ACTO DE CONTRICIÓN

Antes de poder iniciar la celebración, la asamblea litúrgica debe tomar conciencia de su pecaminosidad ante Dios. Precisamente el hecho de estar reunida frente a Dios la hace consciente de su pecado. Por ello es necesario que recuerde su propio pecado y lo confiese. En primer lugar, es el sacerdote quien toma conciencia de su pecado e invita a la congregación a hacer lo mismo.

Ambos deben humillarse juntos ante Dios, para, purificados por la absolución, presentarse ante Él. Al confesar juntos que han pecado mucho, invocan al mismo tiempo la ayuda y la intercesión de Dios, de la Madre del Señor, de los ángeles y de los santos, y no menos también la de los hermanos presentes. El sacerdote no se separa de los demás creyentes. Sabe que es un pecador, un pecador que confiesa su pecado ante toda la comunidad reunida y que, haciéndolo, también le facilita a ella el camino de su propia confesión del pecado. No solo en cuanto le muestra cómo confesar sus pecados, sino de una forma más personal que crea un prerrequisito para la correcta confesión de la comunidad en este preciso momento de la Misa, pues no sería fácil confesarse ante un sacerdote del cual no se supiera que él mismo también se confiesa, que declara su pecado ante el altar y ante toda la congregación. Si no lo hiciera, aparecería ante la asamblea como uno que no fuera parte de ella. Pero él es justamente un mediador. En determinados momentos se acerca a Dios para presentarse junto con Él ante la congregación, en otros se presenta junto con esta, como aquí en la confesión del pecado, para presentarse ante Dios unido a ella. Para él, que conoce el pecado por experiencia, no es difícil confesar su culpa como pecador.

Después de la confesión común, el sacerdote pronuncia la palabra de absolución sobre toda la congregación. Y como la congregación es una y él pertenece a ella, puede, sin aislarse de ella, referir esta absolución también a sí mismo. Es una absolución válida, si bien se diferencia de la absolución sacramental en la confesión personal. La absolución actual es una absolución propia de los «santos», de los que ya han sido absueltos en la confesión sacramental. No se refiere a los pecados individuales que ya han sido remitidos, sino al estado general de la culpa y la falta que consiste en haber pecado en absoluto y en haber pecado mucho, de haber caído una y otra vez de una confesión a otra. Es, por así decirlo, el pecado visto desde la perspectiva más alta de Dios –tal y como da a entender el sacerdote en la confesión cuando dice: «Incluimos todo así como Dios lo ve»–, el pecado que marca como pecadores al hombre en su totalidad y a la comunidad en su totalidad. Quizá lo que cae bajo esta absolución es, sobre todo, lo que el individuo desconoce, si bien presiente que su culpa es distinta y más grande de lo que puede llegar a expresar en la confesión. Él se siente demasiado enredado en la culpa, demasiado cercano a ella como para tener la distancia suficiente para formularla de un modo objetivo en su número, en su gravedad y en sus conexiones. En la confesión sacramental, los pecados individuales que uno declara se destacan sobre el fondo de un estado habitual de pecaminosidad. Por razón del mal que uno ha hecho y que puede expresarse, el resto del tiempo en el que uno no ha hecho nada digno de mención, ningún mal identificable y nombrable, podría parecer como un tiempo libre de pecado. Pero reconociendo al comienzo de la santa Misa su gran culpa, el sacerdote y la comunidad tienen de repente una experiencia bien distinta de lo que es el estado de pecado.

Además, en la confesión personal se le ahorra al pecador una cierta humillación, dado que tiene lugar en intimidad entre él y el sacerdote. En la santa Misa se recupera y se compensa algo de esta humillación, ya que aquí la culpa se hizo del todo anónima y objetiva. Uno se siente humillado, no solo de un modo puramente subjetivo. El individuo ya no se confiesa por sí mismo, como quiere y desea. Él es confesado por la liturgia. Tal vez se consideraba a sí mismo como alguien que lo había aclarado todo en su confesión personal y que ahora podía presentarse ante Dios como uno sin mancha. Pero de repente se vuelve a demandar la confesión, y una vez más se debe recibir la remisión de los pecados en virtud de esta confesión objetiva, despojada del propio buen parecer. De los pecados propios, ciertamente, pero en una absolución común para todos.

El sacerdote que absuelve de este modo también entra en posesión del secreto de confesión de un modo nuevo. Absuelve pecados que no solo no le está permitido decir, aunque los conozca, sino que él mismo no conoce. Este no saber es realmente parte de su secreto de confesión. Es como si ahora no tuviese necesidad de conocer los pecados. Aunque antes hubiera escuchado y absuelto los pecados de cada uno de los miembros de la asamblea, ahora en la absolución general ya no necesita discernir a quién pertenece este pecado y a quién pertenece aquel otro: puede confiarlos a todos al misterio del olvido general en la absolución común. Puede impartir la absolución como uno que no sabe, dejar caer el pecado en el anonimato total. En efecto, incluso después de una confesión personal, el sacerdote nunca debe hacer notar al penitente que conoce sus pecados o incluso que lo han impresionado.

Al igual que el pecado pasa de un estado personal a otro anónimo, también la absolución sacramental personal pasa a la absolución anónima de la santa Misa. En ese momento, sin embargo, aparece más fuerte que nunca que todos y cada uno participan en el pecado de todos y cada uno de los demás. La entera congregación recibe una absolución única e indivisible que recae sobre su culpa total e indivisible. Están frente a frente la unidad de la culpa y la unidad de la remisión. Y la remisión de la culpa común se convierte en el preludio de una nueva vida común en la gracia que, una vez más, no será una vida privada del individuo, sino una vida de la Iglesia. Mediante la absolución, la asamblea de los presentes se funde en una congregación compacta. Y ya ahora el Señor está en medio de ella, porque ella demuestra, mediante la confesión y la absolución, que está reunida en obediencia a Aquel que las ha instituido, ya que se ha reunido en su Nombre. A partir de ahora está abierto el camino para la misericordia de Dios. Sacerdote y comunidad están ahora a la espera de Dios. La oración común se hizo, por así decirlo, más concreta, más accesible, más provechosa, porque ha caído el obstáculo del pecado.

El sacerdote se acerca al altar y reza dos oraciones breves. 1

Pide que se aleje todo mal y pureza para poder entrar puro en el santuario. Lo hace en un reconocimiento diferenciado de la culpa que le es propio por ser sacerdote, y al mismo tiempo lo hace en unión con toda la Iglesia. Lo pide asimismo «por los méritos de tus santos, cuyas reliquias están aquí» en el altar. En esta oración, junto con los méritos de los santos e inseparable de ellos, presenta el altar cristiano a Dios. La purificación mediante la confesión y la absolución ha permitido al sacerdote y a la comunidad incorporar a los santos en su oración, y hacer con la ayuda de los santos lo que ellos no son capaces de hacer por sus propias fuerzas y por su propio mérito. La oración es como el acceso a una siempre mayor unidad *

La segunda de estas dos oraciones acompaña el beso del altar. [N. d. T.]

de la Iglesia orante, reunida en ese lugar, con los santos que lo son gracias a una elección especial. Esta santidad subjetiva de los grandes santos está, al mismo tiempo, como empotrada en el altar, en la estructura sacramental objetiva de la Iglesia. En el inicio de la Misa era visible únicamente el sacerdote individual, en diálogo con la congregación y con Dios, el cual de un modo todavía indeterminado dominaba por encima de los acontecimientos. Ahora es introducida la asistencia de los santos entre el sacerdote y el pueblo, entre Dios y el sacerdote. Ellos toman parte, están interesados en lo que acontece. Ya fueron invocados en la confesión de la culpa, se les pedía su intervención, su intercesión, su representación vicaria. En cuanto esto se hizo efectivo y el estado de pecaminosidad cambió mediante la absolución, la comunidad se ha aproximado un poco al estado de los santos.

Ahora es posible invitarlos a participar en el acontecimiento mismo. Ya no hay que temer molestarles en su mundo de santos, interrumpir como pecadores sus tareas santas. Por medio de la absolución, la congregación ha sido constituida como un pueblo santo, un pueblo de Dios, que está en comunión con el pueblo de todos los santos distinguidos de Dios.