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ELÍAS Y AJAB
18, 16. Abdías fue al encuentro de Ajab y le comunicó el mensaje, y Ajab partió al encuentro de Elías.
Desde un punto de vista práctico, la fe de Abdías es absolutamente correcta, no solo porque cree en el Dios de la Antigua Alianza, sino porque ha actuado a partir de ella: ha rescatado a cien profetas. Ahora esta fe debe ser ampliada, de modo que donde amenace el peligro ella pueda ser lo suficientemente fuerte como para superar el temor. Su fe debe triunfar sobre el amor a su propia vida e incluso llegar a ser más fuerte que la misma razón. Abdías debe aprender no solo a creer en el Dios justo, sino a no tolerar ninguna discordia en su fe que le haga rechazar su obediencia al profeta. Debe reconocer en Elías al verdadero hombre de Dios, quien se encuentra por encima de él como profeta enviado por Dios y a quien él, en la fe, le debe obediencia. Si por ello siente o no temor no tiene importancia: él debe simplemente obedecer.
Y así va efectivamente a ver al rey, recibe de manos de Elías una parte de su propia misión profética, la cumple de acuerdo con sus instrucciones y lleva al rey ante el profeta. Así su obediencia ha sido justificada. Fue capaz de cumplir su tarea. No la tarea que él se había imaginado, sino la tarea que parecía formar parte de la misión de Elías y que, sin embargo, ya era su propia misión. Y al llevar al rey ante Elías, también el rey abandona la falsa búsqueda y Elías cumple la palabra del Señor, pues él se presenta a Ajab y supera todos los contratiempos de este camino (incluyendo la repentina aparición de la misión de Abdías) así como se lo había exigido la voz. Todo comienza a tomar forma y la fe de Abdías se ha fortalecido. Este ya no separa entre su fe y la confianza en la persona y las palabras del profeta. Ya no mide la grandeza de Dios, el poder del profeta, su propia debilidad, la gloria del rey, sino que a través de la superación de su resistencia inicial ha contribuido a restituir todo el poder a la palabra del Señor.
18,17-19. Apenas vio a Elías, Ajab le dijo: «¿Así que eres tú el que trae la desgracia a Israel?». Elías respondió: «No soy yo el que trae la desgracia a Israel, sino tú y la casa de tu padre, porque han abandonado a Yahveh y te has ido detrás de los Baales. Pero ahora, manda reunir junto a mí a todo Israel en el monte Carmelo, y a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal que comen a la mesa de Jezabel».
Ajab se atiene a un solo deber: el de impedir que su pueblo caiga en la desgracia. Un deber, claro está, que él entiende desde su pecaminosidad. El hecho de que fuera a buscar agua fue para él el cumplimiento de una necesidad natural, y según el mismo impulso siguió a Abdías para encontrar a Elías.
Ahora tiene lugar una confrontación entre el pecado y la fe. El pecado se encuentra en medio de su duro castigo, sin llegar a comprenderlo. La fe ha asumido el deber de infligir este castigo en nombre de Dios. Primero es Ajab quien acusa: Elías es quien ha traído la desgracia. Ajab le dice lo que piensa. Elías responde sin demora, no desde un sentimiento personal de venganza, sino desde el núcleo de su misión. Lo primero que escuchamos de él fue que la lluvia y el rocío fueron puestos en sus manos. Desde este núcleo de su misión, le explica a Ajab que es un pecador y que ha traído el castigo que se cierne sobre su tierra. Y luego, de inmediato, le explica a Ajab lo que debe hacer, sin preocuparse mínimamente por su acusación, por su eventual arrepentimiento y reconocimiento del hecho, ni tampoco por el efecto de la palabra profética. La grandeza de la fe está frente a la pequeñez del señorío humano.
La demanda contiene varias partes que no pueden separarse entre sí. No se trata de hacer una cosa como signo de buena voluntad y dejar de hacer la otra por cuestión de prestigio, sino que todo debe ser llevado a cumplimiento en unidad. Todo es prescripto punto por punto: reunir a todo el pueblo, a los profetas de Baal, en el Monte Carmelo, con Elías. Aquello que Elías está por hacer y por decir requiere la máxima audiencia y publicidad. No se trata de un asunto privado entre un hombre y otro. Si Elías aparece aquí como el representante de la obediencia incondicional y de la fe absoluta (el papel de Abdías pasa a su segundo plano por el momento), Ajab aparece como el pecador que ha engañado y seducido a todo un pueblo, y que solo debe estar presente en medio de este pueblo y también en medio de los falsos profetas como el representante de su pecado. Al tratarse de un pecado que es público, la prueba de la culpabilidad también debe ser pública. Y no en menor medida, la fe de Elías debe dar oportunidad a que el poder de Dios se despliegue públicamente. La confrontación debe asumir la forma más amplia posible. Y aquí también Elías vuelve a aparecer como el administrador de la palabra del Señor, actuando en una obediencia impenetrable cuya grandeza se revelará a los demás en sus efectos, sin que ellos puedan comprenderla en todas las fases de su formación, en la oración, en la concordia con Dios.
Ajab se rinde, está ante un poder superior. No queda lugar para ninguna discusión. Se trata de una totalidad que él, si bien no comprende como tal, al menos presiente, y así se somete. Del temor y de las dificultades de Abdías ya no se habla.