CAPITULO III
ESPECULACIÓN DE DIOS POR SU IMAGEN IMPRESA EN LAS POTENCIAS NATURALES
Y porque los dos grados predichos, guiándonos a Dios por los vestigios suyos, por los cuales reluce El en todas las criaturas, nos llevaron de la mano hasta entrar de nuevo en nosotros, es decir, a nuestra mente, donde reluce la divina imagen; de ahí es que, llegados ya al tercer grado, entrando en nosotros mismos, como si dejáramos el atrio del tabernáculo, en el santo, esto es, en su parte interior es donde debemos procurar ver a Dios por espejo: allí donde, a manera de candelabro, reluce la luz de la verdad en la faz de nuestra mente, en la cual resplandece, por cierto, la imagen de la beatísima Trinidad.
Entra, pues, en tí mismo y observa que tu alma se ama ardentísimamente a sí misma; que no se amara, si no se conociese; que no se conociera, si de sí misma no se recordase, pues nada entendemos por la inteligencia que no esté presente en nuestra memoria, y con esto adviertes ya, no con el ojo de la carne, sino con el ojo de la razón, que tu alma tiene tres potencias. Considera, pues, las operaciones y las habitudes de estas tres potencias y podrás ver a Dios por ti, como por imagen, lo cual es verlo como por un espejo y bajo imágenes oscuras.
Y en verdad, la operación de la memoria es retener y representar no sólo las cosas presentes, corporales y temporales, sino también las sucesivas, simples y sempiternas.
Pues retiene la memoria las cosas pasadas por la recordación, las presentes por la suscepción, las futuras por la previsión. Retiene también las cosas simples, cuales son los principios de la cantidad, ya discreta, ya continua, como el punto, el instante y la unidad, sin los cuales nada es posible recordar o pensar cuanto de ellos tienen principio. Retiene asimismo, los principios y los axiomas de las ciencias no sólo como eternos, sino también de modo eterno, pues, como uno use de la razón, nunca puede olvidarlos, de manera que en oyéndolos, no les preste asentimiento; y esto no como si empezara a comprenderlos entonces, sino reconociendo. los cual si le fueran connaturales y familiares, cosa que se hace patente, proponiendo a uno principios como éstos: "De cualquier ser o se afirma o se niega"; o también: "El toda es mayor que su parte", u otro axioma cualquiera al que no es posible contradecir por ser evidente en si mismo. Por lo tanto, a causa de la primera retención actual de las cosas temporales, a saber: de las pasadas, presentes y futuras, la memoria es una imagen de la eternidad, cayo presente indivisible se extiende a todos los tiempos. Por la segunda retención se ve que la memoria está posibilitada para ser informada no sólo del exterior por los fantasmas, sino también de arriba, recibiendo las formas simples que no pueden entrar por las puertas de los sentidos ni por las representaciones de objetos sensibles. Por la tercera retención tenemos que posee ella presente a si misma una luz inmutable, en la cual recuerda verdades invariables. Y así, mediante las operaciones de la memoria, está claro que el alma es imagen y semejanza divina, tan presente a sí misma como presente a Dios, a quien conoce en acto, aunque sólo en potencia sea capaz de poseerlo y de ser partícipe suyo.
La operación de la virtud intelectiva está en conocer el sentido de los términos, proposiciones e ilaciones. Entonces, en efecto, conoce el entendimiento los significados de los términos cuando viene a comprender por definición a cada uno de ellos. La definición, empero, ha de darse por términos más generales, y éstos han de definirse por otro, más generales todavía hasta llegar a los supremos y generalísimos, ignorados los cuales, no pueden
entenderse los términos inferiores por vía de definición. De manera que sin conocer el ser por sí, no se puede conocer plenamente la definición de una substancia particular cualquiera. Tampoco puede ser conocido el ser por sí sin conocerlo con sus propiedades, que son: unidad, verdad y bondad. Y como el ser pueda concebirse como ser diminuto y como ser completo, como ser perfecto y como ser imperfecto. como ser en potencia y como ser en acto, como ser "secundum quid" y como ser "simpliciter", como ser parcial y como ser total, como ser transeúnte y como ser permanente, como ser por otro y como ser por sí mismo, como ser mezclado de no ser y como ser puro, como ser dependiente y como ser absoluto, como ser anterior y como ser posterior, como ser mudable y como ser no mudable, como ser simple y como ser compuesto; y como en manera alguna puedan conocerse las negaciones y los defectos si no es por las afirmaciones: cosa clara es que nuestra inteligencia no llega, por análisis, al conocimiento plenario de alguno de los seres creados, a no ser ayudada del conocimiento del ser purísimo, completísimo y absoluto, el cual es el ser "simpliciter" y eterno, ser en quien se hallan las razones de todas las cosas en su puridad. Y, de otra suerte, ¿cómo pudiera conocer la inteligencia que tal cosa es defectuosa e incompleta si ningún conocimiento tuviese del ser exento de todo defecto?
Y procédase de esta manera en las demás condiciones ya tratadas.
Y entonces se dice, con toda verdad, que el entendimiento comprende el sentido de las proposiciones cuando sabe con certeza que son verdaderas, y saber esto es saber que no puede engañarse en tal comprensión. Sabe, en efecto, que tal verdad no puede ser de otra manera, sabiendo como sabe que esa verdad es inmutable. Pero, por ser mudable nuestra mente, no puede ver la verdad reluciendo tan inmutablemente si no es en virtud de otra luz que brilla de modo inmutable del todo, la cual es imposible sea criatura sujeta a mudanzas. Luego la conoce en aquella luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo, la cual es la luz verdadera y el Verbo que en el principio estaba en Dios.
Pero nuestro entendimiento entonces percibe, con toda verdad, el sentido de una ilación cuando ve que la conclusión se sigue necesariamente de las premisas, lo cual no sólo ve en los términos necesarios, sino también en los cotingentes; como, por ejemplo: si el hombre corre, el hombre se mueve. Y esta relación necesaria la percibe no sólo en las cosas existentes, sino también en las no existentes. Pues así como, existiendo el hombre, se sigue la conclusión si el hombre corre, el hombre se mueve, así también se sigue lo mismo, aunque el hombre no exista. Pero la necesidad de semejante ilación no viene de la existencia del ser en la materia, porque tal existencia es contingente; ni de la existencia de las cosas en el alma, ya que afirmarla en el alma, no existiendo realmente, vendría a ser una ficción: luego viene de aquella ejemplaridad del arte eternal, en la cual tienen las cosas aptitud y relación mutua, conforme está representadas en el arte eterna. Y es que, como dice San Agustín en el libro De vera Religione, la luz del que verdaderamente razona se enciende por aquella verdad y brega por llegar a ella. Por donde se ve a las claras cuán unido está nuestro entendimiento a la verdad eterna, pues nada verdadero puede conocer sino enseñado por ella. Con que por ti mismo puedes ver la verdad que te enseña, como las concupiscencias e imaginaciones no te lo impidan, interponiéndose como niebla entre ti y el rayo de la verdad.
Y la operación de la virtud electiva se echa de ver en el consejo, en el juicio y en el deseo. El consejo consiste en inquirir cuál sea lo mejor, esto o aquello. Pero nada se dice lo mejor sino por acceso a lo óptimo, y el acceso a lo óptimo consiste en la mayor semejanza; luego nadie sabe si una cosa es mejor que otra sin saber que se asemeja más a lo óptimo. Pero nadie sabe que una cosa es más semejante a otra sin conocer ésta, como que no sé si tal es semejante a Pedro sin saber o conocer quién es Pedro; luego en todo el que inquiere cuál sea lo mejor está impresa necesariamente la noción del sumo Bien.
Y el juicio cierto de las cosas, sujetas al consejo, viene de una ley. Nadie, en efecto, juzga con certeza en virtud de la ley si no está
cierto no sólo de que la ley es recta, sino también de que no debe juzgarla; pero nuestra mente juzga de sí misma, y como no pueda juzgar de la ley, por la cual precisamente juzga, síguese que esa ley es superior a nuestra mente y que ésta juzga por aquella, según la lleva impresa en sí misma. Es así que nada hay superior a la mente humana sino Aquel que la hizo: luego nuestra potencia deliberativa, cuando juzga y resuelve hasta el último análisis, viene a tocar en las leves divinas.
El deseo, por último, versa, ante todo, sobre aquello que sumamente lo mueve.
Sumamente mueve lo que suma. mente se ama; pero ámase sumamente ser feliz, y ser feliz no se consigue sino poseyendo lo óptimo y el fin último: luego nada apetece el humano deseo sino el sumo bien o lo que dice orden al sumo bien, o lo que tiene apariencia del sumo bien. Tanta es la eficacia del sumo bien que, si no es por su deseo, nada puede amar la criatura, la cual se engaña y cae en error precisamente cuando toma por realidad no que no es sino efigie y simulacro del sumo bien.
Ve por aquí cuán próxima a Dios está el alma y cómo la memoria nos lleva a la eternidad, la inteligencia a la verdad y la potencia electiva a la suma bondad, según sus respectivas operaciones.
Y si consideramos el orden, el origen y la virtud de estas potencias, el alma nos lleva a la misma beatísima Trinidad. Porque de la memoria nace la inteligencia como prole suya, pues entonces entendemos cuando la similitud, presente en la memoria, reverbera en el ápice del entendimiento, de donde resulta el verbo mental; y de la memoria y de la inteligencia se exhala el amor como nexo de entrambos Estas tres cosas - mente generadora, verbo y amor - están en correspondencia con la memoria, inteligencia y voluntad potencias que son consubstanciales, coiguales y coetáneas compenetrándose en mutua inexistencia. Siendo, pues, Dio, espíritu perfecto, tiene memoria, inteligencia y voluntad tiene, asimismo, no sólo su Verbo engendrado, sino también su Amor espirado, los cuales se distinguen necesariamente por producirse el uno del otro,
no por producción esencial n por producción accidental, sino por producción personal. Considerándose, pues, el alma a sí misma, de si misma como por espejo se eleva a especular a la santa Trinidad del Padre, del Verbo y del Amor, trinidad de personas tan coeternos, tan coiguales y tan consubstanciales que cada una de ellas está en cada una de las otras, no siendo, sin embargo, una persona la otra, sino las tres un solo Dios.
A esta especulación que el alma tiene de su principio uno y trino, mediante sus potencias, trinas en número, por las que es imagen de Dios, la ayudan las luces de las ciencias, luces que la perfeccionan e informan y representan la beatísima Trinidad de tres maneras. Pues se ha de saber que toda la filosofía o es natural, o racional, o moral.
La primera trata de la causa del existir, y por eso lleva a la potencia del Padre; la segunda, de la razón del entender, y por eso lleva a la sabiduría del Verbo, y la tercera, del orden del vivir, y por eso lleva a la bondad del Espíritu Santo.
Además, la primera - la filosofía natural - se divide en metafísica, matemática y física.
De las cuales la una versa sobre las esencias de las cosas, la otra sobre los números y figuras, la tercera sobre las naturalezas, virtudes y operaciones difusivas. Y así, la primera nos lleva al primer Principio, que es el Padre; la segunda a su imagen, que es el Hijo: la tercera al don, que es el Espíritu Santo.
La segunda - la filosofía racional - se divide en gramática, que hace a los hombres capaces para expresarse; la lógica, que los hace agudos para argüir, y en retórica, que los hace valientes para mover o persuadir. Lo cual insinúa también el misterio de la misma beatísima Trinidad.
La tercera - la filosofía moral - se divide en monástica doméstica y política. De ahí que la primera insinúe la innascibilidad del primer Principio, la segunda la familiaridad del Hijo y la tercera la liberalidad del Espíritu Santo.
Todas estas ciencias tienen sus reglas ciertas e infalibles como luces y rayos que descienden de la ley eterna a nuestra mente. Por eso nuestra mente, irradiada y bañada en tantos esplendores, de no estar ciega, puede ser conducida por la consideración de si misma a la contemplación de aquella luz eterna. Y en verdad, la irradiación y consideración de semejante luz suspende a los sabios en admiración y, por el contrario, turba a los necios, cumpliéndose así lo que dijo el Profeta: Iluminando Tú maravillosamente desde los montes eternos, quedaron perturbados los de corazón insensato.