ENCUENTRO DE ELÍAS CON ABDÍAS

18,1-2a: Y pasado mucho tiempo, al tercer año, la palabra de Yahveh llegó a Elías, en estos términos: «Ve a presentarte a Ajab, pues enviaré lluvia a la superficie de la tierra». Entonces Elías partió para presentarse ante Ajab.

Después de años, de pronto la voz de Dios vuelve a hacerse oír. No se nos dice nada acerca de lo acontecido en el tiempo intermedio, pero una cosa es evidente: Elías es capaz de escuchar la voz del Señor. Por tanto, él ha vivido en el Señor, en la oración, en su misión. Y el Señor le dice directamente lo que debe hacer: presentarse a Ajab. El Señor no necesita anunciarse de antemano, no necesita discutir con Elías los pormenores, darle signos de su presencia, probar el estado en que se halla el profeta para ver si él está dispuesto a acoger en obediencia la nueva orden, a escuchar su voz. Nada de todo esto, basta el simple encargo: Ve a presentarte a Ajab. Solo entonces, después de esta primera palabra, el Señor dice: pues. Se da la razón: enviaré la lluvia. Hasta ahora la lluvia estaba como retenida y guardada en el silencio de Elías. No habrá más lluvia, a menos que… Y este «a menos que» aún no se ha cumplido. Ahora se cumplirá por la voz del Señor. Todo lo que Elías ha reflexionado durante este largo período acerca de la lluvia y de cuán necesaria es, o acerca del poder de su propia palabra, o acerca del silencio del Señor, todo esto permanece en el misterio. No se habrá atormentado, no se habrá preguntado una y otra vez: ¿No será ya tiempo de pronunciar la palabra que libere la lluvia? Se habrá sentido dispensado del poder de su palabra, habrá sabido con toda certeza que ella se hallaba a salvo en Dios. Ahora, esta palabra es liberada. Y sigue siendo siempre palabra de Elías. Aquí no hay que suponer una suspensión de la misión. Aun cuando la misión de Elías, vista desde el exterior, tenga momentos notables en los cuales todo el pueblo tiembla ante la palabra del profeta y la experimenta con todo su peso de gloria a lo largo del tiempo, él persevera sin cesar en la misma misión, incluso cuando parece estar olvidado, por así decirlo, cuando ya no oye voz alguna ni llega a sus oídos palabra alguna desde el pueblo. Las proezas cumplidas en esta misión son como signos externos que llaman la atención sobre la presencia de Dios y remiten al poder de Sus hechos. El enviado mismo no necesita estos signos para saber que su misión no sufre ninguna interrupción. Sabe que él ha de llevar una vida de oración y obediencia. No importa lo que esta obediencia le demande, ya sean hechos o solamente oración, el rigor y la amplitud de la misión permanecen siempre actuales y pertinentes. Y es así como Elías parte y sigue su camino. Como un auténtico hijo de Dios, como un auténtico profeta. En una obediencia que no necesita formular preguntas. Tan pronto como el Señor le señala el camino, ya está en camino en su corazón, aún antes de que el Señor le haga saber las razones. Elías sabe de la fidelidad de Dios y que, si ha puesto la lluvia en las manos de su profeta, la palabra de hoy debe ser la confirmación de la palabra de entonces.

18,2b-6: Como había mucha hambruna en Samaría, Ajab llamó a Abdías, el mayordomo del palacio. Abdías era muy temeroso de Yahveh, y cuando Jezabel perseguía a muerte a los profetas de Yahveh, él había recogido a cien de ellos, los había ocultado en dos cuevas, cincuenta en cada una, y los había provisto de pan y agua. Ajab dijo a Abdías: «Vamos a recorrer todos los manantiales y torrentes del país. Tal vez encontremos pasto para conservar con vida a los caballos y las mulas, y así no tendremos que sacrificar ganado». Se repartieron el país para recorrerlo: Ajab partió solo por un camino y Abdías se fue solo por otro.

Lo importante aquí es la validez de la palabra de Dios. No ha llovido desde hace tiempo; la hambruna es grande. Y es en este momento cuando se encuentran frente a frente Ajab y Abdías, la falta de fe y la fe, y ambos están igualmente afectados por la sequía. Los dos se dividen el país, ya que ambos sufren en la misma medida y tienen el mismo interés en encontrar agua. Ajab busca sin fe, pero con una esperanza. Abdías no espera nada, pero cree. Esta fe aparece como algo muy duro, pues en sí no tiene esperanza. La tarea de Abdías es difícil: debe buscar con fervor, como si tuviera esperanza. Sin embargo, sabe perfectamente bien que Elías aún no ha hablado y que, por consiguiente, no habrán de encontrar agua. Ajab, por el contrario, que debido a su incredulidad no puede tomar completamente en serio la profecía, aún puede tener esperanza: quizá un manantial haya escapado al poder de la palabra profética. Abdías, por su fe, no es liberado del deber de obedecer a su señor. En la fe debe cumplir un trabajo arduo, manteniendo libre su espíritu para perseverar en la oración a su Dios, para aferrarse a la palabra de Elías y no rebelarse contra ella. Hablando espiritualmente, a él le toca la parte más noble; hablando humanamente, es la parte más difícil, porque tiene que esforzarse en vano.

18,7-15

Su fe es tan presta y diligente que incluso poniendo en peligro su propia vida ha rescatado a los profetas de Yahveh, cien de ellos en total, en dos grupos de cincuenta. Pero esta división en dos partes no es comparable a la división en dos que tiene lugar ahora. Con todo, aquí se la menciona. Y tal vez Abdías tenga presente que en aquella ocasión él repartió a los creyentes en dos grupos pensando en la posibilidad de que una mitad podría ser descubierta, mientras que la otra sería salvada, y que la única providencia de Dios estaba presente detrás de esta separación. Pues tanto los que podrían ser descubiertos como los que serían salvados fueron dejados a su cuidado, mientras la reina les perseguía enfurecida. La separación actual es diferente: aquí la fe, allá la esperanza. Pero esta división se produjo por la palabra del profeta.

18,7-15. Mientras Abdías iba por el camino, le salió al encuentro Elías. Apenas lo reconoció, cayó con el rostro en tierra y dijo: «¿Eres tú, Elías, mi señor?». «Soy yo», le respondió él. «Ve a decirle a tu señor que Elías está aquí». Pero Abdías replicó: «¿Qué pecado he cometido para que pongas a tu servidor en manos de Ajab y él me haga morir? ¡Por la vida del Señor, tu Dios!, no hay nación ni reino adonde mi señor Ajab no te haya mandado buscar. Y cuando decían: No está aquí, él hacía jurar a ese reino y a esa nación que no te habían encontrado. Y ahora tú dices: “Ve a decirle a tu señor que aquí está Elías”. Pero en cuanto yo me aparte de ti, el espíritu de Yahveh te llevará quién sabe adónde, y cuando vaya a avisarle a Ajab, él no te encontrará y me matará. Sin embargo, tu servidor teme a Yahveh desde su juventud. ¿Acaso no te han contado lo que hice cuando Jezabel mataba a los profetas de Yahveh, cómo oculté a cien de ellos en dos cuevas, cincuenta en cada una, y los proveí de pan y agua? Y ahora tú me dices: “Ve a decirle a tu señor que aquí está Elías”. ¡Seguro que me matará!». Pero Elías replicó: «¡Vive Yahveh, el todopoderoso, a quien yo sirvo! Hoy mismo me presentaré a él».

Así como las palabras de Dios llegaron en forma repentina a Elías, así también Elías aparece ahora repentinamente ante Abdías. Hace desaparecer su desesperanza y su búsqueda infructuosa, pero incrementa su temor. El profeta se encuentra allí para hablar con Ajab y Abdías debe llevarle el mensaje. Sin embargo, no puede dejar de ver al profeta como a alguien tan sujeto a la palabra de Dios, alguien tan entregado a la voluntad del Espíritu que le parece imposible creer que Elías vaya a permanecer allí donde se encuentra en ese momento. La gente lo ha buscado por todas partes, pero no lo ha podido hallar. No se sabía que vivía en la casa de la viuda. Parece como si el profeta se encontrara apartado de las leyes de la naturaleza. Quizá también ahora Elías esté allí frente a él como una aparición que el Espíritu puede volver a hacer desaparecer.

Esta es la razón por la cual Abdías teme por su vida. Elías no le ha devuelto de ninguna manera su esperanza, pero su fe es tan inconmovible que lo sitúa de una vez y para siempre del lado de Elías. Abdías ve lo que podría sufrir al servicio del rey, cómo su fe no cambiará la actitud del soberano; quizá se ha acostumbrado tanto a ver su vida como algo separado de su fe que ahora tiene que protestar. Valora su propia vida. Desde el momento en que ha sido tocado por la fe, su vida ha experimentado algo del poder del Espíritu divino. Sabe que para el Espíritu sería fácil arrebatar a Elías y llevárselo de allí, y así engañar a Ajab. Y él mismo no tiene el poder de convencer al rey. El poder se encuentra en Elías, en el Espíritu y en la voz de Dios. El temor por su vida es lo decisivo en este momento, y movido por este temor tiene que hablar con el profeta. Abdías busca ablandar al profeta, le relata los peligros que libremente ha asumido en función de la fe: ha ocultado y alimentado a cien profetas. Pero Elías no se deja conmover. Se mantiene en una obediencia que le prohíbe tomar otro camino. Una vez más, la misión y sus consecuencias son lo prioritario. Puede llegar el momento en que la misión parezca demasiado ardua y uno rechace determinados pasos. Pero lo inexorable de la misión que ha cautivado a toda la persona de Elías requiere de él que sea inexorable también con Abdías. Fue capaz de convencer a la viuda con unas pocas palabras. Con Abdías resulta más difícil, pero tiene que poder hacerlo. Le hace la promesa de quedarse allí. Pues lo decisivo debe tener lugar entre él y el rey. Abdías es solo un instrumento mediador y, en la fe, no puede rehusarse a ser tal.

En el principio era la palabra del Señor. Para nosotros, esto no parece excluir la búsqueda personal. Pero, después que ella ha hablado, ya no hay lugar para la búsqueda. Para Elías esto está claro en el interior de su obediencia y de su misión. De aquí se desprende que las misiones siempre contienen algo de enigmático para aquellos que no han sido enviados, algo que se revela solo en el diálogo con Dios, en la oración del que es enviado. El rey busca donde no hay nada que buscar porque no posee la fe y, en realidad, no busca a Elías sino el agua. También Abdías busca agua, pero en la fe sabe que es en vano. Y no encuentra agua, sino la solución: Elías. Sin embargo, cuando lo encuentra, Abdías debe ir en busca del rey incrédulo para reunirlo con Elías. La voz no le había dicho a Elías más que: «Ve a presentarte a Ajab». Si uno contempla esto sin creer en la misión más íntima de Elías, podría preguntarse por qué ahora no va él junto con Abdías hasta donde está el rey. Pero Elías sabe que su encargo de presentarse a Ajab termina aquí, porque Ajab ha de recorrer el camino hasta ese lugar junto con Abdías. Que él sepa esto pertenece al misterio que lo une a Dios. El misterio último de la misión no es puesto a la luz, muy a menudo se revela solo de un modo indirecto, oblicuo, y al final: que era correcto de esta manera y no de otra. Para el creyente medio, Elías de algún modo ahora falla. ¿Por qué no sigue adelante? Elías sabe que no le está permitido. Él conoce su obediencia como nadie de fuera (aun siendo creyente) puede entenderla. En toda misión existen siempre trayectos que parecen desvíos del camino. El enviado no puede discutir sobre ello.