EL SACRIFICIO EN EL MONTE CARMELO

18,20-22a. Ajab mandó buscar a todos los israelitas y reunió a los profetas en el Monte Carmelo. Elías se acercó a todo el pueblo y dijo: «¿Hasta cuándo van a seguir cojeando de las dos piernas? Si Yahveh es Dios, síganlo; si es Baal, síganlo a él». Pero el pueblo no le respondió ni una palabra. Luego Elías dijo al pueblo: «Como profeta de Yahveh, he quedado yo solo…».

Tan pronto como el rey ha recibido la orden del profeta, le obedece y reúne al pueblo y a los profetas en la montaña. Estos vienen para ver a Elías y para experimentar por ellos mismos en qué consiste su poder; pero también para seguir a su rey y para corresponder mediante esta obediencia a la exhortación de Elías. Esta es una de las razones de su presencia. La otra se relaciona con su culto a Baal, con su continua oposición a Dios.

Elías contempla cómo se reúnen frente a él. Ve la parte de obediencia que han rendido, pero no puede estar satisfecho con ella, porque es incompatible con su desobediencia a Dios y no se ve en el pueblo ningún intento de superar esta contradicción. Elías está completamente entregado a Dios, se considera a sí mismo como el único profeta que ha quedado.

Cada vez que él aparece, lo hace tan puramente en nombre de Dios que es imposible percibir alguna contradicción entre él y Dios. En su servicio a Dios no se puede mostrar ninguna carencia de armonía, ninguna opacidad, ninguna imperfección. La voz de Dios le habla a Elías, quien a su vez habla como profeta, pero a través de las palabras de Elías los oyentes1 perciben la palabra de Dios. Su mediación es impecable. Y ahora, cuando él reprende al pueblo y ya no está dispuesto a tolerar más su ambigüedad, su ir cojeando de las dos piernas, esto lo hace en nombre de Dios. Para Elías, la palabra de Dios es la única verdad válida.

A pesar de haberle obedecido, el rey tampoco está de parte de Elías, sino del lado del pueblo. De todos los que cojean, él es el más cojo. Y así aparece aún con más claridad el derecho de Dios a un seguimiento perfecto. Él nunca puede contentarse con un «sí, pero…». Tampoco permite a los suyos que consideren a los que cojean como personas que caminan rectamente. Así como Él exije, así también quiere que sus profetas exijan: el todo, sine glossa.

18,22b-24. «… mientras que los profetas de Baal son cuatrocientos cincuenta. Traigamos dos novillos; que ellos elijan uno, que lo despedacen y lo pongan sobre la leña, pero sin prender fuego. Yo haré lo mismo con el otro novillo: lo pondré sobre la leña y tampoco prenderé fuego. Ustedes invocarán el nombre de su dios y yo invocaré el nombre de Yahveh: el dios que responda enviando fuego, ese es Dios». Todo el pueblo respondió diciendo: «¡Está bien!».

Elías está solo, él solo frente al pueblo. Esta soledad es semejante a la soledad del Hijo en la cruz, que está solo frente al pecado del mundo entero, asume la lucha contra él, llevándolo en soledad. Pero aquí la lucha es diferente. Sigue siendo una confrontación, una constatación de hechos concretos que se vuelve aún más clara por el silencio del pueblo. Elías se dirige al pueblo proponiendo algo que parece absolutamente neutral. A los ojos del pueblo, él otorga una misma chance

tanto al verdadero como al falso dios. Pero para él mismo, el creyente, no existe neutralidad alguna. Sabe que Dios está de su parte, que no lo dejará en la estacada. Él actúa en la más estricta obediencia y, ahora, el tiempo ha llegado. Si la voz de Dios le ha enviado al rey, ha sido para provocar la decisión. La obediencia de Elías le permite tomar caminos en los que, en principio, nada es visible excepto, justamente, que el profeta los emprende en la verdad y en la misión. El Dios verdadero responderá con fuego. Para Elías ya está decidido; para el pueblo permanece abierta la pregunta acerca de quién habrá de responder. El pueblo entra en el juego, las posibilidades son iguales y, en el fondo, él mismo no arriesga nada. No tiene nada en contra de seguir al dios más poderoso. Y si en verdad existiera alguna conexión entre la palabra del profeta y la sequía, es bueno entonces darles a él y a su dios una oportunidad. Los pecadores no se han comprometido seriamente ni con el falso dios ni con el verdadero. Todo sigue siendo una cuestión del azar: lo que se ajuste mejor en este momento. El asentimiento del pueblo no debe entenderse como un signo de que se ha formado una opinión, a lo sumo, sí, como la conformidad con el espectáculo que se le ofrece.

18,25-29.Elías dijo a los profetas de Baal: «Elijan un novillo y prepárenlo ustedes primero, pues son más numerosos. Luego invoquen el nombre de su dios, pero no prendan fuego». Ellos tomaron el novillo que les dieron, lo prepararon e invocaron el nombre de Baal desde la mañana hasta el mediodía, diciendo: «¡Baal, respóndenos!». Pero no se oyó ninguna voz ni nadie dio una respuesta. Mientras lo hacían, bailaban saltando alrededor del altar que habían erigido. Al mediodía, Elías comenzó a burlarse de ellos, diciendo: «¡Griten bien fuerte, porque es un dios! Quizá esté sumido en sus pensamientos o ausente o esté de viaje; quizá esté dormido y deba despertarse». Ellos gritaron a voz en cuello y, según su costumbre, se hacían incisiones con cuchillos y lancetas hasta chorrear sangre sobre ellos. Y una vez pasado el mediodía, se entregaron al delirio profético hasta la hora en que se ofrece la ofrenda de la cena. Pero no se oyó ninguna voz, ninguna respuesta, ningún gesto de condescendencia.

Ahora son los profetas de Baal los que aparecen como estando solos. Lo están porque no encuentran ningún contacto con su dios. Han preparado el sacrificio y dispuesto todo lo necesario según la tradición, pero no pasa nada. Se esfuerzan cada vez más, Elías mismo los urge a que realicen un último esfuerzo, para que no puedan atribuir el fracaso de su dios a un fallo de ellos mismos. Se esfuerzan a lo largo de muchas horas y utilizan todos los medios conocidos a su alcance para hacer salir al dios de su silencio. Elías se burla, lo cual los anima aún más. Se unen cada vez más formando una comunidad cerrada en su propio y creciente esfuerzo, pero todo es en vano. No se hace visible la más mínima conexión entre ellos y su dios; este dios está ausente, no se preocupa por ellos, no escucha ninguna oración. Y no solo por un momento, sino durante un largo tiempo. Se acerca la hora de la ofrenda de la cena y aún no pasa nada.

Cuando el creyente en el verdadero Dios reza, sabe que de una manera u otra siempre es escuchado. En el monte Carmelo esta ley es ilustrada de una manera muy precisa. Aquí solo hay una respuesta posible para Dios, y esta no se da. Pues Dios mismo ha dispuesto esta prueba por medio de su profeta.

Quien reza al falso dios está abandonado. Está en la soledad del pecador que espera la salvación de lo antidivino, en la soledad del mentiroso que espera la verdad del espejismo. Baal ha nacido del pecado y de la mentira, y esta obra del pecado es ineficaz. La impotencia de los ídolos también podría convencer al creyente de la verdad, en caso de que necesitara tal evidencia; muestra, además, que el hombre nada puede por sí mismo a menos que Dios lo ayude. Los profetas de Baal, con todo su esfuerzo, están frente a la nada.

18,30a. Entonces Elías dijo a todo el pueblo: «¡Acérquense a mí!». Todo el pueblo se acercó a él.

Cuando Elías predijo la sequía al pueblo de Israel, la verdad de su profecía se fue revelando solo gradualmente. El hecho de que había dicho la verdad fue para él inmediatamente evidente, para el pueblo sólo paulatinamente. Y esta verdad era para el pueblo una entre muchas otras; el Dios verdadero, que la garantizaba, permanecía oculto en su unicidad. Pero ahora Elías aparece ante el pueblo con toda la grandeza de su misión, con una potencia que desde siempre estuvo presente en su misión, incluso cuando se expresaba solo en palabras, pero que ahora va a emerger de un modo claro e inequívoco. Con este poder ordena al pueblo que se acerque. Y el pueblo obedece. Ya no es el Elías que se presenta a una mujer individual y entra en la historia de su vida, tampoco el que lleva una vida perfectamente contemplativa en la soledad retirada junto al torrente y es alimentado por Dios por medio de los cuervos. Ahora es el hombre de acción que necesita lo público. Aparece con serena seguridad y se comporta ante el público como aquel que Dios ha agraciado y elegido. A sus propios ojos, él desaparece en su misión; para los ojos del pueblo, él debe representar a Dios de tal modo que ellos puedan ver en su persona el poder mismo de Dios. El pueblo siente el poder presente en Elías y se inclina ante ese poder como ante algo tremendo. El pueblo se reúne a su alrededor.

18,30b-35. Él restauró el altar de Yahveh que había sido demolido. Tomó doce piedras, conforme al número de los hijos de Jacob, a quien Yahveh había dirigido su palabra, diciéndole: «Te llamarás Israel», y con esas piedras erigió un altar al nombre de Yahveh. Alrededor del altar hizo una zanja, como un surco para dos medidas de semilla. Luego dispuso la leña, despedazó el novillo y lo colocó sobre la leña. Después dijo: «Llenen de agua cuatro cántaros y derrámenla sobre el holocausto y sobre la leña». Así lo hicieron. Él añadió: «Otra vez». Lo hicieron por segunda vez. Y él insistió: «Una vez más». Lo hicieron por tercera vez. El agua corrió alrededor del altar, y hasta la zanja se llenó de agua.

Elías restaura el altar de Yahveh. Lo hace siguiendo un mandato, el cual a la vez se inserta en la tradición de la Antigua Alianza. El Dios a quien él representa no es un nuevo dios que pueda compararse con los ídolos que Israel ha introducido. Él es el Dios del pueblo, el Dios que ha fundado al pueblo y dado forma a toda su historia, por lo que debe ser considerado no como uno nuevo, sino como el Dios eterno de Israel.

Elías toma doce piedras para señalar con ello el número de las doce tribus. Muestra al pueblo lo que ha conocido desde los primeros tiempos, le devuelve al pueblo su historia. Ante este altar, el pueblo debe reconocerse nuevamente a sí mismo, sentirse en su propia casa. Pero desde el momento en que el pueblo, pecando, ha abandonado la casa de Dios y la suya propia, Elías hace que las condiciones sean más difíciles. Hace derramar agua sobre la ofrenda preparada, por tres veces, cada vez con el contenido de cuatro cántaros, es decir, doce veces, en concordancia con las doce tribus. El sentido de toda la acción es poner la grandeza de Dios ante los ojos del pueblo incrédulo. Esta acción rompedora es un ejercicio de penitencia, un menosprecio de las leyes de la naturaleza, una forma de diferenciar este acontecimiento de todo lo que pueda ser aceptado como posible por los pecadores y los idólatras. El hecho de hacer las condiciones tan difíciles también alude al gran alejamiento en el que ha caído el pueblo. Es como si Elías quisiera obtener de Dios un milagro tan grande que no solo ya nadie pueda albergar duda alguna, sino que las condiciones puestas a los ídolos aparezcan ridículamente pequeñas frente a aquellas bajo las cuales se va a realizar el verdadero sacrificio. Como si Elías no supiera nada de las condiciones de la naturaleza, como si hubiera olvidado todas las leyes del mundo, como si contara tanto con el descenso del fuego que el poder absoluto de este fuego solo pudiera ser demostrado mediante su opuesto: la gran abundancia de aguas.

18,36-40. A la hora en que se ofrece la ofrenda de la cena, el profeta Elías se adelantó y dijo: «¡Yahveh, Dios de Abraham, de Isaac y de Israel! Que hoy se sepa que Tú eres Dios en Israel y que yo soy tu servidor y que por orden tuya he hecho todas estas cosas. Respóndeme, Yahveh, respóndeme, para que este pueblo reconozca que Tú, Yahveh, eres Dios y conviertes sus corazones». Entonces cayó el fuego de Yahveh: abrazó el holocausto, la leña, las piedras y la tierra, y secó el agua de la zanja. Al ver esto, todo el pueblo cayó con el rostro en tierra y dijo: «¡Yahveh es Dios! ¡Yahveh es Dios!». Elías les dijo: «¡Agarren a los profetas de Baal! ¡Que no escape ninguno!». Ellos los agarraron y Elías les hizo bajar al torrente de Quisón y allí los degolló.

Elías reza como un ser único, reza con palabras serenas, simples. Los otros conformaban una multitud y se comportaban como desquiciados. Acudieron a todos los medios conocidos para influenciar a su dios; hicieron lo imposible para influenciar a su dios, para ablandarlo con el modo y la duración de sus danzas, de sus gesticulaciones. Elías muestra el poder que es dado a la oración de un solo creyente. Su oración es escuchada. Pero es escuchada porque en el orante, en toda su actitud ante la vida, se hace visible la fe, la unión con el verdadero Dios en cuyo poder infinito él confía. Elías muestra también que esa fe no es en absoluto un fenómeno masivo, que un solo santo puede ser suficiente para llevar a todo un pueblo al arrepentimiento. Ciertamente, Dios escucha la voz de todo un pueblo, pero también escucha la voz de una sola persona. Dios se ocupa y preocupa de los suyos en la hora de su necesidad, que puede ser la hora de Su gloria.

El fuego desciende con un peso divino de gloria. El fuego responde a la oración de Elías, que erigió el altar de Dios, preparó el alimento del sacrificio y vertió agua sobre los leños y todo lo que había en derredor, precisamente para recibir esta respuesta de parte de Dios. Pues lo que esta oración esperaba era en sí infinitamente más grande de lo que una oración puramente humana puede llegar a esperar. El fuego de Dios consume la ofrenda y lame por completo el agua. Demuestra que la oración del creyente tiene el poder de dejar acontecer en el mundo los milagros de Dios con una plenitud que supera todo lo que puede ser esperado.

Inmediatamente después, Elías ordena capturar y matar a los falsos profetas. Quita la incredulidad del corazón de la fe, castiga desde el centro de la gracia de Dios. Con ello ofrece al pueblo la posibilidad de comenzar una nueva vida ante Dios, una vida en la que todo lo que es pecado y tentación de pecado es erradicado, mediante el fuego purificador que consume todo lo que es impuro. Incluso las piedras han de ser un símbolo de la purificación que se llevará a cabo en el pueblo, también ellas son consumidas: así se purgará toda incredulidad de las doce tribus para que guarden eternamente la gloria de la nueva fe en el poder del verdadero Dios.

Al «no solo esto, sino también aquello» ya no se le concede ninguna existencia. El pueblo debe aprender a rezar. Elías le ha mostrado todo: la simplicidad, pero también la inquebrantable confianza en Dios de su oración y la verdad de la palabra de Dios en la cual está basada. La gracia ha realizado un nuevo comienzo en la historia del pueblo.

Para Elías, este nuevo comienzo significa un perseverar en su misión. Quizá sienta más que nunca el peso de su misión, pero en la certeza de que ella es verdadera en Dios y está protegida en Dios. Dios le ha ayudado. Su oración se ha transformado en un diálogo simple y Dios simplemente le ha respondido de forma divina.

Los convertidos han recibido el poder para terminar con los falsos profetas: este es un primer fruto de la oración profética. Elías quiso que la verdad de Dios se impusiera.

Rezó para que la verdad que era válida entre Dios y él fuera también válida entre Dios y el pueblo. El poder con el que Elías ha hecho su camino le será dado también al pueblo. Su oración era una oración de donación de sí: él quería volver a dar lo que poseía, y en esto reconoce la certeza, el poder y la eficacia de la verdad. Su servicio es un servicio a la voluntad de Dios. Elías sólo quiere lo que Dios quiere: la conversión de los que se han extraviado. Una fuerza violenta acompañará esta conversión, fuerza que será puesta de golpe en manos del profeta para que el pueblo reconozca en ella la potencia de Dios. Y, sin embargo, esta fuerza violenta, que se ha revelado en el fuego de Dios y más aún en la conversión de los pecadores, está totalmente vinculada a las sencillas palabras de la oración. La palabra de la oración tiene poder sobre Dios, poder para desatar el poder de Dios.

Los creyentes han visto el poder y la eficacia de la oración, han recibido repentinamente una fe poderosa, han sido colmados por un poder hasta ahora desconocido. Ahora, pues, comienzan a intuir lo que puede ser la verdad de Dios y el servicio a esa verdad. Intuyen algo de la misteriosa circulación de palabra y poder entre Dios y su enviado. Este recibe el poder de Dios, si lo utiliza en el sentido querido por Dios.

La oración ya no es una petición vaga, quizá irrealizable, tampoco un humillarse arrastrado ante Dios, tampoco una débil expresión de deseos, gratitudes o temores. Ahora la oración es realmente un diálogo en sentido pleno, con palabras y respuestas que se corresponden mutuamente, en el que Dios entra y está presente por entero con su verdad y su poder. Pero, ya que Dios es un interlocutor de este diálogo, sus posibilidades se amplían infinitamente, los poderes del cielo se derraman sobre la tierra, tan repentinamente como nada puede serlo en el mundo, desbordando todas las leyes habituales.

Y los vocablos y conceptos acuñados en la incredulidad o en la tibieza ahora parecen miserables. La incredulidad y la tibieza no pueden resistir la altura de este diálogo, se precipitan, se quedan pegados a los límites de lo humano, no dejan ver nada que remotamente semeje a un milagro.

El milagro del Carmelo no consiste tanto en la aceptación visible del sacrificio por parte de Dios, en la ejecución de los falsos profetas, en la conversión del pueblo o en el fin de la mentira, sino más bien en el diálogo mismo, en la oración. Esta está ahora allí como el milagro que Dios regala a todo creyente. Y no para que el creyente lo oculte, sino para que lo utilice en todo su poder de obrar milagros según la intención de Dios.