagradas misiones (en lo que también queremos que se entienda todo lo que hemos dispuesto acerca de la supresión de la Compañía), reservamos para Nos determinar los medios por los cuales más fácilmente y con mayor seguridad se pueda procurar y obtener la conversión de los infieles y el apaciguamiento de las discordias.

33. Quedando, como se ha dicho, anulados y abrogados todos los privilegios y estatutos de la mencionada Compañía, declaramos que sus miembros, después de haber abandonado las casas y colegios y haber sido reducidos al estado de clérigos seculares, quedan habilitados y son idóneos para obtener, según los decretos de los sagrados cánones y de las constituciones apostólicas, cualquier beneficio, ya sea con cura de almas o simple, cualquier oficio o dignidad cuyo disfrute, permaneciendo en la Compañía, les había sido negado por el Papa Gregorio XIII, de feliz memoria, con su Carta en forma de Breve que comienza Satis superque del 10 de septiembre de 1584. Igualmente, les concedemos la facultad (que también les estaba prohibida) de poder recibir limosna por la celebración de la Misa y disfrutar de todas aquellas gracias y favores de los que habrían quedado privados como clérigos regulares de la Compañía de Jesús. Derogamos también todas y cada una de las facultades que, en virtud de los privilegios obtenidos de los Sumos Pontífices, les otorgaban el prepósito general y los demás superiores, como la de leer los libros de los herejes y otros proscritos y condenados por la Sede Apostólica; la de no observar los días de ayuno ni abstenerse de carnes en esos días; la de anticipar o retrasar el rezo de las horas canónicas, y otras de similar género, cuyo uso prohibimos severísimamente en el futuro, siendo Nuestra voluntad e intención que los mismos se adapten a vivir, como sacerdotes seculares, según la norma de las leyes comunes.

34. Prohibimos además que, una vez promulgada y publicada esta Nuestra Carta, nadie ose suspender su ejecución bajo la forma, título o pretexto de cualquier petición, apelación, recurso, declaración o aclaración de dudas que pudieran surgir, ni bajo cualquier otro pretexto, previsto o no previsto. Queremos y ordenamos que de ahora en adelante, e inmediatamente, la supresión y anulación de toda la mencionada Sociedad y de todos sus cargos surtan efecto según la forma y el modo arriba expresados, bajo pena de excomunión mayor, que será incurrida ipso facto y reservada a Nos y a Nuestros sucesores Romanos Pontífices, contra cualquiera que se atreva a poner impedimento, obstáculo o retraso a la ejecución de esta Nuestra disposición.

35. Ordenamos y mandamos, en virtud de santa obediencia, a todas y cada una de las personas eclesiásticas, regulares y seculares, de cualquier grado, dignidad y condición, y en particular a aquellos que hasta ahora han sido miembros de la Compañía y considerados como tales, que no se atrevan a defender, impugnar, escribir o incluso hablar sobre esta supresión, ni sobre su causa, ni sobre los motivos, ni sobre el Instituto de la Compañía, ni sobre las reglas, constituciones, forma de gobierno u otra cualquier cosa que pertenezca a este asunto, sin expresa licencia del Romano Pontífice. Del mismo modo, bajo pena de excomunión reservada a Nos y a Nuestros sucesores pro tempore, prohibimos a todos y a cada uno que, con ocasión de esta supresión, se atrevan, ya sea en secreto o abiertamente, a ofender o provocar a nadie, menos aún a los miembros, con injurias, maledicencias, ultrajes o cualquier otra forma de desprecio, ya sea de palabra o por escrito.

36. Exhortamos a todos los Príncipes cristianos a que, con toda la fuerza, autoridad y poder que Dios les ha concedido para la defensa y el patrocinio de la Santa Iglesia Romana, y en virtud de la veneración y el culto que profesan hacia esta Sede Apostólica, den a esta Nuestra Carta su pleno y total cumplimiento; y a que decreten y promulguen disposiciones concordes para que, durante la ejecución de esta Nuestra voluntad, no surjan entre los fieles quejas, contiendas o discordias.

37. Finalmente, exhortamos y rogamos, por las entrañas de Nuestro Señor Jesucristo, a todos los cristianos que recuerden que todos tenemos un mismo Maestro que está en los cielos; todos tenemos al mismo Salvador, quien nos redimió a un altísimo precio de sangre; todos hemos sido regenerados en el mismo lavatorio de agua por medio de las palabras de vida eterna, y hemos sido constituidos hijos de Dios y coherederos de Jesucristo, todos alimentados con el mismo pasto de la doctrina católica y de la palabra divina. En definitiva, todos formamos un solo cuerpo en Cristo, y somos miembros unos de otros; por tanto, es absolutamente necesario que todos, unidos por el vínculo común de la caridad, tengamos paz con todos los hombres, y no profesemos ningún otro deber mayor que el de amarnos mutuamente. Quien ama a su prójimo cumple la ley, aborreciendo las ofensas, enemistades, discordias, insidias y otros males, inventados y promovidos por el antiguo adversario del género humano para perturbar la Iglesia de Dios e impedir la felicidad eterna de los fieles, bajo el engañoso título y pretexto de escuelas, opiniones y perfección, incluso cristiana.

Que todos se esfuercen vigorosamente en adquirir la verdadera y sincera sabiduría, de la cual está escrito por San Jacobo: «¿Hay entre vosotros alguno sabio y entendido? Muestre, con su buena conducta, sus obras en la mansedumbre de la sabiduría. Pero si tenéis un celo amargo y hay discordias en vuestros corazones, no os gloriéis ni mintáis contra la verdad. Porque esta no es una sabiduría que desciende de lo alto, sino terrenal, animal, diabólica. Pues donde hay odio y discordia, allí hay confusión y toda obra perversa; la sabiduría celestial, ante todo, es pura, después pacífica, modesta, dócil, amiga del bien, llena de misericordia y de buenos frutos, imparcial y sin hipocresía. Ahora bien, el fruto de la justicia se siembra en la paz, para aquellos que en la paz recogerán otra más espléndida en la vida eterna» (Santiago 3,13-18).

38. Queremos además que la presente Carta (aunque los superiores y otros religiosos de dicha Sociedad, y otros que tengan o pretendan tener interés en las cosas mencionadas, no hayan consentido, ni hayan sido citados ni interpelados sobre ellas) no pueda en ningún tiempo ser impugnada, invalidada, revocada, llevada a juicio o a controversia, ni reducida a términos de derecho, ni que se solicite contra ella el recurso de la restitutio in integrum, ni el derecho de ser oídos, ni la reducción ad viam et terminos juris, ni cualquier otro capítulo de derecho, de hecho, de gracia o de justicia. Queremos también que dichos recursos, aunque fueran concedidos u obtenidos de cualquier manera, no puedan ser usados o alegados en juicio o fuera de él, ni bajo el título de vicio de usurpación, error, nulidad e invalidez, ni por falta de Nuestra intención, ni por cualquier otro defecto imaginable, por grande, imprevisto y sustancial que sea; y, en definitiva, ni siquiera porque en las cosas mencionadas, o en alguna de ellas, no se hayan observado las solemnidades u otras formalidades que debieran observarse y cumplirse; ni por cualquier otro título resultante de algún derecho o costumbre comprendido en el cuerpo de las leyes; ni por causa de una lesión enorme, gravísima o total, ni por ningún otro pretexto, ocasión o causa, por justa, razonable y privilegiada que sea, incluso si fuera necesario expresar lo relativo a la validez de las cosas mencionadas. Sino que queremos y ordenamos que esta Nuestra Carta sea y deba ser siempre válida, firme y eficaz a perpetuidad, que produzca y obtenga su pleno y total efecto, y que sea inviolablemente observada por todos y cada uno a quienes corresponda o en el futuro corresponda de cualquier manera.

39. Así, y no de otro modo, determinamos que en todas las cosas mencionadas y en cada una de ellas, cuando se juzgue y se defina por medio de cualquier juez ordinario o delegado, e incluso por un auditor de las causas del Palacio Apostólico y un Cardenal de la Santa Iglesia Romana, así como por cualquier legado a latere y nuncio de la Sede Apostólica, y cualquier otra persona que tenga, o esté por tener, autoridad o potestad en cualquier causa e instancia, se les retire a ellos y a cualquier otro toda facultad y autoridad de juzgar e interpretar de manera diferente. Y si sucediera que alguien, por cualquier autoridad, ya sea consciente o ignorantemente, osara proceder de otro modo sobre estas cuestiones, queremos que todo lo que se haga sea considerado inútil y sin ningún valor.

40. Esto, no obstante las Constituciones y Ordenanzas Apostólicas, incluso si han sido publicadas en Concilios Generales, y (si fuera necesario) no obstante Nuestra regla de non tollendo jure quaesito; y a pesar de los Estatutos de la Compañía, de sus casas, colegios e iglesias, aunque hayan sido confirmados por juramento, aprobación apostólica o cualquier otra validez; a pesar de las costumbres, privilegios, indultos y cartas apostólicas concedidas a la misma Compañía, a sus superiores religiosos y a sus individuos, de cualquier tipo, bajo cualquier tenor y forma, y con cualquier cláusula derogatoria de derogatorias, y otros decretos, incluso irritantes, concedidos, confirmados y renovados incluso mediante un motu proprio similar a este, o en consistorio, o en cualquier otra forma. A todas y cada una de estas cosas, aunque para su legítima derogación fuera necesario hacer mención especial de ellas y del tenor íntegro de las mismas, o usar cualquier otra expresión o fórmula explícita, individual y verbalmente, y no mediante cláusulas generales que signifiquen lo mismo, hemos querido y ordenado que queden plenamente y suficientemente expresadas e incluidas en la presente Carta, como si estuvieran insertas e incluidas palabra por palabra, sin omitir ninguna, y observando la forma otorgada a las mismas. Por lo tanto, declaramos que quedarán en vigor en cuanto a los demás artículos, derogando especialmente y expresamente para los efectos mencionados, así como a cualquier otra cosa contraria de similar naturaleza.

41. Queremos que a las copias de la presente Carta, incluso si están impresas, firmadas de puño por algún notario público y selladas con el sello de alguna persona constituida en dignidad eclesiástica, se les dé, tanto en juicio como fuera de él, la misma fe que si fueran exhibidas o mostradas en su original.

Dado en Roma, junto a Santa María la Mayor, bajo el anillo del Pescador, el 21 de julio de 1773, año quinto de Nuestro Pontificado.

CLEMENTE XIV