TERCER GRADO DEL AMOR: EL HOMBRE AMA A DIOS POR ÉL MISMO

La continua indigencia obliga al hombre a recurrir a Dios con súplicas incesantes. Esta costumbre crea una satisfacción. Y la satisfacción permite experimentar cuán suave es el Señor. De este modo, la experiencia de su bondad, mucho más que el propio interés, le impulsa a amar limpiamente a Dios. Como decían los samaritanos a la mujer que les había anunciado la llegada del Señor: Ya no creemos por tu palabra, pues nosotros mismos hemos oído y conocido que éste es verdaderamente el Salvador del mundo. Digamos también nosotros a nuestra carne: “Ya no amamos a Dios por tus necesidades, sino porque nosotros mismos hemos probado y sabemos qué dulce es el Señor”. La carne habla, en cierta manera, a través de sus necesidades, y confiesa llena de gozo los favores que experimenta en sí misma. Quien así se siente afectado cumple sin dificultad el precepto de amar al prójimo.

Ama a Dios de verdad y, en consecuencia, todo lo que es de Dios. Ama con pureza, y no le pesa cumplir un mandamiento puro, porque la obediencia del amor purifica su corazón. Ama justamente, y se adhiere de buen grado al mandamiento justo. Con razón es grato este amor, pues es gratuito. Es puro, porque no se cumple sólo de palabra y de lengua, sino con las obras y de verdad. Es justo, pues da tanto como recibe. El que así ama, ama como él es amado. Y no busca sus intereses, sino los de Jesucristo, como él mismo buscó los nuestros. Mejor aún, nos buscó a nosotros mismos. Así ama el que dice: Alabad al Señor porque es bueno. Quien alaba al Señor no porque sea bueno para él, sino porque es

bueno, ése ama verdaderamente a Dios por Dios, y no por sí. En cambio, no ama de esta manera aquel de quien se dice: Te alabará cuando le hagas bien. Este es el tercer grado del amor: amar a Dios por Él mismo.