SALUTIS NOSTRAE
BULA
DEL SUMO PONTÍFICE
CLEMENTE XIV
A todos los cristianos que leerán la presente Carta, salud y Bendición Apostólica.
1. El autor de nuestra salvación, nuestro Señor Jesucristo, que con su pasión y su muerte liberó a los hombres de la antigua esclavitud del pecado hacia la vida y la libertad, y los llamó a sí como coherederos de su gloria e hijos de Dios, les concedió también otro beneficio, es decir, este: si alguien, por debilidad de su naturaleza o por maldad, cayese miserablemente de su maravillosa condición de heredero divino, encontraría dispuesto el medio para expiar su crimen y, gracias a aquella autoridad de perdonar los pecados que fue asignada al Príncipe de los Apóstoles junto con las llaves del reino celestial, podría ser reintegrado entre aquellos que gozan de los frutos de la redención.
2. Puesto que este es el único camino para recuperar la gracia divina y la salvación por parte de aquellos que se han apartado de la ley del Señor, los sucesores del bienaventurado Pedro y de su autoridad no han tenido nunca mayor preocupación que la de llamar a todos a estas fuentes de misericordia, prometer y ofrecer el perdón a los penitentes e inducir de todas las maneras posibles a la remisión a quienes se encuentran atados y enredados en el mal. Aunque hayan dedicado a este tema —fundamental para el bienestar eterno de los hombres— el empeño incesante de su ministerio apostólico, han querido sin embargo elegir y fijar ciertos períodos de tiempo específicos en los que los pecadores fueran más intensamente estimulados a apaciguar la justicia divina y a hacer penitencia —el único salvavidas posible después del naufragio—, movidos por la esperanza del perdón y de una más completa reconciliación. En tales períodos se ofrecen a todos los abundantes tesoros de indulgencia confiados a los Pastores. Por eso, para que ninguna generación humana fuese privada de esta máxima ventaja de propiciación, establecieron que el Año Santo del Jubileo, es decir, el año del perdón y de la gracia, fuese celebrado cada veinticinco años y que este refugio de misericordia fuese inaugurado en la sede misma de la religión.
Nosotros, siguiendo a nuestra vez esta costumbre sumamente beneficiosa, anunciamos oportunamente el año que se aproxima a todos vosotros, queridos hijos, que estáis unidos a Nosotros y a la Santa Iglesia Católica Romana por la concordia y el testimonio de la fe; y os exhortamos a garantizar la salvación de vuestras almas y aquellos instrumentos que pueden procurar la santificación. Os abriremos todos los tesoros de clemencia y las riquezas de misericordia que nos han sido confiados por la sangre de Cristo para que los dispongamos. Os ponemos también a disposición la abundantísima riqueza de satisfacciones que provienen de los méritos de la Santísima Madre de Dios y de los apóstoles, de la sangre de los mártires y, finalmente, de todos los comportamientos piadosos de todos los buenos. Sostenidos por auxilios tan grandes y por la comunión de los Santos, será más fácil encontrar el camino del perdón y de la paz. Si estamos unidos gracias a la comunión de los Santos, todos formamos el cuerpo único de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo. Todos somos irrigados y vivificados por su sangre y cada uno puede ser útil al otro.
Para que luego la grandeza de la misericordia y la infinita fuerza y eficacia de su pasión y de sus méritos se hicieran más claras y significativas de su amor, Él quiso que fuesen sobreabundantes y que las demás partes del cuerpo místico pudieran además ayudarse mutuamente y que, a causa de esa misma unidad, derivaran mayores favores del fluir de esa fuente de gracia; de este modo, la benignidad del Padre eterno sería movida a la clemencia hacia nosotros también por el inmenso precio de la sangre del Hijo y, por su causa, por los méritos y la virtud de los santos y por la fuerza de las oraciones.
Nosotros, por tanto, os exhortamos a compartir esta abundancia de indulgencias y estos tesoros de la Iglesia; siguiendo el uso de nuestros Predecesores y con el consentimiento de nuestros Venerables Hermanos Cardenales de la Santa Iglesia Romana, indicamos y promulgamos el Jubileo universal y solemne del Año Santo, que se celebrará en esta nuestra ciudad santa el próximo año de 1775, comenzando al caer la tarde de la vigilia de este año de la Natividad de nuestro Señor Jesucristo y continuando durante todo el año siguiente; lo hacemos con la autoridad de Dios omnipotente, de los bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo y la Nuestra, para gloria del mismo Dios, exaltación de la Iglesia católica y santificación de todo el pueblo cristiano.
3. Durante toda la duración del año del Jubileo, concedemos a todos los fieles en Cristo, de ambos sexos, arrepentidos, confesados y fortalecidos por la comunión, la indulgencia plena de sus pecados, su remisión y el misericordioso perdón divino, si visitaren devotamente las Basílicas de San Pedro y San Pablo, de San Juan de Letrán y de Santa María la Mayor en Roma al menos una vez al día: durante treinta días, consecutivos o no, «naturales» o «eclesiásticos» (es decir, desde las primeras vísperas de un día hasta la conclusión del atardecer del día siguiente) si son romanos o habitantes de la capital; durante al menos quince días si son peregrinos o extranjeros. Deberán orar devotamente a Dios por el triunfo de la Santa Iglesia, la extirpación de la herejía, la concordia entre los príncipes católicos, la salvación y tranquilidad del pueblo cristiano.
4. Puede también suceder que, entre aquellos que han emprendido el viaje del Año Santo o incluso entre aquellos que ya han llegado a la ciudad, alguien, ya sea en el camino o en la misma Roma, por enfermedad o alguna otra causa legítima, se vea impedido o alcanzado por la muerte sin haber completado el número de días establecidos o sin siquiera haberlos comenzado, y por lo tanto no pueda cumplir lo que se había propuesto ni visitar las Basílicas indicadas. Nosotros, deseando favorecer benignamente, en cuanto nos es posible en nombre de Dios, su piadosa y pronta voluntad, queremos que ellos – si verdaderamente penitentes, confesados y comunicados – puedan ser igualmente partícipes de la mencionada indulgencia y perdón, como si hubieran visitado las Basílicas en los días que hemos prescrito; de modo que, aunque se vean retenidos por las necesidades indicadas, puedan llevar a cumplimiento su deseo por don del Espíritu Santo.
5. Aprovechad, pues, hijos universales de la Iglesia, este tiempo que os ha sido reservado; no permitáis que estos días de salvación transcurran sin que os esforcéis por aprovechar la inmensa oportunidad de reconciliaros con la justicia divina y de obtener la gracia. No dejéis que os retrasen las fatigas del viaje ni las dificultades del camino.
Ningún impedimento puede detener o retrasar el camino de aquellos que viajan por ansia de dinero o movidos por la curiosidad de visitar ciudades; no es, por tanto, razonable ser más lentos cuando se compara la incomparable abundancia de las riquezas celestiales o cuando se entra en los palacios de Dios. Las mismas fatigas emprendidas por una razón tan excelente podrán serviros de gran ayuda para obtener de la penitencia los frutos más positivos. Por ello, la Iglesia ha mantenido siempre esta antigua costumbre respecto a las peregrinaciones: considerar las molestias y contratiempos encontrados en el camino como reparaciones por los pecados previamente cometidos y como confirmación de la voluntad de penitencia. Si el fervor de vuestro ánimo o la caridad dirigida a Dios alivian o mitigan en vosotros el sufrimiento por estas dificultades, también esta diligencia del espíritu tendrá gran fuerza para procuraros el perdón y será contada como compensación por los pecados, ya que mucho será perdonado a quien mucho ama.
Entrad, por tanto, en la ciudad de Sion y colmaos de la riqueza de la casa del Señor. El mismo aspecto de esta ciudad, morada de la fe y de la piedad, los sepulcros de los apóstoles, los monumentos de los mártires os impulsarán a cumplir la penitencia y a apaciguar al Señor. Cuando recorráis esta tierra bañada por su sangre, cuando por todas partes os salgan al encuentro las huellas de su santidad, no podréis más que arrepentiros profundamente de estar tan alejados de imitarlos y de seguir las leyes y la religión que también vosotros profesáis seguir. La majestad de los templos y la dignidad del culto divino os estimularán a recordar que vosotros mismos sois templos del Dios vivo, y entonces os esforzaréis aún más por adornaros con los dones de la gracia divina, tanto más cuanto antes hubierais sido proclives a violar y entristecer al Espíritu Santo. También las lágrimas de los demás que lloran sus pecados y los gemidos de aquellos que piden a Dios el perdón para sí mismos os impulsarán a igual piedad y sentimiento de dolor.
Sin embargo, en este vuestro dolor y luto, os aparecerá como signo de máxima alegría la misma multitud de personas y pueblos reunidos para hacer penitencia y pedir justicia. Ninguna visión podrá seros más grata ni pareceros más hermosa que esta, que ofrece a los ojos de todos el espléndido triunfo de la cruz y de la religión. Y, sobre todo, será inconmensurable Nuestra alegría al ver la reunión de casi todos los hijos de la Iglesia. De estas vuestras actitudes de piedad y caridad deducimos que tampoco en el futuro Nos faltarán grandes auxilios y ayudas. Confiamos, de hecho, en que en vuestras oraciones a Dios os acordaréis de vuestro padre común, que os ama profundamente a todos, y que junto con Nosotros, según nuestras intenciones, rogaréis al sumo dador de bienes por la integridad de la fe católica; por el arrepentimiento de todos los pueblos que se han apartado de la unidad con Él; por la tranquilidad de la Iglesia; por la felicidad de los príncipes cristianos, y que, con súplicas públicas y oraciones, aliviaréis Nuestra debilidad en el sostenimiento de tan gravísima responsabilidad.
6. Y vosotros, Venerables Hermanos Patriarcas, Primados, Arzobispos y Obispos, colaborad en estas Nuestras preocupaciones, y al mismo tiempo cumplid con Nuestros deberes y los vuestros: anunciad a las gentes confiadas a vuestra solicitud este tiempo de penitencia y propiciación, y esforzaos con todos los medios y con vuestra autoridad para que esta oportunidad de ser perdonados, que ofrecemos a todos según las antiguas normas de la Iglesia, reporte el máximo beneficio para la salvación de las almas. Que los fieles escuchen de vosotros a qué obras de humildad cristiana y de misericordia conviene que se dediquen para estar más dispuestos a recibir el perdón y a alcanzar estos excelentes frutos de la gracia celestial; que escuchen de vosotros que deben dedicarse al ayuno, a la oración y a las limosnas, y que lo comprendan a partir de vuestras indicaciones y ejemplos. Vosotros mismos, Venerables Hermanos, si alguno de vosotros desea añadir a otros compromisos pastorales también este, de acompañar a una parte del rebaño a esta fortaleza de la religión, a estas fuentes de indulgencia, hasta Nosotros, que os recibiremos con corazón paternal abrazándoos; no solo se acrecentará el esplendor de esta celebración, y recogeréis mayores frutos de la misericordia divina por un compromiso tan loable y fatigoso, sino que al regresar a casa, como si llevarais mercancías preciosísimas, las compartiréis gozosamente con el resto de vuestro pueblo.
7. No tenemos duda de que nuestros amadísimos hijos en Cristo – el emperador electo, los reyes y todos los príncipes católicos – Nos prestarán su ayuda con su autoridad para que este Nuestro propósito para la salvación de las almas obtenga los excelentes resultados que deseamos. También a ellos les rogamos y exhortamos con fuerza para que, en nombre de su celo religioso, se unan a la solicitud de los Venerables Hermanos Obispos, apoyen su empeño y aseguren a los viajeros la seguridad de los caminos y los alojamientos. No ignoran ellos que esto contribuirá grandemente a la tranquilidad del reino, y tanto más hará a Dios propicio hacia ellos cuanto más activos y diligentes sean en acrecentar entre los pueblos su gloria.
8. Para que esta Carta llegue con mayor facilidad a todos los fieles dondequiera que vivan, queremos que todos los ejemplares impresos, suscritos por el notario público y provistos del sello de un dignatario eclesiástico, gocen de la misma confianza como si se exhibieran o publicaran en su presencia.
9. Que a ningún hombre le sea lícito violar esta página de Nuestra proclamación, promulgación, concesión, exhortación, súplica y voluntad, ni con temeraria audacia oponerse a ella; si alguien intentara hacerlo, sepa que incurrirá en la indignación de Dios omnipotente y de sus bienaventurados apóstoles Pedro y Pablo.
Dado en Roma, en Santa María la Mayor, en el año de la Encarnación del Señor 1774, el 30 de abril, en el quinto año de Nuestro Pontificado.
CLEMENTE XIV