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EL FIN DE LA SEQUÍA
18,41-46. Elías dijo a Ajab: «Sube a comer y a beber, porque ya se percibe el rumor de la lluvia». Ajab subió a comer y a beber, mientras Elías subía a la cumbre del Carmelo. Allí se postró en tierra, con el rostro entre las rodillas. Y dijo a su servidor: «Sube y mira hacia el mar». Él subió, miró y dijo: «No hay nada». Elías añadió: «Vuelve a hacerlo siete veces». La séptima vez, el servidor dijo: «Se eleva del mar una nube, pequeña como la palma de una mano». Elías dijo: «Ve a decirle a Ajab: Engancha el carro y baja, para que la lluvia no te lo impida». El cielo se oscureció cada vez más por las nubes y el viento, y empezó a llover copiosamente. Ajab subió a su carro y partió para Yizreel. La mano de Yahveh se posó sobre Elías que, ciñéndose la cintura, corrió delante de Ajab hasta la entrada de Yizreel.
Elías mantiene íntegramente su relación con el rey. Una vez más da una orden a Ajab. Elías no se avergüenza de mencionar cosas que solo él puede oír. Ya se percibe el rumor de la lluvia. Él puede oírlo desde la fe. No tiene importancia alguna la manera en que lo percibe, sino el hecho en sí mismo. El rey no tendrá participación en el milagro de la lluvia que está por venir; él solo debe obedecer, debe comer y beber para fortalecerse, mientras que el profeta sube al monte para orar.
Elías percibe la lluvia de antemano, se encuentra entonces vinculado al milagro de Dios desde sus inicios, en una esfera que por el momento le está reservada, pero que no le posibilita percibir los signos visibles de la lluvia cercana. Siete veces envía a su siervo desde el monte en donde se encuentra orando, desde el santuario de su propia oración. El siervo debe observar en dirección al mar para ver si aparece alguna nube. Seis veces va en vano. La fe del siervo es sometida a una dura prueba. La fe de Elías, que oye tan claramente la lluvia como nunca nadie la ha oído jamás, permanece inalterable.
La plegaria ocupa toda su atención: debe mantenerse en el diálogo con Dios, debe perseverar en el contacto que Dios ha establecido con él. El ir y venir del siervo y su mensaje de que no ha visto nada en el horizonte se contradicen con la plegaria gracias a la cual la lluvia próxima se hace ya audible. Dos mundos se hallan enfrentados. El mundo de la naturaleza que permanece vinculado a las leyes naturales, incluso en la oración, y que sin embargo tiene una apertura a lo sobrenatural desde la fe; el siervo no se queja, confía en su maestro, quizá reconozca en sus siete idas y venidas inútiles una prueba para la fe de su maestro, algo que es más difícil para el profeta que para el siervo.
En contraste con este mundo, el profeta vive en la dimensión sobrenatural de su oración; sabe acerca de la lluvia que está por venir, pero necesita la constatación negativa de su siervo para contar con la evidencia de que la naturaleza se está adaptando a su dimensión sobrenatural, de que el mundo se está adaptando a su Dios. Las siete idas y vueltas recuerdan a los dones del Espíritu; la lluvia aparece como el don del Espíritu divino, como la respuesta de Dios a su servidor, como el cumplimiento de la promesa que Dios le ha confiado a Elías desde el comienzo: que a la palabra del profeta aparecerá la lluvia.
A su palabra, que en tiempo de sequía ha usado tanta agua para demostrar el poder del fuego divino, que ha derramado lo más precioso en el momento en que prácticamente ya no quedaba nada, pero a la que ahora le llega como respuesta la verdadera lluvia.
Finalmente, la pequeña nube aparece, como la mano de un hombre. El profeta no la ve; confía en su servidor. Y como Elías permanece en contacto con el rey, envía ahora a su siervo a donde el rey, que se ha fortalecido: ahora debe partir.
Tan pronto como la nube se hace visible, la relación entre la visión natural del siervo y la percepción sobrenatural del profeta queda establecida, el cielo se oscurece cada vez más: no se trata de una pequeña lluvia, sino de una tormenta. Ajab debe huir de ella, bajo la orden del profeta, es decir, en la fe. Todo lo que ahora haga debe ser hecho en la fe. Y mientras él va sentado en su carro en dirección a la ciudad, Dios no abandona a su profeta. Al contrario, lo fortalece de una forma tal que su fuerza supera a la de los caballos: Elías corre por delante del rey. Esto nos da una imagen de la relación entre Elías y el rey. Ahora el rey es uno de los que siguen a Elías; su poder va detrás del poder de Dios otorgado a la persona del profeta.
El cuerpo de Elías se encuentra ahora fortalecido de tal forma que es capaz de realizar mucho más de lo que humanamente cualquier cuerpo pueda realizar; el rey, llevado por los caballos, solo puede viajar detrás de Elías. Depende de las fuerzas naturales de los caballos que ahora, de repente, son superadas con creces por la fuerza que está en Elías. Este poder es también una imagen del poder del diálogo entre Elías y Dios, del poder que Dios le ha dado a Elías en la palabra, del cumplimiento que ha irrumpido y hecho estallar la promesa.
Y la lluvia de Dios, que todo lo cumple, es una tormenta que oscurece todo el cielo y que desde todo el cielo fecunda la tierra. No es la lluvia que ellos han esperado durante tantos años, no es la escasa humedad de la que tienen necesidad, es sobreabundancia. Esto corresponde a la sobreabundancia de la fe de Elías, quien no solo cree para sí mismo, sino para las doce tribus, y cree con tanta fuerza que todos pueden vivir de su fe.