VII. La práctica cristiana

Yo vengo, conforme está escrito de mí al principio del libro, para cumplir tu voluntad. Esto he deseado, ¡oh Dios mío! y tengo tu ley en medio de mi corazón (Ps. XXXIX).

La voluntad de Dios

Toda la santidad consiste en amar a Dios, y amar a Dios es hacer su voluntad: y no hay otra santidad fuera de ésta.

Hace la voluntad de Dios, amarle, buscar únicamente su beneplácito y su gloria, procurar el advenimiento de su reino, todo viene a ser lo mismo. Pero de la manera que mejor lo entendemos y lo sentimos es diciendo que toda la perfección y santidad consiste en hacer la voluntad de Dios totalmente, amorosamente, pacíficamente, esto es, sólo por su amor y con amor gozoso, sin buscar en nada ni perdonar en nada nuestro amor propio y voluntad y sin preocuparnos excesivamente ni quejamos de los demás ni de los acontecimientos.

Esto es lo que predicaba y practicaba el buen Jesús, Salvador nuestro, el cual dijo que había venido a cumplir la voluntad de su Padre celestial; que éste era su alimento que los apóstoles no conocían; que aquel que cumple sus mandamientos es quien le ama; que quien hace su voluntad éste es su madre y su hermano y todo.

No puede ser más claro y evidente: el mismo Jesús, con sus palabras y obras, declara que la santidad y el amor de Dios consisten en cumplir perfectamente su divina voluntad.

Cómo se nos manifiesta

Esa voluntad de Dios es siempre no sólo muy clara, sino evidente (salvo rarísimas excepciones que no es menester explicar aquí), y la conocemos por tres medios.

  1. I. Por medio de nuestras obligaciones, ya sean las propias de todo cristiano, ya las propias de cada estado. Aquí entra el cumplimiento de los mandamientos, preceptos, votos, reglas, los actos de justicia y de caridad, la obediencia a los superiores, hay que fijarse en la debida al director espiritual, cosa que, tratándose de personas que aspiran a la perfección, es más importante de lo que muchos creen, sobre todo en materia de escrúpulos, dudas y peligros.

  2. II. Es voluntad de Dios, todo lo propuesto rectamente, es decir lo resuelto después de haberlo pensado bien, de haberlo encomendado a Dios en la oración y de haber escuchado el prudente consejo del director o confesor. Tales son, por ejemplo, las resoluciones y propósitos hechos durante los ejercicios o retiros espirituales o en la confesión, el orden propuesto, etcétera.

  3. III. Finalmente, todo lo imprevisto por nosotros y que, sin culpa nuestra, nos impide cumplir las obligaciones contraídas y guardar el orden propuesto. Tales son las enfermedades, las tribulaciones, los actos de caridad para con el prójimo, los estorbos de cualquier clase, las dificultades que sobrevienen, etc.

Por lo tanto, pocas excepciones puede haber en la manifestación de la voluntad de Dios, siendo siempre tan clara y evidente, así en lo previsto y ordenado, como en lo imprevisto y extraordinario que Dios hace que nos salga al paso precisamente para que no hagamos lo que tenemos costumbre de hacer o hemos propuesto, si no lo que Él nos presenta como cosa repentina e ineludible.

Manera de cumplirla. Condiciones

La dulce práctica consiste en abandonarse con una abnegación absoluta del amor propio y de la voluntad, con sencilla simplicidad de corazón, con tranquilidad de espíritu y con aquel íntimo gozo y alegría de quien siente plena satisfacción en lo que hace. Por consiguiente, de ninguna manera se ha de hacer como una cosa forzada, ni se ha de mirar (aunque, en cierta manera lo sea) como una vida de austerísimo sacrificio, pues quien tal pensare o sintiere, no entendería bien esta perfección ni prácticamente la alcanzaría.

En la vida del hombre santo, se trasluce radiante aquella luz beatífica, que todo lo endulza, todo lo conforta, todo lo tranquiliza, hace que todo le hable y le sonría amablemente. Y ciertamente esta vida de perfección se ha de practicar con toda naturaleza y sencillez con graciosa amabilidad, con el corazón dispuesto a todo, siempre y en todo momento, con la misma alegría, simplicidad y desprendimiento. Por esto hemos dicho que se ha de cumplir la voluntad de Dios, toda, amorosamente y pacíficamente, o sea totalmente, con amor y absoluta paz espiritual.

Y aclarando algo más estas cualidades, diremos:

  • Totalmente, esto es, en todas las cosas y en todos los momentos, y, por lo tanto, de una manera constante y absoluta. Es, pues necesaria la abnegación más completa de nuestra voluntad y la mayor indiferencia posible acerca de los medios y manera de cumplir la voluntad divina.

  • Amorosamente, o sea, estimando de todo corazón esta práctica de la voluntad divina, bien enamorados del buen Jesús, salvador, redentor, maestro, amigo y esposo nuestro, que nos enseñó el camino con sus palabras y ejemplos. Debemos hacerlo todo puramente por amor suyo, sin pensar en nosotros, con aquel íntimo gozo y satisfacción espiritual de contentarle y complacerle, cumpliendo gustosamente su voluntad.

  • Pacíficamente, que quiere decir con aquella paz imperturbable propia de quien está seguro de que ningún mal podrá perderle ni dañarle. Con aquella sencillez y simplicidad evangélicas que nos predicó Jesús al ponernos como modelo un niño, lo cual da aquella libertad de espíritu y naturalidad que sólo poseen los cristianos y, mejor aún, los santos.

Expliquemos y meditemos cada una de estas cualidades y condiciones. Aquel que las entendiere bien, aquel a quien Dios se las diere a conocer y a sentir interiormente, habrá encontrado la piedra filosofal y la clave de esta materia.

Hacer la voluntad de Dios totalmente

Es claro y evidente que, practicada en su totalidad la voluntad divina, requiere un desprendimiento absoluto, y el mayor, de nosotros mismos, de todas las cosas y aun de las mismas virtudes que nos hemos propuesto practicar y adquirir, del mismo orden de vida que nos habíamos impuesto; en una palabra: una perfectísima abnegación.

Y no nos ha de extrañar esto, pues nada de cuanto ocurre en este mundo se ha de tener por cosa extraña ni triste. Antes al contrario, lo hemos de considerar siempre como cosa natural en esta vida y lo hemos de aceptar contentos de hacer con ello la voluntad de Dios, aunque estas cosas no sean las virtudes que queríamos practicar, ni los propósitos que teníamos hechos.

Nosotros nos trazamos un camino, el que nos parece mejor para ir a Dios, con ciertas virtudes, actos y propósitos. Y Dios, con enfermedades y otros estorbos, nos cierra este camino, para que le busquemos, por otra senda que Él nos ofrece y abre delante de nosotros. Pues ¿qué más nos da? Si lo que buscamos y pretendemos, como fin, no son aquellas virtudes, aquellos propósitos, o sea todos aquellos medios, sino solamente Dios, y a éste lo encontramos por otro camino que no nos gusta o que, tal vez, ni queríamos ni soñábamos, ¿por qué nos hemos de entristecer, ni quejar, ni apurar, ni siquiera extrañamos?

¿Cuántas veces Nuestro Señor nos señala un lugar o un cargo, una obra más o menos importante y después, cuando ya nos tiene allí y con la obra en marcha, parece que exprofeso deshace bajo mano lo que hacemos por Él o permite, a lo menos, que los demás inutilicen aquel trabajo que Él mismo ha puesto en nuestras manos. Esto ocurre con frecuencia. Somos nosotros quienes tenemos la terquedad espiritual de buscar la voluntad divina siempre por unos mismos medios, que nos parecen queridos por Dios (y lo son ordinariamente, aunque no para todos los casos y momentos), y cuando nos priva de ellos todos son tristes quejas, lamentos y aflicción de espíritu. ¿Y por qué esto, si son únicamente medios?

Porque, en la práctica, convertimos muchas veces en fin muchas cosas santas y buenas (quizás precisamente porque lo son): meditación, comuniones, asistencia a la santa misa, ejercicios espirituales, obras de misericordia, etc., pero cosas todas ellas que, a pesar de ser muy santas y sagradas, no tienen, en último término, otro valor que el de medios, para amar y servir a Dios.

Considera, pues, que llega un día en que Dios no quiere ser servido por estos medios tan sanos, sino por otros no tan buenos en sí, y te priva de aquellos por mucho tiempo o por pocos días, con una enfermedad, un resfriado o un dolor vulgar: entonces es inútil y sobra toda queja. Aquellos días de cama o de enfermedad han de tener para ti el mismo valor que las misas, oraciones, comuniones y demás buenas obras que habrías hecho estando sano. Si lo que te proponías era, no sólo comulgar, oír misa, meditar, trabajar, sino cumplir la divina voluntad y amar a Dios, puedes hacer esto mucho mejor estando enfermo y con menos peligro de poner en ello tu voluntad y amor propio.

La parábola propuesta por el buen Jesús, en la cual aquel señor pagaba el mismo jornal a los que habían trabajado todo el día que a los que había alquilado a última hora, ¿no te enseña claramente que no es solamente la cantidad o clase de trabajo lo que Dios remunera, sino que premia atendiendo más al cumplimiento de la voluntad divina, aunque sea practicando obras de menor trabajo y fatiga o realizando trabajos menos buenos y dignos? Además, si estuvieses más atento a dar gusto a Dios y a cumplir toda su voluntad, con más desprendimiento de ti mismo y de la recompensa que justamente esperas, ¿te causarían tanta desazón, desfallecimiento y tristeza las adversidades y te sabría tan mal el tener que cambiar una obra que hacías, una ocupación que tenías, por otra no tan buena y menos santa?

La voluntad de Dios no siempre exige de nosotros los medios más santos o los actos y las obras mejores. Y como, además, esta voluntad divina se manifiesta variada hasta el infinito y sapientísimamente regida por designios inescrutables, es evidente que, sea cual fuere la forma bajo la cual se nos manifieste, no sólo no nos ha de doler, sino que ni siquiera nos ha de extrañar, ya que en los planos de Dios todo está natural y divinamente ordenado para su gloria y para nuestro bien.

Lo que falta es que nos penetremos bien de estas verdades, que pongamos más amor en el cumplimiento de la voluntad de Dios y que nos hagamos más indiferentes a los medios y manera de hacerla. El amor al medio ha de ser sólo en cuanto lo hemos de menester, es decir ordenado en su uso. Haciéndolo así, sabremos dejarlo sin grave pena. Por esto decimos y repetimos que, para la perfección y santidad de que estamos tratando, se requiere una absoluta y plena abnegación.

Hacer la voluntad de Dios amorosamente

Esta abnegación absoluta de nosotros mismos, esta indiferencia sobre los medios y maneras diversas que se ofrecen de hacer la voluntad de Dios no significa un árido estoicismo que nos haga practicar la voluntad de Dios fríamente como a quien tanto se le da. Este abandonarse enteramente en la voluntad divina no quiere decir que nos hayamos de conducir de una manera meramente pasiva.

Todo lo contrario: hemos de ser activos y celosos, procurando con todas nuestras fuerzas cumplir de la mejor manera que sepamos aquella obra que Dios pone en nuestra mano o pasar y sufrir aquella tribulación que nos envía. El que quiere hacer la voluntad de Dios amorosamente, ha de hacerlo todo con aquel interés, fervor y devoción del enamorado, cuando está seguro de que da gusto al amado. Y, en primer lugar, ha de pensar que el amor de Dios ha de ser el motivo principal y único, en cuanto sea posible, de entregarse a su divina voluntad. Ha de procurar, asimismo, sublimar este amor, olvidándose aun del premio y fruto que de él sacará, estar verdaderamente enamorado de Dios y como verdadero enamorado darse por muy bien pagado de poderle servir y amar, a costa de cualquier sacrificio de sí mismo, aunque no hubiese otra recompensa. Ya es bastante dulce y divina ésta.

El enamorado, con sólo ver la letra de su amada, ya sonríe y se complace, sin saber lo que contiene aquella misiva. Así es como se porta el amador enamorado de Jesús. Sólo al pensar que hace la voluntad divina, siente ya en su corazón el gozo sonriente de vivir en el amor divino, aunque desconozca los acontecimientos tristes o alegres, la gloria o el martirio que esta divina voluntad le reserva en este mundo. Para él, todo sonríe, con aquella sonrisa amabilísima de los ángeles que todo se lo preparan amorosamente en su camino para que, cuando pase por él, lo encuentre todo a punto, tal como lo haya dispuesto Dios.

¡Qué delicia y qué gozo encontrarlo todo fina y suavemente preparado por los ángeles, dispuesto sabiamente por Dios y enseñado y practicado por el mismo Jesús, Salvador y amigo nuestro enamorado! ¿Quién será capaz de arrebatarnos ese continuo e inefable gozo? ¡Oh, sí! hagámoslo todo con mucho amor, con todo el amor. ¿Qué importa que ciertas cosas no nos gusten, si gustan a Dios y esto es lo único que queremos? No está en nuestra mano el practicar ciertos actos y sacrificios con gusto nuestro, pero sí lo está el hacerlo gustosamente por Dios. Y así, no mirando nuestro gusto y placer, sino el gusto y placer de Dios, estaremos siempre santamente contentos y gozosos de practicar la voluntad divina en todos los actos, tanto si nos gustan y complacen como si nos molestan y mortifican. Es propio del amor, y sobre todo del amor divino, hacer todas las cosas con verdadero gozo y contento espiritual. Así es como le gusta a Dios que hagamos las cosas, pues como dice el Apóstol San Pablo: Cada uno dé conforme lo ha destinado en su corazón, no de mala gana o por fuerza, pues Dios ama al que da con alegría.

El amor nos ha de hacer contentos y alegres, activos y diligentes en todas las cosas, dándoles así la mejor perfección que sea posible.

Hacer la voluntad de Dios pacíficamente

Hemos de cumplir todo el querer de Dios con aquella paz imperturbable, propia de quien está seguro del camino que sigue y de que nadie puede estorbarle ni dañarle; con aquella paz que no es fruto de la ausencia de luchas y tentaciones (que nunca faltan), sino resultado de una voluntad firmísima de superar todos los obstáculos y que, con la gracia vence todas las dificultades; en una palabra: con aquella paz naturalmente nacida en el corazón de quien no desea otra cosa, que lo que posee o lo que ocurre sea lo que fuere, pues todo lo ve claramente dispuesto por la voluntad divina y esto es lo que busca exclusivamente.

Por esto decíamos más arriba que nada nos ha de parecer extraño, pues todo es absolutamente natural y está ordenado sabiamente dentro de los planes inescrutables de la divina providencia: ningún acontecimiento que, sin culpa nuestra, se nos presente, nos ha de parecer triste, pues todos absolutamente sirven para dar gusto y complacer a Dios, lo cual es bastante para alegrarlo todo. Todo nos ha de parecer natural y amable, pues, realmente, todo lo es dentro de la voluntad de Dios.

Esta naturalidad y esta verdadera libertad de espíritu, este vivir amablemente desligados de todo y amorosamente dispuestos a todo, sólo se consigue con aquella simplicidad y sencillez evangélicas tan recomendadas por el Buen Jesús y tan difíciles de sentir para quien no pone sinceramente por base de sus virtudes la verdadera humildad. Pidamos con insistencia a Jesús esta humildad y que nos haga sentir este espíritu de simplicidad y sencillez evangélicas, este candor infantil tan dulce y amable que nos propone como ejemplo. El que llega a entender este espíritu y Nuestro Señor se lo da a sentir internamente, ha encontrado una fuente de exquisitas suavidades espirituales del amor.

No basta abandonarse en manos de Nuestro Señor, sino que es menester hacer lo con aquella simple y sencilla confianza que nada teme ni por nada se preocupa. Por esto es completamente opuesta a este espíritu la excesiva reflexión, aun en las cosas espirituales.

Una de las sutilísimas tentaciones, con que el demonio acomete ciertas almas bien dotadas de corazón y de talento, es hacerlas reflexionar, casi de una manera constante y siempre excesiva, sobre las mismas cosas espirituales. Ven, conciben y sienten ideales bellísimos de amor de Dios; buscan y piensan fórmulas prácticas para realizarlos, y, cuando el camino está visto y el itinerario estudiado, se encuentran sin alas para volar tan alto; y, como que, gracias a Dios, no se desalientan, buscan y meditan otro camino más trillado, y, cuando lo tienen dispuesto, un acontecimiento inesperado, un simple obstáculo, una vulgaridad, todo lo deshace como una nube el viento. No ceden y conciben otros planes, que nadie ni nada puedan estorbar… y tampoco se realizan. Entonces reflexionan sobre sí mismos buscando la razón y echando únicamente la culpa a su mala voluntad (nunca a la flaqueza humana), examinan si hay algo en su conciencia que les pueda hacer daño y ser causa de ello. Y pueden dar gracias a Dios, si de todo esto no nace un gran desfallecimiento o un mar de escrúpulos.

Este temperamento se trasluce en las obras; y, como que tienen talento suficiente y claro para ver lo que éstas deberían ser y como deberían marchar, se afanan y se desazonan buscando una perfección que, si bien cae dentro de los límites de la posibilidad humana, se sale de los límites del orden ordinario de las cosas bien hechas.

Esta excesiva reflexión, continua y universal, aunque hija de la buena voluntad (no cabe dudar de ello) y practicada con buena intención (es evidente), es la destructura de que se vale el demonio, en estas personas, contra la naturalidad, la sencillez y la simplicidad evangélicas.

No pongamos, pues esta desazón o solicitud excesiva en nuestros deseos, sobre todo en el orden externo, pretendiendo una perfección que, si bien es posible, no es la ordinaria. Procuremos, pues, emplear este exceso de celo en las cosas de la vida interior; en adquirir más amor de Dios, confianza, humildad, oración, abnegación; no es pretender una perfección lícita y buena, pero, al fin, puramente humana, o, a lo menos, mucho más natural de lo que nosotros pensamos. La perfección que comunica a las obras el espíritu interior de que hemos hablado, es mucho mejor.