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OCOZÍAS Y ELÍAS
2 Reyes 1,1-8. Después de la muerte de Ajab, Moab se sublevó contra Israel. Ocozías se cayó por el balcón del piso alto de su casa, en Samaría, y quedó malherido. Entonces envió unos mensajeros con este encargo: «Vayan a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, si me repondré de mis heridas». Pero el ángel de Yahveh dijo a Elías, el tesbita: «Sube al encuentro de los mensajeros del rey de Samaría y diles: ¿Acaso no hay Dios en Israel, para que ustedes vayan a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, así habla Yahveh: No te levantarás del lecho en el que te has acostado, porque morirás irremediablemente». Y Elías se fue. Los mensajeros regresaron a Ocozías y este les preguntó: «¿Cómo es que están de vuelta?». Ellos le dijeron: «Un hombre nos salió al encuentro y nos dijo: Vuelvan a ver al rey que los ha enviado y díganle: Así habla Yahveh: ¿Acaso no hay Dios en Israel, para que tú mandes a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón? Por eso, no te levantarás del lecho en el que te has acostado, porque morirás irremediablemente». El rey les preguntó: «¿Qué aspecto tenía el hombre que subió al encuentro de ustedes y les dijo esas palabras?». Ellos le respondieron: «Era un hombre con un manto de piel y con un cinturón de cuero ajustado a la cintura». Entonces el rey exclamó: «¡Es Elías, el tesbita!».
El rey Ocozías está malherido y desea tener alguna certeza sobre su destino. Busca esta certeza en un dios extranjero, como si no se atreviera a presentarse frente al Dios de Israel y hacerle la pregunta. Carece de fe y carece de valor para afrontar y soportar la verdad. Pero Dios recurre a su profeta para desplegar su verdad, cuyo contenido encierra el castigo que recaerá sobre el rey. Este habrá de morir, no por estar enfermo, sino por no querer creer y porque Dios quiere revelar en él su poder.
No es casual que los mensajeros enviados por el rey para consultar a Baal Zebub se encuentren con Elías. El ángel del Señor le ha inspirado que esté allí por donde ellos han de pasar. Esta inspiración puede haber sido una inspiración completamente invisible e interior. Elías es el portador de la palabra de Dios, y lo es en tal grado que está siempre viva en él y le revela lo que debe decir. Elías es la personificación del «Así habla el Señor». Es tan obediente a la palabra que esta puede conducirlo adonde quiera. Esta vez lo conduce hasta el camino de los mensajeros del rey. Aquello que Elías debe decir siempre se ajusta a la situación de una manera precisa, así como las palabras y los actos de Jesús se dan siempre en un contexto determinado: en el Sermón de la Montaña Jesús se dirige a una determinada multitud, en otros sermones a otra diferente; algunos milagros los realiza en presencia de un pequeño grupo, sin llamar demasiado la atención, mientras que otros, como el de la multiplicación de los panes, los obra frente a una enorme multitud de gente. A unos les dice «Sígueme», y a otros «Ve a tu casa y no peques más…». Una vez ora en soledad o ayuna en el desierto, luego dice grandes discursos, luego de nuevo se niega a realizar un milagro allí donde todos esperan uno, o espera durante muchos días para dar toda su eficacia al milagro que desea realizar. Pero sea lo que fuere que realice, sea algo único e imprevisible, siempre realiza aquello que espera el Padre. Así Elías, apoyándose en esta realidad venidera y tomando ya de ella, hace siempre lo que la palabra del Señor espera de él. Y expresa esta palabra en la infalibilidad absoluta de la fe, en la certeza de su misión. Aquí y ahora ha de resonar la palabra, en este sentido y no en otro diferente. Elías parece entrometerse en asuntos que no le conciernen; ni el rey ni los mensajeros lo están buscando. Pero él sabe que este asunto le concierne: ha llegado como un fruto de su oración, el ángel del Señor se lo ha mostrado. Cuando Elías asume la palabra para comunicarla a los demás como mensaje, sabe acerca de su cumplimiento. La palabra pasa a través de él y se hace realidad. Después de todo lo que ha experimentado junto a la palabra, él es un extraño para consigo mismo, ha sido expropiado, es solo un instrumento de la palabra. Ha alcanzado los límites de lo que es capaz de soportar y ha deseado morir. En el Carmelo ha resistido absolutamente solo a un poder superior.
Ha conocido la palabra también en la soledad del torrente Querit, como la conoce en medio de los hombres. Sin embargo, por ser un extraño para sí mismo y un expropiado, él aparece en cada caso allí donde la palabra debe resonar y la transmite sin agregarle ni la más tenue coloración. Cuando él dice: «Así habla el Señor», su propio «yo» es tan solo la certeza de que solo el Señor es quien habla. No interrumpe para decir que él «se imagina» haber entendido de tal modo la palabra, o que bajo estas o aquellas circunstancias algo se le apareció como palabra de Dios. No hay digresiones, excusas, debilitamientos, dilaciones, ninguna señal indirecta que otorgue importancia a su persona. Él es el portador vicario de la palabra. Este es su ministerio, firmemente anclado en su oración personal, pero también en la fuerza de la oración que el Señor le ha regalado y en la cual vive.
Los mensajeros deben regresar donde se encuentra el rey con el terrible mensaje de que habrá de morir. La palabra del profeta ha causado en ellos una impresión tal que están convencidos de su verdad y le obedecen. No tienen ya la posibilidad de realizar un juicio crítico sobre su palabra. Han sido maravillados, rendidos, y se han convertido en representantes de Elías que llevan en su nombre el mensaje al rey.
Este se inquieta por el pronto regreso de los soldados. Ellos le relatan lo que ha ocurrido. Su deber de obediencia al rey ha sido interrumpido: por este hombre que portaba una palabra del Señor. Baal Zebub no ha tenido ni el poder ni la realidad para librarlos del obstáculo que el profeta representaba. Su regreso significa la aceptación del encargo misional, una prolongación de la palabra profética. Dado que llevan el mensaje con objetividad, ya no importa si lo hacen ellos o el profeta en persona. Junto con el mensaje de su muerte, deben reprochar al rey también el no haber confiado en el Dios de su pueblo. Así el rey tiene su respuesta. Luego de haberlos escuchado, les pregunta quién fue el hombre que los envió. Resulta evidente que este ha causado una gran impresión en los mensajeros, también por lo inusual de su aparición; sin quererlo, solo porque así estaba en la tarea no dicha de Dios. Solo podía tratarse de Elías.
1,9-17a. El rey envió a un oficial con sus cincuenta hombres para buscar a Elías. Cuando él subió a buscarlo, lo encontró sentado en la cumbre de la montaña, y le dijo: «Hombre de Dios, el rey ha dicho que bajes». Elías respondió al oficial: «Si yo soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore, a ti y a tus cincuenta hombres». Y bajó fuego del cielo y lo devoró, a él y a sus cincuenta hombres. El rey le volvió a enviar otro oficial con sus cincuenta hombres. Este tomó la palabra y dijo a Elías: «Hombre de Dios, así habla el rey: Baja enseguida». Elías le respondió: «Si yo soy un hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore, a ti y a tus cincuenta hombres». Y bajó fuego del cielo y lo devoró, a él y a sus cincuenta hombres. El rey volvió a enviar a un tercer oficial con sus cincuenta hombres. El tercer oficial subió, y al llegar, se puso de rodillas frente a Elías y le suplicó, diciendo: «Hombre de Dios, por favor, que mi vida y la vida de estos cincuenta servidores tuyos tengan algún valor a tus ojos. Ya ha bajado fuego del cielo y ha devorado a los dos oficiales anteriores con sus cincuenta hombres. Pero ahora, ¡que mi vida tenga algún valor a tus ojos!». El Ángel de Yahveh dijo a Elías: «Baja con él, no le temas». Elías se levantó, bajó con él a presentarse ante el rey, y le dijo: «Así habla Yahveh: por haber enviado mensajeros a consultar a Baal Zebub, dios de Ecrón, como si no hubiera Dios en Israel para consultar su palabra, por eso, no te levantarás del lecho donde te has acostado: morirás irremediablemente». Murió según la palabra de Yahveh que Elías había dicho.
El mensaje resulta inquietante para el rey, quiere ver a Elías y hablar con él como si fuera posible llegar a un acuerdo, a un compromiso con la palabra de Dios. No sabemos hasta dónde ha tomado el rey seriamente la palabra, de todos modos no puede pasarla por alto. Quiere negociar, tal vez vencer por medio de un ardid. De modo que envía un oficial principal a Elías con cincuenta hombres: una fuerza superior. El oficial lleva a Elías la orden del rey y lo llama «hombre de Dios». Es un reconocimiento, un ingreso en la esfera de la misión profética. Sin embargo, Elías deja que este tratamiento sea confirmado por Dios mismo. Si esto es verdad, entonces debe descender fuego desde lo alto. No le importa lo más mínimo la siguiente petición, el mensaje. Solo la salutación. Solo la relación entre esta salutación, así como es entendida, y su sentido, así como él lo ha experimentado en su vida con Dios. No puede hablarse de una coincidencia entre ambos sentidos: lo que para Dios significa «hombre de Dios» no guarda relación alguna con lo que esta gente entiende por ello. Para dejar bien en claro que para Dios «hombre de Dios» significa en la tierra lo mismo que junto a Él, que en la tierra no debe jugarse con aquellas palabras que en Dios tienen un significado infinito, para ello Elías llama al fuego que descienda, y el fuego extermina a los hombres. Dios mismo otorga este poder a su hombre, así como en el Carmelo le otorgó el poder de llamar al fuego divino que descendiera sobre el sacrificio, para que quedara bien claro quién es el Dios verdadero. Y así como entonces su palabra de poder era oración, así también lo es ahora. Son cosas extremas que acontecen en esos milagros, pero ellas solo muestran cuán extrema es la palabra de Dios en sí misma y que el diálogo con Dios puede atraer el poder del cielo sobre la tierra. La palabra que está en armonía con Dios tiene en sí misma todo el poder de la verdad. El fuego que aniquila a los hombres es solo un símbolo de ello, pues la palabra puede llegar a realizar mucho más que eso. Pero como todo símbolo, también este es verdad en Dios. Es verdad para el profeta, verdad para el rey, con la que este no puede concretar ningún armisticio. Todo se repite una segunda vez. En la tercera ocasión, Elías recibe al oficial. Este está impresionado por la verdad. Se encuentra al servicio del rey y le ha obedecido hasta el momento, pero ahora, frente al profeta, experimenta el poder de Dios. Experimenta una verdad que hace palidecer la verdad de su obediencia al rey, hasta deshacerla en la nada. Y tanto como le es posible, se somete a aquella. Sus palabras ya no son más una orden, sino una súplica. Es como si en esta sumisa petición de favor se hiciera nuevamente visible algo del primer Elías: el que imploró a Dios, el que estuvo frente a la gracia divina como quien no comprende lo que le está ocurriendo y que fue tan sacudido por la gracia que aprendió cómo se cumplen los ruegos.
El ángel respalda la súplica del oficial y calma a Elías: no hay razón para temer. Al mismo tiempo fortalece la incipiente fe del oficial, su petición será atendida. Ahora Elías se levanta y va a ver al rey, llevándole la palabra del Señor. Cuando habla, la palabra revela de inmediato su eficacia. La misma palabra había producido el milagro del fuego y la aniquilación de dos cuadrillas de soldados. Pero también fue una palabra de gracia, pues perdonó al oficial suplicante. Para los pecadores sigue siendo una palabra de castigo. Por tanto, su poder se extiende a los ámbitos más variados. Cuando Dios hace lo uno, no necesita omitir lo otro. Cuando permite que la gracia prevalezca por sobre la justicia en el caso de un hombre, no necesita retirar el castigo destinado a algún otro. Dios se liga y obliga a sí mismo por medio de su verdad, pero la palabra, así como Él la envía, permanece siempre libre de otorgar espacio para otras cosas que Dios en su poder quiere realizar. El profeta experimenta ambas cosas: el castigo y la remisión. Él mismo es el signo del poder e inexorabilidad de Dios, pero también de su misericordia, de su mansedumbre. Al haberse puesto a sí mismo completamente al servicio de la palabra, experimenta cada vez su certeza perfecta. Elías es capaz de llevar la palabra del castigo y la del perdón, de ser el portador de la palabra de venganza divina y el portador de la palabra que otorga la gracia de Dios. Quien encuentra a Dios y de algún modo entra a su servicio ya no tiene la posibilidad de elegir aquello que habrá de transmitir, por ejemplo, transmitir solo la palabra de la gracia y no asimismo la del castigo. Ya en la Antigua Alianza sucede que quien se entrega a Dios elige una sola cosa, es decir, el «todo» de santa Teresita que es ofrecido por Dios. La obediencia a Dios es, por definición, ilimitada. Es disponibilidad sobre la que solo Dios reina según su deseo. Es servicio que se pierde y desaparece tan completamente en la palabra que al final siempre vuelve a quedar solamente la palabra como signo del poder y de la voluntad de Dios.