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JUNTO AL TORRENTE QUERIT
17,2. La palabra de Yahveh le llegó en estos términos: «Sal de aquí, encamínate hacia el Oriente y escóndete junto al torrente Querit, que está al este del Jordán».
Solo ahora llega la palabra de Yahveh. Dios habla después de que Elías se ha pronunciado, y esto hace que la relación entre Elías y el Dios de Israel resulte aún más misteriosa. No sabemos a través de qué sentidos, a través de qué órgano o en qué estado Elías comprende que debe exigir. Después de haber adquirido en cierto modo una estatura de señorío ante los demás y de haber dicho lo que debía decir, la voz de Dios lo toma a él bajo su soberanía divina y también le dice cosas a las que tiene que sujetarse.
Ante el pueblo debe presentarse como aquel que está revestido de poder, como alguien que ha recibido este poder junto con su ministerio; ante Dios es alguien que a través del servicio ha sido puesto en la actitud de una disponibilidad absoluta. El mismo ministerio que le otorga poder ante los hombres, le quita toda posibilidad de poder ante Dios. Aquí se muestra cómo el hombre ha de administrar el poder que Dios le otorga. Dios no se lo da en vano, pero puede intervenir en cualquier momento y hacer que el poderoso parezca impotente. Todo acto de mandar cesa, tan solo es audible la voz. La voz del Señor: en su verdad objetiva en cuanto voz y en su verdad objetiva en cuanto contenido. Y el oyente es introducido en esta objetividad, es más, él mismo se transforma en su objeto.
El momento en que ha de resonar la voz está en las manos de Dios. A Elías puede parecerle extraño el hecho de que la voz resuene precisamente en este momento, cuando previamente le había sido anunciado que contaba con el poder. La voz no contiene reprimenda o amonestación alguna; considerada desde el punto de vista del servicio, suena con absoluta objetividad y perfecta coherencia. Elías ha hablado desde el poder que le fue concedido y la veracidad de sus palabras se confirmará: Dios no lo ha abandonado. Pero ahora la voz de Dios entra y habla en la propia vida del profeta. El diálogo con el pueblo se trasforma en un diálogo con Elías. Y él no necesita comunicarle al pueblo lo que en este diálogo acontece; es suficiente que Dios sepa sobre su relación con el profeta. Precisamente a causa de este saber, proclamado de nuevo por la voz, el profeta recibe la gran seguridad propia del que vive en obediencia, del que transita a lo largo del solitario y arduo sendero, y que se muestra agradecido de reconocer las señales que aparecen en ciertos recodos del camino. Ellas le indican que no se ha desorientado, que se encuentra en el camino correcto, el que conduce a los propósitos de Dios, propósitos que quizá el caminante aún desconoce por completo.
Sal de aquí, dice el Señor. Establece un punto final para todo lo que ha sucedido hasta el momento. Toma a Elías allí donde se encuentra, en medio de su obrar, que era consciente de su poder y de su conocimiento de la verdad de Dios. Elías no solo ha conocido por sí mismo esta verdad, sino que ha hecho uso de ella para invitar también al pueblo a hacerse consciente del poder de Dios que le fue dado a través de esa verdad. Dios lo aparta de todo este obrar: él debe continuar su marcha. No es el Señor quien lo toma y lo lleva a otro sitio, Elías mismo debe partir obedeciendo un mandato del Señor. En obediencia, él debe dar por terminado todo lo anterior, debe abandonar la posición considerada hasta ahora como segura. No existe ninguna posibilidad de instalarse en la omnipotencia de Dios, tampoco frente a su verdad. Solo cabe una única actitud para quien tiene que hablar en nombre de Dios: la de la obediencia, para que no se pierda la plenitud del poder. Dentro del poder, reconocer el poder de Dios; dentro de la verdad conquistada, aceptar una verdad que deviene siempre nueva. Tener, siempre de nuevo, la capacidad de terminar, de poner un punto final. Elías no puede esperar ahora el resultado de su intimidación al pueblo, ni detenerse a observar la reacción de la gente. Por el contrario, ha de salir de allí, terminar de una vez lo que parecía ser un comienzo.
Encamínate hacia el Oriente. La tarea radicalmente concluida recibe ahora una prosecución gracias a un compromiso nuevo y preciso. Resuena una directiva muy precisa. Elías no debe partir simplemente por el hecho de partir, para no estar más allí, sino para emprender algo nuevo. El delgado hilo de su misión lo envía allí donde Dios quiere tenerlo. Elías no busca por sí mismo el camino y la dirección: él es guiado. Y escóndete junto al torrente Querit. La exhortación de Elías a los pecadores fue una palabra, una acción en público. Esta acción tuvo lugar en la verdad de Dios y arrojó sobre el que la proclamaba una luz que en cierto sentido le pertenecía, porque los pecadores habían olvidado la verdad de Dios. Ahora debe esconderse, como si las luminarias de la vida pública ya no significaran nada para él; más aún, como si ahora debiera avergonzarse de su poder y de tener que exhibirlo. Dios lo lleva a retirarse en lo secreto. Retirarse es contemplación, es soledad, abandono, impotencia. Este eclipsarse de Elías se presenta como el fin de una libertad que hasta ahora parecía garantizada. En última instancia, el sentido es uno solo: permanecer en obediencia a Dios. El lugar es señalado con precisión. Es como si se tuviera que darle a conocer el lugar exacto, como si él no supiera dónde el arroyo desemboca en el Jordán, como si de él solo pudiera esperarse que conociera el Jordán. En esta minuciosa descripción (el Señor bien podría haber dicho: «Dirígete a ese arroyo», asumiendo que Elías lo conociera o pudiera encontrarlo), se muestra el conocimiento perfecto de Dios. Elías debe seguir al Señor inmediatamente, el Señor no soporta ninguna mediación del conocimiento, ningún ir preguntando en torno. Un misterio nuevo emerge que obliga a Elías a recibir instrucciones precisas de Dios mismo: es exigida una nueva contemplación en un lugar determinado. Aquí la contemplación sigue a la acción, sin que nos sea mostrado de qué contemplación había surgido la acción de profetizar; o quizá el Señor desea, precisamente en el caso de Elías, tomar la acción como presupuesto de la contemplación. Emprender un camino nuevo para que el poder divino aparezca como arbitrario, incomprensible para cualquier teoría que quisiera tener una visión de conjunto de su obrar. No hay aquí niveles que puedan ser identificados. Nadie está en condiciones de llegar y decir que este es el modo en el que Dios «suele» actuar. Si alguien quisiera esquematizar lo que Dios realiza aquí, debería empezar diciendo, luego de esta narración, que esta es la forma en que Dios no suele actuar. Dios no deja que el hombre le busque si Él mismo no le ha ya encontrado. No deja que se vuelque a la acción si no ha adquirido la madurez suficiente por medio de la contemplación, no le otorga pleno poder si primero no le ha humillado. Aquí, sin embargo, la humillación del estado de soledad aparece después de la palabra altiva dirigida a los pecadores.
«Beberás del torrente, y yo he mandado a los cuervos para que te provean allí de aliment
El Señor, entonces, no solo se ocupa de ocultar a Elías, sino también del bienestar de su cuerpo. No debe pasar hambre, sino alimentarse como el Señor desea. No habrá interrupción en su servicio; por el contrario, ese servicio habrá de abarcarlo todo, incluso los pequeños detalles. Debe beber del arroyo indicado por el Señor; no de cualquier agua, sino de aquella proveniente de este arroyo, que por ser designado de un modo especial por el Señor basta para una doble tarea: calmar la sed del profeta y, con ello, al mismo tiempo advertirle sobre la presencia del Señor, que ha previsto esa agua para él. En el acto mismo de beber, el profeta experimentará la obediencia en una forma viva: en efecto, en el acto mismo de calmar su sed corporal, al mismo tiempo él responde al Señor, le da una respuesta espiritual que lo une más estrechamente a la obediencia y lo hace más cercano e íntimo a la voluntad del Señor. Puede verse aquí una prefiguración del bautismo –el agua es el signo del Señor–, también reconocer una imagen del hacerse y del permanecer obediente a Dios por parte del hombre. Por último, se puede contemplar en esto cómo el Señor tiene la delicadeza y la condescendencia de, por decirlo así, bendecir el agua que Él aquí designa expresamente. Se trata de un agua sagrada. Y no solo esta agua que fluye al este del Jordán, sino toda agua por Él designada conserva, también fluyendo, su fuerza de santificación y de consagración. Elías bebe un poco de agua cerca de la orilla donde se encuentra. El resto fluye. Pero cada vez que bebe, se renueva el mismo acto de obediencia al Señor. Su acto de beber recibe así para él algo de intemporal, mientras el Señor domina con su mirada el perdurar del tiempo. Elías ignora cuánto habrá de durar aquello, pero el Señor sí lo sabe. Ya ahora vale el «Nadie conoce la hora, sino el Padre». Elías vive en el interior del tiempo de Dios, no dispone del tiempo. Puede, por cierto, repartirlo en noches y días, incluso puede al final decir cuánto tiempo ha transcurrido, pero ahora se le asigna como una realidad imposible de ser medida. Cuando proclamó ante el pueblo que no habría lluvia hasta que él no diera la orden, el momento decisivo parecía estar en sus propias manos. Pero, ahora, Dios procede con él en forma rigurosa: lo oculta sin revelarle en lo más mínimo cuánto tiempo habrá de permanecer en esa situación. Y yo he mandado a los cuervos para que allí te provean de alimento. No se trata de un tiempo de ayuno, sino de un tiempo en el que Dios mismo procura el alimento. Dios determina la cantidad y el tipo de alimento para este período de contemplación. Él quiere que el profeta se mantenga en un estado tal que la contemplación pueda tomar la forma apropiada y no se encuentre limitada por un ayuno demasiado estricto. El cuerpo de Elías es tomado y asumido totalmente por el Señor. En este hecho se manifiesta nuevamente la vastedad del poder de Dios. El Señor ha dado una orden a los cuervos, a animales irracionales. Como animales que han sido creados por Él, deben seguir las instrucciones que se les dictan. Dios tiene en cada momento el poder de intervenir en la naturaleza que ha creado e, incluso, de hacer que algo inesperado acontezca de manera sorpresiva, en la forma de un milagro. La obediencia de Elías es cumplida gracias a su fe y a su razón. En la medida en que, obedeciendo, él comprende, permanece en una suerte de diálogo con Dios, gracias al cual su fe se fortalece, su voluntad se hace dócil, su reverencia se ahonda. Los cuervos, en cambio, obedecen mucho más inmediatamente: son utilizados por un poder que ellos no tienen posibilidad de conocer. Pero cuando Dios irrumpe en el curso regular de las leyes de la naturaleza, lo hace exclusivamente con la finalidad de dialogar con el hombre consciente y obediente. Irrumpe aquí de un modo análogo a como Elías puede disponer del rocío y de la lluvia, y la finalidad también es análoga. Elías tiene el poder de infligir un castigo. Pero el Señor rompe las leyes naturales para poner a salvo al profeta en la soledad y concederle este tiempo de contemplación. Podría, ciertamente, haber dispuesto las cosas de otro modo; por ejemplo, podría haber dejado a Elías sin alimento y aun así darle la capacidad de orar. Sin embargo, parece que Dios toma este camino para que se mantenga vivo en Elías, quien ha recibido poder sobre la lluvia, el recuerdo del poder divino, para no dejar que se extravíe por su propio poder. Elías debe vivir en una atmósfera de milagro que le muestre claramente la justeza de su profecía. En el hecho abstruso y misterioso de ser alimentado por cuervos se encuentra la fuerza que él necesita para enfrentar cualquier duda. La tarea que le ha sido reservada es tan importante que, en función de ella, él debe vivir en un mundo totalmente sobrenatural, para así llevar y soportar la palabra sobrenatural que le ha sido confiada y no ser turbado en su relación personal con ella.
17,5-6.Él partió y obró según la palabra de Yahveh: fue a establecerse junto al torrente Querit, que está al este del Jordán. Los cuervos le traían pan por la mañana y carne por la tarde, y él bebía del torrente.
Elías obedece, responde a la palabra del Señor; así la voz del Señor llega a ser para él una verdad duradera. No solo lleva la palabra en su corazón, sino que le da plenitud de vida por su obediencia. Y, obedeciendo, él mismo experimenta la plenitud de la palabra del Señor. Por la respuesta, la palabra se vuelve viva. Ella ya no es simplemente palabra escuchada, sino palabra realizada. Los cuervos le proveen de alimento. Él y los cuervos representan ahora un signo común y único del poder divino. En el encuentro con los cuervos, Elías experimenta la verdad de la palabra y Dios experimenta el efecto de su poder. Todo se integra en esta demostración de poder: el profeta con el poder que se le ha dado, los cuervos con su propia obediencia, el agua misma. Todo se integra para dar a la palabra única del Señor su sentido pleno, para conferirle una especie de efecto sacramental y así demostrar que la creación es buena. Dios, quien crea el universo, quien separa los días de las noches, separa los mares de la tierra firme, crea al hombre después de formar los animales, ve desde la etapa final cuán bueno es todo lo creado. Todo ha sido llamado a la armonía, y esta armonía aparece nuevamente aquí, cuando Elías toma su primer sustento en completa obediencia a la palabra del Señor.
Los cuervos aparecen por la mañana y por la tarde, es decir, en la secuencia de los días prevista originariamente, sin que se diga de antemano cuántas de esas mañanas y de esas tardes experimentará Elías. Pero cada día es un día del Señor. El alimento no solo fortalece su cuerpo, sino también su fe, con cada nueva aparición de los cuervos. Pan por la mañana y carne por la tarde: dos clases diferentes de alimento, y dos símbolos. Aparecen separados y son para el Señor (aunque no para Elías) una prefiguración de la Eucaristía venidera. Como ocurre con frecuencia en la Antigua Alianza, aquí también aparecen elementos de la promesa sin que se pueda reconocer a qué realidad remiten en particular; esto solo lo comprenderemos en la Nueva Alianza. Pero el pan y la carne aparecen separados el uno del otro, el pan no se transforma en carne, ambos permanecen unidos solo mediante el anonimato de los animales, los cuales remiten al poder de Dios. No se dice nada sobre la procedencia de los alimentos. Lo único importante es que la promesa se cumpla, que Elías se fortalezca en su fe y que permanezca disponible para todo lo que pueda acontecer, que lo pasado siempre se confirme por el presente y, así, en este simple fortalecimiento de cuerpo y alma sea posible un crecimiento. La voz de Dios lo ha prometido todo. Y los dones traídos por los cuervos demuestran que son importantes para el Señor, tan importantes como el acto mismo de beber del arroyo, de modo que surge una tríada de dones en la que la vida de Elías ha de transcurrir. Y esta vida desde la tríada de dones está en perfecta armonía con su vida oculta de oración. Si todos estos dones prometen la Nueva Alianza, entonces Elías, obedeciendo, cumple lo máximo que se pueda esperar y conceder en la Antigua Alianza. El hecho de que el pan y la carne se encuentren el uno junto al otro es decisivo, no así que primero sea dado uno y luego el otro. El crecimiento de uno a otro no es aún posible en el marco de la Antigua Alianza, solo la cruz nos lo traerá. Por el momento, solo se reúnen elementos.
17, 7. Pero, al cabo de un tiempo, el torrente se secó porque no había llovido en la región.
Cuando el arroyo se seca, Elías experimenta que su predicción fue correcta. Es en virtud de su poder sobre la lluvia que ahora ya no recibe más agua. Y el poder del Señor, que ha ordenado a Elías dirigirse a este lugar, se halla en extraña relación con el poder de la palabra del Señor en Elías. Pero primero el arroyo debe secarse, antes de que la voz del Señor se haga oír nuevamente. Y ahora, cuando la palabra del profeta alcanza su cumplimiento, tanto que él mismo está en peligro de morir de sed, ahora es cuando tiene la gracia de confiar en que el poder de Dios no lo exponga a una situación sin salida, sino que una nueva puerta se abrirá frente a él. Y, sin embargo, así como la palabra de Elías ha aparecido en escena antes que la palabra del Señor, así ahora debe producirse primero la sequía del arroyo antes de que vuelva a oírse una nueva orden del Señor. El todo no forma una cadena ininterrumpida, sino que tienen lugar inicios y fines. Y, en el medio de todo, siempre irrumpe lo imprevisible, a fin de que la inmensidad del poder de Dios no sea olvidada. Este poder se manifiesta precisamente en lo imprevisible. Si Elías hubiera permanecido junto al pueblo, quizá se habría ablandado. El pueblo lo habría amenazado, habría imposibilitado su contemplación. El fruto de la oración se habría perdido. Tal vez el pueblo lo hubiera asesinado y el poder de Dios habría perdido la posibilidad de manifestarse a través de él. Pero Dios no solo se preocupa por la verdad de su palabra, sino también por la protección de su siervo. Protege a Elías para que la misión permanezca intacta, lo protege, en realidad, por el bien de la misión. Cuando el agua se agota incluso para Elías –Dios no deja que milagrosamente continúe fluyendo, de modo que el pueblo acuda en multitud a contemplar a Elías bebiendo–, Dios muestra con ello que cuenta al profeta como parte de su pueblo. Ciertamente, por el destierro y la soledad lo ha apartado, pero para volver a colocarlo de algún modo en medio del pueblo por la sequía del arroyo. No de manera física, sino espiritual. Elías no dejará de ser uno de ellos. Elías participa en los milagros, los obra y Dios los obra para él, pero la intención de Dios se eleva por encima de la persona del profeta y de su propio reconocimiento para abrazar al pueblo en su conjunto. A pesar de que el pueblo es pecador y de que el profeta es santo, Dios los une a ambos para realizar la salvación del pueblo a través de Elías, para obrar en Elías y para que se obre a través de él lo que el pueblo necesita, de manera que la comunidad final en Dios no sea disuelta, sino fortalecida. Elías se sabe en manos de Dios y se reconoce como un israelita entre israelitas; su servicio a Dios se convierte al mismo tiempo en servicio a su pueblo y al pueblo de Dios. También su retiro y su contemplación forman parte de su responsabilidad en favor del pueblo, lo cual no disminuye su responsabilidad para con su propia oración y su propia palabra, sino que la acrecienta.