EL ENCUENTRO CON DIOS

19,9-13a. Allí entró en la gruta y pasó la noche. Entonces le fue dirigida la palabra de Yahveh. El Señor le dijo: «¿Qué haces aquí, Elías?». Él respondió: «Me consumo de celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos, porque los israelitas abandonaron tu alianza, derribaron tus altares y mataron a tus profetas con la espada. He quedado yo solo y tratan de quitarme la vida». Yahveh le dijo: «Sal y quédate de pie en la montaña, delante de Yahveh». Y he aquí que Yahveh pasaba. Sopló un viento huracanado que partía las montañas y resquebrajaba las rocas delante de Yahveh. Pero Yahveh no estaba en el viento. Después del viento, hubo un temblor de tierra. Pero Yahveh no estaba en ese terremoto. Después del terremoto, se encendió un fuego. Pero Yahveh no estaba en el fuego. Después del fuego, se oyó el rumor de una brisa suave. Al oírlo, Elías se cubrió el rostro con su manto, salió y se puso a la entrada de la gruta.

Luego de haber deambulado sin hogar a través del desierto, Elías llega a un sitio donde puede pasar la noche. Es el sitio que ha sido dispuesto para él. No ha sido la suya una travesía sin rumbo por el desierto, por el contrario, fue conducido directamente hasta el monte Horeb. Tan pronto arriba al lugar, oye la voz de Dios. Dios establece un nuevo contacto con él, y esto significa una nueva imposición de la misión. Ya no es más la voz del ángel, sino la misma voz de Dios la que sacude a Elías: «¿Qué haces aquí, Elías?». En primer lugar se exige que Elías dé cuentas de sí. Su respuesta es una propia del servicio. Ya no se compara más con sus padres para notar que no es mejor que ellos. Ya no deja que hablen su debilidad y su desánimo. Ahora habla su celo por Dios. Él es el único lleno de celo que aún queda.

El encuentro cara a cara con Dios tiene algo de definitivo. No se trata solo de un profeta que se sitúa frente a la palabra de su Dios. Aquí está el único servidor de Dios que queda, en cierto modo es el último hombre en quien Dios puede confiar: él está aquí ante su Dios para rendirle cuentas. El tono de Elías es en cierto modo exultante: Me consumo de celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos, ¡y ahora he quedado yo solo!

Cuando Elías se consideraba inferior a sus padres, la humildad y el cansancio fueron decisivos; ahora lo son el ministerio y la fuerza que de allí provienen. Dios y no él sería el abandonado si Elías insistiera en considerarse como un hombre débil. Por ello, en cierto modo, Elías debe cubrir la debilidad de todos los que han desaparecido, de todos los que han abandonado la fe y el servicio a Dios, para solo mostrar lo que queda y se deja ver. Es un testimonio de su poder personal y de su perfecta obediencia, que lo ha conducido hasta aquí, para precisamente en esta gruta rendir cuentas a Dios: su vida era celo. No solo ha escuchado la voz de Dios, sino que le ha respondido con todo su ser. Lo sabe gracias a una comprensión que reconoce a la vez a Dios y a lo sucedido en la tierra.

Y si bien en este testimonio aún resuena algo de angustia, a pesar de su gallardía, Dios lo pasa por alto y le imparte una orden. Debe abandonar la gruta y dirigirse al encuentro de Yahveh. Debe realizar una experiencia inmediata de Dios. La gruta no es el lugar en donde Dios desea mostrarse a Elías. Debe salir a lo abierto. Y Elías continúa su marcha, sin decir nada, en la fuerza de su obediencia, que en él se revela siempre de nuevo poderosa y en la misión de Dios le hace recorrer un lugar tras otro. Hasta este punto, siempre debía dirigirse a algún lugar para realizar algo. Ahora se le anuncia otra cosa: debe salir fuera para encontrar a Dios, que quiere encontrarle a él.

Entonces aparecen los signos, todos ellos premonitorios. Llega la tormenta, poderosa, hendiendo la tierra, como una condescendencia del potente cielo hacia la débil tierra. El terremoto llega como un signo que muestra la imposibilidad de la tierra para resistir el impacto de la tormenta. No sabemos qué temor sintió Elías durante el curso de estos acontecimientos. Dios no está en ellos; son solo mensajeros anticipados, testimonios de su poder, amenazas. Dentro de estas amenazas está la bondad de Dios, quien no permite que su servidor sea dañado en la tormenta o por el terremoto, pues él debe ser un testigo. Entonces llega el fuego. Elías sabe acerca del poder que Dios puede manifestar en el fuego, el fuego que antes consumió la ofrenda sacrificial rociada con agua y abrasó por completo el agua y las piedras. Pero ahora Dios no está en el fuego, Dios no consume. Entonces llega la suave brisa y el profeta se cubre el rostro.

Este encuentro no acontece en la visión, porque Dios todavía no se ha hecho hombre. Dios no se muestra, pero está en el susurro del viento. Elías no lo contempla. Solo cuando Dios se haga hombre y viva entre nosotros, aprenderemos a verlo cara a cara, y cuando permanezca entre nosotros a lo largo de todos los tiempos en la Eucaristía, adorándolo, tendremos la gracia de verlo. El profeta no recibe otra orden que la de estar allí. Pero él sabe que debe cubrirse el rostro, que la visión sería insoportable: Dios no la desea en absoluto.

Elías deja que Dios pase junto a él. Es como si Dios debiera ver a Elías de cerca, verlo allí, precisamente tal cual es, mientras que el profeta ya sabe lo suficiente de Dios y no necesita acrecentar su conocimiento mediante una visión carente de humildad. Él se halla en el lugar en que fue puesto por Dios y reconoce su presencia, y no ocurre nada más. Ha reconocido a Dios de inmediato. Lo ha reconocido no solo en lo contrario de su no-estar presente en la tormenta o en el terremoto o en el fuego, no solo por la privación propia de la negación, sino por la plenitud de la presencia. Un encuentro de esta naturaleza basta; el profeta no desea pedir nada más allá de esto. Dios da siempre más de lo que es apenas suficiente; pasa, de hecho, junto al hombre y este debe asir esta plenitud excesiva en el modo querido por Dios. El reconocimiento es muy preciso: la verdad está allí, pero desea asumir el carácter del ocultamiento, de modo tal que nada de lo que habrá de revelarse en la llegada del Hijo sea anticipado. Es como una consideración atenta del Padre hacia el Hijo. Pero al mismo tiempo es un signo del amor del Padre a su profeta, al que no quiere privar del carácter de una vida vivida en la promesa. Elías puede, pero también debe permanecer profeta en el sentido más pleno de la palabra.

Esto es contemplación, pero contemplación en pura obediencia. En relación con el tiempo: el profeta acude exactamente cuando debe. En relación con el lugar: él está donde le fue ordenado estar. Es presencia de Dios, pues Dios dice que está pasando. Por tanto, es contemplación en la aridez, porque ahora no puede verse nada, sino que quien contempla se cubre. No es, sin embargo, un conocer intelectual, sino un conocer de la fe. Este tipo de contemplación ofrece para todos los tiempos la garantía de que es correcta, porque acontece en la obediencia. No juega ningún papel qué consolaciones siente o deja de sentir Elías; cuánto o cuán poco se siente abrazado por el amor de Dios. Lo único importante es que Dios está pasando junto a él, que ha de ser encontrado aquí en esta hora, que ha anunciado esto de una vez y para siempre, y que la obediencia responde a la presencia de Dios con su propia presencia velada. Este encuentro acontece exactamente como Dios lo había previsto.

Si este encuentro hubiera estado relacionado con grandes visiones y conocimientos místicos, quizá Dios se habría presentado en la tormenta, hubiera arrojado por tierra a Elías, lo hubiera sometido con su poder; le hubiera hecho experimentar una tormenta tal como ningún hombre jamás la ha experimentado. Pero Dios estaba en la pequeña brisa, suave y murmurante. Estaba allí y, sin embargo, casi como si no lo estuviera. Ha mantenido su palabra; su promesa cobra realidad en el hombre, pero nada más allá de esto.

El hecho de que Elías cubra su rostro muestra cuán indigno se considera incluso de este encuentro. Pero Dios ha querido el encuentro y lo ha producido, ha dejado que su palabra dada a Elías se convierta en realidad. El auténtico seguimiento de Elías consistiría en esto: estar ahí velado, pues Dios ha llamado. Y lo hermoso es que esto basta para una vida. Este es el sentido del Carmelo.

19,13b-18. Entonces le llegó una voz, que decía: «¿Qué haces aquí, Elías?». Él respondió: «Me consumo de celo por Yahveh, el Dios de los ejércitos, porque los israelitas abandonaron tu alianza, derribaron tus altares y mataron a tus profetas con la espada. He quedado yo solo y tratan de quitarme la vida». Yahveh le dijo: «Vuelve por el mismo camino, hacia el desierto de Damasco. Cuando llegues, ungirás a Jazael como rey de Aram. A Jehú, hijo de Nimsí, lo ungirás rey de Israel, y a Eliseo, hijo de Safat, de Abel Mejolá, lo ungirás profeta en lugar de ti. Al que escape de la espada de Jazael, lo hará morir Jehú; al que escape de la espada de Jehú, lo hará morir Eliseo. Pero yo preservaré en Israel un resto de siete mil hombres: todas las rodillas que no se doblaron ante Baal y todas las bocas que no lo besaron».

El sentido del encuentro se halla, ciertamente, también en el cumplimiento de aquello que Dios ha prometido. Pero, sobre todo, se halla en el hecho de que Dios desea hablar con el profeta. Dios desea comunicar algo particular a Elías y quiere hacerlo en forma de diálogo. No se trata ahora de una plegaria que sube desde Elías hacia Dios y a la cual Dios otorga una respuesta. Antes bien, Dios inicia el diálogo –desde el momento en que Elías se encuentra siempre en actitud de oración, ya de antemano preparado para escuchar– y le pregunta: «¿Qué haces aquí, Elías?». El profeta no responde mencionando los episodios de su vida en los que tuvo lugar su encuentro con la voz de Dios y su respuesta a esa voz, sino que dice hallarse allí a causa de su celo por Dios. Precisamente porque es un hombre celoso por cumplir la voluntad de Dios, por eso se encuentra en ese estado de soledad. Errante y en fuga. Un ángel ha guiado esta huida. Pero en la medida en que Dios conoce de antemano todo lo sobrenatural que Él mismo otorga, Elías responde en cierto sentido solo mediante cosas naturales, con los eventos que lo han hecho precipitarse a la fuga. Puede verse un profundo abismo: allí la enemistad de todos contra Dios, aquí la tribulación, la soledad, el abandono del servidor fiel y diligente.

Cuando el Hijo es clavado en la cruz, su sufrimiento es el resultado del odio de los enemigos, no solo en un sentido general de redención, sino también en un sentido estrictamente biográfico. Los enemigos de Dios lo han llevado a la cruz. Y Él muere. Y desde el infierno debe volver a abrirse camino hacia la vida, por medio de su resurrección. Y lo que cumple a lo largo de los tres días son cosas que el Padre realiza por Él y con Él.

El profeta encuentra a su Dios en un estado de abandono similar. Él también debe retomar el camino de regreso a la vida que ha caminado bajo la conducción del ángel; recorrer nuevamente el vasto desierto, retornar otra vez hacia el punto de partida; otra vez actuar de profeta cargado con nuevas tareas. No se le pregunta si lo desea o no, porque Dios dispone de él, así como dispondrá del Hijo crucificado. Dios sabe que Elías está allí para hacer su voluntad, para aceptar sus órdenes y llevarlas a cumplimiento. A Elías solo le es permitido exponer ante Dios su situación de abandono, es más, debe hacerlo, porque Dios mismo lo interroga acerca del porqué de su presencia en ese lugar. Está forzado a describir su situación del modo en que él la conoce frente al rostro y a la verdad de Dios: no solo su verdad privada, sino su verdad real, anunciada a Dios y aprobada por Dios. Y porque él ha expuesto esta verdad, acontece a partir de ella una nueva misión.

Elías debe regresar desde el tiempo de Dios al tiempo de los hombres. Por el mismo camino por el que vino: el camino de la obediencia, el camino bajo la guía del ángel, el camino justo. Ahora debe regresar para ungir a reyes. Este es un aspecto de su ministerio de profeta, un aspecto de la autoridad de su servicio sagrado. Y Dios le dice a Elías lo que debe hacer, punto por punto. No le expone el cómo. El porqué aparece de algún modo en aquello que será dicho luego: se trata de una campaña de Dios contra los infieles. Después de haber ungido a los reyes, Elías ha de ungir a Eliseo como su sucesor. Esta es la esperanza que Dios le regala al envejecido y fatigado profeta. La ruptura de su soledad, porque aparece un sucesor y se puede contar con otro que también vive del Espíritu de Dios, y porque Dios muestra un signo indudable de su poder. Mediante su huida, Elías ha hecho saber que conoce el poder del mal y que le tiene miedo. No es él quien ha de empuñar la espada. Ahora Dios mismo lo hace a través de las espadas de Jezael, de Jehú y de Eliseo. Y Elías tiene aquí un rol que cumplir. Ciertamente, siempre un rol de obediencia.