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DESPUÉS DEL ASESINATO DE NABOT
21,17-24. Entonces la palabra de Yahveh llegó a Elías, el tesbita, en estos términos: «Levántate, baja al encuentro de Ajab, rey de Israel en Samaría. Ahora está en la viña de Nabot; ha bajado allí para tomar posesión de ella. Tú le dirás: Así habla Yahveh: Has cometido un homicidio ¿y además te apropias de lo ajeno? Por eso, así habla Yahveh: En el mismo sitio donde los perros lamieron la sangre de Nabot, allí también lamerán tu sangre». Ajab respondió a Elías: «¡Has vuelto a encontrarme, enemigo mío!». «Sí, repuso Elías, te he encontrado porque te has prestado a hacer lo que es malo a los ojos de Yahveh. Yo voy a traer la desgracia sobre ti: barreré hasta tus últimos restos y extirparé a todos los varones de la familia de Ajab, esclavos o libres en Israel. Dejaré tu casa como la de Jeroboám, hijo de Nebat, y como la de Basá, hijo de Ajías, porque has provocado mi indignación y has hecho pecar a Israel. Y Yahveh también ha hablado contra Jezabel, diciendo: “Los perros devorarán la carne de Jezabel en la parcela de Yizreel”. Al de la familia de Ajab que muera en la ciudad se lo comerán los perros, y al que muera en despoblado se lo comerán los pájaros del cielo».
El destino de Ajab está tan ligado a la misión de Elías que este aparece ante él como el enemigo. Elías llega con la amenaza del castigo divino. Ajab no puede comprender la diferencia entre merecido castigo y desgracia. Toma una actitud hostil frente a su castigo merecido.
La primera vez que Elías oyó la voz de Dios, el Señor habló de la sequía como castigo dirigido a todo el pueblo. Y el destino de Elías estaba tan vinculado al destino del pueblo que el fin de la sequía dependía de la palabra del profeta. Pero también la situación personal de Elías estaba vinculada con esto: él tuvo que retirarse en soledad para orar, para dirigir su mirada solo a Dios y a su gracia, todo ello en una disposición que al mismo tiempo debía hacer resplandecer para el pueblo la majestad y el poder de Dios. Elías fue siempre un mediador entre Dios y el pueblo.
Esta vez se trata del castigo a un único individuo, porque Ajab ha cometido un grave pecado bajo la influencia de una mujer. Es un pecado colectivo, pero además un pecado completamente personal, ya que Ajab debería haber sabido muy bien, como consecuencia de sus numerosos encuentros con Elías y con el poder de Dios, en qué consiste el pecado. Por ser un pecado colectivo y por tratarse del rey de Israel que ha descarriado a su pueblo, su casa será castigada; por haber pecado como individuo, su sangre será lamida por los perros.
La profecía es presentada de forma simple y clara, con la conciencia de la misión del profeta que siempre le acompaña, pero sin aportar sus ideas propias y sin agregar referencias a Dios y a su justicia. Todo es dicho en la más ajustada obediencia de oración, en la certeza de la experiencia de la palabra divina que pertenece a su tarea. La misión de Elías es una misión en la palabra. El Hijo será la Palabra total; las misiones de la Nueva Alianza procederán de esta Palabra; las de la Antigua Alianza están implicadas en la palabra, una palabra que será percibida solo por el enviado, pero que promete realidades a través de él. Las misiones de los profetas no son misiones de una oración contemplativa cuyo fruto permanece de tal modo en las manos de Dios que los enviados no pueden contar con ese fruto, sino que, por ser misiones de la promesa, su lugar está en la inmediata autorrealización de la palabra. Su fecundidad es una fecundidad limitada, determinable, que puede ser puesta a prueba. No en el sentido de la palabra del Nuevo Testamento: «Por sus frutos vosotros los conoceréis», sino que el enviado mismo reconoce por sus frutos que él vive, con seguridad, en la misión.
21,27-29. Cuando Ajab oyó estas palabras, rasgó sus vestiduras, se puso un sayal sobre su carne y ayunó. Se acostaba con el sayal y andaba taciturno. Entonces la palabra de Yahveh llegó a Elías, el tesbita, en estos términos: «¿Has visto cómo Ajab se ha humillado delante de mí? Porque se ha humillado delante de mí, no atraeré la desgracia mientras él viva, sino que la haré venir sobre su casa en tiempos de su hijo».
Ajab conoce a su enemigo, Elías, pero sabe también de qué modo este está en la verdad. Y debe reflexionar cuál de ambas, si la enemistad o la verdad, ha de tener la última palabra; se resigna interiormente a la inexorable e incómoda verdad. Incluso hace penitencia. Y su penitencia es observada por Dios; Dios se apiada de él y pospone el castigo. Sin embargo, Dios no hace conocer directamente al rey esta prórroga, sino solo a través de la persona de su enviado. Ahora Elías debe retirar lo dicho desde la certeza de la verdad eterna, porque ahora la verdad eterna se dirige a él de forma diferente. Se excluye que el profeta se haya equivocado, pues se encuentra continuamente en la misma relación con Dios, y su certeza, en cuanto certeza de fe, es inamovible. Pero la relación del rey con Dios ha cambiado. Y así Elías comunica una vez más la palabra de Dios, en la forma modificada, sin ofenderse a causa de esta alteración. Este cambio no debe ser considerado como un signo de debilidad o de concesión por parte de Dios. Es el signo del poder divino que es libre en su verdad, libre de acercarse misericordioso a un penitente. No es una suerte de celestial indiferencia de Dios frente a las situaciones humanas lo que permite ese cambio, sino decisión soberana de Dios frente a este penitente personal. Y el fruto de la penitencia puede ser atribuido al penitente.