CAPÍTULO IV

ESPECULACIÓN DE DIOS EN SU IMAGEN, REFORMADA POR LOS DONES

Mas porque acontece contemplar al primer Principio no sólo pasando por nosotros, sino también quedando en nosotros, y esto - lo segundo - es más excelente que lo primero, por eso esta manera de considerar obtiene el cuarto grado de la contemplación. Extraña cosa parece, por cierto, que, habiendo demostrado cuán cerca está Dios de nuestras almas, sea de tan pocos especular en sí mismos al primer Principio. Pero la razón es obvia: distraída el alma con los cuidados, no entra en sí misma por la memoria; anublada con los fantasmas de la imaginación, no regresa a sí misma por la inteligencia, y seducida por las concupiscencias, no vuelve a sí misma por el deseo de la suavidad interior ni por el de la alegría espiritual. Por eso, postrada enteramente en estas cosas sensibles, no puede entrar de nuevo en sí misma como en imagen de Dios.

Y porque, donde uno cae, allí debe necesariamente estar tendido si no hay quien le dé la mano y le ayude a volver a levantarse; no pudiera nuestra alma elevarse perfecta mente de las cosas sensibles a la cointuición de sí propia y de la eterna Verdad en sí misma si la Verdad, tomando la forma humana en Cristo, no se hubiera constituido en escala, reparando la escala primera que se quebrara en Adán.

De aquí es que, por muy iluminado que uno esté por la luz de la razón natural y de la ciencia adquirida, no puede entrar en sí para

gozarse en el Señor si no es por medio de Cristo, quien dice: Yo soy la puerta. El que por mi entrare se salvará, y entrará, y saldrá, y hallará pastos. Mas a esta puerta no nos acercamos sino creyéndole, esperándole, amándole. Por lo tanto, si queremos entrar de nuevo en la fruición de la Verdad, como en otro paraíso, es necesario que ingresemos mediante la fe, esperanza y caridad del mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, quien viene a ser el árbol de la vida plantado en medio del paraíso.

De aquí es que la imagen de nuestra alma ha de re. vestirse con las tres virtudes teologales que la pacifican, iluminan y perfeccionan; y de esta manera, la imagen queda reformada y hecha conforme a la Jerusalén de arriba y miembro de la Iglesia militante, la cual es, según el Apóstol, hija de la Jerusalén celestial. Porque dijo así: Aquella Jerusalén que está arriba es libre, la cual es madre de todos nosotros. El alma, pues, que cree, espera y ama a Jesucristo, que es el Verbo encarnado, increado e inspirado, esto es, camino, verdad y vida, al creer por la fe en Cristo, en cuanto es Verbo increado, palabra y esplendor del Padre, recupera el oído y la vista espiritual; el oído, para recibir las palabras de Cristo; la vista, para mirar con atención los esplendores de su luz. Y al suspirar por la esperanza para recibir al Verbo inspirado recupera, mediante el deseo y el afecto, el olfato espiritual. Cuando por la caridad abraza al Verbo encarnado, recibiendo de El delectación y pasando a El por el amor extático, recupera el gusto y el tacto. Recuperados los sentidos espirituales, mientras ve y oye, huele, gusta y abraza a su esposo, puede ya cantar como la esposa en el Cantar de los cantares, compuesto para el ejercicio de la contemplación en este cuarto grado, que nadie la alcanza, sino la recibe, porque más consiste en la experiencia afectiva que en la consideración intelectiva. Y es que, en este grado, reparados ya los sentidos interiores para ver al sumamente hermoso, oír al sumamente armonioso, oler al sumamente odorífero, gustar al sumamente suave y asir al sumamente deleitoso, queda el alma dispuesta para los excesos mentales, y esto por la devoción, por la admiración y por la exultación, las cuales corresponden a las tres exclamaciones

que se hacen en el Cantar de los cantares. La primera de ellas nace de la abundancia de la devoción, la cual hace al alma como una columnita de humo, formada de perfumes de mirra e incienso; la segunda, de la excelencia de la admiración, que hace el alma como la aurora, la luna y el y el sol, conforme a la progresión de las iluminaciones que suspenden el alma, a causa de la admiración, proveniente del contemplado Esposo; la tercera, de la sobreabundancia de la exultación, la cual hace al alma rebosar de las delicias de delectación suavísima, apoyada del todo sobre su amado.

Alcanzado esto, nuestro espíritu se hace jerárquico para subir arriba, hallándose como se halla conforme con la Jerusalén celestial, donde nadie entra sin que ella misma descienda primero al corazón por la gracia, como lo vio San Juan en su Apocalipsis.

Mas entonces desciende al corazón, cuando, reformada el alma por las virtudes teologales, por las delectaciones de los sentidos espirituales y por las suspensiones extáticas, llega a ser jerárquica, esto es, purgada, iluminada y perfecta. Y así nuestro espíritu queda también adornado con los grados de los nueve órdenes, al disponerse ordenada e interiormente con los actos de anunciar, dictar, conducir, ordenar, corroborar, imperar, recibir, revelar y ungir; actos que gradualmente corresponden a los nueve órdenes de ángeles; relacionándose los tres primados de los mencionados actos del alma humana con la naturaleza, los tres siguientes con la industria y los tres últimos con la gracia. En posesión ya de estos grados, el alma, entrando en sí misma, entra en la Jerusalén de arriba donde, al considerar los órdenes de ángeles, ve en ellos a Dios, que, habitando en ellos mismos, obra todas sus operaciones. Por lo cual dice San Bernardo al Papa Eugenio que "Dios, como caridad, ama en los serafines; como verdad conoce en los querubines; como equidad, se sienta en los tronos; señorea en las dominaciones como majestad, rige en los principados como principio, defiende en las potestades como salvación, en las virtudes obra como fortaleza en los arcángeles revela como luz y en los ángeles asiste como piedad". Órdenes de ángeles donde Dios es

todo en todos por la contemplación del mismo Dios en las almas en las que habita mediante los dones de su afluentísima caridad.

Para este grado de especulación sirve especial y preferentemente la consideración de la Sagrada Escritura, divinamente inspirada, así como para el grado anterior sirve la filosofía. Y es que la Sagrada Escritura versa principalmente acerca de las obras de la reparación. De ahí es que trata, ante todo, de la fe, de la esperanza y de la caridad, virtudes que tienen que reformar al alma, y especialmente de la caridad. De ella dice el Apóstol que es el fin de los preceptos, en cuanto viene de corazón puro, conciencia recta y fe sincera. Ella es, según el mismo Apóstol, la plenitud de la ley. Y nuestro Salvador asegura que toda la ley y los profetas penden de dos preceptos de la misma ley, esto es del amor de Dios y del amor del prójimo, preceptos que si dejan ver en el mismo Esposo de la Iglesia, Jesucristo, que es a un tiempo Dios y prójimo, Señor y hermano, Rey y amigo, Verbo increado y encarnado, nuestro formador y reformador, siendo como es el alfa y la omega; quien es también el supremo jerarca que purifica, ilumina y perfecciona a su esposa, que es toda la Iglesia y cada una de las almas santas.

De suerte que de este jerarca y de esta eclesiástica jerarquía trata toda la Sagrada Escritura, la cual nos enseña a purificarnos, iluminarnos y perfeccionarnos, y esto según las tres leyes que eh ellas se nos comunican, a saber: la ley de la naturaleza, la de la escritura y la de la gracia o mejor, según sus tres leyes principales, como son la le, mosaica, que purifica; la revelación profética, que ilustra y la doctrina evangélica, que perfecciona; o mucho mejor aún: según sus sentidos espirituales, que son tres: el tropológico, que purifica para vivir honestamente; el alegórico, que ilumina para entender claramente, y el anagógico que perfecciona mediante los excesos mentales y percepciones suavísimas de la sabiduría, según las tres virtudes teológicas mencionadas, y los sentidos espirituales ya reformados, y los tres excesos predichos, y los actos jerárquicos del alma, por los cuales regresa nuestra alma a su interior para allí especular a Dios entre los esplendores de los santos; y en ellos,

como en lechos, dormir en paz y reposar, mientras conjura el esposo no la despierten hasta que por su voluntad lo quiera.

Y de estos dos grados medios, por los cuales entramos a contemplar a Dios dentro de nosotros, como en espejos de imágenes creadas - y esto a modo de las alas extendidas para volar, las cuales ocupaban el lugar medio - podemos entender que las potencias naturales del alma racional, en cuanto a sus operaciones, habitudes y hábitos científicos, nos llevan como de la mano a las perfecciones divinas, como se ve en el tercer grado. Nos llevan también a Dios las potencias de la misma alma reformadas por los hábitos gratuitos, por los sentidos espirituales y por los excesos mentales, cosa que está patente en el cuarto grado. Sobre todo, nos llevan a Dios las operaciones jerárquicas del alma humana - purificación, iluminación y perfección -, las jerárquicas revelaciones de la Sagrada Escritura que se nos dio por los ángeles según aquello del Apóstol: La ley nos fue dada por los ángeles, interviniendo el Mediador. Y, finalmente, las jerarquías y los órdenes jerárquicas que han de disponerse en nuestra alma, en conformidad con la Jerusalén de arriba, nos llevan de la mano a Dios.

Repleta nuestra alma de todas estas luces intelectuales, es habitada por la divina Sabiduría como casa de Dios, quedándose constituida en hija, esposa y amiga de Dios; en miembro, hermana y coheredera de Cristo, que es su cabeza; en templo, sobre todo, del Espíritu Santo, el cual está fundado por la fe, levantado por la esperanza y consagrado a Dios por la santidad del alma y del cuerpo Todo lo cual lo realiza la sincerísima caridad de Cristo, derramada en nuestro corazón por el Espíritu Santo que se nos ha dado, Espíritu necesario para saber los secretos de Dios. Porque, así como nadie sabe las cosas del hombre sino solamente su espíritu, que está dentro de él, así tampoco las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios.

Arraiguémonos, pues, y fundémonos en la caridad para que podamos comprender con todos los santos cuál sea la longitud de la

eternidad, la latitud de la liberalidad, la altitud de la majestad y la profundidad de la sabiduría, a la que pertenece el juicio.