A LA LUZ DEL CRISTIANISMO

1. NINGUNA TEORÍA

En las fuentes bíblicas de la Antigua y Nueva Alianza no se encuentra, sorprendentemente, ninguna teoría sobre el sufrimiento del mundo. A no ser que se tome como tal el segundo relato de la creación (Génesis, capítulos 2 y 3), que apenas repercute en la propia Biblia. Según ese relato, el sufrimiento del hombre ha comenzado con su primera desobediencia a Dios, por lo que el hombre fue expulsado de un paraíso sin dolor y cuyo acceso queda defendido por una espada de fuego. El relato bíblico, integrado en narraciones legendarias, puede iluminar una parte del problema, es decir, la que vincula el sufrimiento con el alejamiento de Dios. Otros aspectos los deja en la oscuridad, como la existencia de una naturaleza desde siempre saturada de sufrimiento miles de millones de años antes de la aparición del hombre, como también el hecho de que el hombre entra en la historia del mundo como un ser finito, limitado en la duración de su existencia terrena. El pecado pudo haber alterado y oscurecido el carácter de ese fin, pero no lo ha creado.

Después de esta palabra de la Escritura sobre los inicios del sufrimiento humano anunciada en lenguaje legendario: ya nada esencial es aportado. Otros contenidos se agregan a esa palabra en forma de genealogías: la historia del primer asesinato (Caín y Abel), de la primera venganza sangrienta (Gn, 4,24), de la primera fornicación (Gn 6,1 ss.), del primer acto de orgullo que asalta los cielos (Gn 11,1-9). Formas de pecado, no aclaraciones del sufrimiento. También se presupone el sufrimiento cuando Dios pone a prueba la fidelidad de un hombre. Y al final del Antiguo Testamento este tipo de prueba se transforma en la ocasión misma para dar gracias a Dios: «Por todo esto, debemos dar gracias al Señor nuestro Dios que ha querido ponernos a la prueba como lo hizo a nuestros padres. Recordad lo que hizo con Abraham, las pruebas por las que hizo pasar a Isaac, lo que aconteció a Jacob en Mesopotamia de Siria… Y como les puso a ellos en el crisol para sondear sus corazones, así el Señor nos hiere a nosotros, los que nos acercamos a Él, no para castigarnos, sino para amonestarnos» (Jdt 8,25-27). Dios nos prueba para amonestarnos o, mejor, nos prueba porque nos ama lleno de misericordia, como dice el Nuevo Testamento (1 Pe 1,7; Heb 12,6; Ap 3,19).

Esto significa, por consiguiente, que Dios puede usar el sufrimiento –tenga el origen que tenga– para fines buenos, es más, para los mejores fines. ¿Esto se refiere a casos excepcionales o esta frase puede ser, de alguna manera, generalizada? A veces el sufrimiento puede recibir un sentido positivo: ¿es posible ampliar esta aseveración? Esto nos obliga a mirar a Jesucristo. Dos figuras le preceden. Una es Job que, abrumado por un sufrimiento insoportable y casi sepultado bajo él, grita a Dios por una explicación, por justicia. Sin embargo, aunque finalmente Dios le justifica por su conducta (mientras que los amigos, que explican el sufrimiento por la pecaminosidad de Job, son condenados), la majestad inescrutable de Dios, con todo, solo le llama al silencio. La otra figura es el «siervo de Dios» (en Isaías, cap. 53) que por sus hermanos pecadores sufre la más pesada humillación y finalmente la muerte, y por esto mismo es glorificado por Dios y recibe «una multitud como parte». Job es un predecesor que se queda a la zaga, el siervo de Dios es uno que ya camina espiritualmente con Cristo: y encuentra su figura histórica en la interpretación cristiana de la cruz de Jesús.

Si se ahonda lo suficiente en la fe cristiana como es expresada, con toda la claridad deseable, en los autores del Nuevo Testamento, entonces uno encuentra que Dios en la cruz y en la resurrección de Jesucristo no proporciona ninguna teoría para la existencia del sufrimiento del mundo, sí, en cambio, ejerce una praxis en virtud de la cual el sufrimiento –aquí nos está concedido decir: en su totalidad– es llevado a un contexto luminoso.

2. LA PRAXIS DE DIOS

El sufrimiento de Jesucristo permanece un misterio, alrededor del cual solo podemos ir moviéndonos con suma reverencia. Jesús mismo no solo ha sabido de antemano de ese misterio, sino que ha distribuido su fruto por adelantado. «Nadie me quita mi vida, Yo la doy voluntariamente» (Jn 10,18). «Tomad y comed, este es mi cuerpo … Bebed todos de ella, esta es mi sangre de la Alianza, derramada por muchos para el perdón de los pecados» (Mt 26,26-28). Él dispone de su sufrimiento. Pero, ¿en qué consiste este sufrir? No principalmente en un tormento físico que en aquel entonces miles de personas tuvieron que soportar igual que Él, sino en algo mucho más profundo si damos fe a los textos: en un ser abandonado por el Dios al que Él llama de una manera muy especial su Padre, con el que está unido como ningún otro y en cuyo «seno» siempre descansa. «Nadie conoce al Padre sino el Hijo» (Mt 11,27). Por lo tanto, nadie puede experimentar semejante abandono de Dios como el Hijo. Este es el sufrimiento más profundo posible: saber por experiencia propia quién es Dios y haber perdido a ese Dios, aparentemente para siempre.

Pero solo ahora viene lo decisivo. Según los textos del Nuevo Testamento, ese sufrimiento no tiene lugar porque Dios se siente solidario con los que sufren, como dicen hoy muchos teólogos. El concepto de solidaridad expresa, sin duda, algo correcto, como lo podemos ver en el hecho de que Jesús es crucificado junto a dos malhechores, pero de ningún modo agota el contenido de su sufrimiento. Más bien, debemos aceptar el concepto de sustitución vicaria que ya nos es conocido a partir del «siervo de Dios»: uno puede, manifiestamente, expiar por los pecados de muchos. Esto lo sabía Israel. Con esto vamos ya pisando sobre las huellas justas, pero aún no estamos en la meta. Más allá de esto, debemos saber quién es ese uno. En los cantos del «siervo de Dios», parece ser un hombre. Jesús, en efecto, es un hombre, pero es más que un hombre: Él es el Hijo del Padre. Por eso su sufrimiento no solo es el más profundo posible, como se ha dicho, sino que también puede ser el que expía por todos, porque tiene el poder de, descendiendo, atravesar y tomar desde abajo todo pecado, pero también todo sufrimiento del mundo, y así transformarlo en una obra del amor supremo. Amor supremo no solo de Aquel que se dona, sino también de Aquel que lo dona: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único» por el mundo (Jn 3,16), para reconciliarlo consigo por medio de Aquel que se hace el portador de todo pecado (2 Co 5,19-21). Esta es la Buena Nueva cristiana tal y como la proclama el Nuevo Testamento, y solo ella en su plena totalidad orgánica puede arrojar luz sobre nuestro problema: Dios y el sufrimiento.

La pasión no es lo único en la vida de Jesús, ella está entre su vida terrena de trabajador y de predicador itinerante y su resurrección hacia el Padre, en la que toma consigo sus estigmas transfigurados en la vida eterna. El cristianismo no es una religión unilateral del sufrimiento. A este le antecede un trabajo dirigido al mundo y transformador del mundo, y le sigue una vida junto a Dios que acoge y salva en Él todo lo vivido y sufrido.

Según la concepción cristiana, el sufrimiento de Jesús es «inclusivo», es decir, da acceso al sufrimiento del otro, que incluido en el suyo también puede expiar vicariamente. Pablo lo dice de un modo explícito en muchos pasajes (Col 1,24; Gal 4,19, etc.). El cristiano que conoce esta inclusión ve en ese sufrir con Cristo algo pleno de sentido, incluso algo digno de ser deseado, también si se transforma en una carga «que nos abruma de un modo excesivo, por encima de nuestras fuerzas» (2 Co 1,8).

Un Esteban y otros discípulos en los Hechos de los Apóstoles se consideran bienaventurados por recibir la gracia de soportar tal sufrimiento por amor de Cristo y junto con Él. ¿Y el sufrimiento del sinnúmero de todos los demás que no conocen esta paradójica bienaventuranza? Aquí chocamos contra un límite de nuestra capacidad de expresión. Solo recordemos que en su Pasión Cristo ha sufrido más que todo sufrimiento humano, y lo ha hecho vicariamente, para que ningún sufrimiento humano, por más atroz y perverso que sea, vaya más allá del suyo, sino que quede conservado en el interior del suyo.

3. LA SINGULARIDAD DE ESTA PRAXIS

En este punto debemos detenernos un momento para percibir con más claridad el profundo contraste que existe entre la valoración cristiana del sufrimiento y los intentos humanos antes mencionados de darle una solución al problema. Todos estos tenían como objetivo huir del sufrimiento. Lo hacían acabando drásticamente con él, ayudándose con una técnica artificiosa, endureciéndose contra el dolor (hasta el punto de ponerse sobre una tabla de clavos, de despreciar estoicamente el dolor o la ignominia), planificando sociológicamente en vista de un futuro lejano. Los métodos son diversos, pero el fin es evidente: el sufrimiento debe desaparecer.

Jesús no pone el sentido de su vida en la abolición del sufrimiento, sino en el descenso a su fundamento más bajo: Él bebe el «cáliz» hasta el fondo, expresamente por nosotros. No para que nosotros ya no tengamos que sufrir, sino para que el sufrimiento, carente de un sentido último, reciba en Él el sentido más alto: ayudar a expiar y redimir el mundo.

Es verdad que muchos filósofos y pedagogos siempre han considerado útil una cierta medida de sufrimiento: «Quien no ha sido aporreado no ha sido bien educado» [cf. Menandro, Sentencias, 422; Goethe, Poesía y verdad. De mi vida], como ya sabían los griegos. Pero, donde comienza a pronunciarse lo insoportable, lo excesivo, el padecimiento de lo injustificable, allí calla toda filosofía y toda pedagogía. También calla Nietzsche, se apaga su elogio del sufrimiento que hace fuerte como el acero: para su propia demencia ya no habría tenido ninguna teoría.

Aquí, más allá de toda teoría, solo hay Uno que todavía tiene una palabra, una que en el fondo ya no es una palabra que habla, sino una que sufre en su carne: pues Jesucristo como Hijo de Dios es la Palabra definitiva del Creador y Padre para el mundo. Y lo definitivo en ella es que la entrega del Hijo y de la Palabra al estado de abandono último es también la revelación más profunda del amor de Dios para el mundo.

4. ACCIÓN Y PASIÓN

El sufrimiento de Jesús es voluntario, Él ha incluso «nacido para poder morir» (según la expresión de algunos Padres de la Iglesia), por eso su sufrimiento es, de hecho, el punto culminante de su trabajo cumplido en la tierra. Esto no es tan ajeno al ser hombre como podría parecer a primera vista. La palabra latina «labor» significa tanto trabajo como pena. Para la mujer, traer un ser humano al mundo es inseparablemente ambas cosas: duro trabajo y dolor. ¿Dónde existe en el mundo una auténtica fecundidad sin dolor? El grano de trigo debe morir para dar fruto abundante. Ninguna gran obra de arte viene al mundo sin que el artista muera centenares de veces. Todo adolescente debe alcanzar la madurez a través de una soledad que le resulta incomprensible. Ninguno encuentra realmente a Dios sin pasar por desilusiones y lágrimas. Nadie ama al mundo –como san Francisco en el Cántico de las criaturas– sin ser de algún modo estigmatizado.

El sufrimiento es un siervo de Dios tan bueno como lo es la alegría. También para el Crucificado son una sola cosa la dolorosa sobre-exigencia pasiva de su naturaleza humana y la voluntaria prestación activa, también de esa sobre-exigencia, y son fecundas de una manera mucho más profunda que los dolores de parto de la mujer que da a luz. Por eso también el sufrimiento que es llevado en el seguimiento de Cristo puede participar en esa fecundidad. El sufrimiento, entendido cristianamente, puede ser un tesoro en el que los que sufren no solo invierten para sí en el cielo, sino que lo regalan a sus prójimos; y estos hombres son, muy posiblemente, los más ricos entre los miembros de Cristo. El solo hecho de pensar que son testigos (mártir significa testigo) de la verdad del cristianismo ha levantado y animado a muchos a lo largo de los siglos cristianos y hoy en los gulags. Pero esto es solo el preludio del sentido de su sufrimiento, la continuación y el cenit –y esto debería grabarse explícitamente en el corazón de todos los que sufren– está en que ellos pueden cambiar realmente el mundo, en lo pequeño (es decir, en personas concretas conocidas o no conocidas) o en lo grande (en la política, en la economía y en otros ámbitos e intereses universales). Ellos son dadores, ellos regalan, probablemente en un sentido mucho más comprensivo que los activos y ocupados en sus labores. Esto forma parte de la singularidad absoluta de la doctrina cristiana. En esto ella es la directa inversión de sentido de todos los intentos humanos mencionados de superar el sufrimiento como un simple mal.

Jesús utiliza la idea judía de la «paga» que es recompensada en el cielo por el sufrimiento terreno. En este concepto hay que destacar, sobre todo, que el sufrimiento –en primer lugar, el sufrimiento entendido cristianamente– indica un valor, tiene un precio que puede ser calculado espiritualmente. Y que esa «paga o recompensa» no sea simplemente algo segundo más allá del primer momento doloroso, nos lo muestra la bella imagen que nos da Jesús de la mujer que da a luz: su labor y su recompensa son dos fases de un mismo acontecimiento. «La mujer, cuando va a dar a luz, siente dolor, porque le ha llegado la hora; pero cuando ha dado a luz al niño ya no se acuerda del aprieto, por la alegría de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,21). Y el cristiano tiene, además, la posibilidad de dejar que esa «recompensa» o ese «valor» de su sufrimiento redunde desde un principio en provecho de los demás, y uno puede estar seguro de que si lo hace, Dios no le dejará en ayunas.

En el ámbito cristiano este valor del sufrimiento concebido en la fe es evidente. Hasta dónde se extiende ese valor gracias a la misericordia de Dios, incluso más allá del radio de acción de la fe viva, no nos compete a nosotros saberlo –por ejemplo, si comprende a los que mueren en el servicio a los demás, o a todos los que soportan con paciencia un destino espiritualmente duro o dolores corporales fuertes–. Pero nosotros podemos depositar con confianza el cuidado de todo esto en las manos de Dios.

El «trabajo de la pasión» no devalúa de ningún modo la actividad divino-humana de Jesús durante su vida terrena. Su pasión abraza desde abajo toda su acción precedente, así como en cada vida humana la muerte concluye todo el obrar. La muerte no dice que la actividad anterior ha sido vana y sin sentido. En el cristianismo, la pasión no elimina el sentido de la acción humana y cristiana. Nosotros somos inequívocamente exhortados a hacer todo lo que está en nuestro poder para mitigar el sufrimiento humano en torno a nosotros, para trabajar, tanto como podamos, por la paz entre los hombres y los pueblos, para realizar las obras de misericordia corporales y espirituales que el Evangelio nos sugiere, para promover todo progreso significativo que ayude a curar a los enfermos, a vencer la miseria de las favelas a escala mundial, a eliminar toda injusticia en la discriminación racial y en la opresión de los trabajadores. Para esto no se necesita, en cuanto tal, ser cristiano, si bien en todas estas demandas los cristianos deberían ser, en el frente de lucha, los promotores de la humanidad y animadores de los resignados.

El mismo Jesús ha puesto durante su actividad pública signos visibles por los que era posible reconocer su carácter mesiánico. Cuando el Bautista encarcelado envía a preguntarle si Él era el esperado, Jesús le responde: «Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos caminan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva», como lo había profetizado Isaías (Mt 11,4-5). Resucitar a los muertos es su privilegio, pero hacer el bien a los que sufren –una gota en el océano– es un símbolo no solo de las gracias que Dios regala a los hombres, sino también del bien que los hombres deberían hacer a sus semejantes. No en vano el médico es elogiado y recomendado en la Biblia (Si 38); pero, curiosamente, a esto le sigue otra recomendación, es decir, no tomar la muerte de un modo demasiado trágico. Todo arte humano debe esforzarse tanto por los enfermos como por su propio progreso, pero reconociendo el límite infranqueable: la muerte como signo del poder de Dios sobre la existencia finita. Esta intuición humilla y nos hace humildes: no tiene sentido querer prolongar una vida mortal ilimitadamente. Una vez más según la Biblia, el morir con «largos años» es una gran dicha. Pero dichosos son la «estéril» y el «eunuco» si esto los salva de la impiedad; o la muerte temprana si salva de una vida impía (Sb 3,13 ss.; 4,7 ss.). Una contraprueba la aportan las novelas utópicas que nos retratan hombres multicentenarios espectrales (como Estrella de los no nacidos de Franz Werfel o Un mundo feliz de Aldous Huxley).

En esta tierra, el hombre es y permanece un ser que lucha contra poderes que él puede derrotar hasta cierto punto, pero que son y permanecen eternamente superiores a él. Los virus y microbios que se hacen resistentes a los nuevos medicamentos nos ejemplifican irónicamente esta verdad. ¿No miramos acaso inquietos hacia un tiempo en el que las máquinas se habrán encargado del trabajo del hombre y este ya no sabrá con qué «actividades en el tiempo libre» podrá remediar su aburrimiento y, como se dice, «matar el tiempo»? También el deporte, es verdad, tiene en sí momentos de lucha; sin embargo, ¿no es también él un simulacro inofensivo de lo realmente apasionante, de lo que en verdad cumple la existencia: la lucha por la vida?

Al final de esta reflexión están, bien sencillamente, las «Bienaventuranzas» de Jesús. Por cierto, ellas se ordenan en dos series: los que sufren (como los pobres, los afligidos, los que tienen hambre y sed, los perseguidos) y los que se dirigen a ellos con compasión (los mansos que no devuelven el golpe sufrido, los misericordiosos, los que trabajan por la paz). Pero, ¿qué sería de los segundos si no existieran los primeros? Jesús llama bienaventurado al conjunto, a la reciprocidad entre los que sufren y los que alivian el dolor. Se le malinterpretaría si se quisiera referir el sufrimiento y el alivio solo a este tiempo del mundo; la bienaventuranza y la «recompensa», solo al cielo. Bajo la terrible realidad del sufrimiento del mundo y de la lucha (a menudo desesperada) contra ese dolor, como bajo una superficie agitada del mar, Jesús ve una profundidad llamada paz, es más, beatitud. Esta mirada inaudita en la profundidad nos pone, por última vez, ante la cuestión de nuestro título: Dios y el sufrimiento.

5. DIOS Y EL SUFRIMIENTO

Una solución teórica de la cuestión acerca de cómo es posible compatibilizar el sufrimiento del mundo con la bondad de Dios, nosotros la hemos excluido. Una visión de conjunto del Misterio, mientras aún estamos en medio de la lucha de la vida, nos es denegada. Solo nos es concedido mirar al que ha sido abandonado por Dios en la cruz, como si en su oscuridad interior estuviera la luz que todo lo ilumina. El apóstol Pablo no quiere «saber otra cosa más que Jesucristo, y este crucificado». «No con palabras sabias, para no vaciar de contenido la cruz de Cristo» (1 Co 2,2; 1,17). La oscuridad está en el grito del Crucificado: «¿Por qué?» (Mc 15,34). Esta es una pregunta propia del sufrimiento extremo que no recibe ninguna respuesta. Que no puede recibir ninguna, pues lo que aquí es cargado y encarnado es el pecado del mundo, lo sin sentido, a lo que no se puede dar ninguna respuesta. Pero el que grita la pregunta es, al mismo tiempo, el que pone su Espíritu en las manos del Padre (que ha desaparecido) (Lc 23,46), el Niño-Hijo que con su pregunta sigue confiando, a pesar de todo, en el Padre que le abandona. El silencio, callado y sin respuesta, no rompe la fe del Hijo en el Padre.

Ahora bien, gracias a esto todo el problema insoluble entra finalmente en el interior de Dios. Porque la escena que se representa en la cruz es una escena entre el Padre divino y su Hijo encarnado. Y su Espíritu Santo común, que está ahí presente, que media entre el alejamiento silencioso y la entrega silenciosa de Padre e Hijo, muestra que ambas cosas suceden al unísono. Preguntemos más en profundidad. Ciertamente, el mundo creado que aquí sufre no es Dios. Pero, ¿dónde debería estar el mundo sino, también él, en Dios, ya que nada puede existir fuera del Dios omnipresente? El lugar del mundo está allí donde en Dios el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son una única vida eterna del amor, y esta solo puede ser vida del amor porque las Personas en Dios se diferencian, no obstante su unidad esencial. Así el cristianismo sabe (la sola entre las religiones monoteístas) que la diferencia es algo bueno, y por eso también que la diferencia –que permanece– entre Dios y el mundo creado no pone en cuestión el hecho de que el mundo es y está en Dios. No existe otro lugar.

Y esto mismo también significa que el sufrimiento del mundo está muy cerca del corazón de Dios, ya sea el sufrimiento que existe en la naturaleza o el peor, el que surge de la libertad humana y que los hombres se infligen unos a otros, al que Dios no puede simplemente dejar pasar, sino que debe juzgar. Todo esto está en Dios. Es una ilusión óptica del hombre «filosofante» pensar que el sufrimiento suceda «aquí abajo» y que «allá arriba» un Dios beatamente desinteresado se quede simplemente mirando. Todos los puños erguidos contra el cielo del hombre rebelde apuntan a una dirección falsa. El que sufre, el que grita en agonía está en Dios. Lo está, porque el mundo entero, así como es, con toda su sangre y todas sus lágrimas, ha sido planeado y creado en Cristo, más concretamente: en el Cristo crucificado.

El Padre nos ha elegido de antemano «para ser sus hijos adoptivos en Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad … En su Hijo amado tenemos, por medio de su sangre, la redención, el perdón de los pecados» (Ef 1,5.7). Nosotros somos «rescatados … por la sangre preciosa, como de cordero sin tacha y sin mancilla, de Cristo, elegido de antemano [pre-destinado] antes de la creación del mundo» (1 P 1,18-20). Esto nos dice que ya desde siempre el amor de Dios ha abrazado desde abajo y sostenido todo el sufrimiento del mundo. Un amor divino trinitario, naturalmente, cuyas dimensiones nadie podrá sondear ni en el tiempo ni en la eternidad. Un amor del que nosotros solo podemos decir que deja detrás de sí toda forma de sufrimiento sin respuesta, no excluyéndolo, sino incluyéndolo. Un amor que puede incluso osar el riesgo de todos los crímenes y locuras de la libertad humana: pero que de ningún modo los necesita para ser amor, a lo sumo, para mostrarle y demostrarle al mundo entero que «el amor es más fuerte que la muerte y el infierno» (cf. Ct 8,6).