El centro de la fe cristiana

Una segunda experiencia, que se deriva de la que acabamos de mencionar, es la experiencia de que, en nuestra teología, olvidamos a menudo o casi siempre cuál es el verdadero centro de aquello acerca de lo cual hemos de hablar propiamente. Desde el Concilio Vaticano II se habla mucho acerca de la jerarquía de las verdades del mensaje cristiano, y teólogos vagos y miopes, cuando se encuentran con dificultades al tratar de una cuestión particular en su teología, recurren de buena gana a la evasión de que, en tal o cual cuestión particular, no importa demasiado lo que sea verdadero o falso. Pero sobre cuál es genuinamente el centro real del mensaje cristiano reflexionamos demasiado poco.

Claro está que se puede afirmar, y con razón, que ese centro es Jesús de Nazaret, el Crucificado y el Resucitado, por quien nosotros nos llamamos cristianos. Pero, aunque esto es verdad y resulta muy útil, hay que decir además por qué y cómo ese Jesús es aquel y sólo aquel de quien uno puede fiarse en la vida y en la muerte. ¿Qué es lo que habrá que responder a esta pregunta acerca del porqué y del cómo? Si esta respuesta no fuera la confesión de que la genuina autocomunicación del Dios infinito, por encima de toda la realidad de las criaturas y del don finito de Dios, es lo que por medio de Jesús, y por medio de él solo, se nos promete, se nos ofrece y se nos garantiza, entonces la realidad de Jesús, puesto que esa realidad -en sí y en su mensaje- permanecería dentro de lo finito y lo contingente, podría fundamentar quizás una religión, quizás la mejor, precisamente la religión jesuánica, pero no la religión absoluta, destinada con seriedad para todos los hombres.

Por eso, el genuino y único centro del Cristianismo y de su mensaje es para mí la real autocomunicación de Dios -en su más genuina realidad y magnificencia- a la criatura; es la confesión de fe en la verdad sumamente improbable de que Dios mismo, con su infinita realidad y magnificencia, santidad, libertad y amor, pueda llegar realmente, sin reducción, hasta nosotros mismos en la creaturidad de nuestra existencia, y de que todo lo demás que el Cristianismo ofrece o exige de nosotros, en comparación con eso, es únicamente provisionalidad o consecuencia secundaria. A mi parecer, esto puede expresarse también de otra manera. Si negara eso, entonces me contradeciría con respecto a lo que acabo de afirmar acerca del carácter análogo de todos mis enunciados. Pero para mí todo el Jesuanismo, por muy piadoso que fuera, todo el compromiso en favor de la justicia y del amor en el mundo, todo el Humanismo que quiera utilizar a Dios para el hombre y que no precipite al hombre en el abismo de Dios, sería la religión de un Humanismo inconcebiblemente modesto, que nos está prohibido por el enorme poder del amor de Dios, en el cual Dios mismo sale realmente de sí mismo. Nosotros, una de dos: o podemos quererlo todo, a saber, a Dios mismo en su pura Divinidad, o bien nos hallamos condenados, es decir, estamos sepultados dentro de la prisión de nuestra finitud.

En una teología católica se puede especular acerca de si una «naturaleza pura» pudiera ser feliz y perfecta en sí misma bajo la lejana soberanía de Dios. Pero, de hecho, la realidad es así, precisamente por lo inexorable de la gracia. Una de dos: o nos asfixiamos en nuestra finitud, o bien llegamos allá donde Dios, como tal, es Él mismo. Es verdad que uno puede pensar que hay que hacer la sobria constatación de que, prescindiendo quizás de unos cuantos santos, esa sed del Absoluto, la inexorabilidad del Incondicionado, el éxtasis del espíritu finito en dirección hacia Dios, no se encuentra ni mucho menos en las personas triviales. Pero, aunque la teología entre nosotros se limite en la mayoría de los casos a reflexionar sobre cómo los atendidos eclesial y sacramentalmente llegan ante el rostro de Dios mismo, tendría que reflexionar muchísimo más acerca de cómo habría que concebir la odisea de todos los hombres, incluso de los más primitivos de hace un millón de años, y también de los no-cristianos e incluso de los ateos, de tal manera que la odisea vivida por esas personas llegue a desembocar en Dios mismo.

Claro está que se puede decir -siento que eso es un poco facilón y cómodo- que esa salvación realmente divina, posible por doquier en todos los hombres y en todos los tiempos, acontece por caminos que sólo Dios conoce. Esto es tan verdadero que yo también, con toda la teología cristiana, he de dejar supremamente a la inescrutable disposición de Dios la manera en que Él, a través de todas las grietas, es capaz de penetrar realmente con su amor liberador en la horrible casamata de hormigón del egoísmo. Pero en un momento en el que el Cristianismo puede y debe estar constituido de tal manera que pueda ser ofrecido a los hombres en todas las culturas y en todos los tiempos para que pueda ser su religión, habrá que reflexionar precisamente sobre el Cristianismo «anónimo» por doquier y en todos los tiempos, aunque no tenga ningún interés en que se emplee, como tal, este discutido término. Puede ser (¡quién sabe!) una enorme arrogancia de la criatura, el no querer dejarse salvar si no puede ver cómo su prójimo está siendo salvado. Pero puede ser también un acto sublime de su amor al prójimo, exigido supremamente a todo cristiano, cuando él espera para sí mismo y lo hace únicamente en la esperanza para todos los hombres, y por eso reflexiona acerca de cómo la gracia de Dios, que supremamente es Dios mismo en su autocomunicación, se ha derramado sobre toda carne, y no lo ha hecho tan sólo sobre algunos signados por los sacramentos.

Pienso que para un teólogo cristiano no está prohibido el sentir que el tema de la pecaminosisi-dad del hombre y del perdón de la culpa por pura gracia es, en cierto sentido, algo secundario en comparación con el tema de la auto comunicación de Dios. No como si nosotros, en nuestro egoísmo, no fuéramos pecadores incesantemente obstinados. No como si nosotros no necesitáramos la gracia divina del perdón, gracia que ha de ser aceptada por nosotros como pura gracia, sin ninguna pretensión nuestra de tener derecho a ella. No como si no fuera evidente el que la autocomuni-cación de Dios se produce siempre como comunicación perdonadora. No como si la experiencia radical de nuestra pecaminosidad, sin esperanzas en lo que depende de nosotros, en la que experimentamos concretamente por vez primera nuestra libertad, no fuera siempre, según el testimonio cristiano de todos los tiempos, la situación concreta en la que un hombre comienza realmente a extender sus manos hacia Dios. Pero si vemos lo difícil que llega hoy día a los hombres la justificación como perdón únicamente del pecado, si además para un teólogo católico, Dios y su promesa de sí mismo al hombre (como quiera que ésta haya de entenderse en concreto) precede ya al pecado y es pura gracia, pura maravilla inesperada de Dios, quien se entrega derrochándose a sí mismo y hace que la aventura de tal amor sea su propia historia, entonces pienso que puede uno sentir tranquilamente que la autocomunicación de Dios a la criatura es un tema más central que el pecado y el perdón de los pecados.

Sé que semejante proposición es sumamente problemática, especialmente cuando ésta se sitúa ante el tribunal de la Escritura. Pero si nosotros, en el fondo, no podemos reflexionar sobre el pecado, sino dentro de la dimensión del amor divino al pecador, entonces existe también -al menos-el peligro del orgullo desmesurado de tomar demasiado en serio el pecado, de olvidar que tal vez lo que más nos estremece precisamente en lo terrible de la historia de la humanidad es, a pesar de todo, más bien el resultado de la creaturidad del hombre en su inocente estupidez, debilidad e impulsividad, que el genuino pecado, del que hay que responder realmente ante el juicio de Dios.

Y, por tanto, pienso yo -desde una perspectiva enteramente cristiana y no desde un Humanismo engreído- que la fe en la autocomunicación de Dios por pura gracia podría anteponerse un poco a la confesión acerca de la pecaminosidad del hombre. Está bien claro, según lo prueba la historia de la conciencia de la fe, que en esa conciencia acontecen historia, cambios y desplazamientos de los acentos. Si, desde los tiempos del Historicismo, esto se sabe también expresamente, y tales cambios no sólo se hacen de hecho y se padecen, entonces poseeremos también hoy día el derecho (fruto de la reflexión) para reclamar tales desplazamientos de acentos. Se puede ser entonces de la opinión de que, con tales desplazamientos de acentos, el mensaje cristiano pueda dirigirse en la actualidad de manera más plausible y eficaz.

En conexión con nuestras reflexiones de hoy día, lo que ahora importa propiamente no es mencionar y describir la realidad cristiana como tal, sino decir algo acerca de la experiencia que naturalmente se ha tenido de manera muy subjetiva acerca de esa realidad. Y así habrá que confesar aquí, aunque con un poco de ansiedad, que en mi teología, de una manera seguramente problemática, el tema del pecado y del perdón del pecado queda un poco en el trasfondo en comparación con el tema de la autocomunicación de Dios. Pero, aunque de esta manera se confiesa que uno no puede realizar por igual, en su propia subjetividad limitada, todas las experiencias concebibles que tiene una persona cristiana, podrá uno preguntar a alguien que tome a mal esto, si en su teología, irrecusablemente subjetiva, no habrá que cargar también con déficit a fin de poder enunciar con suficiente claridad aquello que a él le interesa.