LA VIUDA EN SAREPTA

17,8-9. Entonces la palabra de Yahveh llegó a Elías en estos términos: «Levántate, ve a Sarepta de Sidón y quédate allí, pues ahí he ordenado a una mujer viuda que te dé de comer».

Una vez más Elías debe continuar su camino por orden del Señor. Pero esta vez las condiciones son diferentes. Llegado al arroyo, era razonable permanecer allí: había agua para beber.

Luego vio cómo día a día las aguas fueron disminuyendo, hasta que finalmente el arroyo se secó por completo; quizá comenzó a sentirse ansioso y a preguntarse si la voz de Dios habría de hablarle a tiempo. Sabe, claramente, que Dios le sigue necesitando, que se encuentra en el centro de su misión.

Pero no le está permitido razonar para decidir marcharse por iniciativa propia porque mañana ya no habrá nada para beber, u ordenar él mismo a los cuervos que le lleven el alimento a otro sitio cualquiera. Elías está tan firmemente comprendido en la obediencia que debe esperar.

Entonces le llega la voz de Dios, diciéndole adónde debe dirigirse: a Sarepta. No solo se menciona el nombre del lugar, sino también la región, de una manera precisa. Y el Señor ya ha provisto lo necesario, dando esa tarea a una viuda del lugar.

Las cosas ahora son diferentes. La tarea ya no es encargada a los cuervos, sino a una mujer que posee fe y razón.

17,10-12. Él se levantó y se fue a Sarepta. Al llegar a la puerta de la ciudad, vio a una viuda que estaba juntando leña. La llamó y le dijo: «Por favor, tráeme en un jarro un poco de agua para beber».
Mientras ella la iba a buscar, a llamó y le dijo: «Tráeme también en la mano un trozo de pan». Pero ella respondió: «¡Por la vida de Yahveh, tu Dios! No tengo pan cocido, sino solo un puñado de harina en la tinaja y un poco de aceite en el frasco. Apenas recoja un manojo de leña, entraré a preparar un pan para mí y para mi hijo; lo comeremos, y luego moriremos».

Elías se dirige al lugar y reconoce a la viuda al llegar a la puerta de la ciudad. La reconoce por la certeza de su fe, una fe que obra milagros, una fe que está tan acostumbrada a moverse en el ámbito de lo sobrenatural que los límites del mundo natural se ven continuamente superados.

Si Elías no se encontrara en una obediencia tan estricta, habría ciertamente dado con la mujer, pero le hubiera tenido que preguntar si ella realmente era la persona que él buscaba, la que había recibido un mandato de parte del Señor. Aquí es donde puede verse que la mujer no está al tanto de nada, que desconoce todo lo referente a este hombre. Y, sin embargo, antes de saber, ella cree y, así, obedece.

Todavía no en el sentido de que ella sepa acerca del alimento que debe ser preparado para el profeta, sino en el hecho mismo de dirigirse hacia el lugar concreto donde puede ser encontrada por él. Recibe un mandamiento de parte del Señor, pero aún no lo sabe. Debía comprender la voz del Señor de modo tal que no le resultara gravoso. Actúa en el ámbito de la obediencia sin conocer la obediencia; va al encuentro de la tarea que le da el Señor, sin sospecharlo.

Es solo a través de Elías que ella escuchará la voz del Señor. Sin embargo, el Señor ya la ha llamado, porque de lo contrario ella no se encontraría allí presente. Es en este hecho donde Elías experimenta de un modo nuevo la fuerza de lo sobrenatural, de la verdad y del poder del Señor.

Ahora se ocupa de armonizar la voz del Señor tanto con su propia obediencia como con la obediencia de la mujer. La voluntad del Señor es que Elías y la mujer realicen lo que el Señor espera de ellos. Cuando Elías ahora toma la palabra, debe completar la obediencia de la mujer, para que la suya propia llegue a ser plenamente efectiva.

Su propia obediencia es ahora ampliada, como lo es también su responsabilidad, porque habla con la mujer representando al Señor.

El diálogo se desarrolla en dos niveles. Elías debe pedir algo para sí mismo, es decir, en verdad, pedir desde lo sobrenatural para su propia naturaleza. Pero él lleva en sí también la dimensión sobrenatural de la mujer, porque sabe del mandamiento de Dios que le fue dado a la mujer. Ella responde con argumentos puramente naturales.

Desde lo humano, ella ya tiene alguien de quien ocuparse, su propio hijo, y como ya no le queda nada, ni siquiera podrá seguir ocupándose de él en adelante. Ve el final ante sí y está llena de tristeza y dolor, porque ella y su hijo van a morir.

Precisamente en ese momento, cuando ella se dispone a preparar la última comida que les queda, es cuando aparece en escena este desconocido con su petición. La exigencia tiene algo de inhumano: en la medida en que comparta su alimento con Elías, la mujer apresurará su muerte y la de su hijo.

Pero ella siente que Elías se dirige a ella por encargo de alguien superior; quizá ya ha reconocido que él está tomando una responsabilidad para con ella, una responsabilidad que en principio nada tiene que ver con el hecho de procurarle una comida, sino que concierne directamente a su fe.

Es como si ella hubiera renunciado a lo que pertenece a su fe, la simple confianza en Dios para su sustento diario, y la reconociera nuevamente bajo la forma de esta demanda excesiva. Si Elías no hubiera llegado con su exigencia excesiva, tal vez la fe de la mujer se hubiera perdido de una vez y para siempre.

Pero es precisamente percibiendo esta distancia entre su propia medianía y la exigencia del profeta como la mujer debe reconocer que lo que está en juego tiene algo de extraordinario. No como si se expusiera a una empresa arriesgada, pero preñada de esperanzas; más bien, ella posee algo del que obedece ciegamente, y para este al principio no existen ni esperanzas ni recompensas ni garantías para el futuro.

17,13-16. Elías le dijo: «No temas. Ve y haz lo que has dicho, pero antes prepárame con ese puñado de harina una pequeña galleta y tráemela; después harás una para ti y para tu hijo. Porque así habla Yahveh, el Dios de Israel: El tarro de harina no se agotará ni el frasco de aceite se vaciará, hasta el día en que Yahveh conceda la lluvia sobre la faz de la tierra». Ella fue y hizo según la palabra de Elías, y comieron ella, él y su hijo, durante un tiempo. El tarro de harina no se agotó ni se vació la tinaja de aceite, conforme a la palabra que había pronunciado Yahveh por boca de Elías.

Primero la mujer solo recibe una exigencia. Y no puede negarse. En el momento en que debe decir «sí» al sacrificio, un punto hasta ahora oculto en su interior es tocado y despertado, de modo que ella puede consentir al pedido desde una especie de reserva de fe y de confianza que aún no está en concordancia ni con el resto de su fe ni con el resto de su vida.

Al «no» que ella hubiera querido decir por razones puramente naturales, algo en ella le responde con un nuevo «no» rotundo. Elías debe infundirle una fuerza que viene de Dios, pues él debe realizar en su verdad la palabra que Dios le ha dirigido. Y la exigencia que Dios ya ha dirigido a la mujer demuestra su vitalidad en el «sí» que ella da.

En este había una parte de verdad que correspondía a la verdad de la voz divina; ella la había escuchado, en cierto sentido sin haberla comprendido. Y Elías pone al descubierto la palabra y su verdad intrínseca que vive oculta e incomprendida en ella.

Hace esto, sobre todo, para que la palabra de Dios dirigida a él se haga verdad y permanezca verdad. No puede operar aquí con argumentos racionales; esto implicaría mentirle a la mujer. Pero él sabe que el Señor solo dice la verdad. Y así, con su exigencia a la mujer, debe ubicarse en la verdad siempre mayor del Señor, para poder comunicarle la verdad más pequeña que el hombre puede llegar a comprender.

En Dios, la verdad es completa, infinita, eterna; en el hombre es fragmentaria, como si estuviera quebrada. Elías debe reunir los fragmentos de manera que no solo él, sino sobre todo Dios reconozca en el hombre su promesa hecha verdad y realidad: en el cumplimiento de ella. En el «sí» de la mujer, pero también en el esfuerzo del profeta.

Elías encuentra a la mujer cuando ella está preparando su última comida. Ella sabe la cantidad de aceite y de harina que le queda. Por su experiencia sabe que solo alcanza para una comida.

Cuando se produzca el milagro de la harina y del aceite que cada vez alcanzan, ella perderá toda medida. Al que obedece, Dios siempre le quita la medida. Tan pronto como uno vive de su gracia, desaparecen las medidas, los pesos, las escalas y todos los cálculos humanos. La razón es tomada y asumida por el amor.

Pero el amor debe ser tan fuerte en la obediencia que realmente triunfe sobre la razón. Esta, en la medida en que era solo humana, desaparece, para dar lugar a una nueva razón que es un atributo o una función del amor.

Cuando Elías encuentra a la mujer, lo primero que hace es pedirle un poco de agua. Lo que le solicita no es, por el momento, una tarea difícil. Es como una forma de aproximarse a ella sin que se atemorice. Por el momento, no se percibe nada de una sobreexigencia.

Solo cuando la mujer crece en esta pequeña obediencia, dice un primer «sí», casi sin compromiso, y lo pone en práctica al ir y hacer según la palabra de Elías, solo entonces se presenta la sobreexigencia. Esta resuena después del primer «sí», sobreviene de un modo casi incidental, de nuevo con la intención de no atemorizarla.

Y entonces la mujer aclara su situación: la vasija casi vacía, la muerte ante los propios ojos. Ella y su hijo están preparados para morir. Esta predisposición indica un punto final a lo que ha sido su vida hasta el momento presente, una vida vivida según la simple razón y, quizá, también según una fe que aún no conoce su destino y vocación.

Esta disponibilidad es asumida por Elías e introducida en la nueva vida que él le comunica al despertar en ella la palabra y el encargo del Señor. Ella, que estaba resignada a morir, en adelante habrá de vivir de la obediencia al profeta, en un milagro que se renueva diariamente, y más allá de toda medida.

Ahora Elías retoma la palabra –porque la mujer ya no tiene nada para decir– y hace referencia al tiempo en el que habrá de producirse el milagro. Hasta el día en que Yahveh haga llover sobre la tierra. El tiempo que ha de abarcar este período está en poder de Elías: a menos que yo lo diga.

Sin embargo, él no conoce la hora precisa. Este tiempo desconocido –que va aconteciendo día a día, sin llegar a ser abarcable con la mirada–, entra ahora en el hogar de la viuda y la introduce a ella en su duración milagrosa. Como la profecía misma, la mujer pertenece a este tiempo milagroso: junto con Elías, ella experimentará el milagro día tras día, sin saber jamás cuándo llega la hora.

La obediencia ahora exigida parece dividida en dos: primero darlo todo, luego vivir en una especie de suspensión en medio de la donación. Se muestra lo que es necesario y se cuida de que esta vida en el interior del milagro continúe transcurriendo según la voluntad del Señor.

Pero ya no se permite ninguna pregunta. Ningún asombro. Ninguna duda sobre lo que es correcto. Ninguna preocupación por el mañana. Todo está contenido en la sola palabra obediencia. Y Elías porta la obediencia de la mujer en la suya propia, en una responsabilidad que asume en favor de ella, siguiendo la indicación del Señor a ella.

Como la obediencia de la mujer incluye en sí una obediencia siempre más amplia, así también la obediencia de Elías incluye en sí una obediencia siempre más amplia. Pero, aunque ambas se ofrecen al mismo Señor, están en grados diferentes.

La mujer ha pronunciado un sí que salva su vida y la de su hijo (aunque inicialmente supusiera que su obediencia apresuraría la muerte de ambos), mientras que la obediencia del profeta beneficia a todo el pueblo de Israel, primero en el castigo, luego en la gracia.

Elías solo pide una pequeña galleta, es decir, una cantidad determinada que él ya conoce. Es él quien determina ahora lo que habrá de recibir. Cuando los cuervos le llevaban alimento, la cantidad era determinada por el Señor. Pero el tiempo ha transcurrido y ahora es de nuevo Elías quien decide la medida.

La nueva situación se asemeja en parte a la anterior en el hecho de que el Señor no solo se ocupa de que Elías no pase hambre, sino que también preserva en él sus necesidades naturales. Y mientras la mujer habla sobre la tinaja de harina y el frasco de aceite, que le sirven de recipiente y de medida, al profeta le es devuelto un sentimiento de la medida, algo que había perdido cuando los cuervos lo alimentaban: ellos le llevaban la medida del Señor.

Ahora debe encontrar una nueva relación con la medida del pueblo. Su oración junto al torrente había lugar en un ámbito de aislamiento. Ahora debe volver a convertirse en una oración realizada entre los hombres, pero entre hombres capaces de participar junto con él en los milagros del Señor: es impensable que su oración sufra un menoscabo por este hecho.

La oración es transformada. Así, ambas formas de contemplación están realmente prefiguradas en Elías: la que se hace en soledad y la que se hace en comunidad, pero en una comunidad fundada y sostenida por Dios.

En la soledad, Elías fue alimentado en forma sobrenatural; en la comunidad, de una forma a la vez natural y sobrenatural.

Si se quisiera sacar aquí a colación el tema de la pobreza del contemplativo, podría decirse que una persona sola puede vivir en perfecta pobreza sin tener que preocuparse por el día siguiente. Pero una comunidad necesita al menos tarros y jarros, pequeñas reservas de alimentos, así como tenía la viuda. En una comunidad la pobreza adquiere otra forma.

17,17-24. Después que sucedió esto, el hijo de la mujer cayó enfermo, y su enfermedad se agravó tanto que no quedó en él aliento de vida. Entonces la mujer dijo a Elías: «¿Qué tienes contra mí, hombre de Dios? ¡Has venido a mi casa para recordar mi culpa y hacer morir a mi hijo!». «Dame a tu hijo», respondió Elías. Luego lo tomó del regazo de su madre, lo subió a la habitación alta donde se alojaba y lo acostó sobre su lecho. E invocó a Yahveh diciendo: «Yahveh, Dios mío, ¿también a esta viuda que me ha dado albergue la vas a afligir haciendo morir a su hijo?». Después se tendió tres veces sobre el niño, invocó a Yahveh y dijo: «¡Yahveh, Dios mío, que vuelva la vida a este niño!». Yahveh escuchó el clamor de Elías: el aliento vital volvió al niño, y este revivió. Elías tomó al niño, lo bajó de la habitación alta de la casa y se lo entregó a su madre. Luego dijo: «Mira, tu hijo vive». La mujer dijo entonces a Elías: «Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra de Yahveh está verdaderamente en tu boca».

A través de la enfermedad e inminente muerte de su hijo, la mujer reconoce su culpabilidad. Y no solo se trata de una autocrítica a partir de la cual ella se ve a sí misma como pecadora a lo largo de su vida o reconoce por fin cosas que había olvidado, sino de comprender que la condición en la que ella vive es incompatible con la presencia del profeta.

Reconoce su culpabilidad ante Elías, pero hace de este reconocimiento una acusación contra él. Lo llama «hombre de Dios», como para reforzar el peso de sus palabras. Desconoce el porqué de la presencia de Elías en el lugar, pero comprueba que la muerte de su hijo está ligada a la llegada del profeta y a su estadía junto a ellos.

La pureza del profeta y su propia impureza son incompatibles, y es su hijo quien ha sido sacrificado a causa de esta contradicción. El castigo que recae sobre ella es más duro de lo que hubiera sido en el caso de que Elías no hubiera llegado. Por la presencia del profeta se ahonda la pecaminosidad de la mujer.

No sabemos qué es lo que ella hizo; solo se nos dice que se sintió culpable y que no pudo mantener esta situación frente al profeta. Él la ha puesto al descubierto, la ha confesado. Es esta una confesión relativa a su estado y condición y, al mismo tiempo, es una acusación al hombre de Dios: antes era posible vivir con esa pecaminosidad.

La prueba de ello es que su hijo vivía y estaba sano antes de que Elías llegara.

En la confrontación entre pecado y pureza, esta última se ha mostrado como la más fuerte y la mujer ha padecido el castigo. Ella sabe dos cosas: sin Elías, el niño no habría muerto; pero también (y esto por el momento permanece oculto detrás de la escena): sin Elías, ella hubiera muerto junto con su hijo, por tanto, no hubiera tenido que pasar por el reconocimiento de su culpa, e incluso en la muerte todo habría sido más llevadero.

Pero ahora debe cargar con algo aún más difícil, a pesar de que en un punto se siente inocente: no ha sido ella quien ha invitado al profeta. De todos modos, considerando a «Yahveh, tu Dios» como el Viviente, ya poseía una fe y una vida que vivían en armonía. Pero esta compatibilidad se ha convertido ahora en incompatibilidad.

Dame a tu hijo. Elías interviene. Comprende que como administrador de la verdad de Dios le debe algo a esta mujer, quien en su verdad a medias y en su falta de claridad quizá no había podido vivir mejor.

Ahora bien, la mujer de algún modo ha recibido parte en la pureza y en la verdad de él, aunque sin sumergirse lo suficiente en ambas como para llegar a ser impregnada por ellas. Ciertamente, ha alcanzado a divisar la luz, pero hasta ahora la luz no pudo tomar entera posesión de ella.

Por su confesión, su reconocimiento, también por su pena y su queja, la situación se ha aclarado. Lo que hasta ahora estaba mezclado se ha separado en extremos. Como la mujer se ha convertido en otra, Elías puede implorar a Dios y hacer el milagro.

Ahora ella se ha vuelto capaz de participar en la verdad y en la pureza absolutas, pero por medio de él.

Por eso, la vida que se le infunde de nuevo al niño no tiene que serle dada solo por el Dios todopoderoso, sino también por medio del cuerpo del profeta. Tres veces se tiende sobre el muerto, una sola vez no es suficiente. Es como si estuviera invocando al Dios trino. O como si debiera infundirle a este niño y a través de él a su madre la fe, el amor y la esperanza.

Las tres cosas que están en contra de la vida en el pecado; las tres cosas que pueden hacer que la vida de la mujer sea tan pura como la del mismo Elías. Y así como la mujer reconoce su estado por medio de la muerte del niño, así será introducida en la pureza de Elías por medio del renacimiento del niño.

La enfermedad fue la causante de la muerte del niño, pero sucedió de tal manera que hizo atenta a la madre. Si bien es cierto que aquí ha obrado una causa natural, ella reconoce en este hecho una conexión más profunda.

Elías, por su parte, implora al Señor que devuelva la vida al niño. Él reconoce que el Señor es el dueño de la vida: ella estaba en el niño, ahora está de nuevo en el Señor, tal vez el Señor permita que ella vuelva al niño.

Naturalmente, la vida que viene del Señor es pura, sin ninguna clase de mancha, por lo tanto, libre de las huellas de lo terrenal que antes estaban presentes en ella.

El retorno de la vida es un misterio entre la pureza del Señor y la de Elías. Elías no tiene testigos cuando implora a Dios. No invoca en público, como el Señor llamará a Lázaro fuera de la tumba.

El misterio de la resurrección no admite la presencia de testigos. La madre del niño pudo, por así decirlo, acompañar hasta la acusación, hasta el reconocimiento de su propia culpa. Pero no sería capaz de compartir la experiencia del acontecimiento de la resurrección. En este ámbito ella no posee derecho alguno sobre la vida de su hijo.

Todo acontece en el silencio entre Dios y su profeta.

Luego, tan pronto como el Señor ha actuado y el niño vive, es llevado abajo y dado a su madre. Para ella, en este instante comienza una vida nueva. Tuvo que confiar su hijo muerto, como si fuera un objeto, a la responsabilidad del profeta, sin derecho a inmiscuirse en el caso.

Esto es veterotestamentario. La Palabra de Dios aún no se ha hecho hombre, Lázaro no ha vuelto a la vida, el Hijo mismo no ha resucitado de entre los muertos.

A los cristianos se les encargará una responsabilidad diferente y, por consiguiente, también se les pedirá un acompañamiento diferente. En la resurrección llevada a cabo por Elías se muestra de antemano algo de la resurrección del Señor, pero de un modo velado.

Algo es revelado abiertamente: el niño vive. Algo permanece oculto: nadie puede presenciar el milagro.

La madre está en el umbral de una vida nueva, de una verdad nueva y de una nueva responsabilidad. Pero también Elías, que ha experimentado el efecto de su oración, carga con una nueva y ardua responsabilidad.

El poder de Dios para crear la vida, protegerla en sí y volver a regalarla era conocido por él. Ahora conoce el poder ínsito en la palabra de un creyente, en el que una vez más vive el poder de Dios.

Y Dios regala este poder al creyente como un signo y una confirmación de su misión. Esta debe dar nuevos frutos y ser asumida con una nueva responsabilidad.

Ahora sí reconozco que tú eres un hombre de Dios y que la palabra de Yahveh está verdaderamente en tu boca. De una vez, la misión de Elías ha sido revelada ante los ojos de la mujer. Su «sí» ya no es más el «sí» dado al comienzo, en el que también Elías tuvo que participar para que se cumpliera en su verdad la palabra del Señor; ahora proviene del conocimiento de fe de la mujer, que ha experimentado el milagro y en él percibe cuán estrecho es el nexo entre Dios y el profeta.

Ahora ella sabe que cada palabra de Elías es verdadera: la que le dice a ella y la que le dice al pueblo. Su existencia misma está en la verdad. Y para ella, la palabra es la palabra de Dios, la verdad vinculante de la fe. Debe confesar esto, porque para ella es lo esencial.

Esto no es, en primer lugar, gratitud o alegría por volver a tener a su hijo, sino que expresa la obligación de creer y de dar testimonio de la verdad. Ahora su palabra es testimonio, entrañado en el testimonio mismo de Elías. Para ella, el milagro significa, al mismo tiempo, su ser absuelta. Puede expresar su palabra porque sabe que ha sido perdonada, porque ahora ella es lo suficientemente pura como para comprender y dar testimonio.

Ya al morir su niño llamó al profeta hombre de Dios. En ese momento, él se encontraba presente allí para convencerla de su pecaminosidad. La primera relación se daba entre Dios, el hombre y el pecado.

Luego de la resurrección de su hijo aparece una relación nueva: entre Dios, el hombre y la verdad. Y existe una contradicción entre la verdad y el pecado. Para ella, el sentido de la misión ha cambiado.

Primero, su misión se tradujo en descubrir la propia culpa; ahora, su misión consiste en dar testimonio de la verdad. Entre ambas, a la manera de un punto intermedio, está la vida del niño.

Elías no había pedido en su súplica que al niño le fuera restituida una vida diferente a la anterior. La vida del niño estaba en orden; existía como una totalidad; por su desaparición le muestra a la mujer su vida pecaminosa, por su retorno la convence de la verdad de Dios.

Es una verdad que está en Dios, pero es anunciada por Elías. El campo de la verdad se ha expandido infinitamente para la mujer. Y vida y verdad están ahora juntas y tan bien reunidas que parecen apuntar hacia la venida del Hijo de Dios, quien será ambas a la vez.

La mujer que confesó su pecaminosidad sin ver el milagro con sus propios ojos es como un penitente que experimenta el perdón de sus pecados sin saber cómo esto ocurre. El penitente ha declarado sus pecados y luego ha recibido la absolución, pero entre ambos está, incomprensible, el acto del sacerdote que recibe de Dios el pleno poder de absolver junto con Él, que es quien perdona los pecados.

Del mismo modo, Elías ruega al Señor por el retorno de la vida, en una soledad en la que la mujer pecadora no puede estar presente ni ser testigo. El acto permanece siendo el misterio de la misión sacerdotal, inmerso en el misterio de la cruz del Señor.

Y la vida del niño, cumplimiento de los deseos de la madre, acompaña al perdón por sus pecados que Dios le regala. La vida del niño ya no se describe en adelante, es la vida que tenía antes. El único punto importante aquí es que se trata de una vida y que ella da testimonio del poder de Dios.

Este testimonio fluye dentro del poder que Dios le ha dado a Elías. Así como el Señor da al sacerdote el poder de la absolución y vela este poder en misterios que solo el sacerdote conoce (incluso si la mayor parte de esta realidad sigue siendo un misterio también para el mismo sacerdote), así Elías experimenta el cumplimiento de su plegaria sin saber cómo lo ha realizado Dios.

Todo el evento queda velado en la reverencia que Elías manifiesta a Dios, en la que, sin embargo, también el propio Dios oculta su obrar en su distancia del hombre.

Y ahora para la mujer la verdad existe y está ahí. En la verdad ella puede comenzar una vida nueva junto con su hijo, pero también más allá de él, porque el misterio de la verdad le fue revelado de una forma totalmente personal.

Es como un penitente que se confiesa, quizá, habiendo reconocido su pecaminosidad gracias a alguien de su ambiente y luego de haber recibido la absolución vuelve a retomar su vida junto a esa persona sin que esta, que ha dado la ocasión para ello, sepa exactamente qué es lo que ha ocurrido.

Tampoco el niño da testimonio de su muerte y de su resurrección; no ha sabido nada de la transformación, la experimentará en su madre. Ahora le toca a ella irradiar la verdad recién revelada de un modo tal que también el niño y todos los que entren en contacto con ella participen en ella.

Es un apostolado en la verdad, y aquí se abre una puerta para este apostolado.