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LOS INTENTOS DEL HOMBRE
El árbol del dolor está infinitamente ramificado. Ya en sus raíces, pues el sufrimiento humano está profundamente entrelazado con el sufrimiento de los animales; estos viven persiguiéndose unos a otros y devorándose unos a otros, luchando en constante temor por su existencia y siempre, en algún momento, acaban sucumbiendo: ante el enemigo, ante la enfermedad, ante la vejez y la muerte.
«En efecto, la creación fue sometida a la caducidad» (Rm 8,20), precisamente cuando quiere conservarse, aun «evolucionar». El hombre hereda ese dolor natural y lo ahonda por su ser consciente, sea que el dolor irrumpa desde el exterior como una catástrofe natural o desde el interior de su débil organismo, sea que lo experimente de un modo físico como hambre y enfermedad o de un modo espiritual en la experiencia del odio, la soledad, la pérdida de esperanza ante el sentido de la vida. Se puede entender que algunas cosmovisiones interpreten todo placer y alegría como algo superficial (quizá engañoso), y el sufrimiento como el fundamento que verdaderamente sustenta la realidad del mundo. Y quien quiera volverle la cara no puede menos que ver ante sí el fin seguro que le espera, y así «pasar toda su vida sometido a la esclavitud, por temor a la muerte» (Hb 2,15). ¿Qué actitud puede adoptar el hombre ante al sufrimiento? Una triple.
1. DERROTISMO
Derrotismo significa, en la práctica, una «muerte voluntaria», antes llamada «suicidio». Se capitula frente al predominio inadmisible del sufrimiento, en la creencia de que así uno se libra de él. Pero, ¿qué sucede si este no fuera el caso? ¿Si se diera una reencarnación (¿como castigo por capitular?)? Si en el anhelado adormecerse de la muerte «vinieran sueños» del todo no deseados, «en la tierra no descubierta, de cuyos límites no regresa ningún viajero», como cavila Hamlet. La mayoría de los suicidas no van tan lejos con sus pensamientos. Ellos solo ven el ahora, también solo se ven a sí mismos, y dejan el destino de seguir sufriendo a los demás. La solución es puramente egoísta.
2. REBELIÓN
Al hombre que se rebela contra el sufrimiento (la antigüedad ya conocía tales rebeldes) se le han erigido en nuestros días grandes monumentos. La verdadera cuestión es contra quién él se rebela. Rara vez contra Dios, pues generalmente es lo suficientemente inteligente como para reconocer que un Dios cruel es una contradicción en sí mismo que, en verdad, no puede existir. En suma, rebelión contra nadie, rebelión por amor a la rebelión, como signo de la grandeza del hombre. Pero, ya que no existe nadie para verla: ¿ella no se desvanecerá explotando, sordamente, en el vacío? Sigmund Freud, quien sufrió lo indecible en sus últimos años, escribe en una de sus cartas: «Como yo soy profundamente no creyente, no tengo a nadie a quien culpar y sé que no existe ningún lugar donde se pueda presentar una queja». Pero luego, a pesar de todo, nos dice: «Si bien mi oposición, al final, se queda muda, sigue siendo, no obstante todo, un acto de oposición». El «hombre rebelde» sabe de su intimísima contradicción.
Es difícil ordenar en este contexto los diversos modos de representarse del budismo: él es rebelión contra todo ese mundo (de apariencia) que, finalmente, será desenmascarado como sufrimiento. Pero, al mismo tiempo, él da instrucciones sobre cómo escapar de ese mundo, y así constituye un pasaje hacia el tercer tentativo de solución que trataremos. Crea una técnica para escapar del sufrimiento: sumergiéndose, gradual y –al final– definitivamente, en el nirvana. En la medida en que esa técnica posee una cualidad espiritual y exige un estricto ascetismo, ella se diferencia de métodos anestésicos baratos (tantrismo –conocido principalmente como yoga–, dervichismo o, simplemente, drogas) en el hecho de ser éticamente irreprochable y de no generar remordimientos. Pero si bien en teoría ella se ofrece a todos, de hecho únicamente los elegidos pueden seguir este camino. En este sentido, también este camino sigue siendo egoísta: uno le da la espalda a este mundo en sí incurable, y de esta forma busca su salvación. Y tan solo cuando después de interminables eones todos hayan recorrido ese camino de liberación, la ilusión de este mundo, en sí sin sentido, estallará como una pompa de jabón.
La mayoría de los caminos concebidos por el hombre, a menudo llamados «místicos», van en esta dirección. Por una parte, ellos aspiran a una «espiritualización» radical, en nuestro contexto, a dar la espalda a todo el carácter intrínsecamente problemático de la dolorosa esfera material; por otra, también se esfuerzan por ir más allá del «yo» cautivo en sí mismo para hacerse uno con una totalidad inconsciente más allá de la conciencia limitada.
3. MANOS A LA OBRA
¿No son cobardes todos estos intentos de huir del sufrimiento? Se debería, no obstante todo, hacer el intento de dar una mano y mejorar lo que se pueda mejorar. Quizá así uno tome parte activa –histórica y conscientemente– en una tendencia general del mundo hacia una realidad mejor, en una tendencia de la nada al ser (E. Bloch), en una tendencia de la bestialidad a la verdadera humanidad (P. Teilhard de Chardin), en una tendencia histórica del hombre alienado de sí mismo hacia una reconciliación general del hombre y la naturaleza en el «humanismo positivo», esforzándose por superar las clases que desmiembran a la humanidad (K. Marx). Todas estas tendencias cuentan con un camino largo y difícil, en parte seguramente también sangriento.
Pero la meta, que llama y espera en el futuro lejano, merece el esfuerzo de tomar sobre sí un sufrimiento pre-cursor, en caso necesario incluso sufrimientos siempre más duros. Y la ciencia ayudará a eliminar, si bien no la muerte, sí mucho del dolor que puede ser superado.
Si bien los sistemas evolucionistas son vistos hoy con escepticismo, si bien nosotros ya sentimos en nuestro propio cuerpo los aspectos problemáticos del progreso técnico (contaminación del planeta), sin embargo, el verdadero problema de estos sistemas reside menos en la lucha cerrada contra los males –esta lucha parece ser la auténtica tarea de la humanidad– que en el poco valor que se da al individuo que sufre: este, sucumbiendo, ayuda a pavimentar el camino del progreso de la especie. Ni siquiera a Teilhard se le puede ahorrar, sin más, esta objeción.
Pero, sobre todo le objetaremos al comunismo: ¿qué ha conseguido hasta ahora con sus innumerables emprendimientos a nivel global? ¿Ha dado siquiera un par de pasos en el camino que conduce a la eliminación del sufrimiento? ¿Es su gulag mejor o, más bien, peor que el sistema de Auschwitz? ¿No es él, acaso, el gran obstáculo para que la humanidad pueda cerrar filas en un frente único contra los grandes males del mundo, lo cual hoy es imperioso? Y si el modelo ruso nos desagrada y vamos en búsqueda de una forma más humana: ¿qué forma encontraremos? Es decir, siempre que partamos de las fuentes auténticamente históricas del sistema, pues todas ellas proceden de un postulado común: quitarle al hombre toda mirada a un horizonte trascendente por medio de un ateísmo radical, para que pueda consagrarse con alma y vida al proyecto de transformar la tierra en la paz eterna del humanismo positivo.
Ahora bien, bajo este postulado del ateísmo encontramos todavía el nombre de otro hombre que, odiando mortalmente los supuestos ideales comunistas, anhelaba una humanidad mejor, una super-humanidad: Friedrich Nietzsche. Pero él no tenía la intención de abolir el sufrimiento del mundo, pues tal cosa le parecía no solo imposible, sino también indeseable, ya que despojaría al hombre de lo mejor de sí: su naturaleza guerrera y depredadora. A él, subido a los hombros de Darwin, no le interesaba otra cosa que la cría de la «bestia rubia», brutal y despiadada, destructora de todas las tablas de valor existentes, que apareció poco después de él en una forma vulgar: Adolf Hitler. La «voluntad de poder» de Nietzsche (como esencia del ser que debe ser apropiada por el hombre) tuvo su oportunidad en la última guerra mundial. Pero, a pesar de sufrir esta refutación evidente, ¿se le disputará su tesis, es decir, que el hombre fue puesto en el mundo para abrirse camino luchando y así lograr dar lo mejor de sí, mientras que su estar hastiado de luchar, su prurito de paz a cualquier precio podrían ser más bien signos de su decadencia? No es que Nietzsche haya anhelado tal cual las catástrofes humanas que él ha previsto y en las cuales hoy nos encontramos. Pero fue parte de su clarividencia el reconocerlas como consecuencia necesaria de lo que él caracterizó como «el advenimiento del nihilismo», del que se veía como su principal representante.
Y el núcleo central de este nihilismo consiste en la percepción, inexorablemente difundida, de que «Dios ha muerto» y junto con Él también la fe en la existencia de una verdad y de unos valores permanentemente válidos. Que un tal horizonte deje entrever un aumento de sufrimiento para la mayoría de los hombres (pues solo unos pocos podrán ser super-hombres), quitándoles al mismo tiempo toda mirada hacia una reconciliación trascendente, a esta objeción Nietzsche solo pudo, finalmente, antes de sucumbir en la locura, “responder” con la suposición de un «eterno retorno de lo mismo» en un mundo que él describía como «un monstruo que eternamente rumia». Esto puede ser para los presuntos super-hombres una visión bienaventurada, pero para la masa restante es simplemente la expresión de una pesadilla espantosa.
Aparte de estas tres vías –resignación, fuga o un supuesto poner manos a la obra–, ¿existe una cuarta por la que la humanidad podría intentar abordar la cuestión del sufrimiento del mundo con alguna esperanza de éxito? No podría nombrar ninguna otra, salvo quizá el sordo ideal de prosperidad al que todos nosotros rendimos homenaje más o menos irreflexivamente, pero con una venda en los ojos que otras épocas más realistas –como la Alta o la Baja Edad Media– preferían no ponerse, para ver más directamente a los ojos las cosas como ellas, de hecho, inexorablemente eran y son.
Esos eran tiempos más o menos cristianos, por lo que ha llegado el momento de ocuparnos de lo que el cristianismo tiene para decir sobre nuestra pregunta.