Introducción

Hay textos que, por las circunstancias en que se publicaron, adquieren una importancia singularísima. Entre ellos se cuenta la obra de Rahner, titulada «Experiencias de un teólogo católico».1 El hecho de que el autor, poco antes de su muerte, se expresara de manera tan fundamental sobre aspectos centrales de su propia teología y de su propia experiencia teológica concedió una importancia muy peculiar a esta conferencia.

Desde luego, un discurso en Friburgo para celebrar su octogésimo cumpleaños permitía esperar de antemano algo verdaderamente fundamental: a Karl Rahner se le brindó la ocasión de exponer ante un numeroso público -había unos mil oyentes en el aula magna de la universidad- los aspectos esenciales de su teología. Karl Rahner, en su discurso, habla de «experiencias», y no se refiere con ello a «vivencias» biográficas o interesantes para la historia contemporánea.

La selección misma es de sumo interés. De entre los cuatro ámbitos elegidos, los dos primeros tienen por objeto el centro de la teología y de la fe cristiana.

En la primera «experiencia», Rahner habla de «que todos los enunciados teológicos, aunque en forma muy diversa y en grado distinto, son enunciados análogos». Ahora bien, el estremecimiento sentido por el teólogo ante lo inadecuado de su propio lenguaje no es cosa externa, no es algo caprichoso, de lo cual pueda deducirse luego la consecuencia de que no sea una cosa que importe demasiado. No, sino que es un efluvio de la «verdadera condición» del teólogo, que «lo es de veras, cuando no piensa tranquilamente que habla con claridad y transparencia, sino que experimenta estremecido el umbral de analogía que existe entre el “sí” y el “no” al situarse sobre el abismo de la inefabilidad de Dios y, al mismo tiempo, la experimenta y testifica lleno de felicidad».2

A este «tema», que es el centro de la fe cristiana, se refiere la segunda «experiencia»: Karl Rah-ner habla de la «autocomunicación de Dios» como del núcleo y del corazón del Cristianismo,3 que lo diferencia de un simple Humanismo o también de un Jesuanismo sin reflexión, y que constituye el fundamento de la enorme pretensión del Cristianismo, al que sólo puede darse una respuesta: «Nosotros, una de dos: o podemos quererlo todo, a saber, a Dios mismo en su pura Divinidad, o bien nos hallamos condenados, es decir, estamos sepultados dentro de la prisión de nuestra finitud».

Ahora bien, de ahí no se sigue ninguna limitación de la universal voluntad salvífica de Dios, a la cual Rahner caracterizó con la expresión que se hizo famosa pero que para él no es indispensable, y que habla del «cristiano anónimo», realidad que Karl Barth expresó con el término «Christianus designatus»,4 y que Hans Urs von Balthasar -un crítico del vocablo del «cristiano anónimo»- enunció refiriéndose a los verdaderamente amantes, «a quienes, de una manera oculta para nosotros, se les ha concedido graciosamente el Espíritu de la verdad».5

En relación con el puesto central de la «auto-comunicación de Dios», Rahner piensa que él ha dejado quizás un poco en el trasfondo de su teología la temática del pecado y del perdón. En un teólogo que, así y todo, dedicó un extenso volumen a la historia de la penitencia,6 y que en su actividad docente se ocupó varias veces de este tema,7 esta afirmación resulta quizás extraña, y, en todo caso, se halla cuantitativamente injustificada. Pero nos hace ver tanto más dónde se halla para Rahner el centro de la fe, a partir del cual él aborda los temas particulares.

La intensa acentuación de lo que Karl Rahner consideraba como el centro del Cristianismo, y su empleo con las dos primeras experiencias, son, en cierto modo, una cosa obvia. Por el contrario, el hecho de que Rahner eligiera las dos «experiencias» que siguen a continuación causa más bien sorpresa.

El fenómeno de una teología en torno a una orden religiosa -la tercera experiencia habla de ella- no se da ya, por lo menos hoy día, de la misma manera directa en que se daba todavía en el tiempo en que Rahner recibió su formación. Podemos sospechar que no son demasiados los teólogos actuales, pertenecientes a órdenes religiosas, que consideren la «experiencia» de la teología de la propia orden como parte esencial de su propia existencia teológica. Karl Rahner menciona también las diferencias por las cuales él mismo, en época ya temprana, se pasó de la teología escolástica jesuítica de carácter suareciano al Tomismo. Pero es también digno de tenerse en cuenta el que Rahner reelaboró la propia espiritualidad jesuítica, procedente de Ignacio de Loyola,8 fundador de la orden, estudiándola en su contenido teológico, y encontró en ella una inspiración central para su propia teología. Es digno de consideración el que muchos teólogos de la generación más joven, que ya no tuvieron una experiencia personal de Rahner, y que, por tanto, le ven «desde fuera», señalen de manera especial la espiritualidad ignaciana de Rahner y acentúen el carácter central de su influencia tanto en el aspecto biográfico como en el sistemático. La existencia de la orden9 fue para Rahner una forma de vida.

Aunque suela considerarse principalmente a Rahner como innovador y trasformador de la teología católica, vemos claramente lo mucho que se hallaba enraizado en la propia tradición. A través de la tradición de la orden, esta trayectoria puede hacerse extensiva a la totalidad de la gran tradición eclesial cristiana. La profunda eclesialidad de esta mente crítica se muestra fehaciente en este punto. No es casualidad que a la invitación de esbozar un «retrato teológico» respondiera con un estudio titulado: La nueva eclesialidad de la teología: En vez de un autoretrato.10

Igualmente la cuarta y última «experiencia» podrá sonarnos al principio como algo más bien extrínseco: «la incongruencia de la teología con las demás ciencias». Claro que, en realidad, se halla íntimamente relacionada con la primera experiencia mencionada. El pluralismo más bien extrínseco de los métodos y resultados que ya no son sintetizables por los individuos se relaciona con la unidad de la creación, con la «oculta esencia de toda realidad», que el teólogo debe hacer que hable con su propia palabra. La referencia a lo necesaria que es la modestia en esta situación recuerda quizás un poco las declaraciones de Tomás de Aquino, quien al final de su vida vio igualmente la limitación de todo lo que había realizado.

Sobre el final del discurso, desearía únicamente repetir lo que escribí poco después de la muerte de Rahner, con ocasión de la reedición de la publicación de la Academia de Friburgo: «Al final Karl Rahner interrumpió de repente su conferencia. Se refirió a muchas experiencias de su vida, sobre las que aún podía hablar: “Una vida está enriquecida, aunque por la edad vaya desapareciendo detrás de la niebla del olvido”. Pero a él le apremiaba decir todavía algo más, que se cruza con todas las reflexiones y exhortaciones teológicas. Poco antes de finalizar la celebración de su ochenta cumpleaños, quería hablar de la esperanza de la vida eterna. Las dos páginas [en el original las pp. 118/119, en la presente publicación las pp. 49-52] se cuentan entre las afirmaciones más concentradas y más densas de Karl Rahner sobre esta verdad de la fe. Aquí se halla reunido todo Rahner: la abismal sinceridad en la lucha con los “esquemas de ideas” que constituyen el promedio, el apasionado cuestionamiento de todas las minimizaciones, la suprema seriedad de toda la responsabilidad teológica ante la “indecible enormidad” de la bienaventuranza de Dios. Como siempre, el arranque resulta algo penoso. Después, en una sola proposición sumamente larga -que abarca casi tres líneas- viene un gran enunciado, que sitúa la vida entera del hombre, con sus cumbres y sus valles, ante el misterio de la eternidad de Dios, en la cual el hombre puede participar. Este enunciado se convirtió en una confesión de la vida, no sólo del teólogo, sino principalmente del cristiano creyente, del sacerdote y del religioso Karl Rahner. Esta única proposición, a mi entender, expresa más sobre el centro de la fe que muchas “fórmulas breves”, y también más que muchos ensayos que el mismo Rahner se atrevió a formular: “Ochenta años es mucho tiempo. Pero, para cada uno, el tiempo de vida que le es dado vivir es el breve instante en el que él llega a ser lo que debe ser”».

Así que este texto ha llegado a ser un legado de Rahner. «Éste no nos obsequia -como yo escribía igualmente por aquel entonces- con una herencia corriente, sino que nos conduce a todos los que venerábamos y amábamos a Rahner a la obligación de tener más fe, esperanza y amor.»