Libro XIII
Capítulo I
Invoca a Dios, que le previene con su gracia.
Os invoco, Dios mío, misericordia mía, que me criasteis, y cuando yo os te- nía olvidado, no me olvidasteis. Os invoco para que vengáis a mi alma, a la cual preparáis para que os reciba con el deseo que le inspiráis. No desampa- réis al que ahora os invoca, pues que antes que os invocara me prevenisteis y frecuentemente insististeis con muchas maneras de voces, para que de lejos os oyese y me convirtiese y os llamase a Vos que me llamabais.
Porque Vos, Señor, borrasteis todos mis méritos malos para no dar su me- recido a estas mis manos que os hicieron traición, y prevenisteis todos mis méritos buenos para galardonar a vuestras manos con que me hicisteis. Por- que antes que yo fuese, erais Vos; ni era yo algo para que me otorgaseis el ser. Y, sin embargo, he aquí que soy por vuestra bondad, que previno todo esto: que me hicisteis y por qué me hicisteis. Porque Vos no tenéis necesi- dad de mí, ni yo soy tal bien de que Vos pudierais ser ayudado, Señor mío y Dios mío; ni puedo en tal manera serviros como para que no os fatiguéis en obrar, o para que no sufra mengua vuestro poder, faltándole mi obse- quio, ni para daros culto como se cultiva la tierra, que si no os doy culto, quedaréis baldío, sino para serviros y daros culto, a fin de que me venga la felicidad de Vos, de quien me viene el ser capaz de ser feliz.
Capítulo II
Las criaturas reciben todo su bien de la bondad de Dios.
Pues es así que de la plenitud de vuestra bondad recibió el ser toda cria- tura a fin de que un bien que nada podía aprovecharnos, ni procediendo de Vos había de ser igual a Vos, sin embargo, ya que por Vos podía ser hecho, no faltase. Porque ¿qué os había merecido el cielo y la tierra que hicisteis en el principio? Digan qué os merecieron la naturaleza espiritual y la corporal que hicisteis en vuestra Sabiduría, para que de ella estuviesen
pendientes, aunque incoadas e informes, cada una según su género, espi- ritual o corporal, propendiendo al desorden y a una remota desemejanza vuestra: la espiritual informe, más excelente que si fuese un cuerpo forma- do; y la corporal informe más excelente que si absolutamente nada fuese; y así informes habrían estado pendientes de vuestro Verbo, si por el mismo Verbo no hubieran sido reducidas a vuestra Unidad, y formadas y hechas por Vos, sumo Bien, todas ellas sobre manera buenas (Gen., 1, 31). ¿Qué mérito tenían delante de Vos para ser siquiera informes, las que ni aun eso serían sino por Vos?
¿Qué mérito tuvo ante Vos la materia corporal para ser, al menos, invi- sible e incompuesta, cuando ni aun eso sería, sino porque Vos la hicisteis? Y, por tanto, pues no era, no podía merecer de Vos que la hicieseis. O ¿qué méritos tuvo ante Vos la incoación de la criatura espiritual [el ángel], ni aun siquiera para que flotase tenebrosa, semejante al abismo, desemejante a Vos, si por el mismo Verbo no hubiese sido convertida hacia el mismo por quien había sido hecha, e iluminada por Él, se trocase en luz, aunque no igual, pero, al menos, conforme a la forma, que es igual a Vos? Porque así como para un cuerpo no es lo mismo ser que ser hermoso –de otro mo- do, no podría ser deforme–, así también para un espíritu creado no es lo mismo vivir que sabiamente vivir; porque si así fuese, sería inconmutable en sabiduría. Bueno es, sin embargo, para él estar unido a Vos (Ps., 72, 28) siempre, para que la luz que ha adquirido acercándose a Vos, no la pierda apartándose, y no vuelva a caer en la vida tenebrosa, semejante al abismo. Porque también nosotros, que en cuanto al alma, somos criatura espiritual, apartándonos de Vos, nuestra luz, en aquella vida fuimos algún tiempo tinieblas (Efes., 5, 8); y aún trabajamos envueltos en los residuos de nuestra oscuridad, hasta que seamos justicia vuestra en vuestro Unigénito, ya que antes fuimos juicios vuestros como un gran abismo (Ps., 35, 7).
Capítulo III
Iluminación de los ángeles.
Mas lo que en las primeras creaciones dijisteis (Gen., 1, 3): Sea la luz, y fue la luz, entiéndolo yo no incongruentemente efectuado en la criatura espiri- tual; porque era ya una cierta manera de vida, que Vos podíais iluminar. Mas así como no había merecido de Vos ser tal vida que pudiera ser iluminada, así tampoco, cuando ya era, mereció de Vos que la iluminaseis. Porque ni tampoco su informidad os habría agradado, si no se trocase en luz, no por esencia, sino contemplando la Luz que ilumina (Jn., 1, 9) y permaneciendo adherida a ella, para que lo que tiene de vida y de vida bienaventurada, no
lo deba sino a vuestra gracia; convertida por una mudanza mejor hacia aquello que ni en mejor ni en peor puede mudarse: y eso sois solo Vos; porque solo Vos sencillamente sois para quien no es una cosa vivir y otra bienaventuradamente vivir, porque Vos sois vuestra bienaventuranza.
Capítulo IV
Nada hizo Dios por indigencia.– El Espíritu de Dios.
¿Qué os faltaría, pues, al Bien que Vos sois para Vos, aunque entera- mente no existiesen, o hubiesen quedado informes esas criaturas que Vos hicisteis, no por indigencia, sino por plenitud de vuestra bondad, redu- ciéndolas y convirtiéndolas a su forma, no como si por ellas se hubiera de completar vuestro gozo? Pues, como a perfecto que sois, os desagrada su imperfección, para que sean por Vos perfeccionadas y os agraden; mas no como a imperfecto, como si también Vos con su perfección hubierais de perfeccionaros.
Porque vuestro Espíritu bueno se cernía sobre las aguas (Gen., 1, 2); no era llevado por ellas como si en ellas reposase. Porque aquellos en quienes se dice que reposa vuestro Espíritu, Él los hace reposar en Sí. Pero vuestra vo- luntad incorruptible e inconmutable, en sí misma suficiente a sí misma, se cernía sobre aquella vida que Vos habíais hecho; para la cual no es lo mis- mo vivir que bienaventuradamente vivir, porque también vive flotando en su oscuridad. Fáltale convertirse a Aquel por quien fue hecha, y más y más vivir cabe la fuente de la vida, y en la luz de Ella ver la luz (Ps., 35, 10), y ser perfeccionada, iluminada, beatificada.
Capítulo V
La Santísima Trinidad, bosquejada.
He aquí que en enigma aparece ante mí la Trinidad, que sois Vos, Dios mío. Porque Vos, Padre, en el principio de nuestra Sabiduría, que es vuestra Sabiduría nacida de Vos e igual y coeterna con Vos, esto es, en vuestro Hijo, hicisteis el cielo y la tierra. Y muchas cosas hemos dicho del cielo del cielo y de la tierra invisible e incompuesta, y del abismo tenebroso, en orden a los desfallecimientos vagarosos de la naturaleza espiritual informe, si no se hubiera convertido hacia Aquel por quien era una cierta manera de vida, y por iluminación llegara a ser vida hermosa y fuera cielo del cielo, de aquel cielo que entre agua y agua fue hecho después (Gen., 1, 6-8).
Y tenía ya al Padre en el nombre a Dios que hizo estas cosas; y al Hijo en el nombre del Principio en que las hizo; y creyendo como creo que mi Dios es Trinidad, buscaba en vuestras santas palabras, y he aquí que vuestro Espí- ritu se cernía sobre las aguas. He aquí la Trinidad, mi Dios, Padre, e Hijo y Espíritu Santo, Creador de toda criatura.
Capítulo VI
Por qué sólo después de tantas cosas es nombrado el Espíritu Santo.
Pero ¿qué causa había, oh Luz de la verdad –a Vos acerco mi corazón para que no me enseñe cosas vanas; disipad sus tinieblas, y decidme, os ruego; por la caridad, que es mi madre, os lo ruego, decidme–, qué causa había para que, después de nombrado el cielo y la tierra invisible e incompuesta y las tinieblas sobre el abismo, entonces finalmente vuestra Escritura nom- brase a vuestro Espíritu? ¿Acaso porque convenía de tal suerte insinuarle, que se dijera que se cernía sobre algo, y no podía eso decirse sin mencionar primero aquello sobre lo cual pudiera entenderse que vuestro Espíritu se cernía? Porque no se cernía sobre el Padre, ni sobre el Hijo; ni propiamente se pudiera decir que se cernía (superferri) si no se cernía sobre algo. Preciso era, pues, nombrar antes aquello sobre que se cernía, y después Aquel que no convenía ser nombrado, sino diciendo que se cernía sobre algo.
Mas ¿por qué razón no convenía nombrarle de otra suerte, sino diciendo que se cernía sobre algo?
Capítulo VII
Cómo nos eleva el Espíritu Santo.
Ya desde aquí, siga con el entendimiento quien pueda a vuestro Apóstol, que dice: Que vuestra caridad se ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom., 5, 5); y que, acerca de los do- nes espirituales, enseña y muestra el sobreeminente camino de la caridad (1 Cor., 12, 31); y que por nosotros dobla las rodillas delante de Vos, para que conozcamos la sobreeminente ciencia de la caridad de Cristo (Efes., 3, 14 y 19). He aquí por qué el Espíritu, sobreeminente desde el principio, se cernía sobre las aguas. ¿A quién lo diré? ¿Cómo hablaré del peso de la concupiscencia hacia el derrumbadero del abismo, y de la fuerza elevadora de la caridad por vuestro Espíritu, que se cernía sobre las aguas? ¿A quién lo diré? ¿Cómo lo diré? Pues no son lugares en que nos hundimos y de que surgimos. ¿Qué cosa más semejante, y qué cosa más desemejante? Son los
afectos, son los amores, es la inmundicia de nuestro espíritu que corre ha- cia abajo por el amor de los afanes terrenos; y es vuestra santidad que nos eleva a lo alto por el amor de la seguridad, para que tengamos el corazón levantado hacia Vos, allí donde vuestro Espíritu se cierne sobre las aguas, y arribemos al sobreeminente descanso cuando nuestra alma haya pasado las aguas que no tienen sustancia (Ps., 123, 5).
Capítulo VIII
El alma no es feliz con menos que Dios.
Cayó el ángel, cayó el alma del hombre, y mostraron el abismo de toda criatura espiritual en el profundo tenebroso, si no hubierais dicho desde el principio: Hágase la luz, y se hubiese hecho la luz; y si no se hubiese adherido a Vos toda inteligencia obediente de vuestra ciudad celestial, y reposado en vuestro Espíritu, que inconmutablemente se cierne sobre todo lo mudable. De otra suerte, aun el mismo cielo del cielo sería en sí abismo tenebroso; mas ahora es luz en el Señor (Efes., 5, 8).
Pues aun en la misma mísera inquietud de los espíritus caídos y que muestran sus tinieblas desnudas de la veste de vuestra luz, bastantemente manifestáis cuán grande hicisteis la criatura racional, a la cual no puede bastar para el descanso bienaventurado todo lo que es menos que Vos, y, por tanto, ni ella se basta a sí misma. Porque Vos, Señor Dios nuestro, habéis de iluminar nuestras tinieblas (Ps., 17, 2); de Vos provienen nuestras vestiduras, y con ellas nuestras tinieblas serán como el mediodía (Ps., 138, 12). ¡Daos a mí, Dios mío; restituíos a mí! Ved que os amo, y si es poco, haced que os ame con más fuerza; porque no puedo medirlo para saber cuánto me falta de amor, para tener lo que basta para que mi vida corra a vuestros abrazos, y de ellos no se separe hasta esconderse en lo escondido de vuestra faz (Ps., 30, 21). Esto sólo sé; que sin Vos me va mal, no sólo fuera de mí, sino aun dentro de mí mismo; y que toda abundancia que no es mi Dios, es indigencia.
Capítulo IX
El Espíritu Santo es el lugar de nuestro descanso.
¿Por ventura, el Padre o el Hijo no se cernían sobre las aguas? Si se entiende de lugar, a la manera de un cuerpo, tampoco se cernía el Espí- ritu Santo; mas si es por la eminencia de la inconmutable divinidad sobre todo lo mudable, el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo se cernían sobre las aguas.
¿Por qué, pues, se dijo esto solamente de vuestro Espíritu? ¿Por qué de solo Él se menciona como el lugar donde estaba, lo que (para Él) no era lugar? Porque de solo Él se dijo que es vuestro Don: en vuestro Don des- cansamos; allí gozamos de Vos: nuestro descanso es nuestro lugar. El amor nos eleva allá, y vuestro Espíritu bueno (Ps., 142, 10) levanta nuestra bajeza de las puertas de la muerte (Ps., 9, 15). En vuestra buena voluntad tenemos paz.
El cuerpo con su peso tiende a su lugar; el peso no va solamente hacia aba- jo, sino a su lugar. El fuego tiende hacia arriba; la piedra, hacia abajo; por sus pesos se mueven y van a su lugar. El aceite derramado debajo del agua se levanta sobre el agua; el agua derramada encima del aceite se sumerge debajo del aceite: por sus pesos se mueven: van a su lugar.
Las cosas mal ordenadas están inquietas: pónense en orden y descansan.
Mi peso es mi amor: él me lleva doquiera que soy llevado. Vuestro Don nos enciende y nos lleva hacia arriba: nos enardecemos y subimos: ascendemos ascensiones en el corazón (Ps., 83, 6), y cantamos el Cántico de las Subidas. Con vuestro fuego nos enardecemos y caminamos; porque vamos arriba, a la paz de Jerusalén; porque me he gozado en esto que me han dicho: Iremos a la casa del Señor (Ps., 121, 6, 1). Allí nos colocará vuestra buena voluntad, de suerte que ninguna otra cosa queramos sino permanecer allí eternamente.
Capítulo X
Que el ángel, apenas criado, fue al punto iluminado.
Dichosa la criatura que no conoció otro estado; bien que otro estado fuera el suyo si por vuestro Don, que se cierne sobre todo lo mudable, apenas creada, sin ningún intervalo de tiempo, no hubiera sido levantada con aquel llamamiento en que dijisteis: Hágase la luz, y fuese hecha la luz. Porque en nosotros distingues por el tiempo el haber sido tinieblas y el ser trocados en luz (Efes., 5, 8); pero en la criatura angélica hemos dicho lo que hubiera sido, de no ser iluminada; y en este sentido hemos hablado, cual si primero hubiera sido inconstante y tenebrosa, a fin de que apareciese la causa que hizo fuese de otra manera; esto es, que convertida a la Luz inde- ficiente, ella misma fuese luz.
Entiéndalo el que pueda; y el que no pueda, pídalo a Vos. ¿Por qué ha de venir a molestarme, como si yo iluminara a algún hombre que viene a este mundo? (Jn., 1, 9).
Capítulo XI
Imagen de la Trinidad en el hombre.
¿Quién conoce la Trinidad omnipotente? ¿Y quién no habla de ella, si es que es Ella? Rara es el alma, cualquiera que habla de Ella, que sabe lo que dice. Y porfían y discuten: y nadie sin paz ve esta visión.
Quisiera que los hombres pensaran estas tres cosas en sí mismos. Muy dis- tintas son estas tres cosas de aquella Trinidad; mas dígolo para que se ejer- citen y prueben y sientan cuán distintas son:
Estas son las tres cosas que digo: ser, conocer, querer. Porque yo soy, y co- nozco, y quiero. Soy el que conoce y quiere; conozco que soy, que conozco y quiero, y quiero ser y conocer.
En estas tres cosas, pues, cuán inseparable sea la vida: una sola vida, una sola inteligencia y una sola esencia: y, finalmente, cuán inseparable la dis- tinción, pues hay distinción, véalo quien pueda. Cada uno está en presencia de sí mismo: ponga atención a sí mismo y observe y dígamelo.
Pero después que en este punto hubiere hallado algo y lo dijere, no piense ya haber hallado aquel Ser que sobre todas estas cosas es inconmutable: que inconmutablemente es, inconmutablemente conoce e inconmutable- mente quiere.
Ahora bien: si porque estas tres cosas se hallan en Dios es por lo que hay en Él Trinidad, o bien, estas tres cosas se hallan en cada Persona, de suerte que todas tres sean de cada una, o si lo uno y lo otro se realiza en Dios por modo maravilloso, con simplicidad y multiplicidad, en virtud de la grandeza ubérrima de su unidad, que tiene el infinito como límite de sí misma, y, por tanto, inconmutablemente el mismo es, y a sí mismo se conoce, y a sí mismo se basta, ¿quién lo pensará fácilmente?, ¿quién de alguna manera lo dirá?,
¿quién de cualquier modo temerariamente lo resolverá?
Capítulo XII
Nuestra creación espiritual.
¡Adelante en tu confesión, oh fe mía! Dile al Señor tu Dios: Santo, San- to, Santo, Señor Dios mío (Is., 6, 3): en vuestro nombre fuimos bautizados, Padre e Hijo y Espíritu Santo; en vuestro nombre bautizamos, Padre e Hijo y Espíritu Santo (Mt., 28, 19). Porque también entre nosotros hizo Dios en su Cristo el cielo y la tierra, los espirituales y los carnales de su Iglesia (1 Cor., 3, 1). Y nuestra tierra, antes que recibiera la forma de la doctrina, era invisible
e incompuesta, y estábamos envueltos en tinieblas de ignorancia, porque Vos en corrección de la culpa castigáis al hombre (Ps., 38, 12), y son vuestros juicios gran abismo (Ps., 37, 7).
Pero como vuestro Espíritu se cernía sobre el agua, no abandonó vuestra misericordia a nuestra miseria, y dijisteis: Hágase la luz (Gen., 1, 3). Haced penitencia, porque se acerca el reino de Dios (Mt., 3, 2). Haced penitencia: hágase la luz. Y como nuestra alma estaba dentro de nosotros conturbada, nos acordamos de Vos desde la tierra del Jordán y desde el Monte igual a Vos (Ps., 41, 7), pero pequeño por amor nuestro [Cristo]; y nos desagrada- ron nuestras tinieblas, y nos convertimos a Vos, y se hizo la luz. Y ved cómo fuimos un tiempo tinieblas, mas ahora luz en el Señor (Efes., 5, 8).
Capítulo XIII
Somos luz con la luz de la fe, no de la visión.
Y, sin embargo, todavía lo somos por fe, no por visión (2 Cor., 5, 7). Por- que en esperanza somos salvos; mas la esperanza que se ve no es esperanza (Rom., 8, 24). Todavía el abismo llama al abismo, pero ya es con la voz de vuestras cataratas. Todavía aún aquel que dice: No puedo hablaros como a espirituales, sino como a carnales (1 Cor., 3, 1); aun él mismo no cree haber- lo todavía alcanzado; mas olvidando lo que queda atrás, se lanza a lo que está por delante (Filip., 3, 13), y gime agobiado (2 Cor., 5, 4), y su alma tiene sed del Dios vivo, como el ciervo de la fuente de las aguas, y dice: ¿Cuándo vendré? (Ps., 41, 2, 3), deseando sobrevestirse de su morada celestial (2 Cor., 5, 2). Y da voces al abismo inferior, diciendo: No os configuréis a semejanza de este siglo, antes reformaos por la renovación de vuestra mente (Rom., 12, 2); y: No seáis niños en el juicio, sino párvulos en malicia, pero en el jui- cio, hombres maduros; y: ¡Oh insensatos Gálatas!, ¿quién os fascinó? Pero [clama] no ya con su voz, sino con la vuestra, que enviasteis vuestro Espíritu desde las alturas (Sab., 9, 17) por Aquel que subió a lo alto, y abrió las cata- ratas de sus dones, para que las avenidas del río alegrasen vuestra ciudad (Ps., 45, 5).
Por Él suspira el amigo del Esposo (Jn., 3, 29), teniendo ya en Él Las primicias del espíritu; pero gimiendo todavía dentro de sí, esperando la adopción, la redención de su cuerpo (Rom., 8, 23). Por Él suspira, porque es miembro de la esposa; y por Él cela, porque es amigo del Esposo; por Él cela, no por sí mismo; porque con la voz de vuestras cataratas, no con la suya propia, cla- ma al otro abismo, por el cual cela, y teme no sea que, así coma la serpiente engañó a Eva, así también ellos, corrompidos sus sentidos, degeneren de la
castidad que hay en nuestro Esposo, vuestro Unigénito (2 Cor., 11, 3). Que es aquella luz de visión cuando le viéremos tal como es (1 Jn., 3, 2, y hubieren pasado las lágrimas que han venido a ser mi pan de día y de noche, mien- tras me dicen cada día: ¿Dónde está tu Dios?
Capítulo XIV
Esperanza de llegar a la luz de la gloria.
También yo digo: Dios mío, ¿dónde estáis? He aquí que donde Vos estáis respiro un poquito en Vos, cuando derramo mi alma sobre mí con voz de alborozo y alabanza, sonido de quien celebra fiesta (Ps., 41, 6). Y todavía está triste porque torna a caer y se convierte en abismo o, mejor, siente que todavía es abismo. Dícele mi fe, que encendisteis Vos en la noche delante de mis pasos: ¿Por qué estás triste, alma mía, y por qué me conturbas? Espe- ra en el Señor (Ps., 41, 6); antorcha para mis pies es su palabra (Ps., 118, 115). Espera y persevera, hasta que pase la noche, madre de los malhechores: hasta que pase la ira del Señor (Isai., 26, 20), de la cual fuimos hijos (Efes., 2, 3) también nosotros, fuimos algún tiempo tinieblas (ibi., 5, 8), cuyos re- siduos arrastramos en el cuerpo, muerto por el pecado (Rom., 8, l0), hasta que refresque el día y huyan las sombras (Cant., 2, 17). Espera en el Señor: de mañana me presentaré y veré la salud de mi rostro (1. c.), que vivificará nuestros cuerpos mortales por el Espíritu que habita en nosotros (Rom., 8, 11); porque sobre nuestro interior tenebroso e inestable misericordio- samente se cernía. De Él en esta peregrinación hemos recibido prendas (2 Cor., 1, 22) para que seamos ya luz (Efes., 5, 8), mientras todavía en espe- ranza somos salvos (Rom., 8, 24) e hijos de la luz, e hijos del día, no hijos de la noche ni de las tinieblas (1 Tesal., 5, 5), como, sin embargo, hemos sido. Entre ellos y nosotros, en la actual incertidumbre del humano conocimien- to, sólo Vos ponéis división, Vos, que probáis nuestros corazones (ib., 24) y llamáis a la luz día y a las tinieblas noche (Gen., 1, 5). Porque ¿quién es el que nos discierne, sino Vos? ¿Qué tenemos que no lo hayamos recibido de Vos (1 Cor., 4, 7), nosotros, vasos de honor, de la misma masa que otros han sido hechos vasos de ignominia? (Rom., 9, 21).
Capítulo XV
Nuestro «firmamento» espiritual es la autoridad de la Escritura.
¿O quién, sino Vos, Dios nuestro, nos hicisteis en vuestra divina Escritura el firmamento de autoridad sobre nosotros? Porque el cielo se plegará como
un libro (Isai., 24, 4), y ahora como una piel se extiende sobre nosotros (Ps., 103, 2). Porque de más sublime autoridad es vuestra divina Escritura, ya después que arrostraron la muerte aquellos mortales por cuyo ministerio nos la comunicasteis. Y Vos sabéis, Señor, Vos sabéis de qué manera vestisteis de pieles a los hombres cuando el pecado los hizo mortales.
Por eso extendisteis como una piel el firmamento de vuestro Libro, vues- tras invariablemente concordes palabras, que por ministerio de hombres mortales pusisteis sobre nosotros. Porque por la misma muerte de ellos, el firmamento de autoridad de vuestros oráculos, pronunciados por ellos, se extiende más sublimemente sobre todo lo que está debajo; que mientras ellos vivían, no estaba tan sublimemente extendido. Porque aún no habíais Vos extendido el cielo como una piel; aún no habíais difundido por todas partes la fama de su muerte.
Haced que veamos, Señor, los cielos, obra de vuestras manos (Ps., 8. 4); disipad de nuestra vista la nube con que los tenéis encubiertos. Allí está vuestro testimonio, que presta sabiduría a los pequeñuelos (Ps., 18, 8). Sa- cad, Señor, perfecta alabanza de la boca de los infantes y lactantes (Ps., 8, 3). Porque no conocemos otros libros que así destruyan la soberbia; que así destruyan al enemigo y al defensor que, defendiendo sus pecados, resiste a reconciliarse con Vos. No conozco, Señor, otras palabras tan castas que así me persuadiesen la confesión de mis culpas, y doblegasen mi cerviz a vuestro yugo, y me invitasen a serviros gratuitamente. Que yo las entienda, Padre bueno: concédelo a mi sumisión, puesto que para los sometidos les habéis dado firmeza.
Otras aguas hay sobre este firmamento (Gen., 1, 7) inmortales, creo yo, y apartadas de la corrupción terrena. Alaben vuestro nombre, que os alaben los sobrecelestiales pueblos de vuestros ángeles, los cuales no han menes- ter alzar sus ojos a este firmamento y leyendo conocer vuestra palabra; porque ven siempre vuestra faz (Mt., 18, 10), y en ella leen, sin ayuda de sílabas sucesivas, lo que de ellos quiere vuestra eterna voluntad. Leen, eli- gen y aman. Siempre leen, y lo que leen nunca pasa: porque eligiéndola y amándola, leen la misma inconmutabilidad de vuestro consejo. No se cierra su códice ni se arrolla su libro, porque Vos mismo sois para ellos libro; y lo sois eternamente, porque los habéis colocado sobre este firmamento que afirmasteis sobre la flaqueza de estos pueblos inferiores, para que alzasen los ojos y conociesen vuestra misericordia, que con palabras temporales os anuncian a Vos que hicisteis los tiempos. Porque en el Cielo, Señor, está vuestra misericordia, y vuestra verdad se encumbra hasta las nubes (Ps., 35, 6). Pasan las nubes, pero el cielo permanece. Pasan de esta vida a la otra vida los predicadores de vuestra palabra, pero vuestra Escritura has-
ta el fin del mundo se extiende sobre los pueblos. Mas también el cielo y la tierra pasarán, pero vuestras palabras no pasarán (Mt., 24, 35). Porque también el cielo se plegará como una piel (Isai., 24, 4), y el heno, sobre el cual se extendía, con su esplendor pasará, pero vuestra palabra permanece eternamente (Isai., 40, 6-8). Ella se nos muestra ahora en el enigma de las nubes y por el espejo del cielo, no como es (1 Cor., 13, 12), porque tampoco nosotros, aunque seamos amados de vuestro Hijo, se ha manifestado aún lo que seremos (1 Jn., 3, 2). Él nos atisbó por las celosías de su carne (Cant., 2, 9), y nos acarició y nos abrasó; y corremos tras sus perfumes (Cant., 1, 3). Mas cuando apareciese, seremos semejantes a Él, porque le veremos como es (1 Jn., 3, 2); según es, Señor, la capacidad de nuestra visión, que todavía no tenemos.
Capítulo XVI
Sólo Dios se comprende a Sí mismo.
Porque tal como absolutamente sois Vos, sólo Vos lo conocéis, que inconmutablemente sois e inconmutablemente conocéis e inconmutable- mente queréis; y vuestra esencia inconmutablemente conoce y quiere; y vuestro conocimiento inconmutablemente es y quiere; y vuestra voluntad inconmutablemente es y conoce. Y no parece ser justo delante de Vos que a la manera como a sí misma se conoce la Luz inconmutable, así sea conocida por el iluminado entendimiento conmutable. Y por esto mi alma está como tierra sin agua delante de Vos (Ps., 142, 6). Porque así como de sí misma no puede iluminarse, así tampoco de sí misma puede saciarse. Porque así está en Vos la fuente de la vida, como en vuestra Luz veremos la Luz (Ps., 35, 10).
Capítulo XVII
Qué se entiende místicamente por los mares y qué por la tierra seca.
¿Quién congregó las aguas amargas, que son los mundanos, en una so- ciedad? Porque uno mismo es el fin de ellos: la felicidad terrena y temporal, por la cual hacen todas las cosas, aunque fluctúen en innumerable variedad de cuidados. ¿Quién, Señor, sino Vos, que dijisteis que se congregasen todas las aguas en un solo lugar y apareciese la tierra seca (Gen., 1, 9) sedienta de Vos? Porque vuestro es también el mar, y Vos lo hicisteis, y vuestras manos formaron la tierra seca (Ps., 94, 51). Que no la amargura de las voluntades, sino la reunión de los aguas recibe el nombre de mar. Porque Vos refrenáis
también las malas concupiscencias de las almas, y les fijáis límites hasta donde podrán avanzar las aguas, de modo que sus olas se rompan sobre sí mismas, y así hacéis el mar, según la ordenación de vuestro imperio sobre todas las cosas.
Pero las almas sedientas de Vos y comparecientes delante de Vos, separa- das por otro fin de la sociedad del mar, Vos las regáis con una secreta y dulce fuente, para que también la tierra dé su fruto (Ps., 84, 13); y da su fruto, y mandándolo Vos, Señor Dios de ella, germina nuestra alma obras de miseri- cordia, según su género, amando al prójimo en el remedio de las necesidades materiales, y teniendo en sí mismo la semilla según su semejanza (Gen., 1, 11 y 12), porque por el sentimiento de nuestra flaqueza nos compadecemos para remediar a los indigentes, socorriéndoles de la manera que nosotros querría- mos ser socorridos si de igual modo lo necesitásemos; y esto no solamente en cosas fáciles, que son como la hierba con su semilla, sino también con la pro- tección de un socorro fuerte y robusto, que es como un árbol fructífero, esto es, benéfico para arrebatar de la mano del poderoso al que padece injusticia, ofreciéndole sombra de protección con el roble poderoso del justo juicio.
Capítulo XVIII
Místicos luminares en el firmamento.
Así, Señor, así, os ruego, nazca –como Vos lo hacéis, como Vos dais la alegría y la fuerza– nazca de la tierra la verdad, y mire desde el cielo la justicia (Ps., 84, 12), y háganse luminares en el firmamento (Gen., 1, 14). Par-tamos al hambriento nuestro pan, y al necesitado que carece de techo introduzcámosle en nuestra casa; vistamos al desnudo y no despreciemos a los compañeros de nuestro linaje (Isai., 58, 7). Y nacidos en nuestra tierra estos frutos, ved que es bueno (Gen., 1, 12); y rompa temprana nuestra luz (Isai, 58, 8), y tras esta inferior cosecha de acción, exhibiendo para deli- cias de la contemplación la superior palabra de vida, aparezcamos como luminares en el mundo (Filip., 2, 16 y 15), fijos en el firmamento de vuestra Escritura. Porque allí discutís con nosotros para que hagamos división entre las cosas inteligibles y las sensibles, como entre el día y la noche (Gen., 1, 14), o entre las almas, entregadas unas a las cosas inteligibles y otras a las sensibles; de suerte que ya no solamente Vos en lo recóndito de vuestro discernimiento, como antes de ser hecho el firmamento, hagáis división entre la luz y las tinieblas (Gen., 1, 4), sino también vuestros espirituales, colocados en el mismo firmamento y distintos en méritos, manifestada ya por el orbe vuestra gracia, luzcan sobre la tierra, y hagan división entre el día y la noche y señalen los tiempos (Gen., 1, 14). Porque lo viejo pasó; ved,
se ha hecho nuevo (2 Cor., 5, 17); y porque más cerca está nuestra salud que cuando abrazamos la fe (Rom., 13, 11); y porque la noche está avanzada y el día se avecina (ib., 12); y porque Vos coronáis con vuestras bendiciones el año (Ps., 64, 12), enviando trabajadores a vuestra mies, en cuya siembra otros trabajaron (Jn., 4, 38), y enviándolos también para otra siembra, cuya siega es al fin del mundo. Así cumplís sus votos al deseoso, y bendecís los años del justo. Mas Vos sois siempre el mismo, y en vuestros años, que no fenecen (Ps., 101, 28), preparáis el granero para los años que transcurren.
Porque con eterno consejo derramáis a sus propios tiempos bienes celestia- les sobre la tierra. Porque a uno le es dado por el Espíritu lenguaje de sabiduría (1 Cor., 12, 8), como a luminar mayor (Gen., 1, 16), por razón de aquellos que se deleitan en la luz de la verdad perspicua, como al principio del día (ib.,); mas a otro, lenguaje de ciencia, según el mismo Espíritu (1 Cor., 12, 8), como a luminar menor (Gen., 1, 16); a otro, fe; a otro, don de curaciones; a otro, operaciones de milagros; a otro, profecía; a otro, discernimiento de espíritus; a otro, varieda- des de lenguas (1 Cor., 12, 9-10); y todo esto como estrellas (Gen., 1, 10). Porque todas estas cosas obra un mismo y solo Espíritu, repartiendo sus propios dones a cada uno según quiere (1 Cor., 12, 11), en manifestación suya para común utilidad (ib., 7). Mas el lenguaje de la ciencia, en la cual se contienen todos los sacramentos, que varían con los tiempos como la luna, y las demás clases de dones que, como estrellas, quedan mencionados, cuanto distan de aquella cla- ridad de la sabiduría, de que goza el mencionado día, tanto están al comienzo de la noche (Gen., 1, 16). Porque son necesarios a aquellos a quienes aquel prudentísimo siervo vuestro no pudo hablar como a espirituales, sino como a carnales (1 Cor., 3, 1); aquel que habla sabidurías entre los perfectos (ib., 2, 6). Mas el hombre animal, como pequeñuelo en Cristo y que se alimenta de leche, hasta que se robustezca para tomar manjar sólido, y fortalezca la vista para mirar al sol, no tenga por abandonada a las tinieblas su noche, sino conténtese con la luz de la luna y de las estrellas.
Esto es lo que sapientísimamente disputáis con nosotros, Dios nuestro, en vuestro Libro, vuestro firmamento, a fin de que lo discernamos todo en contemplación maravillosa, aunque todavía por las señales, y por los tiem- pos, y por los días, y por los años (Gen., 1, 14).
Capítulo XIX
Disposiciones para que aparezcan los luminares. Los Apóstoles.
Pero antes lavaos, purifícaos, apartad la maldad de vuestras almas y de la vista de mis ojos (Isai., 1, 16), a fin de que aparezca la tierra seca (Gen.,
1, 9); aprended a obrar el bien, haced justicia al huérfano, defended a la viuda (Isai., 1, 17), para que la tierra germine hierba de pasto y árboles frutales (Gen., 1, 11); y venid, discutamos, dice el Señor (Isai., 1, 18), para que se hagan luminares en el firmamento del cielo, que luzcan sobre la tierra (Gen., 1, 14, 15).
Preguntaba aquel rico al Maestro bueno qué haría para alcanzar la vida eterna. Dícele el Maestro bueno –que el rico pensaba era hombre y nada más, pero que es bueno porque es Dios–, dícele que, si quiere llegar a la vida, guarde los mandamientos, aparte de sí la amargura de la malicia y de la iniquidad, no mate, no fornique, no hurte, no diga falso testimonio; para que aparezca la tierra seca y germine, honre a la madre y al padre y el amor al prójimo (Mt., 19, 16-18).
Todo esto, dijo, lo he hecho.
¿De dónde, pues, tantas espinas, si es tierra fructífera? Ve, arranca los salva- jes zarzales de la avaricia; vende lo que posees y llénate de frutos dándolo a los pobres, y tendrás un tesoro en los Cielos, y sigue al Señor, si quieres ser perfecto (ib., 21), asociado a aquellos entre los cuales habla sabiduría (1 Cor., 2, 6) aquel que sabe qué ha de distribuir al día y qué a la noche, para que también lo sepas tú, para que también para ti aparezcan luminares en el firmamento del cielo (Gen., 1, 14); y eso no sucederá si no estuviere allí tu corazón; y eso tampoco sucederá si no estuviere allí tu tesoro (Mt., 6, 21), como lo oíste del Maestro bueno.
Pero se entristeció (Lc., 18, 28) la tierra estéril, y las espinas ahogaron la palabra (Mt., 13, 7).
Mas vosotros, linaje escogido (1 Pedr., 2, 9), lo débil del mundo (1 Cor., 1, 27), que todo lo dejasteis por seguir al Señor (Lc., 18, 28), id en pos de Él y confundid lo fuerte (1 Cor., 1, 27); id en pos de Él, pies hermosos (Rom., 10, 15), y lucid en el firmamento, para que los cielos narren su gloria (Ps., 18, 2), haciendo división entre la luz de los perfectos –mas no todavía como la de los ángeles– y las tinieblas de los pequeñuelos, aunque no abandona- dos; resplandeced sobre la tierra (Gen., 1, 14-15); y el día, candente de sol, anuncie al día la palabra de sabiduría; y la noche, luciente de luna, anuncie a la noche la palabra de ciencia (Ps., 18, 3). La luna y las estrellas lucen por la noche; mas la noche no las oscurece, porque ellas la iluminan cuanto ella es capaz.
Ved aquí cómo al decir Dios: Háganse luminares en el firmamento del cielo (Gen., 1, 4), se hizo súbitamente desde el cielo un estruendo como si pasase un viento impetuoso; y aparecieron lenguas divididas como de fuego, que se posó sobre cada uno de ellos (Act., 2, 2-3), e hiciéronse en el firmamento
del cielo luminares que tenían palabra de vida. ¡Discurrid por doquier, fue- gos santos, fuegos hermosos; porque vosotros sois la luz del mundo, y no estáis debajo del celemín! (Mt., 5, 14-15). Aquel a quien os juntasteis ha sido exaltado (Jn., 12, 32), y os exaltará a vosotros. Discurrid y daos a conocer a todas las gentes.
Capítulo XX
Mística producción de las aguas.
Conciba también el mar y dé a luz obras vuestras, y las aguas produz- can reptiles de almas vivientes (Gen., 1, 20). Porque separando lo precioso de lo vil, os habéis hecho boca de Dios (Jer., 15, 19), por la cual dijese Él: Produzcan las aguas –no el alma viviente, que la tierra producirá (Gen., 1, 24), sino– reptiles de alma viviente y volátiles que vuelen sobre la tierra. Porque es así que vuestros sacramentos, oh Dios, por obra de vuestros san- tos [Apóstoles] se deslizaron como reptiles en medio de las olas de las ten- taciones del siglo, para imbuir a las gentes en vuestro nombre con vuestro bautismo. Y con esto se obraron grandiosidades maravillosas, como gran- des cetáceos, y las voces de vuestros mensajeros, aleteando sobre la tierra junto al firmamento de vuestro Libro, que tenían delante como autoridad bajo el cual volasen a donde quiera que fuesen. Porque no son lenguajes ni palabras cuya voz no se entienda, cuando a toda la tierra llegó su sonido, y hasta los confines del orbe de la tierra sus palabras (Ps., 18, 4), porque Vos, Señor, bendiciéndolas, las multiplicasteis.
¿Acaso miento, o confundo y mezclo y no distingo el lúcido conocimiento de estas cosas en el firmamento del cielo, y las obras corporales en el proce- loso mar y bajo el firmamento del cielo? Porque aquellas cosas cuyo cono- cimiento es firme y acabado, sin que reciba aumento en las generaciones, como son las lumbreras de la sabiduría y de la ciencia; estas mismas cosas tienen operaciones corporales muchas y variadas; y procediendo las unas de las otras, se multiplican por vuestra bendición, oh Dios, que habéis consolado el fastidio de los sentidos mortales, de suerte que una cosa única en el cono- cimiento del alma, sea por los movimientos del cuerpo de muchas maneras figurada y expresada. Las aguas produjeron estas cosas, pero por vuestra palabra; las necesidades de los pueblos produjeron estos efectos, pero por vuestro Evangelio: porque las echaron de sí las mismas aguas, cuya amarga languidez fue causa de que con vuestra palabra tuviesen efecto.
Hermosas son todas las cosas, como hechas por Vos; mas he aquí que Vos, que todas las hicisteis, sois inenarrablemente más hermoso. Si de Vos
no se apartara Adán con su caída, no se difundiera de su vientre el salitre del mar, esto es, el linaje humano, profundamente curioso, tempestuosa- mente hinchado e inestablemente movedizo; y así no fuera menester que vuestros ministros obrasen corporal y sensiblemente en las muchas aguas místicas acciones y palabras –que así se me representan ahora los reptiles y volátiles–, con las cuales acciones y palabras imbuidos e iniciados los hom- bres sometidos a los sacramentos corporales, no avanzarían más allá, si el alma no se esforzase a otro grado de vida espiritual, y si después de la pala- bra de iniciación no pusiese los ojos en la consumación (Heb., 6, 1).
Capítulo XXI
Mística producción de la tierra.
Y por eso, en vuestra palabra, no la profundidad del mar, sino la tierra separada de la amargura de las aguas, produce, no reptiles de almas vi- vientes y volátiles, sino el alma viviente. Porque ya no tiene necesidad del bautismo, que es necesario para los gentiles, como la tenía cuando estaba cubierta por las aguas; puesto que no de otra suerte se entra en el reino de los Cielos, desde que Vos instituisteis que se entre de esta manera (Jn., 35). Ni busca grandiosas maravillas de donde nazca su fe, pues no es de aquellos que si no ven señales y prodigios no creen (Jn., 4, 48); porque es ya tierra fiel, separada de las aguas del mar, amargas por la infidelidad; y las lenguas como señal, no para los fieles, sino para los infieles (1 Cor., 14, 22).
Esta tierra que Vos fundasteis sobre las aguas (Ps., 135, 6) tampoco tiene necesidad de este género de volátiles que las aguas, por vuestra pala- bra, produjeron. Arrojad sobre ella vuestra palabra por medio de vuestros mensajeros –puesto que sus obras narramos, pero sois Vos el que en ellos obráis– para que ellos produzcan el alma viviente. La tierra es quien la produce pero la tierra es la causa de que vuestros mensajeros produzcan estos efectos en ella; como el mar fue la causa de que ellos produjesen los reptiles de alma viviente y los volátiles bajo el firmamento del Cielo; de quienes la tierra ya no necesita, por más que coma el Pez extraído del profundo, en aquella mesa que preparasteis delante de los creyentes (Ps., 22, 5); pues para esto fue extraído del profundo, para que alimente a la tierra [a la Iglesia].
También las aves son hijas del mar (Gen., 1, 20); pero, no obstante, se mul- tiplican sobre la tierra. Porque la infidelidad de los hombres fue la causa de las primeras voces evangelizadoras; pero con ellas también son cada día exhortados los fieles, y de muchas maneras bendecidos.
Mas el alma viviente toma su origen de la tierra; porque no aprovecha sino a los que ya son fieles contenerse del amor de este siglo, a fin de que viva para Vos el alma de ellos, que estaba muerta viviendo en delicias (1 Tim., 5, 6), en delicias mortíferas, Señor, porque las delicias vitales del corazón puro sois Vos.
Obren ya, pues, en la tierra vuestros ministros, no como en las aguas de la infidelidad, predicando y hablando por medio de milagros y sacramentos y de místicas palabras, con que atraen la atención de la ignorancia, madre de la admiración, por el temor de los prodigios misteriosos –porque tal es la entrada a la fe para los hijos de Adán, olvidados de Vos, mientras se escon- den de vuestro rostro (Gen., 3, 8) y se tornan abismo–, sino obren también como en la tierra seca, separada de las profundidades del abismo; y sean dechado para los fieles (1 Tes., 1, 7), viviendo delante de ellos y excitándolos a la imitación. Porque de este modo, no sólo para oírlo, sino también para obrarlo, oyen los fieles: Buscad a Dios y vivirá vuestra alma (Ps., 68, 38), pa- ra que la tierra produzca el alma viviente (Gen., 1, 24). No os conforméis con este siglo (Rom., 12, 2): absteneos de él. Vive el alma evitando aquellas cosas por cuya apetencia muere. Absteneos de la cruel fiereza de la soberbia, de la indolente voluptuosidad de la lujuria y de la falsamente llamada ciencia (1 Tim., 6, 20), a fin de que las fieras se amansen y las bestias se domen y las serpientes sean inofensivas; porque eso son, en alegoría, los movimientos del alma. Pero la fastuosidad y el deleite de la libídine y el veneno de la curiosidad son movimientos del alma muerta; que no muere ella de suerte que carezca de todo movimiento; porque separándose de la fuente de la vida es como muere (Jer., 2, 13) y es arrebatada por la corriente del siglo, que pasa, y a él se conforma.
Pero vuestra palabra, ¡oh Dios!, es la fuente de la vida eterna y no pasa; y por eso, con vuestra palabra se cohíbe nuestro apartamiento de Vos cuan- do se nos dice: No os conforméis con este siglo; para que La tierra produzca, en la fuente de la vida, el alma viviente: con vuestra palabra, por medio de vuestros evangelistas, el alma continente, imitando a los imitadores de vuestro Cristo (1 Cor., 11, 1). Porque eso quiere decir según su género (Gen., 1, 24), puesto que el hombre se estimula a imitar al amigo: Sed, dice, como yo, pues también yo me hice como vosotros (Gal., 4, 12).
De esta suerte, en el alma viviente habrá fieras buenas por la mansedumbre de sus acciones; porque Vos así lo mandasteis, diciendo: Perfecciona tu obra con la mansedumbre, y amado serás de todo hombre (Eccl., 3, 19). Y habrá bestias buenas, que no abundarán si comen, ni escasearán si no comen (1 Cor., 8, 8), y serpientes buenas, no perniciosas para dañar, sino astutas pa- ra cautelar, y exploradoras de la naturaleza temporal, tanto cuanto basta
para que por el conocimiento de las cosas creadas se vislumbre la eternidad (Rom., 1, 20). Porque sirven a la razón estos animales cuando, refrenados en sus avances mortíferos, viven y son buenos (Gen., 1, 25).
Capítulo XXII
A imagen y semejanza de Dios.
Porque he aquí, Señor Dios nuestro, Creador nuestro, que cuando estu- vieren cohibidas del amor del siglo las afecciones con que, viviendo mala- mente, morimos, y comenzáremos a ser el alma viviente, viviendo bien, y se cumpliere vuestra palabra que por vuestro Apóstol dijisteis: No os confor- máis con este siglo, se seguirá lo que a continuación añadisteis, diciendo: Mas reformaos con la renovación de vuestra mente (Rom., 12, 2), no ya según su género, como imitando al prójimo que va delante, ni viviendo según la autoridad de un hombre mejor. Porque no dijisteis Vos: Hágase el hombre según su género, sino: Hagamos al hombre a nuestra imagen y se- mejanza (Gen., 1, 26), para que sepamos cuál sea vuestra voluntad. Pues por eso aquel ministro vuestro que por medio del Evangelio engendraba los hijos (1 Cor., 4, 5), para no tenerlos siempre pequeños y haber de alimentar- los con leche (Ibid., 3, 2) y, como la madre que cría, calentarlos en su regazo (1. Tes., 2, 7), dijo: Reformaos con la renovación de vuestra mente, para que sepáis discernir cuál sea la voluntad de Dios, lo que es bueno y agradable y perfecto. Y por eso no dijisteis Vos: Hágase el hombre, sino: Hagamos al hombre. Ni dijisteis: según su género, sino: a nuestra imagen y semejanza. Porque es así que, renovado en la mente y contemplando vuestra verdad conocida, no necesita que otro hombre se la muestre para imitar a su linaje, sino que mostrándoselo Vos, él mismo discierne cuál sea vuestra voluntad, lo bueno y agradable y perfecto; y, ya capaz, le enseñáis a ver la Trinidad de la Unidad y la Unidad de la Trinidad. Y por eso, habiéndose dicho en plural: Hagamos al hombre, se dice a continuación en singular: E hizo Dios al hom- bre; y habiéndose dicho en plural: A nuestra imagen, se añade en singular: A imagen de Dios. Así se renueva el hombre para el conocimiento de Dios, conforme a la imagen de Aquel que lo creó (Colos., 3, 10); y trocado en es- piritual, juzga todas las cosas, es, a saber, las que deben ser juzgadas; mas él de nadie es juzgado (1 Cor., 2, 15).
Capítulo XXIII
De qué juzga y de qué no el hombre espiritual.
Y que juzga de todas las cosas quiere decir que tiene poder sobre los pe- ces del mar y las aves del cielo, y sobre todos los ganados y las fieras, y sobre toda la tierra, y sobre todo reptil que repta sobre la tierra (Gen., 1, 26); pues lo ejerce por el entendimiento del alma, con que percibe las cosas que son del Espíritu de Dios (1 Cor., 2, 14). Por lo demás, el hombre constituido en honor, no tuvo discernimiento; se asemejó a los jumentos irracionales, y se hizo como uno de ellos (Ps., 48, 13). En vuestra Iglesia, pues, Dios nuestro, según la gracia que les disteis (puesto que hechura vuestra somos creados para buenas obras), no sólo aquellos que espiritualmente presiden, sino también aquellos que espiritualmente se someten a los que presiden –por- que varón y hembra hicisteis al hombre (Gen., 1, 27) de esta manera según vuestra gracia espiritual, donde según el sexo del cuerpo no hay varón ni hembra, pues tampoco hay judío ni gentil, esclavo ni libre (Gal., 3, 28)–, los espirituales, pues, tanto los que presiden como los que obedecen, juzgan espiritualmente: no de los conocimientos espirituales que resplandecen en el firmamento, pues no conviene juzgar de tan sublime autoridad; ni tam- poco de vuestro mismo Libro, aunque haya en él algo que no resplandezca; porque sometemos a él nuestro entendimiento, y tenemos por cierto que aun lo que está cerrado a nuestras miradas está dicho con rectitud y veraci- dad. Porque así es como el hombre, bien que ya espiritual y renovado para el conocimiento de Dios conforme a la imagen de Aquél que lo creó (Colos., 3, 10), ha de ser, sin embargo, cumplidor de la Ley, no juez.
Ni tampoco juzga de aquella distinción entre hombres espirituales y car- nales (1 Cor., 1, 6) que a vuestros ojos, Dios nuestro, son manifiestos, y que todavía no se han manifestado a nosotros por sus obras para que por sus frutos los conozcamos (Mt., 7, 20); pero Vos, Señor, ya los conocéis y en se- creto los separasteis y nombrasteis antes que fuese hecho el firmamento.
Ni tampoco el hombre, aunque espiritual, juzga de los pueblos turbulentos de este siglo; pues ¿qué le va a él en juzgar a los que están fuera (1 Cor., 5, 12), ignorando cuál de ellos habrá de venir a la dulzura de vuestra gracia, y cuál habrá de permanecer perpetuamente en la amargura de la impiedad?
Y por esto el hombre que Vos hicisteis a vuestra imagen, no recibió po- der sobre las lumbreras del cielo, ni sobre el mismo cielo oculto, ni sobre el día y la noche, que Vos llamasteis al ser antes de la formación del cielo, ni sobre la aglomeración de las aguas, que es el mar; sino recibió poder sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo, y sobre todos los ganados y sobre toda la tierra. Porque él juzga: y aprueba lo que encuentra recto, y reprueba lo que encuentra vicioso; ora en la solemnidad de los sacramentos con que son iniciados los que vuestra misericordia va buscando entre las muchas aguas; ora en las ceremonias con que se exhibe aquel Pez extraído
del profundo, de que la tierra piadosa se alimenta; ora en los signos y voces de palabras sujetas a la autoridad de vuestro Libro, cual aves que vuelan bajo el firmamento, interpretando, exponiendo, disertando, disputando, bendiciéndoos e invocándoos a Vos con los signos que brotan de la boca y suenan para que él pueda responder: «Amén».
La causa de que todas estas cosas sean corporalmente pronunciadas es el abismo del siglo y la ceguera de la carne, por la cual los pensamientos no pueden ser vistos, y es necesario hablar recio a sus oídos: y así aunque las aves se multiplican sobre la tierra, traen, sin embargo, origen de las aguas.
Juzga también el espiritual, aprobando lo que encuentra recto y reprobando lo que encuentra vicioso en las obras y en las costumbres de los fieles; de las limosnas como tierra fructífera, y del alma viviente, amansadas ya las afeccio- nes por la castidad, por los ayunos, por las piadosas meditaciones: finalmen- te, de las cosas que se perciben por el sentido del cuerpo. Pues ahora decimos que juzga de aquellas cosas en las cuales tiene también poder para corregir.
Capítulo XXIV
«Creced y multiplicaos». Por qué se dijo esto solamente al hombre y a los peces y volátiles.
Pero ¿qué es esto, y qué misterio hay en ello? He aquí que bendecís, oh Señor, a los hombres, para que crezcan y se multipliquen y llenen la tierra (Gen., 1, 28). ¿Nada nos indicasteis en esto, para que algo entendamos por qué no bendijisteis del mismo modo a la luz, que llamasteis día, ni al firma- mento del cielo, ni a sus lumbreras, ni a las estrellas ni a la tierra ni al mar?
Yo diría, Señor Dios nuestro, que nos criasteis a vuestra imagen; yo diría que Vos quisisteis otorgar particularmente al hombre este don de la bendi- ción, si no hubieseis de esta manera bendecido a los peces, y cetáceos para que creciesen y se multiplicasen, e hinchasen las aguas del mar, y las aves se multiplicasen sobre la tierra (Gen., 1, 22).
Asimismo diría yo que esta bendición pertenece a los géneros de los seres que se propagan engendrando de sí mismos, si la hallase en los arbustos y frutales y en las bestias de la tierra. Ahora bien: ni a las hierbas y árboles se dijo, ni a las bestias ni a las serpientes: Creced y multiplicaos, siendo así que todos estos seres, lo mismo que los peces y las aves y los hombres, por generación se aumentan y conservan su especie.
¿Qué diré, pues, oh Luz mía, oh Verdad? ¿Que huelgan estas palabras, porque fueron dichas sin objeto? ¡De ninguna manera, oh Padre de piedad!
Lejos esté de decir esto el siervo de vuestra palabra. Y si yo no entiendo lo que con esta expresión significáis, usen mejor de ella otros mejores, esto es, mas inteligentes que yo, según el tanto de saber que a cada cual disteis.
Pero sea agradable a vuestros ojos mi confesión con que os confieso que creo que Vos no en vano hablasteis así; y no callaré lo que la ocasión de esta lectura me sugiere.
Porque ello es verdad y nada veo que me impida entender así las expre- siones figuradas de vuestros Libros. Porque sé que de muchas maneras se expresa por signos corporales lo que de un solo modo se entiende por la mente; y, al contrario, de muchas maneras entiende la mente lo que de un solo modo expresan los signos corporales. Ved la simple dilección de Dios y del prójimo con cuánta multiplicidad de símbolos, y en innumerables lenguas, y en cada lengua con innumerables maneras de locuciones es cor- poralmente enunciada. ¡Así crecen y se multiplican las generaciones de las aguas! Atiende de nuevo, quienquiera que esto lees: repara lo que de un solo modo expresa la Escritura y la voz pronuncia: En el principio hizo Dios el cielo y la tierra, ¿acaso no se entiende de muchas maneras (Lib. XII, §§ 24-29), no por falacia de los errores, sino por diversidad de interpretaciones verdaderas? ¡Así crecen y se multiplican las generaciones de los hombres!
Ahora, pues, si consideramos, no alegóricamente, sino en su sentido pro- pio, la naturaleza de las cosas, a todas las que por simientes son engendra- das conviene la palabra: Creced y multiplicaos. Pero si consideramos estas cosas tomándolas en sentido figurado –y éste pienso más bien que fue el intento de la Escritura, que no en vano, sin duda, atribuyó esta bendición a las generaciones de los acuáticos y de los hombres–, hallamos, ciertamente, multitudes en las criaturas espirituales, y en las corporales, como en el cielo y la tierra y en las almas justas y en las inicuas, como en la luz y en las tinie- blas; y en los santos autores por los cuales nos fue comunicada la Ley, como en el firmamento que entre las aguas fue afirmado; y en la sociedad de los pueblos amargantes, como en el mar; y en el deseo de las almas piadosas, como en la tierra seca; y en las obras de misericordia según la vida presente, como en las hierbas de sementera y en los árboles frutales; y en los dones del Espíritu, manifestados para utilidad, como en las lumbreras del cielo; y en las pasiones reguladas por la templanza, como en el alma viviente. En todas estas cosas hallamos multitudes y fecundidad e incrementos; pero algo que crezca y se multiplique de suerte que una misma cosa sea enun- ciada de muchas maneras, y una sola enunciación sea da muchas maneras entendida, eso no lo hallamos sino en los signos corporalmente expresados y en los conceptos inteligiblemente excogitados. Por las generaciones de las aguas entendemos los signos corporalmente expresados, necesarios por
causa de nuestra profunda carnalidad; y por las generaciones humanas en- tendemos los conceptos inteligiblemente excogitados por la fecundidad de la razón.
Y por eso hemos creído que a uno y a otro de estos géneros dijisteis Vos, Señor: Creced y multiplicaos; pues en esta bendición recibo la facultad y poder que por Vos se nos concede, ya para enunciar de muchas maneras lo que de una sola tenemos entendido, ya para entender de muchas maneras lo que leemos oscuramente enunciado de una sola. Así es como se hinchen de peces las aguas del mar, que no son movidas sino por los diversos signos corporales. Así también se hinche de seres humanos la tierra, cuya avidez se manifiesta en el afán da saber, dominado empero por la razón.
Capítulo XXV
Los frutos de la tierra, debidos a los ministros del Evangelio.
Deseo también decir, Señor Dios mío, lo que a continuación me amo- nesta vuestra Escritura; y lo diré y no temeré, porque diré la verdad, inspi- rándome Vos lo que sobre aquellas palabras habéis querido que yo diga. Porque inspirándome otro que Vos, no creo que dice la verdad, pues Vos sois la verdad (Jn., 14, 6), y todo hombre es mentiroso (Rom., 3. 4). Y por eso, quien habla mentira habla de su cosecha (Jn., 8, 44). Para decir, pues, verdad, hablo por cuenta vuestra.
He aquí que nos disteis para mantenimiento toda hierba de siembra que produce semilla que existe sobre la tierra, y todo árbol que lleva en sí fruto de semilla para sembrar. Y no para nosotros solos, sino también para todas las aves del cielo, y para las bestias de la tierra, y para los reptiles (Gen., 1, 29-30); pero a los peces y grandes cetáceos no les disteis este alimento.
Decíamos, pues, que estos frutos de la tierra significaban y figuraban en alegoría las obras de misericordia que en las necesidades de la vida nos ofrece la tierra fructífera (Vid. § 21). Una tierra así era el piadoso Onesífo- ro, con cuya casa hicisteis misericordia, porque é1 frecuentemente ofreció alivio a vuestro Pablo y no se avergonzó de su cadena (2 Tim., 1, 16). Esto hi- cieron también, y con igual fruto fructificaron, los hermanos que, viniendo de Macedonia, suplieron lo que a Pablo le faltaba (2 Cor., 11, 3). ¡Cómo se duele él, en cambio, de ciertos árboles que no le dieron el fruto que le de- bían, donde dice: En mi primera defensa nadie me patrocinó, antes todos me desampararon: que no se les tome en cuenta (2 Tim., 4, 16). Porque es- tos frutos son debidos a los que ministran la doctrina racional mediante las inteligencias de los divinos misterios: y así les son debidos como a hombres
(Vid. § 37). Además, les son debidos como a alma viviente, por cuanto se nos ofrecen para ser imitados en toda continencia (§ 32). Asimismo les son debi- dos como a volátiles por sus bendiciones, que se multiplican sobre la tierra (§ 36); porque a toda la tierra llegó el sonido de su palabra (Ps., 18, 5).
Capítulo XXVI
No el don, sino la voluntad.
Aliméntanse con estos manjares los que en ellos se gozan. Mas no se go- zan en ellos aquellos cuyo dios es el vientre (Fil., 3, 19). Porque tampoco en aquellos que los ofrecen son el fruto los dones que ofrecen, sino el espíritu con que los ofrecen. Y así, aquel Apóstol que servía a Dios, no a su vientre (Rom., 16, 18), veo claramente de qué se goza; lo veo, y con él me congra- tulo en extremo. Porque había recibido de los filipenses lo que por Epafro- dito le habían enviado; pero con todo, veo de qué se goza; y aquello de que se goza es lo mismo de que se alimenta; porque hablando en verdad, dice: Magníficamente me gocé en el Señor de que ya por fin ha retoñado el interés que por mi sentís, como ya lo sentíais, pero habíais tomado hastío (Fil., 4, 10). Los filipenses, pues, por el largo hastío se habían marchitado y casi secado, sin dar este fruto de la buena obra; y Pablo se goza por ellos, porque han rebrotado, no por sí mismo, porque socorrieran su indigencia. Por eso añade a continuación: No lo digo porque algo me falte, pues yo aprendí a bastarme con lo que tengo. Sé tener menos y sé también tener abundancia; en todo caso y en todas las cosas he aprendido a estar harto y a estar hambriento, a estar sobrado y a padecer penuria. Todo lo puedo en Aquel que me conforta (Fil., 4, 11-13).
¿De qué, pues, te alegras, oh gran Pablo? ¿De qué te alegras y de qué te alimentas, oh hombre renovado para el conocimiento de Dios conforme a la imagen del que te creó (Col., 3, 10), y alma viviente con tan gran con- tinencia, y lengua alada que habla misterios? (1 Cor., 14, 2). Porque a tales vivientes tal manjar se les debe. ¿Qué es lo que te alimenta? La alegría. Oiré lo que sigue: Sin embargo, hicisteis bien tomando parte en mi tribulación (Fil., 4, 141) De esto se goza, de esto se alimenta: porque ellos hicieron bien, no porque fue aliviada la angustia de aquel que os dice: En la tribulación me ensanchasteis (Ps., 4, 2); porque no sólo abundar, sino padecer penuria sabe en Vos que le confortáis. Porque sabéis también vosotros, filipenses –dice–, que en los comienzos del Evangelio, cuando salí de Macedonia, nin- guna Iglesia abrió conmigo cuentas de Haber y Debe, sino vosotros solos; pues ya en Tesalónica una vez y otra vez me enviasteis con qué atender a mis necesidades (Fil., 4, 15-16). Gózase, pues, de que ahora hayan vuelto a
estas buenas obras, y se alegra de que hayan retoñado, como barbecho que renueva su fertilidad.
¿No será por causa de su propia utilidad, puesto que dice: Me enviasteis para mis necesidades? ¿No será acaso por esto por lo que se alegra?
–No es por esto.
–Y ¿cómo lo sabemos?
–Porque él mismo continúa diciendo: No porque yo busco el don, sino por- que deseo el fruto. He aprendido de Vos, Dios mío, a distinguir entre el don y el fruto. Don es la cosa misma que da el que comunica estas cosas necesarias, como es dinero, comida, bebida, vestido, techo, socorro; fruto, empero, es la buena y recta voluntad del donante. Porque no dice solamen- te el Maestro bueno (Mt., 10, 41-42): El que recibe a un profeta; sino añadió: a título de profeta. Ni dice solamente: El que recibe a un justo; sino añadió: a título de justo: puesto que así es como aquél recibirá recompensa de pro- feta, y éste recompensa de justo. Ni solamente dice: Quien diere de beber un vaso de agua fría a uno de mis pequeñuelos; sino añadió: sólo que sea a título de discípulo; y así agrega: En verdad os digo que no perderá su recompensa.
El don es recibir a un profeta, recibir a un justo, ofrecer un vaso de agua fría a un discípulo; el fruto es hacerlo a título de profeta, a título de justo, a titulo de discípulo.
Con el fruto es alimentado Elías por la viuda, sabedora de que alimentaba a un varón de Dios; pero con el don era alimentado por el cuervo (1 Reyes, 17, 6-16); y no el Elías interior, sino el exterior, que también era el que, por falta de tal manjar, podría fenecer.
Capítulo XXVII
Por qué los peces no se alimentan de los frutos de la tierra.
Y por eso diré una cosa que es verdadera en vuestra presencia, Señor. Cuando hombres idiotas e infieles (1 Cor., 14, 23) –que para ser iniciados y ganados tienen necesidad de los sacramentos iniciadores y de grandiosos milagros que yo creo designados con el nombre de peces y grandes cetáceos– reciben a vuestros siervos para alimentarlos corporalmente o para ayudarles en alguna necesidad de la vida presente, comoquiera que ignoran por qué motivo se ha de hacer y a qué fin se ordena, ni aquéllos les ofrecen, ni éstos reciben mantenimiento; porque ni aquéllos lo hacen con santa y recta intención, ni éstos se gozan en sus dones, don-de todavía
no ven fruto. Porque es así que el alma se mantiene de aquello en que se goza.
Y por eso los peces y cetáceos no comen los alimentos que solamente produce la tierra, ya separada y apartada de la amargura de las ondas marinas.
Capítulo XXVIII
Todas las cosas que hizo Dios eran muy buenas.
Y visteis, oh Dios, todas las cosas que hicisteis, y he aquí que eran muy buenas (Gen., 1, 31); porque también nosotros las vemos, y hallamos que todas son muy buenas. En cada uno de los géneros de vuestras obras, cuan- do hubisteis dicho que se hiciesen, y fueron hechas, esto y aquello visteis que era bueno. He contado que siete veces está escrito que Vos visteis ser bueno lo que habíais hecho; y esta octava es que visteis las obras todas que hicisteis, y hallasteis que no sólo eran buenas, sino muy buenas, como el conjunto de todas. Porque una por una eran solamente buenas; pero todas juntas son buenas y muy buenas.
Esto dicen también todos los cuerpos hermosos: porque incomparablemen- te más hermoso es el cuerpo que se compone de miembros todos hermo- sos, que no cada uno de esos miembros de cuyo ordenadísimo conjunto se completa el todo, por más que singularmente cada uno de ellos sea tam- bién hermoso.
Capítulo XXIX
Dios ve las criaturas en su eternidad.
Y puse atención para hallar si siete u ocho veces visteis que eran buenas vuestras obras cuando os agradaron; y en vuestra visión no hallé tiempos por los que entendiese que tantas veces visteis lo que hicisteis; y dije: ¡Oh Señor!, ¿acaso no es verdadera esta vuestra Escritura, siendo así que Vos, veraz y verdad (Jn., 3, 33; 14, 6), la habéis dictado? ¿Por qué, pues, me decís Vos que en vuestra visión no hay tiempos, y esta Escritura vuestra me dice que día por día visteis que las cosas que hicisteis eran buenas; y yo, habién- dolas contado, he hallado cuántas veces?
A esto me decís Vos, porque Vos sois mi Dios (Ps., 49, 7), y lo decís con voz recia al oído interior de vuestro siervo, rompiendo mi sordera y clamando:
¡Oh hombre!, sin duda lo que mi escritura dice, lo digo Yo; sino que ella
habla temporalmente, pero a mi Verbo no tiene acceso el tiempo, porque subsiste en la misma eternidad que Yo. De esta suerte, las cosas que por mi Espíritu veis vosotros, Yo las veo; así como aquellas que por mi Espíritu decís vosotros, Yo las digo. De modo que viéndolas temporalmente vosotros, Yo no las veo temporalmente, así como diciéndolas temporalmente vosotros, Yo no las digo temporalmente.
Capítulo XXX
Origen del mundo, según los maniqueos.
Y oí, Señor Dios mío, y gusté una gota de la dulzura de vuestra verdad. Y entendí que hay algunos a quienes desagradan vuestras obras; y muchas de ellas afirman que las hicisteis Vos compelido por la necesidad, como la fábrica de los cielos y el ordenamiento de los astros; y eso no de materia creada por Vos, sino que ya habían sido creados en otro lugar y de otro origen; y que Vos los redujisteis y los ajustasteis y coordinasteis cuando de los enemigos vencidos construisteis las murallas de este mundo, para que, aprisionados en esta construcción, no pudiesen rebelarse de nuevo contra Vos. Y que las otras cosas, como son todos los compuestos de carne, y todos los animales diminutos, y todo lo que echa raíces en la tierra, ni lo hicisteis Vos, ni de ninguna manera lo organizasteis, sino una inteligencia enemiga, de naturaleza diversa, no creada por Vos y contraria a Vos, engendró y for- mó estas cosas en las partes inferiores del mundo. Insensatos, dicen esto porque no por vuestro Espíritu ven vuestras obras ni os conocen en ellas.
Capítulo XXXI
Las obras de Dios se han de ver con el Espíritu de Dios.
Mas aquellos que por vuestro Espíritu las ven, Vos las veis en ellos. Por consiguiente, cuando ellos ven que son buenas, Vos veis que son buenas; y cualesquiera de ellas que por Vos les agradan, Vos os agradáis en ellas; y las que por el Espíritu vuestro nos agradan, a Vos agradan en nosotros. Porque ¿quién de los hombres conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así también las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios. Mas nosotros, dice, no hemos recibido el espíritu de este mundo, sino el espíritu que viene de Dios, para que conozcamos las cosas que Dios graciosamente nos dio (1 Cor., 2, 10-12). Y soy amonestado a decir: Ciertamente, ninguno sabe las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios;
¿cómo, pues, sabemos también nosotros las cosas que Dios graciosamente
nos dio? Se me responde que las cosas que por su Espíritu sabemos, aun así ninguno las sabe sino el Espíritu de Dios. Porque así como a los que ha- bían de hablar por el Espíritu de Dios se dijo rectamente: No sois vosotros los que habláis (Mt., 10, 20), así también a los que conocen las cosas por el Espíritu de Dios, rectamente se dice: No sois vosotros los que sabéis. Y, por tanto, a los que ven en el Espíritu de Dios, no menos rectamente se dice: No sois vosotros los que veis; así, todo cuanto en el Espíritu de Dios ven que es bueno, no ellos, sino Dios ve que es bueno.
Una cosa, pues, es que uno piense que es malo lo que es bueno, como los maniqueos mencionados arriba; otra, que lo que es bueno vea el hombre que es bueno, como a muchos agrada vuestra creación porque es buena; a los cuales, sin embargo, no agradáis Vos en ella, por lo cual quieren gozar más de ella que de Vos; y otra, que cuando el hombre ve que una cosa es buena, Dios vea en él que es buena, a fin de que Él sea amado en su obra; y no fuera amado sino por el Espíritu Santo que Él dio; porque la caridad de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado (Rom., 5, 5); por el cual vemos que es bueno lo que de alguna manera es; porque proviene de Aquel que es, no de alguna manera, sino que es, es.
Capítulo XXXII
Recapitulación de la obra de la creación.
¡Gracias a Vos, Señor!
Vemos el cielo y la tierra: ya entendamos las dos partes de la creación cor- pórea, la superior y la inferior, ya sea la creación espiritual y la corporal.
Y en el adorno de estas partes de que se compone, o bien toda la fábrica del mundo, o bien absolutamente toda la creación, vemos creada la luz y separada de las tinieblas.
Vemos el firmamento del cielo: sea que esté entre las aguas espirituales superiores y las corporales inferiores (n. 7), el primer cuerpo del mundo; sea este espacio del aire –porque también éste se llama cielo–, por el cual vagan las aves del cielo, entre las aguas que en forma de vapor flotan sobre ellas y en las noches serenas se condensan en rocío, y estas otras que corren pesadamente sobre la tierra.
Vemos por las llanuras del mar la hermosura de las aguas reunidas; y la tierra seca, primero informe, y luego formada, de suerte que fuera visible y compuesta, y madre de hierbas y de árboles.
Vemos resplandecer desde lo alto las lumbreras: que al día le basta el sol; que la luna y las estrellas consuelan la noche, y que todas ellas marcan y señalan los tiempos (Gen., 1, 14-18).
Vemos el húmedo elemento por todas partes fecundo de peces, de mons- truos y de aves; porque el espesor del aire que sostiene el vuelo de las aves se forma con la vaporación de las aguas.
Vemos que la faz de la tierra se hermosea con los animales terrestres; y que el hombre, hecho a imagen y semejanza vuestra, por esta misma imagen y semejanza vuestra, esto es, por la fuerza de la razón y de la inteligencia, ejerce señorío sobre todos los animales irracionales; y que así como en su alma una cosa es lo que domina por el consejo, y otra lo que está sujeto para que obedezca, así aun corporalmente ha sido hecha para el varón la mujer, que tuviera, sí, cuanto al alma, igual naturaleza de inteligencia racio- nal; pero cuanto al sexo del cuerpo, de tal modo estuviera sometida al sexo masculino, como el apetito de la acción (la pasión) está sometido a la razón de la mente para concebir de ella destreza en rectamente obrar.
Vemos estas cosas, y cada una de ellas es buena, y todas juntas en gran manera buenas.
Capítulo XXXIII
Todas las obras de Dios tienen mañana y tarde.
Os alaban vuestras obras para que nosotros os amemos; y nosotros os amamos para que vuestras obras os alaben. Tienen ellas principio y fin en el tiempo, nacimiento y ocaso, crecimiento y mengua, belleza y privación. Tienen, pues, consecutivamente mañana y tarde (Gen., 1), en parte ocul- tas, en parte manifiestas. Porque de la nada fueron formadas por Vos; no de Vos ni de alguna sustancia no vuestra o que antes existiese, sino de la materia concreada, esto es, simultáneamente creada por Vos, que, sin ningún intervalo de tiempo, disteis forma a su informidad. Porque siendo una cosa la materia del cielo y la tierra, y otra la forma del cielo y la tierra, Vos hicisteis de la pura nada la materia, y de la materia informe la forma del mundo, de suerte que a la materia siguiese la forma sin intervalo al- guno de demora.
Capítulo XXXIV
Exposición alegórica de la obra de la creación.
También hemos examinado qué pretendisteis figurar cuando quisisteis que estas cosas fueran hechas en tal orden, o en tal orden fuesen escritas; y echamos de ver que una por una son buenas, y todas juntas muy buenas en vuestro Verbo, en vuestro Unigénito: el cielo y la tierra, la cabeza y el cuerpo de vuestra Iglesia en la predestinación antes de todos los tiempos, sin mañana y tarde.
Mas cuando comenzasteis a poner por obra en el tiempo lo que teníais predestinado, para manifestar lo oculto, y componer lo que en nosotros estaba descompuesto –porque sobre nosotros estaban nuestros pecados, y alejándonos de Vos, habíamos llegado a un abismo tenebroso, sobre el cual se cernía vuestro Espíritu (§ 8) para socorrernos en tiempo oportuno–, jus- tificasteis a los impíos y los separasteis de los inicuos (§ 13); consolidasteis la autoridad de vuestro Libro (§ 16) entre los superiores que serían enseñados por Vos, y los inferiores que les serían sometidos.
Y congregasteis la sociedad de los infieles en una misma conspiración (§ 20), para que apareciese el celo de los fieles, para que te ofreciesen obras de misericordia, distribuyendo también entre los pobres las riquezas terre- nas para adquirir las celestiales (§ 21).
Luego encendisteis algunas lumbreras en el firmamento, vuestros santos, que tienen la palabra de vida y resplandecen por sus espirituales carismas, representando sublime autoridad (§ 25).
Y después para instruir a las gentes infieles, produjisteis de la materia corpórea sacramentos y milagros visibles, y voces de palabras conforme al firmamento de vuestro Libro, de donde también vuestros fieles fuesen bendecidos (§ 26 y 35).
Y después formasteis el alma viviente de los fieles por los afectos ordena- dos con el rigor de la continencia (§ 29).
Y en seguida renovasteis a vuestra imagen y semejanza el alma sometida exclusivamente a Vos, y no necesitada de ejemplo humano alguno para imi- tarlo (§ 32). Y subordinasteis a la prestancia del entendimiento la actividad racional como al varón la mujer (§ 33 y 47).
Y quisisteis que todos vuestros ministerios, necesarios para perfeccionar a los fieles en esta vida, fuesen socorridos por los mismos fieles, cuanto a las necesidades temporales, con obras fructuosas para el futuro (§ 39 y 41).
Todas estas cosas vemos, y son en gran manera buenas; porque en nosotros las veis Vos, que nos disteis el Espíritu con que las viésemos y en ellas os amásemos (§ 46).
Capítulo XXXV
Dadnos, Señor, la paz del sábado.
Señor Dios, dadnos la paz –puesto que todas las cosas nos habéis dado–, la paz del descanso, la paz del sábado, la paz sin tarde. Pues ello es así que todo este orden hermosísimo de las cosas en extremo buenas, cumplidas sus medidas, ha de pasar: ha de tener, pues, mañana y tarde.
Capítulo XXXVI
Reposaremos en Dios.
Mas el día séptimo es sin tarde y no tiene ocaso, porque Vos lo santifi- casteis para sempiterna permanencia; para que, lo mismo que Vos, después de vuestras obras sobre manera buenas, con todo y haberlas hecho en re- poso, descansasteis el día séptimo, nos amoneste por adelantado vuestro Libro, que también nosotros, después de nuestras obras, por eso sobre ma- nera buenas, porque Vos nos las otorgasteis, el sábado de la vida eterna descansaremos en Vos.
Capítulo XXXVII
Dios reposará en nosotros.
Porque también Vos reposaréis entonces en nosotros, así como ahora trabajáis en nosotros; y de tal manera aquel descanso será vuestro por no- sotros, como ahora estas obras son vuestras por nosotros.
Mas Vos, Señor, siempre obráis y siempre reposáis. Ni veis por un tiempo, ni os movéis por un tiempo, ni reposáis por un tiempo; y, sin embargo, Vos hacéis que veamos en el tiempo, y el tiempo mismo, y el descanso después del tiempo.
Capítulo XXXVIII
Esperamos el sábado del eterno descanso.
Nosotros, pues, vemos estas criaturas que Vos hicisteis porque son; mas, porque Vos las veis, ellas son.
Y nosotros por fuera vemos que son, y por dentro que son buenas; mas Vos, des- pués de hechas, las veis en Vos mismo, donde visteis que habían de ser hechas.
Y nosotros posteriormente nos sentimos movidos a hacer bien, después que nuestro corazón concibió del Espíritu vuestro; pero anteriormente nos movíamos a obrar mal abandonándoos a Vos. Mas Vos, Dios solo bueno, nunca cesasteis de hacer el bien.
Y alguna de nuestras obras, justamente por dádiva vuestra, son buenas, paro no son eternas; después de ellas esperamos reposar en el gran día san- tificado por Vos (véase Gen., 2, 3). Mas Vos, Bien, que no necesitáis de otro bien, siempre estáis en reposo, porque Vos mismo sois vuestro reposo.
Y esto, ¿cuál de los hombres lo dará a entender a otro hombre? ¿Qué ángel a otro ángel? ¿Qué ángel al hombre? A Vos se ha de pedir, en Vos se ha de buscar, a vuestra puerta se ha de llamar. Así, así se recibirá, así se hallará, así se nos abrirá (Mt., 7, 8).